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miércoles, 31 de marzo de 2021

Tienes que mirar (Impedimenta), de Anna Starobinets

 

Las acciones clandestinas que tienen que cumplimentar (cual trámites), o sufrir, las dos amigas protagonistas de Cuatro meses, tres semanas y dos días (2007), de Cristian Mungiu, para que una de ellas realice un aborto, también se constituían en reflejo de un conjunto social (que supura). Las acciones que tuvo que cumplimentar, y sufrir, en algunos trances junto a su marido Sacha, Anna Starobinets, la propia autora de Tienes que mirar (Impedimenta), para realizar el aborto, porque habían diagnosticado a su feto la enfermedad poliquística recesiva (un crecimiento excesivo de los riñones que determinaría su muerte casi instantánea al nacer), no son clandestinas, sino en la desabrida espesura, e intemperie, de un sistema institucional médico. Tienes que mirar habla de lo inhumano que es en mi país el sistema al que se ve arrojada una mujer obligada a interrumpir un embarazo por razones médicas. Este libro habla de la humanidad y de la falta de humanidad en general (…) No se puede recuperar lo perdido (…) pero el sistema se puede corregir y esa es mi esperanza. No es la sociedad rumana de Cuatro meses, tres semanas y dos días, sino la rusa, para cuyo sistema médico no hay emociones, sino tramites o funciones. La exposición que sufre en la consulta del médico, ante varios estudiantes, como muestra de su caso excepcional, puede evocar aquella secuencia en El hombre elefante (1980), de David Lynch, en la que el cuerpo de John Merrick era expuesto desnudo en un claustro ante otros médicos. Era una sombra perfilada. Así se siente Anna. Estoy tumbada sin bragas, me ruedan lágrimas por la mejillas, niños así no sobreviven, pero nada de eso me ocurre a mi. Estoy reflexionando. Entiendo que con fines puramente educativos, enseñas un <<cuadro típico>> a los estudiantes y a los médicos principiantes es importante. Pero llega a pensar que quizá debiera haber solicitado un cobro de dinero ya que la utilizaban de ese modo, sin ni siquiera pedirle permiso. 

.En el tránsito que sufre Anna se siente nada, un mero objeto impotente, o una molestia, sea para la limpiadora que pretende que Anna, aunque no pueda contener la orina, coja un papel de permiso en recepción antes de utilizar el baño, o sea para una clínica o maternidad privada para la que su presencia es una perturbación, como la nieve en un aparato de televisor, en la pantalla inmaculada que quieren proyectar. Llamo a varias clínicas y maternidades con buena reputación, de pago y gratuitas. Tampoco se dedican a esas cosas. <<¿Qué cosas?>><<Ya sabe: abortos en embarazos avanzados! (…) Todas esas clínicas, Con sus globos, con sus revistes Tu bebé, con sus fotografías de recién nacidos, con sus sujetadores pre mama. Ninguna de ellas es para ratas. Anna, que ya tenía una hija de ocho años, buscó contrastar toda opinión médica posible porque no quería abortar. Pero la evidencia era ineludible. Anna no podía optar por la negación. Pero dado el tratamiento que sufrió en Rusia, fuera por médicos o funcionarios, optó por realizar el trámite del aborto en otro país, Alemania, en concreto, en Berlín, porque en Rusia si ha ido al hospital a matar a un niño nonato, su obligación es sufrir. Tanto física como moralmente. Juntar las camas, sentarse en una cafetería, las consultas con psicólogos, las novelas policías en inglés, cualquier forma de aliviar el alma dolida, aunque sea un momento: todo es obra del demonio, como la anestesia epidural. Y esa la cuestión sustancial que quiere denunciar con este libro. ¿Por qué esa necesidad de que quien vive ese trance, deba sentir dolor de cualquiera de las maneras, como si fuera un castigo que debe aceptar resignada.? Incluso, tras realizar el aborto, para tratar sus secuelas emocionales, no le plantean otra opción que el internamiento, porque esa es la esterilizada y cuadriculada mentalidad del sistema ruso. Un cóctel de antipsicóticos, antidepresivos, tranquilizantes, falta de respeto, negligencia y desánimo no puede hacerle bien a nadie.

En la notable, y desconocida, The girl in white (1952), de John Sturges, centrada en Emily Dunning, la primera mujer que, en 1902, fue aceptada como interna médica en un hospital estadounidense, el jefe del hospital, que en principio había mostrado su reticencia a contratarla porque estaba convencido de que una mujer, por su presunta veleidad emocional, no está capacitada para tal labor (o responsabilidad con criterio riguroso), acaba reconociendo no solo su errónea preconcepción sino, incluso, cómo, gracias a ella, ha comprendido que es tan importante el trato al paciente como el mismo tratamiento médico. En Tienes que mirar es lo que no deja de interrogarse, con perplejidad y desesperación, Anna. ¿Por qué la tratan como si no importara en absoluto lo que ella siente? Como si fuera la mera portadora de una inconveniencia, y por ello cualquier expresión suya emocional fuera obscenamente improcedente. ¿Acaso no es normal que el profesor que me comunica que mi niño no sobrevivirá, no exprese dolor ni compasión ? (…) No existen rituales ampliamente aceptado para expresar la compasión (…) la ausencia de normas de comportamiento obligatorias en las instituciones médicas supone un problema del sistema. Otro absurdo del sistema médico ruso es que no permite, siquiera, que el hombre acompañe a la mujer en ese trance, como si quedara exento desde la fase en la que el bebé se considera sólo un feto o un embrión (y por tanto aún una abstracción). Afortunadamente, para Anna, su marido la acompaña durante el trance que sufre en Berlín. Y es quien, como un explorador, realiza la primera aproximación a ese bebé que no pudo ser, el momento más descarnado y desolador para la madre. Por alguna razón, yo no temo tanto a las complicaciones. Tengo miedo a mirarlo. Las dos miradas confluyen, y comparten, la misma experiencia, el mismo dolor. Ambas miradas miran de frente la pérdida, lo que no pudo ni podrá ser. Su bebé no es una abstracción, un embrión, algo que la extrajeron, una avería en el sistema, sino el cuerpo de una ilusión que, en esa ocasión, quedó truncada. Un trozo de la madre, un trozo del amor que ambos gestaron y afianzaron. El sistema médico ruso no mira, pero ellos miraron porque tenían que mirar, porque hay que mirar de frente tanto a lo que nos hace sentir plenos como el vacío de lo que perdemos. No puedes mirar solo lo que conviene mirar, porque miras lo que prefieres mirar y eso no es sino una prótesis de realidad, una relación con una falacia o un espejismo. Su amor se afianzó aún más si cabe porque miraron al núcleo de la vida, donde también quema y duele, y lo hicieron juntos. Anna sí daría a luz a otro hijo, sin ninguna contrariedad, años después.



