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viernes, 31 de octubre de 2014

Nuestra música

Alguien se pregunta por qué aquellos que son más humanos no participan en las revoluciones. Más que preguntárselo, es una pregunta que lanza al aire porque sabe que obtendrá correspondiente réplica, para apuntalar la sentencia, de quien está a su lado, el propio director de 'Nuestra música' (Nottre musique, 2004), Jean Luc Godard. Y este perfila la línea de puntos de la reflexión con su respuesta: porque se dedican a construir bibliotecas. Pero faltaba otra pirueta del lenguaje, una nueva orla para completar la frase, o culminar la acrobacia de su agudeza. Una tercera persona apostilla que también los cementerios. Ya que estamos en el universo de celuloide que más celebra las citas y las sentencias y los aforismos, no puede faltar una que no brota en la narración. Konrad Lorenz dijo: 'Creo haber encontrado el eslabón perdido entre el chimpancé y el hombre civilizado: somos nosotros'. Según Godard, con su cine que conecta y deriva, traza puentes (como vincula contraplanos, y rastrea y forja nexos), queda algún que otro especimen de hombre civilizado que se preocupa de construir y crear bibliotecas y cementerios. Otros matan y destruyen, ese 'nosotros' que parece tan amplio, dada la extendida tendencia a desplegar agresividad y violencia. Y siempre habrá quien se preocupe de poner orden en el caos, por lo menos con lápidas y sepúlcros, dicho con la misma mordaz ironía que Godard, para que no sea tan evidente el desatino de lo humano. Siempre habrá algunos de esos 'más humanos' que se dediquen a desplegar 'nuestra música', el arte que sigue ejerciendo, o representado aún para algunos, un espacio de resistencia y disidencia, de interrogantes que intentan contrarrestar, y destripar, tanto dogma y tanta certeza acorazada que supura estigmas y rivalidad. 'Nuestra violencia', se edifica, como una biblioteca y un cementerio, sobre los desajustes de una criatura llamada humana muy tendente a manifestarse y expresarse a través de la violencia y la agresión. Un recordatorio que es señal de alarma. Un recordatorio de lo que podemos crear, y ser, una señal de alarma por el agravamiento de una realidad desafinada.
'Nuestra música' se construye sobre tres apartados, dos breves, el primero, 'Infierno', diez minutos de imágenes documentales que reflejan y condensan ese coágulo de violencia que se arrastra desde tiempos inmemoriales. Imágenes de destrucción y muerte en diversos frentes y tiempos que son los mismos. El último es el 'paraíso', otros diez minutos. Transcurre en un paraje natural, que no deja de ser otro artificio por cuanto transitamos en el espacio alegórico. Una mujer recorre un bosque salpicado de cercas y vallas y hombres armados, estadounidenses para más señas (el principal control policial terráqueo), y la narración se despide con una mirada que se dirige hacia la otra orilla, hacia un contraplano que no vemos, el de otra mujer, porque es un contraplano que se construye con la voluntad de aproximación y reconocimiento. Es la mirada que niega las rivalidades, el rechazo, la animosidad, la agresión. Es la mirada que no sabe de vallas, que no es cerco ni valla. Es la mirada que alienta nuestra música, nuestra capacidad de construir y crear, de fundar y constituir armonía. Es la mirada que sabe, como apunta la frase de Juan Goytisolo que 'cuando alguien mata por defender unas ideas, no se está defendiendo una idea; se está matando un hombre'.
Goytisolo es una de las figuras que transitan en el núcleo de la narración, el 'purgatorio', ese espacio real, según Godard, que no deja de ser artificio, es el espacio de las reflexiones, de las citas y sentencias y derivas y desplazamientos, entre los márgenes y las periferias de los que siguen despiertos con su condición de 'más humanos'. Deslizamientos del lenguaje que quiebran, y (re)flexionan, los cercos convencionales del relato, la trama o la psicología, y plantea umbrales que son excursos de la intimidad del pensamiento. Deslizamientos que siguen buscando antes del nombre, la raíz de las acciones de esa criatura humana, o la 'menos humana', de esas contiendas que disponen de distintos uniformes y emblemas y nacionalidades y otras construcciones de identidad (cercos de lenguaje) pero no dejan de ser las mismas, como un bucle de purgatorio en el que se estuviera atrapado por los siglos de los siglos. Y la narración reflexiona sobre esas imágenes, porque sobre imágenes, representaciones del mundo o del nosotros, se generan e instituyen esas contiendas y rivalidades. No resulta fácil realizar los ajustes, es una realidad que se escurre. Por eso, de nuevo, sonido e imagen a veces no se encuentran, carraspean, balbucean, se interrumpen, como los mismos travellings repiten el mismo gesto, como si la dirección estuviera atascada, y la música y el sonido, por un lado, o la imagen, por otro, y al unísono, se reiniciaran una y otra vez como el gesto que busca el afinamiento de un instrumento, de una mirada, de la imaginación que no ceja en mantenerse despierta. Godard mismo no contesta cuando le preguntan por el futuro del cine. Quizá porque él actúa, no hace falta que lo diga, o su silencio es el reverso, y complemento, a lo que manifiesta con elocuencia y rotundidad su despliegue musical narrativo. Su silencio es la firmeza que apunta que los desajustes siguen siendo grandes boquetes que no parecen dejar de esparcerse y arrasar cada vez a más grande escala con esa rudimentariedad visceral que amplifica su violencia. La música que compone con sus narraciones interrogantes a la deriva y en búsqueda es su más rotunda, resistente e inspiradora respuesta. Una afirmación que conjuga orillas y fronteras. Siempre, una interrogante que es incendio y umbral.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Los boxtrolls

