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martes, 20 de octubre de 2009

El cine británico periférico

¿Existe un cine británico más allá de 'Slumdog millionaire'? Puede parecer la pregunta desmesurada, pero hay un por qué para tal hipérbole. El arrollador clamor con el que ha sido acogida y valorada en la industria y cierto sector de la crítica, y, por lo que parece, entre el público, una obra de tal catadura tendenciosa y capciosa rebosante de clichés, banalizadora hasta lo exagerado, y trivial en su muy hábil pero estridente y vacuo estilo cinematográfico. Y esto indigna más cuando hay otras obras recientes en la producción británica de complejas resonancias y poderoso calado, que no sólo carecen de esa difusión sino que incluso permanecen invisibles.

Una de ellas, sobre la ya que escribí hace meses, 'Control' (2007), de Anton Corbijn, parece que por fín se estrenará en nuestras salas. Habrá que ver si corren esa misma suerte, o cuándo, 'Boy A' (2007) de John Crowley, 'Hunger' (2008) de Steve McQueen y 'Of time and city' (2008), de Terence Davies. Un cine radical, y riguroso, que contrasta, de un modo extremo, con el convencional, y espurio, que representa el cine de Boyle. Porque, tambien hay que decirlo, no es su guión lo cuestionable, de hecho, tenía todo un potencial para realizar una película de talante sino disoluto por lo menos de incisiva ironía, pero ha esterilizado esa via acercándose más a la hechura de películas como 'Pretty woman' ( la cual por cierto, en principio era un proyecto de película realista) con la que tiene muchos puntos de contacto en planteamiento o mirada aunque no en estilo o montaje visual.

Sí, Boyle, como Ridley Scott, pudieran ejemplificar al cineasta impersonal y hasta trasnacional, que navegan por los géneros con la aplicación más esteril de otros lenguajes como el publicitario o el del videoclip. Stephen Frears pudiera encajar junto a este dueto, pero aún con una obra irregular, que no destaca por sus cualidades cinematográfica, al menos, en sus más interesantes obras, sirve con eficacia a un buen guión, del que depende sobremanera, y tiene buen ojo para el asting y sabiduria en la dirección de actores. Hay otro cine inglés entremedias. Tambien sin estrenar, las interesantes 'Three and out' (2007), de Jonathan Gershfield, 'Hallam foe' (2007), de David McKenzie, ambas entre la fábula, el relato realista y la comedia negra, o 'Eden lake' (2008), una desasosegante película de terror en la variante 'survival'. Y qué decir del interesante e irregular Michael Wintterbotom epítome de la variedad de registros.

Y hay obras que parecen encajar en la más académica y emblemática tendencia del cine británico, la estimable 'Retorno a Brideshead' (2008), de Julian Jarrold, asentada en esa tradición de cine de época y adaptaciones literarias de prestigio, de refinados diseños escenográfico y de vestuario, pero que sabe superar el riesgo del vacuo esteticismo o de la servidumbre al texto, la escenografía y el trabajo actoral, para destilar un relato más siniestro de lo que su apariencia puede delatar, o cómo pervertir unas covenciones estéticas de modo sutil y solapado.
La última obra de Mike Leigh, 'Happy go lucky' (2008), pudiera parecer discurrir en esta intermedia linea, pero aunque quizá no sea su obra más sobresaliente, bajo su apariencia narrativa y estructural poco heterodoxa, y sí luminosa, el dulce esconde un acido veneno.

Como otras de sus obras revela, o revienta, la congestión emocional del urbanita de nuestra enquistada sociedad. En ocasiones, su aspereza irreverente y transgresora se hace más evidente, y agresiva, y como resultado suscita la incomodidad del espectador caso de dos de sus más destacables obras, 'Indefenso' (1993) o 'Todo o nada' (2003), la cuál hasta suscitaba deserciones de la sala por no soportar su opresiva narrativa, que no daba cuartel. En otras la perversión de las dramaturgias es más subterránea, bajo la apariencia de un cine realista con el que juega para subvertir las convenciones y despojar al relato de convencionales mecanismos de identificación, mediante elaboradas estructuras de subtramas que se relacionan como espejos, dejando al desnudo la condición emocional de los personajes y la abstracción sobre la que se sostiene. Modélico ejemplo, su obra maestra, 'Secretos y mentiras' (1996), pero tambien la notable 'Life is Sweet' (1990).

No, no es nada complaciente el cine de Mike Leigh, como no lo son las obras arriba citadas, tanto por lo que plantean como por sus modos cinematográficos, de complejas estructuras que, al contrario que la obra de Boyle, no buscan la rápida identificación del espectador en un terreno que se asienta en la familiarización con un trivializada tradición. Podría decirse que son herederos de la la radical narrativa de Terence Davies (aun valorado, un cine que ha permanecido en la periferia de los rankings de la moda del cine de autor). Aún no he visto su última obra, 'Of time and the city', ese documental sobre su ciudad natal Liverpool, que fue recibido con entusiasmo en la última edición del festival de Cannes. No será estrenado como acontecimiento cinematográfico, y pasará de tapadillo por las salas, pero, sin duda, es una de las obras que, personalmente, espero como uno de los próximos grandes acontecimientos cinematográficos.