lunes, 29 de marzo de 2021

El silencio del mar

                             

El silencio del mar (Le silence de la mer, 1949), de Jean Pierre Melville, que adapta la novela de Vercors, seudónimo de Jean Bruller, que se había publicado de modo clandestino en 1942, es un vibrante canto, de intenso lirismo, al entendimiento con el otro y la empatía, que alcanza la condición de poema narrativo con una estructuración del relato poco convencional que influyó en cineastas como Robert Bresson, Alain Resnais o cineastas de la Nouvelle Vague, aunque haya sido calificada como anti cinematográfica por la constante presencia de una voz en off (como si fuera el único canal narrativo y las imágenes ilustraciones de acompañamiento). Por un lado está narrada, evocada, en tercera persona, por El tío (Jean Marie Robin), un anciano que vive en una apartada casa en un pequeño pueblo de la campiña francesa, junto a su sobrina (Nicole Stephen), durante la ocupación alemana, en 1941. Su presentación, en el exterior de su hogar, ante dos señales, una de las cuáles indica la dirección del cuartel alemán: ya se indica que su circunstancia está condicionada por dos direcciones (en colisión). Su hogar será el elegido para que se aloje un oficial alemán, Von Ennebreck (Howard Vernon). Esa imposición encuentra una respuesta: el silencio. Ambos personajes, tío y sobrina, en su sala, escuchan, cada día, durante semanas, los reiterados y perseverantes monólogos del oficial alemán, sus perseverantes intentos de entablar comunicación y diálogo, pero para ambos no es un individuo singular sino la representación de una ocupación y una imposición. Su presentación: una figura en el umbral de su casa, una luz refulgente, sobre su rostro, perfilada sobre la oscuridad. ¿Una luz pálida como una figura amenazante, como una criatura siniestra de una película de terror, o una luz genuina que les costará advertir? La luz de lo que representa y la luz que tardarán en discernir.

La narración en tercera persona, la voz ausente, escondida, del tío, conjugada con esas emocionadas digresiones de Von Ennebreck delimitan, en feliz hallazgo formal, ese desencuentro. Las palabras claman por el entendimiento mientras los silencios protestan por la imposición. Son muy puntuales, y muy significativos, los momentos en los que tío y sobrina pronuncian palabra (la palabra será aceptación, apertura de un diálogo). Escuchan, mientras ella teje y él lee y fuma en pipa. Von Ennebreck anhela el entendimiento, con sus reflexiones admirativas sobre la cultura francesa, o sobre la música de Bach y lo que representa, sobre su ilusión de que lo que sienten como ocupación no suponga más que un mutuo enriquecimiento. Para él no es una ocupación sino el proyecto de una alianza y una conjugación simbiótica. Von Ennerbreck no quiere que su presencia sea recibida como imposición; en un momento dado de la narración, no aparecerá en el salón con su uniforme sino como con ropa de civil, un gesto que busca la identificación, un modo de facilitar que sea vean el uno en el otro. Un intento de que no solo vean su uniforme sino a aquel que porta una voz singular. Mientras, se teje con exquisita sutilidad la atracción que se va gestando entre él y la sobrina, aunque ésta en escasas ocasiones alce la cabeza, concentrada en tejer.

La planificación atiende a los detalles, y la presencia de los objetos. elementos y gestos (el ángel, la lumbre, el gesto nervioso, abriéndose y cerrándose, de las manos de Von Ennerbreck, como si por fin fueran desterrados los puños, cuando por fin muestran ambos disposición comunicativa...). En la mitad de la narración acontece una brillante elipsis. Von Ennerbreck viaja a París, visita los monumentos (otros invasores, Napoleón; otras resistencias). Cuando retorna su conducta ha variado, y ese ritual de monólogos se interrumpe durante una semana. Tras una exquisita secuencia en la que el oficial alemán y el tío (de pies bajo una foto de Hitler), cruzan sus miradas a través de un espejo en la comandancia alemana, se revela el porqué de su cambio de actitud y conducta, que no es sino la confrontación con una revelación que le supone vergüenza. Durante su estancia en París tomó consciencia de que existían lugares como Treblinka, y de que el resto de sus compañeros oficiales sólo ansía el dominio y la anulación y destrucción del otro. Para ellos Francia es una entidad que anular. La secuencia en la que comparte su desolada vergüenza ante, y con, el tío y la sobrina es de una belleza y lirismo sobrecogedores. Es entonces cuando aflora, manifiesto en los deslumbrantes primerísimos planos de la sobrina (en los que predomina el refulgente blanco ya sin las sombras de la desconfianza y reserva), el sentimiento de intensa conexión que se había gestado entre ambos, entre la expansiva elocuencia verbal del primero y el reservado silencio de la otra. Esa conexión con el otro, con el que se supone que es diferente, que otros niegan ( y hay quienes siguen negando en nombre de falaces construcciones de identidad), y por la que esta bellísima obra aboga, como también por la resistencia a no tener que aceptar unas órdenes o mandamientos, como refleja la flexibilidad de tío y sobrina, por romper su silencio para establecer comunicación con quien ya no disciernen como uniforme sino como singularidad, a su vez discrepante con los preceptos que representa su uniforme.



domingo, 28 de marzo de 2021

La muerte de Walter Benjamin y la jaula de Ezra Pound. Manifiesto incierto 3 (Errata naturae), de Frédérik Pajak

 