'Los boxtrolls' (The boxtrolls, 2014), de Graham Annable y Anthony Stacchi, es la tercera producción de Laika, tras la espléndida 'Los mundos de Coraline' (2009), de Henry Selick, y la interesante 'El alucinante mundo de Norman' (Paranorman, 2012), de Chris Butler y Sam Fell. Ser un boxtroll, o sea, un troll con aspecto con aspecto de caja, o más bien incrustado en una caja, o que porta como vestuario permanente una caja, puede tener sus ventajas. Por ejemplo, si sois varios, y por lo que parece os define la solidaridad y el sentido de equipo, os podéis unir y apilar para formar unos escalones. También os podréis deslizar por cualquier rampa con celeridad. Y además lleváis incorporado el dormitorio. No se hace necesario usar ningún tipo de camastro, con plegarse dentro de la caja ya es suficiente. Al fin y al cabo así son las cajas de sorpresas. Aunque precisamente, y no es esta una de las ventajas de ser un boxtroll, o troll de caja, no son gratas sorpresas las que depara su presencia, aunque sea intuida, entre los habitantes del mundo de la superficie. Como criaturas que ante todo se desenvuelven en las sombras, más bien se les considera monstruos amenazantes con el agravante de su tendencia a robar niños. Quizá por eso los trolls de cajas habitan un mundo subterráneo, que también posee resonancias de mundo inferior en cuanto categoría (una caja es lo último que le queda a un indigente). En el mundo superior más bien se valora la posesión de sombreros blancos de muy elevada copa (y muy angosta como las miras de los que rigen la ciudad, más bien ensimismados, y solo preocupados por los quesos que devoran).
Algo a lo que aspira Snatcher, quien posee un sombrero rojo, y por eso se ofrece para exterminar a todos los boxtrolls (es formidable el elíptico montaje secuencial que condensa cómo se reduce el grupo de boxtrolls a través del descenso de cajas apiladas). Snatcher significa secuestrador. Es un personaje que recuerda al capturador de niños (Robert Helpmann) de 'Chitty chitty bang bang' (1968), de Ken Hughes (la misma localización, ese pueblo comprimido y apilado, y el vestuario puede también evocarla). Su delirante transporte arácnido con el que persigue a los boxtrolls parece una combinación de los trastos del émulo de Pierre Nodoyuna que encarnaba Jack Lemmon en 'La gran carrera' (1965), de Blake Edwards, con adiciones del Inspector Gadget. El niño protagonista, que todos piensan que fue secuestrado, es más bien una especie de Mowgli en mundo subterráneo que no piensa que sea humano. Él también porta una caja, en la que pone 'eggs' (huevos)', y por eso es su nombre. No se pregunta por qué a diferencia de los trolls de caja no necesita una para dormir. Y como también insectos porque es la dieta a la que le han habituado. Para los habitantes de la superficie los boxtrolls son criaturas del otro lado, el lado siniestro, y su condición monstruosa se ha desorbitado porque ante todo es una creación de la imaginación, versión que ha cultivado y amplificado Snatcher, con los relatos y las canciones en sus representaciones teatrales, para su propia conveniencia. No hay como crear un enemigo, y distorsionar información, para sacar propio beneficio.
Eggs, que no sabe nada de etiquetas ni de mentiras de conveniencia, no tardará en descubrir cuál es el lado retorcido, y siniestro. Su otro lado es el del espejo, el de la superficie en la que se alientan los reflejos, las apariencias y las formalidades y etiquetas, y no sentirá muchos deseos de permanecer en el mismo, en esa civilización en la que parece dominar la mezquindad y la vanidad y la fácil sugestión de unos humanos que se tragan, crédulos, todo lo que les echen, como si sus mentes fueran de plastilina. Ironía, el manipulador de mentes y deformador de informaciones sufre de una crónica deformación orgánica cuando ingiere el alimento que es emblema de la más alta posición, el queso (transmutación que depara dos magníficas secuencias, primero en su almacén, y ya en las secuencias finales, en el salón del alcalde). Claro que, aunque sea tan dañino para él, ya se sabe que la posición que detentas es lo más importante, y eso implica la la observancia fetichista de todo ritual correlacionado.
En este estimulante derroche de imaginación que es 'Los boxtrolls', destacan, sobremanera, sus tres secuaces, el menudito de tendencias sádicas o el dueto que no abandona sus disquisiciones e interrogantes sobre cuál es su papel en la función, si son los buenos o los malos, si son los héroes o los villanos, y a los que cuesta encajar y aceptar que sean unos esbirros. En la excepcional conclusión, ya en los títulos de crédito, aún prosiguen con sus divagaciones sobre el libre albedrío y la predeterminación, si quizás sean criaturas modeladas por alguna entidad trascendente, mientras la figura de uno de los animadores se va perfilando y,con un movimiento de cámara de retroceso, el escenario de rodaje se va evidenciando. Al fin y al cabo, es un cuento. Y también el de esta superficie.