Sí he podido degustar ya 'Hunger' y 'Boy A'. La segunda es la tercera obra de John Crowley, de quien ya pudo verse en nuestras pantallas su anterior obra, 'Intermission' (2003) una apreciable combinación de thriller y comedia excentrica, que se desviaba de los amaneramientos de Guy Ritchie, para, con un estilo que buscaba la inmediatez a través de una planificación desquilibrada conducida por la cámara en mano, rasgar, con modestia, las convenciones con un aire de cotidianeidad sostenidas sobre el absurdo de los azares y de unas realidades precarias donde los sueños parecen fugarse o ser inalcanzables. Su estructura coral combinaba diversas tramas y perspectivas de personajes, apoyado en la consistente interpretación de efectivos actores como Cillian Murphy, Colin Farrell, Colm Meaney o Kelly McDonald. Y lograba tambien evitar cierto cliché de conclusión trágica que en otras obras tiene un punto de pose predeterminada. Convirtiéndoe, así, en una voluntariosa fábula, entre rocambolescos atracos y desconcertadas busquedas del amor, con aires cotidianos.

En este sentido, no está de más señalar la preencia en la producción de un cineasta de marcada personalidad, como es el irlandés Neil Jordan, que ha sabido navegar, aun con sus colisiones con la industria e irregulariddes, en distintos márgenes de producción, entre generos más codificados -que en ocasiones ha podido transgredir como en la sobrecogedora 'El fin del romance' (1999)-y propuestas más heterodoxas. En este caso segundo caso, no habría que dejar de mencionar obras tan sugerente como 'Amor con una extraña' (1991), 'A contracorriente'(1997) o 'Desayuno en Pluton' (2004). 'Boy A' podría decirse que incide en la condición de fábula oscura de la obra de Jordan con engañosos aires realistas. O cómo hace sangrar las oscuridades de estas. Su estilo visual no es nada retórico, sino contenido, y sus imágenes están teñidas de una tonalidad plomiza, tan premonitoria como significativa.

Su estructura es menos ortodoxa. Nos sitúa en el desconcierto, pues nos hace intuir una turbiedad latente pero sin explicitarse el por qué hasta avanzado el relato, una inteligente idea de jugar con el punto de vista y los mecanismos identificativos, que hacen que el espectador se mantenga en vilo, y se aproxime al personaje protagonista no de un modo condicionado, y deje en evidencia las miserias del entorno cuando sepan el engima de su pasado. Jack (Andrew Garfield) es un adolescente que vuelve a la vida cotidiana tras haber estado recluido un tiempo. Su tutor, Terry (el excelente Peter Mullan) le apoya en su adaptación al mundo 'real', dandole un nombre falso para que nadie sepa quién es.


Los tiempos se combinan, presente y pasado se alternan, y, a la vez, que nos muestra el esforzado y progresivo proceso de adaptación de Jack en su nuevo entorno, nos dosifican la revelación de los hechos y relaciones que en su infancia determinaron aquel trágico suceso. No importa que Jack salve una vida en un accidente de coche, y que se convierta en episódico heroe del momento para los medios. En cuanto se sepa lo que hizo casi todos los que le rodean reaccionaran con el rechazo y el desprecio. No, no hay segundas oportunidades. No hay mayor monstruo que la inflexibilidad de aquellos que no saben ver al individuo sino lo que representa, en este caso, lo que Jack hizo, Sin enfasis ni tremendismo, con ajustada modulación emocional, Crowley teje un fatalista y sombrío relato que pone en evidencia los difusos límites de la monstruosidad, o los distintos modos de violencia, aunque unos se justifiquen en la indignación moral sancionadora de la esclerótica y obtusa 'normalidad'.

'Hunger' es aún más radical. Su narrativa es discontinua y descentrada. Poliédrica en su acepción más fructifera. El mecanismo de identificación es dinamitado. El punto de vista salta de un personaje a otro y el centro de atención comienza en la primera parte del relato en unos personajes, para a mitad del mismo, tras una prodigiosa secuencia, ya comentada, de alrededor de quince miutos, que actúa como cesura, y compuesta, en su mayor medida, de un largo plano general sobre dos personajes conversando entre penumbras, centrarse el relato en uno de estos. La dramaturgia, por otro lado, no puede ser más despojada, dando prioridad a espacios, acciones y gestos. Incluso, la música permanece ausente. Más que desdramatización, no hay dramatización convencional, sino un despojamiento desestructural que deja al desnudo unas condiciones de vida, en su esencia, y alienta la mirada reflexiva. La emoción, por tanto, está presente, pero es seca como un garrotazo.

