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martes, 20 de octubre de 2009

Cine independiente Usa

Hay películas que ya contando su argumento, pueden dar una aproximada idea de lo que ofrecen, y, a la vez, de sus limitaciones. Porque no ha transcendido su planteamiento. Son cine casi notarial, o ilustrativo. O lastrado en convenciones. En otras no sería posible si quisiéramos apreciar y discernir sus resonancias expresivas. Las hay que se deslizan entre nuestros dedos, son sus imágenes, y sus intersticios, lo mostrado y lo sugerido, lo que crea un sentido, como la magnífica ‘Wendy and Lucy’ (2008), de Kelly Reichardt . Y las hay que se multiplican en reverberantes espejos, no hay un centro, sino que el relato se quiebra, discontinuo, y en espiral, como la realidad que refleja, como la sugerente ‘The dead girl’, de Karen Moncrieff.

‘La boda de Rachel’ (2008), de Jonathan Demme, y ‘Frozen river’ (2008), de Courtney Hunt, por el contrario, podrían considerarse ejemplo del primer caso. Y esto nos lleva a plantearnos sobre esa imprecisa categoría denominada cine independiente norteamericano. Un concepto que se ha convertido en cajón de sastre, y en etiqueta de un producto, industrialmente hablando, que ha domesticado o difuminado su condición primigenia alternativa. Ahora es otro producto del mercado con unas determinadas señas características (para la venta). Esto es, hay una versión standard del cine independiente, ya presa también de ciertas convenciones, que no le diferencia demasiado del cine mainstream, o de los grandes estudios ( o sólo en sus más reducidos presupuestos), y a la que responden los dos últimos títulos en contraste con los dos anteriores.

‘Frozen river’ respondería a ese tipo de obra de narrativa funcional, sin aristas, de contrucción ortodoxa, cuya seña de distinción es que está centrada más que en la trama en los personajes, los cuales son de condición más ordinaria, personajes corrientes con dilemas mundanos. En ocasiones, la variante es que son personajes considerados excéntricos dentro de la convención, como ejemplificaba ‘Juno’ (2007) de Ivan Reitman. ‘La boda de Rachel’ camufla sus convenciones dramatúrgicas y de mirada bajo unas aparentes señas de estilo ‘alternativas’, como es el rodaje cámara en mano, y montaje sincopado, fusionando texturas del documental y la ficción. Estilo ya asumido dentro de la industria, cuya punta de lanza definitiva fueron los thrillers de Paul Greengrass en la serie Bourne, y que últimamente hemos visto aplicado, de modo riguroso, en obras comentadas como ‘The hurt locker’ o ‘Traidor’, o en el interesante thriller ‘Una cuestión de honor’ (2008), de Gavin O’Connor.

Cine alternativo es 'Wendy and Lucy', como era el que en los 60 representaba por ejemplo, el cine de John Cassavettes, cuya financiación se lograba fuera de los estudios -de hecho, con su primera película, ‘Shadows’ (1959) consiguió buena parte del dinero con participación de oyentes de un programa de radio-. Sus dramaturgias y métodos de rodaje se salían de lo habitual ( y sin entrar en otro cine más experimental y no narrativo), una versión norteamericana más espasmódica del cine de Bergman, pero con semejante, o afín, desnudez o despojamiento formal y dramatúrgico. Y cine alternativo era el que rompía los modos de representación ortodoxos como aquel que se generó en los 80, con cineastas como Sara Driver, Amos Poe o, su estandarte, Jim Jarmusch, que ha seguido demostrando, y a gran altura, su condición de real cine alternativo, aparte de intransferiblemente propio.

Pero a finales de los 80 se produjo un fenómeno, el éxito sorpresa de ‘Sexo, mentiras y cintas de video’ (1998) de Steven Sorderbergh. Y, en paralelo a la popular dimensión que adquirió el festival de Sundance, se fue redefiniendo o modificando la etiqueta del cine independiente. Se asimiló en la industria como otro producto que podía dar sus beneficios. Se hizo de la excentricidad o peculiaridad seña de identidad, ya sea en los temas o personajes retratados, como en las formas, ya sea funcionales (no lejanas del lenguaje televisivo) o diluidas en una trivialización posmoderna del juego formal o referencial. Las rupturas de estilo dentro de unos límites inocuos. Ejemplo de esto último sería el cine de Quentin Tarantino. El mismo Soderbergh ha desarrollado su obra en esos difusos ya márgenes, logrando eso sí, por ejemplo, con la notable ‘Bubble’ (2006) una obra sí de auténtico calado alternativo.