martes, 28 de octubre de 2014

En rodaje: Robert Mulligan y Mary Badham

Robert Mulligan con Mary Badham durante el rodaje de la excelente 'Matar a un ruiseñor' (1963)

Loreak

Transferencias, sustituciones, reemplazos. Distancias, vidas soñadas, vidas alternativas, parches de heridas por las que respira la vida, como las que hay que abrir en el tallo de las plantas para que no se sequen. En 'Topaz' (1969), de Alfred Hitchcock, los pétalos de una flor se convertían en metáfora de una narrativa en la que los personajes no lograban verse, aunque paradoja, fueran espías. Eran agentes ciegos que no sabían desenvolverse en la intimidad. Operaban en las superficies. Era una flor de pétalos aislados, sin nexos reales. En el cine de Hitchcock, la planificación evidencia la mirada, el sujeto, no es una narración neutra, muchas secuencias se construyen alrededor de la mirada de un personaje. La estupenda 'Loreak' (2014), de Jose María Goenaga y Jon Garaño, es una obra de nexos fracturados que se hilvana a través de las miradas hacia otros personajes, objetos o la distancia, un vacío que intenta compensarse, amueblar, una distancia que es fuga y anhelo y extravío. Miradas que interrogan, que buscan, miradas perdidas, miradas que buscan en otros un reemplazo a las carencias de una propia vida, el escenario de los sueños, esa pantalla que parece contrarrestar lo que en la propia se ha atascado. Beñat (Josean Bengoetxea) trabaja en las alturas, en una grúa, pero siente que en su vida no logra desplazar ni controlar nada, impotente en un escenario de enfrentamientos entre su esposa, Lourdes (Itziar Ituño) y su madre, Tere (Itziar Aizpuru), en el que se siente figura desplazada que mira al conjunto, como en la cena familiar, como si fuera un universo paralelo con el que poco tuviera que ver. Y por eso, sueña desde sus alturas, donde no se tiene los pies en el suelo, pero te sientes inmune. Ane (Nagore Aranburu) siente un gran peso en su vida, se siente ínfima, aplastada. El primer plano de Ane la encuadra en la parte baja del encuadre, con mucho aire por encima, la espesura vital que la ahoga, en la que se siente perdida. Acaba de tener la menopausia antes de lo previsto, está prometida con Ander (Egoitz Lasa), pero en su relación predomina el silencio y el ruido del televisor. Viven juntos, pero viven en la distancia.
En 'Loreak' los ramos de flores son presencia constante (loreak es flores en euskera). Alguien envía flores a Ane, un hecho enigmático, por cuanto no hay remite, que perturba la estabilidad de la relación entre Ane y su pareja, o deja en evidencia de modo más acusado sus desajustes. Las flores brotan de un fuera de campo que puede ser también el de los sueños. Ane siente la atención que no siente de su pareja, aunque quizá, como descubra más adelante, tampoco ella mostraba atención por su pareja. Demanda a una realidad de la que realmente no esperaba nada. Esperaba una mirada de quien ella realmente no miraba. Ane trabaja abajo, en las oficinas, de la empresa donde trabaja Beñat arriba. Miradas que a veces coinciden, pero no se conocen. Las miradas que sueñan permanecen agazapadas. Cuando se descubren, por casualidad, se pueden convertir en la mirada que se necesitaba, y más si ya son irremisiblemente ausentes. En vida, era una figura periférica, pero con su muerte y la revelación de lo que eras para esa mirada, ahora se convierte en una entidad trascendente, la sublimación, casi de cariz religioso, de una plenitud que te falta. La ausencia se puede transfigurar en ritualización, porque parece que se conjura un vacío. Las flores vinculan dos accidentes, el que segó una vida y la ausencia en vida. El primer plano de Lourdes es de espaldas, y llueve. No se le ve su rostro. Es un fragmento de su cuerpo. Es una mujer que vive de espaldas, e incompleta, tensa porque se siente asediada por una voluntad que amenaza con anularla, como lo siente con Tere. Siente la luz como una espesura en la que se desvanece, o una ranura en la que no se halla. Lourdes trabaja en un peaje. Las relaciones no dejan de ser un tráfico que puede derivar en colisiones, o en las que hay que pagar un peaje para continuar tránsito, y a veces el peaje desgasta demasiado. Y a veces te enquistas en la rutina de un tráfico que es inercia.
Tere encuentra en Ane el reemplazo de la relación que no logra vehicular con su nuera. Con ella evoca a su hijo, contemplan juntas imágenes de su niñez, conjura una ausencia y parchea un boquete. Ambas lo hacen. Ane cree encontrar una dirección en su extravío a través de fantasmas. Se convierte en la nuera que otra mujer no logra tener y la reemplaza también, sin saberlo, llevando flores al lugar del accidente, el cual nunca ha visitado Lourdes. En otra Ane parece que se encuentra, pero sigue perdida, como en una prorroga de su vida desajustada entre fantasmas de lo que no es mientras sigue sin mirar de frente a la vida que aún mantiene por inercia y en la que no es. Su relación es un espejismo, un ruido de monitor encendido. Pero tampoco es la esposa dolorida que no logra recuperarse, la cual se ha distanciado ya en otro escenario de vida distinto sin querer mirar atrás, desprendiéndose hasta de recuerdos. Ane es alguien que añora una mirada que la haga sentir presente, centro de la vida, aunque ya sea una mirada que no le envía flores sino que está ausente, muerta. Devuelve la atención a una mirada que la hizo sentir especial desde la distancia. Y la esposa quizá se reencuentra en la mirada de otra, como si encontrara de improviso su centro en la periferia.
'Loreak' es una bella obra de impresiones y estados, de emociones entre escombros y colisiones y tanteos, de miradas que no encuentran el contraplano, o lo urden. Cuerpos que se disuelven entre fantasmas, mientras el tiempo se fuga. Beñat no entiende que haya que visitar los cementerios para recordar a los demás. Su cuerpo servirá durante cinco años de estudio para estudiantes de medicina. Su vida ya será ser un objeto, como será un fantasma de distinta índole para las tres mujeres. Hay quien pierde la capacidad de recordar porque su mente se quiebra. Hay quien quiere olvidar lo que vivió. El tiempo realiza su erosión. Y hay tiempos pasados que se desvanecen, como los hay que vuelven a recuperarse del arcén en el que permanecían atropellados. Hay cambios, perdidas, reajustes, transformaciones, variaciones en el tráfico, otros pétalos que compondrán el ramo de la vida. Miradas que dejan de estar empañadas, desenfocadas.