El consumo intensivo se convirtió en nuestro modo de vida y lecho de nuestra renuncia (…) No eran ni la mediocridad ni las desigualdades las que nos repelía en la sociedad dominante: nuestra insatisfacción estaba en otra parte (…) Seremos los supervivientes de un mundo mullido. La muerte de Walter Benjamin y la jaula de Ezra Pound. Manifiesto incierto 3 (Errata naturae), del dibujante y escritor francés Frédéric Pajak (1955), una singular obra que combina texto e  ilustraciones, mira al presente, a un presente que naufraga pese a su capcioso diseño mullido (con el que parecemos tan conformes), mira al lecho de nuestra renuncia, a través del pasado, a través del contraste, que plantea como interrogante sobre nuestra actitud o capacidad de acción como seres sociales, con dos figuras que destacaron por su singular dominio del pensamiento y del lenguaje, Walter Benjamin y Ezra Pound. Se pregunta, como decía el fotógrafo, Billy Kwan (Linda Hunt), en El año que vivimos peligrosamente (1982), de Peter Weir, qué podemos hacer. Se pregunta si es posible evitar que el naufragio sea definitivo. Si nuestra renuncia puede tornarse en compromiso y responsabilidad. Esa pregunta no se realiza de modo explícito pero su desesperación resuena en el texto, en los fragmentos, desde el presente, que miran con rabia y desolación un presente en el que parecen predominar aquellos empantanados en sus certezas. O expresado con un lenguaje lírico el mundo se calla y nosotros esculpimos su silencio (…) Nosotros titubeamos, y el viento nos desmiga. ¿Es inevitable que nos desmiguemos? ¿Podemos dejar de titubear y ser determinados para tomar el timón que nos rescate de este remolino, cual Maelstrom, de apariencia mullida que hemos creado? ¿Hay una posibilidad de que esa consciencia sea impulsada por el pensamiento y el lenguaje, o ya prevalece en nosotros el instinto o la mecánica inercia? ¿Pueden influir de modo positivo aquellos que se denominan intelectuales, artistas, pensadores? Si en nuestra sociedad se ha acuñado el término influencer (y además en inglés, como si no existiera traducción en castellano) para quienes meramente satisfacen su ilusión de ser protagonistas a la vez que directores/as de su particular pantalla, o diseño de realidad, como pequeñas pantallas de una múltiple pantalla en la que no se diferencian unas de otras, ni protagonistas ni espectadores, y nada sustancial se transmite sino que se prioriza la condición de firmamento del propio ombligo, qué se puede esperar de quien utiliza el lenguaje y el pensamiento complejo en una sociedad que escasamente lo demanda porque necesita preferentemente reflejos mullidos de la propia levedad que nada influye, realmente, en la estructura de esta sociedad consumista definida por sus extensiones tecnológicas y humanas?

Pajak cita a Paul Nizon: Solo la realidad convertida en lenguaje es una realidad adquirida. Y se pregunta si las palabras, herramienta del pensamiento, consiguen moldear aunque sea la sombra de realidad, o son efímeras y perecederas por siempre jamás. ¿O será ya la realidad inevitablemente como es, más bien cautiva, embarrancada, por una construcción de realidad mullida que se ha apuntalado en estas últimas décadas, con el consumismo y la codicia como voraz virus? La realidad alrededor es un suministro funcional. Esta ideología moderna se prohíbe ser una ideología. Se esfuerza por parecer libre de todo lo que constituía una ideología, y sabe dar el pego. A fuerza de máscaras y negativas logra hacer dudar de su existencia (…) imperceptible, insidiosa, se ha colado en nuestro lenguaje, en nuestros hábitos, en nuestros juicios y en nuestra percepción de la realidad, empezando por la Historia. Sus representantes, tiranos de esta dictadura económica, no tienen un rostro definido contra el que luchar, aunque a veces se creen figuras que sirvan como distracción, o diana ilusoria, como Trump, o se creen conflictos localizados, fueran décadas atrás los nacionales, o sean los raciales o los genéricos, que sirvan de desvío de atención, para que, mientras, la estructura base de esta realidad siga indemne. De ese modo, quienes se quejan de sufrir discriminación por su condición identitaria, sea por raza o género, solo se preocupan de que puedan acceder a las posiciones de control y dominio. No se cuestiona el fundamento de esta estructura socio económica mullida

Pajak mira en el espejo de dos mentes privilegiadas, un pensador y un artista, que dominaron el lenguaje como pocos. Pero ¿qué influencia real tuvieron en el curso de la vida, en la acción, en la vida cotidiana, en concreto con respecto al afianzamiento del nazismo y el fascismo? ¿Para qué sirven los pensadores o artistas si su influencia no parece determinante, e incluso puede ser desquiciada? Walter Benjamin es el reflejo de la impotencia, y Pound del extravío. Se narra la desesperación de Benjamin los últimos meses de su vida, como una marioneta judía errante en campos de trabajo, en Francia, como una patética figura deshilachada que arrastraba sus textos como si fuera el rastro de su impotencia, del mismo modo que su cuerpo ya carecía de posibilidad de respuesta, ya al borde del colapso. Hans Sahl comentó sobre la estancia de Benjamin en el campo de trabajo voluntario en el castillo de Vernuche: Jamás el conflicto trágico entre pensamiento y acción se me ha aparecido de forma tan clara en un hombre que, como marxista, buscaba precisamente llevar a cabo su unión, como tampoco he visto nunca fracaso más doloroso de un método que, en su amable ignorancia de la vida, creía poder `cambiar’ la realidad, cuando se limitaba a interpretarla y a perseguirla cojeando. Benjamin sintió que ya su cojera era más bien parálisis y optó por el suicidio en la frontera con España. ¿Qué podemos hacer? escribía desesperado el fotógrafo de El año que vivimos peligrosamente, abrumado por la impotencia de no poder influir en los hechos, por no poder aliviar la precariedad de los desamparados.