Si podría contrastarse con otra obra de ambientación, y hasta temática parecida, o contigua, esta sería 'En el nombre del padre' (1993), del irlandés Jim Sheridan. La acción trascurre en un espacio carcelario, y sus protagonistas están en relación con el conflicto político irlandés, y más especifico, con la cuestión del terrorismo del IRA. Si la obra de Sheridan cae en los mismos efectismos fáciles que 'Slumdog millionaire' y su trivialización dramática apoyada en convenciones y en montaje tan percutante como estridente, 'Hunger' hace de la abstracción y del despojamiento psicologista, que no aridez, potencia transgresora y más efectiva reflexivamente.

En su primer tramo asistimos a una representación casi de fantasmas, personajes que se conducen sonambulos, ya sean guardianes de nudillos ensangrentados (de lo que no tardaremos en saber el motivo) que pueden ser asesinados en cualquier momento cuando salen a la calle o presos políticos enclaustrados en sordidas celdas, cual emulos de El conde de montecristo, entre insalubres condiciones (las paredes de sus celdas están pintadas con sus excrementos) y palizas rituales por parte de los guardianes. No, se resisten a llevar el usual uniforme de presidiario porque exigen su reconocimiento como preso político. La narración es austera y cortante, de un laconismo sangrante, como un silencio que grita por las heridas que no quieren reconocerse.

Y, de repente, la dinámica narrativa se quiebra, su fragmentación se estabiliza en las penumbras de ese largo plano general en el que asistimos a dos posiciones encontradas, las de Bobby Sands (Michael Fassbender) y el cura (Liam Cunningham) que cuestiona la pertinencia o efectividad y razón de su proyecto de huelga de hambre. Sombras que debaten. El plano general se rompe en un modo preciso, cuando el duelo dialectico se rasga con la visceralidad de las motivaciones de Sands. No hay límites en los medios para lograr uno objetivo. No importa el individuo, sino aquello que representa, el primero es una mera sombra de lo segundo, o quizás esto sea lo que haga del primer una mera sombra. Por eso, en el último tercio del relato asistimos al progresivo deterioro de ese cuerpo, porque el cuerpo, el individuo, ha sido sacrificado a una idea, a una misión. Las pustulas de su cuerpo no son más que la señalización de su enajenación en idea.

La huelga de hambre colectiva que guió mesianicamente Bobby Sands, para que se reconocieran al IRA como organización política fue todo un acontecimiento en los medios de comunicación a mediados de los setenta. A la vez que agonizaba en el hospital de la prisión fue elegido representante para el parlamento. Su cuerpo lo convirtió en emblema de un gesto político. Mcqueen rehuye el maniqueismo, y convierte a la narrativa en un condensado cuerpo reflexivo que nos proporcione una amplia mirada de conjunto. Alienta la mirada desprejuiciada que aprecie todos sus componentes sin ser condicionado ni teledirigido.


Como hace Boyle con su relato en el que mezcla habilmente referencias familiares para el espectador (el Oliver Twist dickensiano, Romeo y Julieta, Los tres mosqueteros y su 'uno para todos y todos para uno' o la cenicienta en versión masculina) para confeccionar un relato complaciente para el espectador donde todas las aristas de la realidad son atemperadas o extirpadas, y así haga sentir que todas las desgracias son superables, incluso en uno de los paise más pobres del mundo donde mueren millones al año por malnutrición, 'Slumdog millionaire' con aviesa inteligencia invoca a nuestra mala conciencia para que neguemos realidades ya no precarias sino catastróficas que existen. Es el perfecto mensajero publicitario de esta sociedad que ahora se dice vivir en crisis por sus desmanes y cinismo materialista depredador. Es el soma de 'Un mundo feliz'.

'Hunger', como 'Boy A' o la extraordinaria 'Control' desprecian la complacencia, y propulsan el hiriente e incómodo rigor que señala la realidad al desnudo. Y con una elaborada puesta en escena que congracia con el arte como ingenio subversivo. Es la herencia del aún invisible pero ejemplar cine de Terence Davies, del que ahora se puede rescatar en dvd, por fin editado en nuestro pais, su inconmensurable 'Trilogy' (1976-83), fusión de tres cortometrajes que retratan el curso de una vida, desde su infancia hasta su muerte, donde un pálido blanco y negro desvela una vida sacudida por la inflexibilidad de la educación y la religión, y la estigmatización de una condición, la de la homosexualidad. Su serial belleza musical, ya que pocos cineastas han hecho del montaje elocuente epifania y lumbre de emoción pura con tal magnitud, hacen de la experiencia de su visionado una de las más conmocionantes vivencias que dejan al espectador tan desguarnecido como deslumbrado y alumbrado. Quizás es que la emoción verdadera sigue en nuestra sociedad en la periferia. Mirar de frente aún no vende.

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