lunes, 27 de octubre de 2014

Plácidas pausas de rodaje: Lauren Bacall y Humphrey Bogart

Lauren Bacall y (de visita) Humphrey Bogart, durante una pausa de rodaje de la muy sugerente 'El agente confidencial' (1945), de Herman Shumlin, adaptación de la espléndida novela de Graham Greene.

(Rec) 4

La señora de la leche con galletas, el fan freakie greñudo devorador de chocolatinas, la estrella catódica con camiseta ensangrentada y otros zombies del montón (con mucho músculo y mucha mala leche). Esta es la tercera secuela, o sea la cuarta parte, de 'Rec' (2007), de Jaume Balagueró y Paco Plaza, aunque más bien sea Rec a la cuarta, dirigida por Jaume Balagueró, emulando el título de la tercera obra de la saga de 'Alien', dirigida por David Fincher en 1992. Por un lado, tiene más que ver con la segunda, 'Aliens' (1986), de James Cameron, por cierta inclinación a la aparatosidad de cierto cine de acción, por la abundancia de personajes uniformados armados, todos ellos muy musculosos (como si se hubiera propagado una cepa a partir del muñeco de Michelín) y por los machacones y enfáticos acordes de la banda sonora compuesta por Arnau Bataller, y que parece en todo momento de la hora y media que dura (Rec)4: Apocalipsis (2014), a punto de invadir algún país o planeta. Y, por otro, por cierto uso, en determinados pasajes iniciales, de cierto humor, también se acercaría a los excesos excéntricos o extravagantes de 'Alien resurrección' (1997), de Jean Pierre Jeunet. Aunque por buscarle parentesco más preciso habría que señalar su vecindad con el universo de Alex De la Iglesia, ya manifiesto en 'Rec 3: Genesis' (2012), de Paco Plaza, con propagación infecciosa en una boda que transforma en zombies a casi todos los asistentes, y en la que su imagen referencial era aquella de la novia ensangrentada con sierra mecánica (de la que aquí no falta su variante, el motor de una lancha). Y de esa cepa brota aquí su única superviviente, una señora en camisón que parece un tanto desorientada ya que no se percata de que está en un barco y de que los que la rodean no son invitados de la boda aunque insista en preguntar si vienen de parte del novio o de la novia. Eso sí, a la leche con galletas no le hace ascos, incluso con un poco de azucar, que no hace daño.
Hay otros brotes: Cuando un militar con virus xenofobo reprocha al maquinista negro que no esta en su país por lo que no puede hacer lo que le da la gana, este le corrige que es de Mostoles y por eso hace lo que le sale de los cojones. Tampoco se puede deshechar que provenga de esa cepa Nic (Ismael Fritschi), greñudo devorador de chocolatinas con sobrepeso y camiseta oscura, fan de la locutora televisiva Angela (Manuela Velasco) y prototipo de freakie que devora cuantiosas sagas de terror que pueden ser todo lo inacabables que pretendan ser porque consumirá todas sus continuaciones y derivaciones. Por eso, 'Rec 4' puede ser cualquiera de las partes de 'Resident evil'. Ahora es el interior de un barco el escenario, lo cual podría llevarnos a evocar celuloide de derribo pasado derivado de la saga de alien pero que acaecían en interiores de submarinos o barcos, desde 'Leviathan' (1989), de George Pan Cosmatos' a 'Virus' (1999), de John Bruno, pasando por decenas de otras obras olvidables, como lo será esta, de la que también conviene apuntar que, como otros cientos o miles de obras, utiliza su narrativa y su espacio, que a veces se confunden, en el mismo nivel, valga la redundancia, que los niveles en los videos juegos, y sus pasadizos y esquinas de las que no sabes que surgirá. 'Rec 4' es cine masticado y regurgitado y reciclado sin rubor alguno. De la perturbadora atmósfera de la primera entrega, que sabía extraer de la oscuridad todo su latente potencial de amenaza, poco queda. Quizá esa breve secuencia en la que Angela se queda atrapada en un 'nivel' rodeada de oscuridad y jaulas con gritonas criaturas que la persiguen.
En la primera jugó bien con el contraste entre lo trivial de su introducción (aunque quizá una trivialidad demasiado subrayada de trivialidad) y la irrupción de lo extraño, de lo anómalo, la transfiguración de un entorno y de la misma realidad, aplicando de modo sustancioso la genuina condición del fantástico: la percepción de la realidad se alteraba. Lo familiar se revelaba infectado, un espacio en el que una figura al fondo del pasillo es una sombra, y por tanto puede ser ya cualquier cosa. La realidad podía ser otra, o cualquier otra, y por eso las interrogantes quedaban suspendidas en la incógnita, con el final derrocamiento de la certeza y la inmunidad: lo anómalo, lo inefable, dominaban la mirada de la realidad, el ojo de la cámara que se había utilizado como ojo narrador (lo visible contaminado por lo no visible, por lo incierto). La subversión, lo abyecto, se enseñoreaban de una realidad de la que era desterrada la luz. Dado el éxito, la segunda obra, 'Rec 2' (2009), realizada por el mismo tandem, intentó transitar los mismos senderos, con alguna leve variación que más bien se convirtió en lesión narrativa. Un cambio de perspectiva a mitad de la narración, con salida fuera del edificio, provocó que se resintiera la tensión narrativa (una de las virtudes de la primera: una modulación sostenida sobre una progresiva opresión y sofocación que derivaba en la completa y terminal indefensión en una oscuridad sin referencia alguna: la oscuridad era un espacio sin asideros: la realidad carecía de contornos, de límites).
En la cuarta ya no hay, ni menos se palpa, infección del terror puro, ese que linda con el malestar. Tampoco se rastrea, al menos, algún sugerente subtexto, más allá de integrarse, parasitariamente, en la creciente corriente, en las pantallas y fuera de las pantallas, interesada por las propagaciones e infecciones víricas. No estamos en 'Contagio' (2011), de Steven Soderbergh y su reflexión sobre la infección creciente del rechazo a la intimidad y a la frontalidad comunicativa en una sociedad que ha perdido la noción de lo real y de la proximidad, ni en 'World war Z' (2013), de Marc Forster, que intenta sacudirnos de la modorra de nuestro ensimismamiento, de nuestra derrota vital al renunciar a toda intervención en la realidad por estar convencidos de que frente a la infección de la corrupción extendida no hay nada que hacer sino quedarse abotargados en la infección del lamento y la apatía. 'Rec 4' es otro juego narrativo, la repetición infinitesimal del mismo juego. Por eso es exponencial, a la cuarta, por las incontables veces que habremos visto una película como esta. Aunque quizá nadie, en ninguna de esas otras miles, pedía leche con galletas. Puede que esa sea su seña de distinción.

domingo, 26 de octubre de 2014

8 John Hurt 8

En 'Snowpiercer' (2014), de Boon Joon-ho, volvía a refulgir la presencia del gran John Hurt.