Por su parte Pound, que expresó en 1939 que la función social de los escritores es mantener viva la lengua, para que siga siendo un instrumento precioso, quedo ofuscado por la niebla del fascismo en su cerebro. Dijo que la usura es el cáncer del mundo, y solo el bisturí del fascismo puede extirparlo. Era un reinventor de la lengua pero, según él, el fascismo era la solución. ¿De qué sirve dominar el lenguaje, como un acróbata que muestra las posibilidades flexibles del cuerpo, si su discernimiento estaba más bien nublado? Su extravío era su jaula (aunque sus barrotes del lenguaje fueran dorados). William Carlos Williams dijo: No se puede despachar a golpe de argumentos la masacre gratuita de mujeres y niños inocentes invocando la neoescolástica de un programa económico controlado. Pound llegó a decir que Hitler es una especie de Juana de Arco, un mártir que sólo ha fracasado por no seguir de cerca a Confucio. Aunque al final de sus días, como un Quijote que recuperara la consciencia, llegara a decir que yo ya no sé nada. He llegado demasiado tarde a la incertidumbre suprema. Pajak mira en ambos para encontrar reflejo en la impotencia y extravío ante este presente incierto que se desmorona, y que se puede calificar, en expresión de Benjamin, como vacío y homogéneo, aunque parezca tan confortablemente mullido.

viernes, 26 de marzo de 2021

You and me

 

You and me (Id, 1938) es la tercera película que Fritz Lang rodaba en Estados Unidos, tras exiliarse, o huir, de Alemania, tras el ascenso al poder del Nazismo. No podían ser más demoledoras y sombrías sus dos anteriores obras, Furia (1936) y Sólo se vive una vez (1937), un fustazo de indignación y desolación ante la inconsistencia humana, por su falta de sentido o sensibilidad de justicia, ya sea de modo individual o colectivo (como masa linchadora) a través de sus instituciones. Una visión corrosiva sobre el ser humano como ser social. Que la acción dramática de ambas obras aconteciera en el país representante de la democracia, considerando lo que estaba ocurriendo (y ocurriría) en su país natal, adquiría unas siniestras y dolorosas resonancias. La crueldad y la inclemencia es patrimonio universal. Con su tercera obra parece que quiso rebajar el pistón de su furiosa denuncia, por lo menos en su tono o tratamiento. El proyecto le llegó de rebote. El guionista, Norman Krasna, no contó con la confianza del Estudio Paramount para realizar su opera prima con dos de sus estrellas, George Raft y Carole Lombard. Raft tampoco parecía dispuesto a ser dirigido por Krasna, lo que le reportó una sanción. Durante dos años fueron variando los implicados en el proyecto, fuera Richard Wallace como director, John Howard y Arlin Judge como protagonista masculino, o Sylvia Sidney como protagonista femenina. Esta, que había sido protagonista de sus dos anteriores obras, reclamó a Lang. Dado que en su punto de partida había conexiones con Sólo se vive una vez (en este caso, son ambos, la pareja protagonista, los que tienen antecedentes penales, y aspiran a integrarse en la sociedad), Lang no quiso repetirse, y solicitó la intervención de otra guionista, Virginia Van Upp (quien la siguiente década llegaría a ser, junto a Joan Harrison y Harriet Parsons, una de las tres únicas mujeres productoras en Hollywood), para realizar las oportunas modificaciones que hicieran oscilar la acción más entre la comedia y el drama. Al respecto se incidió en el juego de equívocos y engaños en la relación de la pareja protagonista, que conforman Joe (George Raft) y Helen (Sylvia Sidney), ya que ella en principio no reconoce que también tiene antecedentes penales). Una conducta que ejerce reflejo de una dinámica social.

Ambos se conocen porque trabajan como dependientes, como otros tantos ex presidiarios, en unos grandes almacenes, cuyo dueño, Mr Morris (Harry Carey, todo un icono de la integridad que había afianzado en los westerns con los que adquirió fama), es la antítesis de aquellas mentes inflexibles que no permitían la integración, o segunda oportunidad, al protagonista de Solo se vive una vez. Su discurso, apología de la tolerancia, a su esposa, escandalizada por la condición de esos dependientes y cómo puede afectar a la imagen del negocio, es toda una declaración de principios. Este peso de la imagen se amplia, cual enriquecedor círculo concéntrico, o dicho de otro modo, infecta a la propia relación de la pareja protagonista, que mantiene su idilio en secreto (cuando una asciende y el otro desciende por las escaleras mecánicas se tocan la mano fugazmente). Por un lado, Joe está decidido a dejar el empleo y abandonar la ciudad porque no quiere complicar la vida a la mujer que ama, como si su pasado delictivo pudiera contaminarla con su mancha. Pero, por otro, ignora en qué medida influye en Helen ese peso de la condicionante imagen, ya que es incapaz de reconocerle que ella también sufrió prisión y está en situación de libertad condicional. De hecho, no se revela que ella también tiene esos antecedentes hasta que ya se ha consolidado la relación, se han casado y conviven juntos. En principio, por tanto, You and me se centra en cómo influye ese peso de la imagen, como dictadura o potencial linchamiento social, que puede imposibilitar la materialización de una relación, y posteriormente, con la revelación de la información que ella ha ocultado, cómo ese escenario social se puede enquistar cual quiste sebáceo, o contagiar cual virus, en la forma de actuar, incluso en el espacio íntimo, que se adopte, aun por omisión, una condición de actante escénico.

Una de las principales virtudes de You and me es su desconcertante indefinición genérica. ¿Es comedia, drama, una obra puente entre el cine de gangsters y el cine negro, o todo a la vez? ¿Y sus escenas musicales, que inciden en un acusado extrañamiento, y acentúan la abstracción? Son éstas, además, algunas de las mejores, aparte de más sorprendentes, secuencias de la película. Las canciones están compuestas por Kurt Weil, que había colaborado con Bertold Brecht. Lang reconoció la influencia de este en el empleo de las canciones como recurso de distanciamiento expresivo que pone en evidencia el mecanismo de la ficción, a la par que ejercen de comentario sobre la propia acción (aunque no carentes de emoción). Un escenario social que nos convierte más en actores que deben ajustarse a un repertorio y actuar o aparentar ser de acuerdo a lo que es legitimado y no anatemizado necesitaba ser desentrañado con una opción estilística que expusiera su condición de ficción social. Ya la introducción de You and me es tan chocante como brillante, con ese vibrante montaje que alterna objetos o figuras que representan a la sociedad de consumo, en la que lo prioritario y dominante, como se remarca en la letra de la canción, Song of the cash register/Canción de la caja registradora, es el concepto del dinero. El segundo momento musical es el más emotivo. Ambos protagonistas escuchan en un nightclub el tema que interpreta una cantante, The right guy for me/El hombre idóneo para mí, que gira alrededor del amor fugaz entre una mujer y un marinero. La alternancia de primeros planos sobre los rostros de ambos, en los que se aprecia cómo afectan las resonancias de la canción, y dos o tres planos intercalados que evocan la historia narrada en la canción (donde destaca uno del marinero marchándose, bajando las escaleras de la casa de la mujer) crea un intenso momento de interacción entre fantasía y sentimientos particulares. De ahí, que en la secuencia siguiente, cuando ella le despide en la estación, y el autobús arranca, no pueda contenerse y le dice que contestaría que sí si él le propusiera matrimonio. El sentimiento impide que él se aleje físicamente, pero aún ella interpone distancia con su miedo a reconocerle que comparten mismo pasado delictivo.