Como ‘Wendy and Lucy’, hay otras obras de espíritu o estilo alternativo que han dado sobresalientes frutos. Recientes tenemos los casos de ‘Paranoid park’ (2008), de Gus Van Sant, y sus tres obras anteriores, desde 'Gerry' (2003), o ‘Snow angels’ (2008), de David Allan Green, y lo mismo ocurre con sus tres obras previas. Claro que esto nos lleva a considerar cómo dentro de la industria hay cineastas tan heterodoxos y radicales como uno de los que más ha influido en la obra del último, Terrence Malick. Y qué decir de Paul Thomas Anderson, el cuál como los hermanos Coen, ha creado su particular territorio, entremedias, tan singular como rupturista. O de cineastas contrabandistas (recurriendo a la definición de Scorsese) que bajo las máscaras del género, cual herederos de Hitchcock, se revelan como más disidentes y transgresores ( Fincher o Shyalaman). Todos encajan dentro de esa noción amplia tambien del cine de autor, pero ponen en cuestión esos codificados márgenes de lo independiente. El cine alternativo es una cuestión de mirada, y las obras de Reichardt y Moncrieff ( y en especial su siniestra y perturbadoramente bello segmento protagonizado por Toni Collette) lo refrendan.

Hay otros cineastas que no se apoyan en la retórica visual, o en rupturas narrativas evidentes, y se tejen, y aquí un nuevo punto diferenciador con una de las carencias de ‘Frozen river’, sobre la modulación de la tonalidad, una subterranea corriente narrativa que sabe crear una atmósfera, y que transciende a su argumento. Son los casos de ‘Margot y la boda’ (2008) de Noah Baumbauch, ‘La familia Savages’ (2007), de Tamara Jenkins’, ‘Lars y la chica real’ (2007) de Lars Gillespie o ‘The visitor’ (2008) de Tom McCarthy. Se aprecian texturas elaboradas, la justeza de un plano sostenido, de una elipsis o de un fuera de campo. Hay un extrañamiento, que es el afinado distanciamiento, que rehuye la afección sentimental, buscando la emoción genuina en el despojamiento. De nuevo, no son las tramas lo relevante, sino los personajes, y las resonancias de sus conflictos, acciones ( o de los colores y los espacios) más allá de la anécdota argumental.

Replantean, desde la misma mirada cinematográfica, como condensaba el recorrido físico y vital del protagonista de la magistral 'Flores rotas' (2004), de Jim Jarmusch, su relación consigo mismos, el mundo y los demás. Y se percibe que es tan fundamental lo que no se explicita que lo que vemos. Hay una latencia fructifera. Algo que ya se apreciaba en las mejores obras de otro buque insignia superviviente de los 80, John Sayles. ‘Frozen river’ sin embargo no parece dar más de lo que se ve. La narración parece demasiado amortiguada, como si no quisiera, o no pudiera, rasgar con las entrevistas entrañas de esa realidad de vidas tan fronterizas como heladas. Y se congela en su planificación funcional, quizás temerosa. Como ese plano del coche, en el que van la protagonista y su compinche en el traslado de ilegales desde Canada a Estados Unidos, sobre la superficie helada de ese espacio intermedio de la frontera en la que siempre temen quedarse atrapadas o inmovilizadas, la misma narración parece sostenerse en esa misma condición intermedia.

Del mismo modo que sabe rehuir los excesos, cargando las tintas en la dramatización de una precariedad de vida (sus dificultades para conseguir dinero y seguir sobreviviendo que la conducen a ser participe de ese tráfico de ilegales), parece que la supera la contención. Demasiado pulido, como la superficie helada, en la que no se percibe como debiera el mismo riesgo, en esas vidas, de que el hielo se quiebre en cualquier momento. La discreción de sus formas no potencian las resonancias de su relato, y algo se desvirtúa, más enunciado que expresado. Algo que tambien ocurre en ‘La boda de Rachel’, paradójico ya que intenta buscar supuestamente el pálpito de lo inmediato con su estilo semidocumental. Pero no logra superar las convenciones sobre las que se teje, como, excepto en algunos pasajes del relato, no logra dotar de esa tensión narrativa crispada necesidad. Como la obra de Hunt está falta de esa tensión real, aunque aquí en ocasiones se fuerze.

Está muy lejos de lo que Baumbauch logra en su obra citada, porque además ambas coinciden en el uso de un elemento, o personaje, perturbador o disonante dentro de un grupo y además alrededor de una celebración en ciernes, la de una boda. La turbia atmósfera que en esta se conseguía se ve diluida, o atemperada, en una modulación desequilibrada (hay secuencias que se exceden en su dilatación sin saber cargarlas de la pertinente tensión como la de los brindis por los novios), y queda en evidencia en su catártico final, lejos de los tan prodigiosamente modulados en el cine de Anderson, ya que incurre en este largo tramo, el de la celebración de la boda, en los clichés más estereotipados. La conciliación pasa el peaje de la convención. La perturbación se revela como una disfunción a corregir, no un una condición disoluta que desnuda unos engranajes íntimos o colectivos (la familia como espacio formal, rígidamente codificado, que camufla sus tensiones internas de desencuentro).