Coloquio con Boon Joon-Ho

De vez en cuando la vida te da una pequeña alegría. Un estimulante coloquio con un estupendo cineasta como Boon Joon-Ho, que parece desprendido de lastres de egos (como bien refleja su afirmación de que siempre ha aspirado a realizar algo equiparable a su principal influencia, Alfred Hitchcock, pero parece que sólo logra equipararse en peso y constitución). Un vivaz coloquio en el que se ha extendido en los esforzados procesos de producción de 'Snowpiercer' o en sus lides con Weinstein para definir las condiciones de distribución de su obra en Estados Unidos (con pasajeros pasajes del terror cuando fue testigo de cómo, el día en que se citó con él, en las salas de edición, que se encuentran en primera línea de la distribuidora, un montador cortaba fragmentos de 'The grandmaster' de Wong Kar Wai. Además, reflexiones sobre el uso de la música en su cine ( y las contiendas con su compositor en 'Mother': él quería en una escena que primara el diseño sonoro de fuego ardiendo o de otros sonidos de la naturaleza, y el compositor, con el apoyo de su esposa, insistía en que utilizara su composición); sobre el capricho de tener una versión en blanco y negro de 'Mother', dadas las escasas opciones de poder rodar en blanco y negro; o sobre la influencia de sus fantasías infantiles en la creación de 'The host' (vivía frente a ese río, y ya entonces imaginaba que surgía un monstruo de sus profundidades). Como imprevista, y grata, guinda, un suministro de sugerentes pinchos y unas cuantas copas de vino que han suministrado una estimulante chispa dominguera. Qué sería de este viaje sin estas imprevistas pequeñas alegrías...

Coherence

Ingredientes para realizar un gustoso aperitivo de celuloide: Cójase un gato, a poder ser de Schrodinger. Añádase un grupo de amigos que se reunen para cenar, que tengan ciertas reminiscencias de Reencuentro (The big chill, 1983), de Lawrence Kasdan, pero sin dotarles de particular densidad o complejidad como personajes. Condiméntese, visualmente, con cierto aire doméstico, casual (aplíquese el significado de la palabra inglesa), como si la cámara de alguien que no es particulamente profesional registrara los acontecimientos (si se es un tanto snob y gusta de utilizar mucho los términos ingleses en los comentarios de películas, diga que es una producción low cost). Alíñese con cierta atmósfera de extrañeza que remita a la de algunos de los episodios de la estupenda serie 'The twilight zone' (1959-1964), pero sin introducción de Rod Serling, y dilatando la duración de la narración, aunque a veces dé la sensación de que simplemente estira la cuerda y se estanque en cierto bucle acompasado a la asunción por parte de los protagonistas de que su realidad, o sea ellos y su reunión, se multiplica de modo exponencial en otras variantes. El resultado será 'Coherence' (2014) opera prima de James Ward Byrkit. Una premisa ingeniosa, sugerente, que permitirá instruirse sobre lo que es la coherencia cuántica, y alentar alguna que otra interrogante sobre nuestra relación con la realidad, pero que, como aperitivo que es, aun sabroso ( no carece de momentos de efectiva atmósfera turbadora) deja la sensación de que es el esbozo de otra película que contuviera primer plato, segundo y postre.