El tercer número musical, Knocking song/La canción del golpeteo, es decididamente memorable (aunque Lang no lo evocará precisamente con afecto). Los ex convictos, reunidos en un sótano, establecen una conversación, que delinea su complicidad, constituida por diálogos, estrofas de canción y repiqueteos de nudillos, alternando sucesivos primeros planos de cada uno de ellos con evocadoras imágenes (sombrías) de los pasillos de la cárcel. La aparición de Joe intensifica el momento, constituyéndose, con los recuerdos de la celda que compartió, también parte integrante de esas evocaciones que puntúan la canción. Pero la relevación de lo que ella le ha ocultado ensombrece la confianza y determina un alejamiento, incluso físico, ya que él se marcha de casa, e incluso, como quien ha perdido ya ilusión y confianza, decide reincidir en la actividad delictiva, y unirse a sus amigos, ex convictos, en el propósito de robar en los grandes almacenes. Si la realidad es un engaño, y te sustrae la ilusión, porque no responder con el latrocinio que refleja una decepción. Resulta antológica la secuencia que propiciará la reconciliación. Helen, tras lograr convencer a los ex convictos que no roben en los grandes almacenes, les explica en una pizarra, como si fueran niños, cómo la delincuencia no rinde beneficios, escribiendo con tiza las distintas cifras de los gastos que conlleva el robo, y los intereses que se llevan sus jefes, y cómo, al final, si se realiza el cálculo ajustado, ganan menos que en los grandes almacenes. Y es que, como ya había dejado claro en M. El vampiro de Dusseldorf (1930), en una sociedad capitalista poca diferencia hay entre los modos empresariales legitimados o ilegales. La pirámide jerárquica se cimenta sobre la desigualdad y la desproporción, el engaño y la explotación. Por eso el único cimiento realmente consistente es el que puede fundamentar la yuxtaposición de un tú y yo.


miércoles, 24 de marzo de 2021

Domingo (Acantilado), de Nataliza Ginzburg

                           

Ya no tendrá tiempo de mirar alrededor, de confrontar las cosas y a sí misma. Un ansia, un afán continuo: las noches breves, la noche que sobreviene como una amenaza cuando aún no ha terminado los deberes. Es lo que teme la niña protagonista de Septiembre, el primer relato de Domingo. Relatos, crónicas y recuerdos (Acantilado), de la escritora italiana Natalia Ginzburg (1916-1991). La realidad ya es otra, se convierte en lastre, restricción, amenaza, mirada encorvada o evasiva. Ya no miras, buscas puntos de fuga. Y temes los huecos que abren en canal una realidad que oculta lo que no sabes si preferirías no imaginar. La nostalgia de una vida sin relojes también se tropieza en las rutinas diarias con el desconcierto de lo inusitado, una interrogante que se queda suspendida como un fleco suelto. La niña de Regreso retorna de una estancia en casa de su tía, una pausa armónica, un sueño, y vuelve a un hogar cuyo decorado de fondo son las crispadas voces de su padre, y su primer plano la mirada sustraída de su madre. En cada uno de sus gestos hay tristeza y temor. Dices adiós a lo que quieres, dices hola a lo que preferirías no encontrar. Pensaba que aquel era el paisaje que vería el resto de mi vida, que jamás conseguiría marcharme a otro lugar tenía aquel paisaje y el monótono y breve itinerario de la mañana. Pertenece a los recuerdos de la escritora. El temor por la realidad y sus bucles, como una noria atascada. Me duró mucho tiempo la infancia, esa solitaria estación de ritos secretos, de preguntas silenciosas a las que nadie podía responder porque nunca se las hacía a nadie.

 

En Domingo se conjugan los relatos, los recuerdos y las crónicas. Su infancia no era la misma que la de las  campesinas, como pudo comprobar cuando su marido fue desterrado, por el gobierno de Mussolini, durante tres años, a inicios de la guerra, en Pizzoli, un pueblo en Los abruzos. La infancia es breve para las campesinas. La miseria es una triste compañera que no admite juegos ni despreocupados pasatiempos. También su juventud es breve, y una vida de privaciones y de trabajos extenuantes hace florecer en los rostros de esas mujeres una belleza fugaz y enfermiza. La maternidad y la lactancia devoran sus cuerpos débiles. Era otro escenario de realidad. Nada que ver con sus domingos, en los que su vestido era el emblema de una vida que no se ajustaba a los patrones convencionales. Su infancia se salía de un molde, como su propia mirada curiosa e inquisitiva, una mirada que no dejaba de mirar alrededor, de confrontar las cosas, las otras vidas, los otros modos de vida, y a sí misma. Domingo conjuga todas esas miradas. Explora los moldes ajenos, esos que constriñen unas vidas como si quedaran incrustadas a la piedra de una rutina o costumbre inevitable, como las vidas campesinas, un molde, como un repertorio, que impide incluso distinguir quiénes son más ricos y más pobres, porque la letanía de todos es la misma: Todos se quejaban. Todos hablaban de su miseria, del agotamiento, de la dura lucha que tenían que afrontar a diario. Ginzburg, desde su mirada no convertida en piedra de costumbre, observa esas vidas que pertenecen a otra dimensión de realidad, un tipo de vida que se restringe a una parcela de vida que nada tiene que ver con las interrogantes ni las inquietudes sociales, políticas o existenciales. ¿Cómo se puede hablar de conciencia moral en quien ignora las normas más elementales de la existencia? Palabras como igualdad, justicia social, derechos del hombre les sonaría raro, les provocarían aburrimiento y miedo (…) existen fuera de la sociedad y del Estado. Hay otras realidades a nuestro lado, otras formas de habitar la realidad.