Y su estilo semidocumental acaba asemejándose más al de un reportaje televisivo. Lejos de los frutos que Aranofsky logra de la fricción entre una dramaturgia más ortodoxa y su recursos de estilo documental. O cómo logra dar carne dramática a los espacios vacíos de la narración, a los tránsitos y transicciones, fisuras en la narración. Precisamente sobre estos está construida la ‘Wendy and Lucy’. Es una obra de desplazamientos, su trama es la errancia, o la orfandad de un movimiento que de pronto se ve desubicado, e inmovilizado o atrapado, como si girara sobre sí mismo. Y se convierte en eficaz metáfora de una forma de vida que crea seres periféricos, perdido su lugar en la sociedad de la opulencia.

Wendy podría asemejarse al protagonista de ‘Hacia las rutas salvajes’ (2007), de Sean Penn. Se dirige hacia Alaska, rompiendo con su vida anterior. Pero poco tienen que ver. Como ambos estilos no pueden ser más disimiles. Wendy era ya un personaje desplazado pero no por diferente visión de vida (como la que busca el protagonista de la obra de Penn) sino porque, como tantos otros, se encuentran sin lugar para sobrevivir. De ahí que la pérdida de su perra se convierta en reflejo de esa intemperie vital. La cual se ve amplificada por la confrontación con el talante de un entorno ajeno a los demás, en donde el gesto generoso ( como el que encuentra en el anciano guarda de seguridad) despunta con tal rasgante resonancia.

Wendy está en ninguna parte, en una tierra intermedia en su tránsito, en un pequeño pueblo en el que, de repente, como consecuencia de un gesto mezquino ( de un empleado de un supermercado que la sorprende llevándose sin pagar una lata de comida de perros, el perfecto epítome del esbirro, que sin piedad propicia que la detengan durante unas horas) su perra desaparece. Su búsqueda guía el relato, hecha de encuentros, tránsitos, desplazamientos. Un espacio y un tiempo de intemperie. Sólo cubierto provisionalmente por el gesto generoso. Reichardt hace de esos estados latido de narración, apoyada en el gesto de la eficaz prestación de Michelle Williams, desamparada, a la vez que determinada. Con la desgarradora conclusión de que en esta sociedad sólo queda el tránsito, pues el hogar, la condición acogedora del otro, no es más que una ilusoriedad, una carencia permanente. El gesto sacrificial generoso se revela como la única respuesta (auto)afirmativa de la dignidad. Un desolado gesto de protesta.

Sobre esa intemperie vital se construye tambien ‘The dead girl’. Su apuesta narrativa es otra, tan elusiva como periférica. La narrativa lineal pero fragmentada en instantes no narrativos de la obra de Reichardt se convierte en cinco relatos consecutivos que giran alrededor de la vida y muerte de un personaje. Parte del descubrimiento de su cadáver en el primer relato, para concluir con el relato de la vida de ese personaje los días anteriores a su muerte. Esta se convierte en eco y reflejo de y para otras vidas. Vidas que se revelan tan ausentes o carentes en vida, ya sea la mujer que descubre su cadáver, atrapada en una opresiva relación con su madre, o la médico forense que cree reconocer en ella a su hermana desaparecida años atrás, o la esposa, anegada en su vida de inercia conectada a la televisión, que empieza a entrever que su marido puede ser ese asesino de jóvenes.

Es en estos relatos donde cobra más fuerza la narración, por esa condición diferida, esas realidades entrevistas que confrontadas a un cuerpo ya ausente insinúan su misma condición ausente en vida, como si carecieran ya de cuerpo, ancladas en la enajenación, una relación absorbente, o el dolor de un pasado. Como ese garaje donde el asesino conserva las pertenencias de la muerta, estas vidas revelan como están sostenidas sobre un espacio clausurado y cerrado que determina su vida sin movimiento. Por el contrario, los dos últimos relatos, aun no careciendo de interés, al no estar tejidas sobre esas sombras entrevistas en esas vidas periféricas, sino sobre la iluminación de la identidad de aquel cuerpo, primero a través de la relación de la madre con una amiga también prostituta, y luego sus avatares vitales antes de ser asesinada, no poseen esa turbadora ruptura de eje de mirada, y se hacen algo más convencionales.
Pero no por ello, sin que sus logros sean tan amplios o equilibrados como los de ‘Wendy and Lucy’, deja de constituirse en un sugestivo ejemplo de genuino cine alternativo que hace de sus elecciones de lenguaje fructífera, y disidente, creación de sentido. Nos empuja a mirar la realidad de frente, y con otros ojos. Aunque revelen el lado sombrío o precario de la vida su mirada es luminosa.

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