jueves, 23 de octubre de 2014

Al otro lado del puente

En la frontera puedes ser un hombre acaudalado, un asesino, un héroe del pueblo, alguien que vende a quien sea para conseguir dinero, alguien que intenta comprar a quien sea para conseguir su propósito. Puedes ser, incluso, una perra. Y en ese momento, cuando no eres nada, es cuando eres todo. En la frontera, nada somos, y somos todo lo que podemos ser. En la frontera, no hay distancias. Por eso, fácilmente se puede ser lo opuesto de lo que creías ser. En las fronteras, se disgregan las identidades, porque se revelan ilusión, polvo. O presunción en la mirada de una perra que sabe de entrega y desamparo. Por eso se llama Dolores. En 'Al otro lado del puente' (Across the bridge, 1957), de Ken Annakin, quien nunca estuvo tan inspirado como con esta excelente adaptación de un relato breve de Graham Greene (él mismo la califica como su mejor obra), Schaffner (Rod Steiger) es un próspero empresario que decide huir a Méjico al descubrirse sus fraudes financieros. El azar le presenta en el tren la posibilidad de adoptar la identidad de otro, Scarf (Bill Nagy). para lograr cruzar la frontera. Lo que no imagina es que aquel a quien lanza fuera del tren se encuentra también perseguido por la ley, pero al otro lado de la frontera, por atentar contra la vida de un político. Con una identidad u otra se encuentra perseguido a un lado u otro de la frontera, pero aunque esclarezca cuál es su real identidad se encuentra atrapado en un limbo en el que debe negociar con sus posesiones para lograr la liberación.
Si el joven Johnny (David Knight), que trabaja en el motel, le vende porque piensa que es Scarf, por el que ofrecen una recompensa, Schaffner establecerá un pulso, de demandas y ofertas económicas, con el jefe de policia mejicano (Noel Willman). Además, no imaginaba que Scarf fuera considerado un héroe por la gente del pueblo por el atentado que realizó. Y es que hay quien es según la perspectiva de cada uno. Scarf era asesino o héroe según la ley o el pueblo. Schaffner siempre pareció el mismo. Siempre fue despreciado, pero antes, por su posición de privilegio, era temido. Ahora Schaffner se convertirá en el objeto de los desprecios, pero no del temor, de los habitantes del pueblo mejicano, uno de los pasos para convertirse en nada ni nadie, apuntalado cuando el jefe de policía promulgue que nadie le ayude ni ofrezca alimento ni alojo. Schaffner cruzará el puente de sentirse Alguien y Algo a Nada ni Nadie, como en otro recorrido narrativo, en los fantasmales senderos de la fábula, ocurrirá con el empresario encarnado por Michael Douglas en 'The game' (1997), de David Fincher. Schaffner no había dejado de mostrar desprecio por la perra de Scarf, Dolores, hasta que la perra propicia, con sus ladridos, que advierta el escorpión en su pierna (elegida en una perrera de Liverpool, fue tal el impacto que causó la perra que el entrenador logró apoyo financiero para un refugio de perros con el nombre de Dolores).
En su descenso a la desposesión y la indigencia Schaffer se apoyará en el vínculo con la perra, con la que dormirá abrazado entre despojos y ruinas y alambradas. Ahora siente el desamparo, toma consciencia de lo que es sentirse una perra abandonada, un sentimiento que nunca había conocido, como tampoco el de saber crear un vínculo afectivo con nadie. Deja de ser un escorpión, y abraza. Schaffner parece convertirse en parte del árido paisaje, su arrogancia se transfigura en un desaliño que parece fundido con el polvo. Alguien que vivía en las apariencias, alguien que modificó su aspecto para sobrevivir, tiñendo su cabello, cambiando de gafas y de vestuario, como criatura adaptable que había sido a las circunstancias para sacar el mejor provecho de ellas, se convierte en un despojo, una imagen desprovista, cuerpo y desesperación, la que convulsiona su mirada cuando teme perder el único vínculo afectivo que ha creado y que se ha convertido, por primera vez, en necesidad. En medio del puente, en la frontera, donde nada somos, y somos todo lo que podemos ser. Incluso, un muerto, por abrazar por primera vez la vida. Y así la vida, con ojos de perra, puede abrazar nuestro cadáver.