Ginzburg también rastrea y explora su miedo y su reverso, el vacío, tras que fuera asesinado su marido, tras ser detenido y ser sometido a tortura. Una conmoción, un remolino de emociones, y una ausencia de acontecimiento, como si se hubiera desangrado y convertido en un hueco, como un engranaje aparcado. Se pregunta sobre esas otras posibles vidas que podría ser la suya, porque las vidas no tienen por qué plegarse a un presunto molde, como si encajáramos en uno predeterminado, en vez de moldear nuestra vida, nuestra mirada, de acuerdo a los propios criterios, a la propia sensibilidad, aunque sea anómala. A todo el mundo le divierte de vez en cuando hacer creer a los demás algo que no es, y yo jugaba a ser un hombre (…) Me asombraba pensar cómo había sido antes mi vida, cuando acunaba a mis hijos, cocinaba y limpiaba. Pensaba  que siempre hay muchas formas de vivir y que cualquier puede hacer de sí misma una criatura nueva, tal vez hasta completamente opuesta. En el relato de Septiembre, la niña protagonista también se percata de que la relación, la conexión, con su mejor amiga Grazia ya no es la misma, como si fuera una desconocida. La realidad y sus modificaciones. Un día, a los otros los miramos de otro modo, con otros ojos. Los vínculos pueden ser pasajeros. Su amiga se enamora de un chico, y algo varía en la propia relación entre amigas. No hay ya armonía, sino extrañeza. Pero también se crean vínculos que superan todo cambio de la relación (o de sus circunstancias) como la del protagonista del relato Domingo, con respecto a quien fue pareja suya, y ha tenido hijos con diversos hombres. Se siente ligado a ella como un lazo casual y fortuito, parecido al de las cintas o las cuerdas, lazos desordenados y viejos, fortísimos, indestructibles. Todas esas observaciones, todas esas interrogantes, no dejan de reflejar una mirada disidente, una mirada resistente, una mirada que busca en la flexión de la escritura y la reflexión el pálpito de esa vida escurridiza que puede fácilmente convertirse en amenaza o vacío. Es la mirada que no deja de rastrearse, como de rastrear la sorprendente diversidad de la realidad. La lectura y la escritura dotan de ilusión o quizá, incluso, estructura de sentido a la vida. Leer versos y escribirlos era el único modo de amar la vida, aquella vida hostil e imposible de amar que tenía frente a mí, el único modo en que me permitía hacer algo extraño, algo secreto y misterioso donde todo tenía sentido. Fue así como conocí los bienes de la existencia.

lunes, 22 de marzo de 2021

Jennifer

                              

Una presencia puede ser reflejo de una ausencia. Un edificio puede reflejar lo que falta en el interior (de quien lo habita). Un lugar puede parecer estar vivo en correspondencia con el aliento de vida extraído, por frustración, amargura o decepción, en quien lo habita. La especulación sobre lo posible se enmaraña con la sugestión. Un edificio es tan protagonista como sus (provisionales) moradores en La casa encantada (The haunting, 1963), de Robert Wise, ¡Suspense! (The innocents, 1960), de Jack Clayton, o Sesión 9 (Session 9, 2002), de Brad Andersson. También lo es en la desconocida Jennifer (1953), única obra dirigida por Joel Newton, adaptación de un relato escrito por Virginia Mayers, publicado en Cosmopolitan en febrero de 1949, última producción de Monogram pictures antes de convertirse en Allied Artists. Jennifer es el nombre de una ausencia. La provisional habitante de la mansión Gale, en Montecito, es Agnes (Ida Lupino), contratada como cuidadora o vigilante. Pronto quedará intrigada con su predecesora, Jennifer. Pronto comenzará a preguntarse qué fue de ella. ¿Simplemente se marchó o más bien desapareció, y no por su voluntad? Su figura parece, o así lo siente Agnes, una presencia aún viva en esa mansión, como un residuo, como la misma mansión parece cobrar vida, como si alguien estuviera presente. ¿Es sugestión o hay alguien más? Agnes encuentra su diario, así como se percata de que no se llevó varios de sus vestidos, cuando parecen de buena calidad, o sus zapatillas aún bajo la cama. ¿Cómo pudo dejar sus pertenencias personales? La mansión ya no es sólo mansión. Desde un principio, desde el momento que germinan las interrogantes en la mente de Agnes, los espacios parecen respirar entre sus intersticios, sean sus estancias o su sótano rebosante de desvencijados objetos,  como si pudiera asomar o materializarse alguna figura: en concreto, un magnífico plano, en el que brilla el magisterio de James Wong Howe: Agnes, de espaldas a cámara, mira hacia el amplio vestíbulo, un vacío que parece palpitar como si no extrañara que una figura, una sombra con forma humana, irrumpiera en ese momento.  ¿Es la casa o es la mente de Agnes?

Dos figuras masculinas ejercen de contrapunto. El joven Orin (Robert Nichols), de diecinueve años, ayudante del tendero, que alimenta la imaginación de Agnes con múltiples especulaciones sobre qué pudo ocurrirle a Jennifer. Lo que no se sabe es potencialmente un semillero de posibles relatos. Es quien introduce en su mente la trama que convierte a Jennifer, por haber trabajado como ayudante de un fiscal del distrito, en posible ladrona de documentos. En la mente de Agnes, se convierte, tras encontrar su libreta del banco, y apreciar las cantidades que poseía, en chantajeadora. Quizá su desaparición fue provocada. Quizá no esté en ninguna parte. Quizá sí su cadáver en cualquier lugar de la mansión. ¿Es la presencia que siente una manifestación que quiere ponerse en contacto con ella? La otra figura masculina es el dueño de la tienda de alimentación, Jim (Howard Duff). Sus direcciones colisionan durante buena parte del trayecto narrativo hasta que se convierten en líneas paralelas. Jim insiste en su cortejo, en aparecer, repetidamente, en la mansión, o hacerse el encontradizo, como en la tienda de discos, a donde ella ha ido a escuchar la música que le gustaba a Jennifer. Agnes está siendo absorbida, cautivada, por una ausencia, y Jim intenta recuperar al cuerpo de la propia Agnes para dotarla de presencia. Pero Agnes se comporta como un cuerpo escurridizo que elude las aproximaciones de Jim.