James Bernard confirió a la banda sonora la crispada intensidad que caracterizó sus composiciones para las producciones terroríficas de la Hammer.

miércoles, 22 de octubre de 2014

36 horas culpable

En las primeras secuencias de '36 horas culpable' (Terror street/36 hours, 1953), de Montgomery Tully, film noir británico producido por la Hammer, un hombre, Rodgers (Dan Duryea) recorre dos espacios vacíos en busca de una figura ausente. Recorre el piso que compartía con su esposa, Katie (Elsie Albiin), y el piso en el que descubre que ha vivido los últimos meses. Es una figura ausente como su relación se había deteriorado, en un indefinido estado difuso, tras que él aceptara un trabajo de instructor de vuelo en Estados Unidos por seis meses, un empleo que no permitía la presencia de esposas. La separación geográfica también había implicado otro tipo de distanciamiento, evidenciada en la interrupción de la comunicación epistolar desde hace ya dos meses. Una interrupción que suscita la incógnita de si la relación se ha quebrado irremisiblemente. Esa presencia añorada se hace visible a través de imágenes pretéritas, en un flashback que condensa sus dos primeros encuentros, en una estación, el primer tanteo aparentemente infructuoso, y en un tren, cuando se pone en marcha la relación, y los momentos de armonía que vivieron, expresados, de modo elocuente, a través de imágenes fotográficas. La imagen estática de momentos que sembraron huella indeleble como contrapunto al estatismo en el que parece haberse abocado su relación, en esa indefinición entre un pasado añorado y un futuro incierto, como los dos mismos hogares que Rodgers recorre. El periodo de tiempo al que alude el título con el que se estrenó en Gran Bretaña hace referencia al que dispone Rodgers para encontrar al asesino de su esposa, antes de coger otro vuelo de vuelta a Estados Unidos.
Ciertamente, la narración diluye en cierto grado su fuerza a medida que se explicitan las incógnitas, pero mantiene eficazmente la tensión narrativa, sostenida, además, por el imponente talento actoral de Duryea. Además, no faltan momentos destacables, asociados a la relación entre Rodgers y Katie, esa relación estancada en una estación difusa que vuelve a despejarse, a ponerse en movimiento, aunque, por la muerte de ella, sea ya en el recuerdo que recompone lo que no pudo ser en vida. Por ejemplo, el flashback, en las secuencias finales, que revela la real implicación de Katie en la trama de contrabandistas de diamantes. Una revelación que viene dada a través de una carta que ella escribió dos meses atrás pero que no fue enviada por la persona que debía hacerlo, alguien que también amaba a Katie. La interrupción, o emborronamiento de su comunicación, también se había visto condicionado por la injerencia de otros. Si aquella carta hubiera sido enviada los acontecimientos hubieran sido radicalmente distintos. No es en la resolución de la trama, en el enfrentamiento con el autor del crimen, donde reside lo más sugerente de la conclusión, sino en la bella secuencia en la que Rodgers descubre en la caja de seguridad que no hay nada relevante, ningún documento, como se creía, con respecto a esa trama de contrabandistas, sino con respecto a la trama de la relación sentimental con él. Todo un pasado se visibiliza a través de recuerdos recopilados que condensan el relato de una relación sentimental que había sido interrumpida por un distanciamiento no sólo geográfico. La evidencia de que ella añoraba lo mismo que él.

lunes, 20 de octubre de 2014

Drácula, la leyenda jamás contada

Esta historia supuestamente jamás contada de 'Drácula, la leyenda jamás contada' (Dracula untold, 2014), de Gary Shore, me parece que ya me la han contado antes, no sé si fue mi abuela, aquel señor de Murcia con el que esperé durante horas la salida de un autobús no recuerdo a dónde, o aquella pastelera que me cuidó hasta que llegaron mis padres cuando, en mi primer año de colegio, me perdí no sé cómo ni por qué. Un momento, algo recuerdo. Creo que fue hace una semana. En 'The equalizer', de Antoine Fuqua, un carretillero de supermercado se descubre como una bestia dormida, un agente especial retirado. 'Despierta' porque se hacen necesarios los medios más expeditivos para imponer la justicia, o para evitar el abuso o propagación de la infección de la crueldad. Crueldad para cauterizar la crueldad. En cierto momento Vlad (Luke Evans), hijo de dragón, futuro Drácula, hijo de diablo, dirá que no siempre se necesitan héroes, a veces se necesitan monstruos. Vlad no se convierte en monstruo por anhelo de hacer el mal sino como medio, o remedio, para lograr un bien, la protección de su familia y de su reino ante la invasión otomana, comandada por Mehmed (Dominic Cooper). Impotente no sólo porque su ejercito tiene todas las de perder, sino porque tienen que plegarse a una voluntad cruel que les exige dolorosos sacrificios como entregar como combatientes a mil de sus hijos, decide dejarse infectar por lo siniestro que posee poderes sobrehumanos.
A Robert, protagonista de 'The equalizer', y Vlad les une también un pasado terrible, sus propias acciones brutales, de las que Robert prefirió retirarse. Vlad justifica aquellos empalamientos, por los que es célebre, como táctica disuasoria. Hacerse pasar por monstruo era la estrategia más eficaz. No sentía ni placer ni tampoco culpa, no sentía nada. Podía salvar vidas. El sacrificio de un pueblo podía salvar el de cien. Ahora deberá subir la apuesta de la categoría de monstruo en la que tendrá que convertirse para proteger lo propio (no sé si casualidad, pero este mensaje subyacente en ambas producciones no carece de resonancias un tanto inquietantes: hay que aceptar la monstruosidad como medio para lograr un bien o defender lo propio). Vlad, además, tendrá que luchar tres días con la tentación de nutrirse de sangre ajena, como San Pedro por tres veces negó a Cristo, para que sus poderes vampíricos sean sólo provisionales, el tiempo justo para derrotar al enemigo otomano. Sino se convertirá en vampiro, de nombre Drácula, para toda la eternidad (maldita sea, he destripado ya la conclusión de la película).
'Drácula, la leyenda jamás contada', compuesta de retales, suena a vista y revista, a rebufo, por ejemplo, de la notoriedad adquirida por el fenómeno 'Juego de tronos', incluido préstamo actoral (Charles Dance, el Master Vampire, lo mejor de la película con diferencia), con esquirlas de la vena romántica del 'Drácula' (1992), de Francis Coppola, a través de la relación de Vlad con su esposa, Mirena (Sarah Gadon), obra de la que también se retoman las imágenes anaranjadas de empalamientos en el ocaso, o de las obras de 'espada y brujería', o mejor dicho, 'espada y vampirismo', con un ambiente sobrecargado de sombras, cual espesura de negrura, para remarcar el carácter gótico que acompaña a la figura del vampiro aunque la acción transcurra en la Edad media. Hay que amortiguar los colores y la luz, como en aquella insulsa incursión en tiempos medievales de la saga de 'Underworld', 'La rebelíón de los licántropos' (2009), de Patrick Tatopoulos. Lo que se amortigua, involuntariamente, es la circulación sanguínea de la narración. No faltan derroches de efectos especiales y combates de diversa índole pero no se logra desactivar la progresiva sensación de precipitarse en cierto sueño mortecino. No acaba de morder la narración. Demasiados dientes postizos.