Una revelación que comienza a dotar de perfil a las sombras: Mientras Jim comparte que estuvo casado, pero no por fracasar esa relación desiste de volver a encontrar el amor y consolidar otra relación, Agnes comparte que casi se casa, pero fue abandonada. El casi palpita como un semillero de sombras, las que probablemente han gestado a la desaparecida Jennifer, en la que se esconde su fuga o miedo de la propia vida. Las sombras de Agnes la impulsan a desaparecer de la vida como un fantasma en una mansión aunque sea un cuerpo vivo. Por esos sus temores, sus heridas aún abiertas, abren los sótanos de su mente, cuando Orin inocula en ella dudas sobre Jim, y Agnes comienza a pensar que el hombre que la ha vuelto a hacer sentir emociones que le causaron un considerable dolor por la decepción tiene que ser alguien que va a decepcionarla de nuevo, por tanto, debe ser el asesino de Jennifer, como lo será de sus ilusiones resucitadas. Incluso, cree distinguir entre las sombras del sótano los rasgos distorsionados de Jennifer. Como su mente en fuga con las especulaciones sobre Jennifer, su cuerpo, como un grito, siente el impulso de huir de quien siente que de nueva la hará daño, aunque más bien le hará ver que el reflejo distorsionado en el sótano de su mente es el de su propio rostro.

sábado, 20 de marzo de 2021

El desaparecido (Eterna cadencia), de Franz Kafka

                           
Castillos, procesos, condenas, metamorfosis, desapariciones. Los títulos de la obra de Franz Kafka condensan los conceptos de su perspectiva sobre la relación con la realidad (o formas de sentirla y habitarla). El desaparecido (Eterna cadencia), de Franz Kafka, se conoció durante un tiempo como América, bautizada de ese modo por Max Brod, hasta que se comprobó que El desaparecido era el título de trabajo de Kafka. La escribió tras La condena, y durante su dilatado, e intermitente, proceso de escritura, escribió La metamorfosis; tras otro largo parón de año y medio, la retomó cuando elaboraba El proceso. Este es el relato de una desaparición o de una metamorfosis en un hombre insecto integrado en un sistema. Tan integrado que asume como aspiración su funcional servicio al sistema. Y cuando Karl tuviera un puesto en su oficina, entonces no se ocuparía de otra cosa que no fuera su trabajo de oficina (…) pensaría solo en el interés de su empresa, a cuyo servicio se pondría, y se someterá a todos los trabajos, incluso aquellos que rechazaran otros oficinistas como indignos para ellos. El desaparecido se escribió hace un siglo pero refleja nuestro presente de sumisos hombres insectos que cumplen su cometido o función dentro del sistema, aunque su amoldamiento, o enajenación, sea justificada por la mera supervivencia. Nuestro sistema económico laboral es un sistema que procrea desapariciones. Más que las cualificaciones importa la aplicación a la plantilla de una actitud, tanto en ambición como en adaptación y sumisión. Karl estudió para ser ingeniero. Ese es su nivel de preparación. Pero en Estados Unidos aceptará cualquier función servil, cualquier labor aunque sea en el escalafón más bajo, sea ascensorista o lacayo, porque considera que la dirección será siempre el ascenso. Aunque se embarranque en esa posición intercambiable con tantos peones insectos del sistema. La ilusión de una posible dirección vertical en ascenso determina la asunción de la horizontalidad de un rasero que pueda camuflar una condena.

El laberinto es un embudo que se angosta en la obra de Kafka. Se inicia la narración en el barco que llega a Estados Unidos, pasaje en el que quedan ya definidas las abisales diferencias entre un arriba y un abajo, como reflejan un fogonero o su acaudalado tío. Arriba y abajo, descensos y ascensos, humillaciones e intercambios interesados.  Será ascensorista en un hotel, en donde sufrirá la degradación no solo de ser despedido sino de no ser comprendido. Sabía que a todo lo que dijera le cambiarían el sentido que él había querido dar y que decidir lo bueno o lo malo quedaba en manos de la forma en que lo juzgasen. La realidad es un escenario que se enmaraña con las actitudes susceptibles u obtusas, como representa el jefe de conserjería. Eres como te presentas, pero también la percepción que tienen de ti- Quién sabe lo que puedes representar para otros. Tu realidad puede convertirse en la distorsión que otros determinan quién sabe por qué causa. Previamente ya sufre una singular experiencia de realidad de trampantojos (con respecto a lo que pretenden o no de él) en una mansión. Hay múltiples direcciones en el interior de los castillos, y no resulta fácil discernir cuáles son reales y cuáles meros reflejos. Habla como si no supiera nada de la gran casa, los pasillos interminables, la capilla, las habitaciones vacías, la oscuridad por todas partes.

El trayecto de la narración se dirige hacia la zona más angosta de un embudo, un confinamiento en un piso en donde será un prisionero al que quieren relegar a lacayo. No hay mucha diferencia entre ambos términos, ni tampoco con el de empleado de oficina satisfecho con su posición servil y complaciente. Esa es su metamorfosis de degradación. La asunción de que no es nada sin conflicto alguno, a diferencia de cómo se sentía al llegar. Tenía grandes expectativa en su música, en la posibilidad de ejercer una influencia en la vida estadounidense (…) pero cuando miraba hacia la calle, veía que todo seguía igual y solo era un pequeño trozo de un gran ciclo que uno no podía detener por sí solo sin conocer todas las fuerzas que actuaban sobre el mismo. Karl asumirá que no ejerce influencia alguna sino que es una micra de polvo sin resonancia en el vasto universo, una figura desvalida que no será comprendida, que será utilizada, o despreciada. Su voluntad parece tener poca capacidad de influencia. No tiene eco, sino que él se convierte en eco. Cuando llega a Estados Unidos se encuentra con un escenario que se presentaba como una mezcla, compuesta por principios siempre renovados que se disgregaban unos en otros, de figuras humanas deformes y techos de vehículos de todo tipo, de la que a su vez se elevaba una nueva mezcla, multiplicada y aún más bestial, de ruido, polvo y olores. Karl desaparecerá como otro ruido, otro olor u otra mota de polvo. Un empleado sumiso convencido de la utilidad de su sometimiento que soñará algún día que es una cucaracha sin saber que ya lo es.

jueves, 18 de marzo de 2021

Shakedown

                               

Para Bloom (Jake Gyllenhaal), en Nightcrawler (2014), de Dan Gilroy, no hay mucha diferencia entre la chatarra y un ser humano. Por eso, no le cuesta realizar la transición entre dedicarse a la rapiña nocturna de cualquier tipo de chatarra y la acción carroñera de grabar, para un programa de televisión, las imágenes más obscenas de accidentados, heridos o asesinados. Bloom tampoco tiene escrúpulos con respecto a la manipulación de los hechos, o la elaboración de escenificaciones, para conseguir el efecto impactante. No es solo cuestión de registrar, sino de conseguir la imagen más espectacular. Incluso, puede influir en el curso de los hechos para propiciar situaciones que puedan convertirse en noticias de las que sea testigo exclusivo aunque implique alguna que otra muerte. Un precedente conocido, en el terreno de la dedicación periodística, podía ser Tatum (Kirk Douglas), en El gran carnaval (Ace in the hole, 1951), de Billy Wilder,  quien sugería que utilizaran un método que demorara lo más posible el proceso de rescate de un hombre atrapado en el interior de una cueva para, de ese modo, poder sacar el mayor beneficio posible del circo mediático que había organizado, con la correspondiente notoriedad que él mismo adquiriría. Un año antes, parecidas ambiciones eran las del fotográfo Early (Howard Duff), para quien una fotografía es solo una fotografía, en Shakedown (1950), opera prima de Joseph Pevney. No importa si para conseguir la mejor fotografía, que pueda ocupar portada, manipula los hechos, como retrasar el rescate de un hombre que no puede salir de su coche, que se hunde tras caer al agua, decir a una mujer que quiere saltar desde una ventana de un edificio en llamas que espere unos segundos para poder realizar la fotografía de su salto, o aún más manipular las circunstancias de tal manera que determine la muerte de alguien, para así, convenientemente oculto, poder fotografiar el momento de su asesinato.

Su ambición colinda con la sociopatía o psicopatía. Característica que prontamente percibe Glover (Bruce Bennett), el redactor jefe del periódico en el que solicita un empleo, aunque no Ellen (Peggy Dow), la periodista que aboga por él y propicia que Glover le dé una oportunidad, un mes a prueba, aunque implique en principio realizar fotografías de perros. Glover no dudará en aprovecharse de la buena voluntad de Ellen, quien incluso irá enamorándose de él. Pero a Early solo le importa él mismo. Para él son irrelevantes los sentimientos de Ellen, cuyo cuerpo puede ser reemplazado por quien representa una oportunidad de ascenso en la consecución de riqueza o posición, Nira (Anne Vernon), la esposa del empresario (mafioso) Nick Palmer (Brian Donlevy). Nada le importa si, en determinado momento, peligre el empleo de Glover, aunque fuera quien le dio la oportunidad de dejar de ser nadie para poder ser un ojo que adquiere notoriedad (por las portadas que consigue). Ni tampoco para traicionar a Palmer, cuando deja de ser útil, tras los primeros negocios que establece con él (avisándole de un delito que se realizará para que Early esté en ese momento presente, un modo de denuncia más conveniente que el mero chivatazo para Palmer), sobre todo porque aspira a su esposa, como quien aspira a un trono. No dudará en utilizar al secuaz con el que Palmer tiene sus roces, Colton (Lawrence Tierney), para manipular las circunstancias del modo más conveniente para él, suministrando la información oportuna, para así eliminar de la ecuación a Palmer,  y de paso conseguir más notoriedad con la imagen impacto que ocupe portada.

El primer tratamiento, escrito por Nat Dallinger, fotógrafo que ejerció de asesor técnico, y Don Martin. Se titulaba The red carpet, la alfombra roja en la que esperaba se convirtiera la realidad para el ambicioso Early, quien en principio iba a estar interpretado por Dan Duryea, pero el proyecto quedó aparcado hasta que lo convirtieron en guion Martin Goldsmith, que firmaría el de la excelente Testigo accidental (Narrow margin, 1952), de Richard Fleischer, y Alfred Lewis Levitt, que había escrito el de El muchacho de los cabellos verdes (The boy with Green hair, 1948), de Joseph Lewis, y que sería incluido un año después en la lista negra de Hollywood tras que fuera requerido para testimoniar, por su afiliación comunista, por el Comité de Actividades Antiamericanas. Supuso cinco años sin conseguir empleo. Era tiempo para que mentalidades sin escrúpulos se aprovecharán de las circunstancias precarias o vulnerables de otros, como Tatum o Early. El título definitivo sería Shakedown, chantaje, el que no duda en realizar Early para conseguir sus propósitos, aunque sea a quien poco tiempo antes ha sido un aliado o socio. Pevney, que había participado como actor, como el amigo del boxeador que encarnaba John Garfield, en Cuerpo y alma (Body and soul, 1947), otra obra que fue foco de atención (o varios de sus participantes) para el Comité de Actividades Antiamericanas (por su cuestionamiento de la falta de escrúpulos de un sistema basado en la codicia y el éxito), despliega una narración precisa y cortante que ya empieza de modo impactante, con la persecución que sufre Early en la noche, en unos almacenes portuarios. Su cámara es lanzada al agua y es apalizado, pero aun así no ceja en conseguir esa imagen impactante que le consiga las portadas, aunque pueda ser la de su propio asesino.