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viernes, 29 de septiembre de 2023

Los condenados no lloran

 

Eres la posición que detentas. Cuanto más dinero posees, se acrecienta la sensación de dominio sobre la vida, porque dispones de más poder (si afrontas que debes asumir que cualquier medio es válido y que los demás se convertirán en piezas útiles o prescindibles para tu ascensión a la cumbre). Es con lo que se confrontará Ethel (Joan Crawford), en esta feroz radiografía o disección de los sórdidos engranajes tras los rótulos del sueño americano (o los mecanismos del depredador capitalismo), en Los condenados no lloran (Damned don't cry, 1950), de Vincent Sherman, un incisivo recorrido sobre las diversas posiciones en la escala de poder económico, que se condensa en el trayecto de relaciones de Ethel en su ascensión a las poltronas de los poderosos (del señor del castillo): Roy (Richard Egan), el obrero, Martin (Kent Smith), el contable, y Castleman (David Brian), el empresario (castleman: hombre del castillo), o reformulación de los pretéritos gangsters en un nuevo híbrido que fusiona la legalidad y la delincuencia ya en un mismo tipo ( y así desde entonces), alguien consciente de que los instrumentos para imponerse no deben ser las armas, como aún pone en práctica el aspirante a su trono, Nick (Steve Cochran), sino las retorcidas pero hábiles maniobras de un buen contable (aunque no deja de ser una máscara; tampoco dudará en utilizar las maniobras violentas directas cuando resulta necesario).

Pero antes de desvelar este trayecto se planteará el relato en forma de incognita, a través de un cautivador inicio (formidable el guion de Harold Medford y Jerome Weidman, que adaptan el relato de Gertrude Walker, inspirado en la relación entre Bugsy Siegel y Virgina HIll): Dos figuras a las que no vemos el rostro lanzan un cadáver por un terraplén en el desierto; la policía investiga en la mansión del asesinado, aunque permanezca aún en incógnita su identidad para nosotros, y en unas de sus películas caseras descubren a Loran Hansen Forbes (Crawford), pero cuando investigan sobre esta supuesta y popular rica heredera del negocio del petróleo descubren que nunca ha declarado a Hacienda y que se desconoce su pasado. ¿Quién era esta mujer que ha desaparecido? Solo parece existir en los dos últimos años. Tras esa imagen de éxito se esconde el trayecto de una ascensión, el de Ethel, una mujer que discutía con su marido, Roy, por mirar cada centavo que gastaban. En cambio, ella prefería alimentar las ilusiones de su hijo, comprándole una bicicleta, pese a sus precariedades (por lo tanto, la vida como perspectiva permanente de restricción y la necesidad de quebrar unos límites o la necesidad de que la vida sea como uno quiere que sea). Pero no se puede controlar ni dominar la vida, y la tragedía atropella a su hijo montando su ilusión en forma de bicicleta. Ethel se revuelve contra su condición, y decide romper con esa vida que es más bien un sumidero de carencias, de la que ella era cautiva porque tenía un hijo. Se es la posición que se detenta, y en ese pueblo perdido, es (se siente) nada. Y siente que su futuro será como su presente. Resulta dificil vivir allí, pero lo es más poder salir, escapar. Ethel lo hace. Y juega bien sus cartas, con decisión, y habilidad.

Haciendo buen uso no sólo del encanto de su apariencia (cómo se fijan en sus piernas cuando trabaja de dependienta; el siguiente paso es ser modelo y acompañante), sino de su hábil inteligencia. Todo es un intercambio (de intereses), y se debe saber jugar bien las bazas. Sabe cómo impulsar la carrera del contable, Martin, introduciéndole en el negocio de ese señor del castillo que es Castleman. En su momento, la obtusa ceguera de algunos, en la prensa neoyorkina, calificó al personaje de Ethel como alguien que complica la vida a quienes le rodean. Seguramente no se hubiera dicho tal necedad si hubiera sido hombre. Ethel ansía alcanzar la embriaguez del poder en las alturas, como tantos otros (sean hombres o mujeres); se deja llevar. Como bien le apuntará Martin, que también se dejó envolver por los cantos de sirena, le gusta sentirse una invitada en ese escenario de privilegios (donde le pagan un año de viajes por Europa para cultivarse), sin ser consciente del todo de que se está convirtiendo en una cómplice, y en alguien, aunque le duela asumirlo, que no ha dejado ser ni dejará de ser un instrumento, una pieza en el escenario de quien rige, regula y mueve los hilos, Castleman. Dejará de ser la invitada o acompañante del sueño. El señor del castillo no es un príncipe de ensueño sino un señor de la guerra y no dudará en requerir sus servicios para ensuciarse en el campo de batalla como instrumento de seducción de su principal rival, Nick, para conseguir la necesaria información estratégica. Y no hay vuelta atrás cuando se cruzan ciertos umbrales, y se tiene que enfrentar al hecho de que sus manos tienen que mancharse de sangre aunque pretenda negarlo o rehuirlo. Es lo que ocurrirá cuando quiera salirse del escenario o tablero, cuando quiera volver al inicio, como si fuera posible reescribir su vida. Aunque seguramente, pese a la lección aprendida, querrá volver a escapar de ese sumidero de carencias en lo más bajo de la escala del poder económico o dominio de la vida.

miércoles, 27 de septiembre de 2023

My fair lady

 

El refinamiento estético de My fair lady (1964), de George Cukor, no tiene parangón, desde el vestuario de Cecil Beaton a la dirección de fotografía de Harry Stradling pasando por la dirección artística de Gene Allen y Beaton. En My fair lady se adapta la obra teatral musical de Michael Jay Lerner y Frederick Lowe, inspirada en la obra literaria de George Bernard Shaw, Pygmalion (publicada en 1913), que había sido adaptada al cine en 1938, dirigida por Anthony Asquith y Leslie Howard (que encarnaba al protagonista). La adaptación musical teatral se estrenó en 1956 en Broadway, protagonizada por Harrison y Julie Andrews, y se convirtió en un éxito. Ambos, después de dejarla, respectivamente, en noviembre de 1957 y febrero de 1958, la retomarían en los escenarios londinenses en abril de 1958, y prolongarían su éxito durante cinco años y medio. Audrey Hepburn reemplazaría a Julie Andrews en la adaptación cinematográfica. Para desdicha de Audrey su voz sería doblada por Marcie Nixon (quien parece emular a Julie Andrews), cuya voz contrasta en exceso con la naturalidad de los otros actores que no son cantantes propiamente dicho. Habiendo visto escenas cantadas por Audrey resultan mucho más vitales y genuinas que los gorgoritos de opereta de quien la dobla que son a la postre mucho más forzados aunque seas técnicamente más brillantes. Por otra parte, irónicamente( ya que el productor, Jack Warner, quien se involucró de modo directo en la producción, tal entusiasmo le suponía este proyecto, desconfiaba de las cualidades dramáticas de Andrews), Julie Andrews adquiría notoriedad ese mismo año con su primera interpretación protagonista, en Mary Poppins (1964), de Robert Stevenson, y sería reconocida por la propia industria con un oscar a la mejor protagonista.


Una de las más estimulantes virtudes de My fair lady es cómo apuesta por evidenciar el artificio de la representación, ya que la trama está asentada sobre diversas capas de escenificaciones. Los manifiestos decorados que no esconden su condición de construcción artificial, su estilizada fotografía y su exuberante vestuario se convierten en piezas de un juego escénico sostenido sobre puestas en escena. Higgins (Rex Harrison) modela a Eliza (Audrey Hepburn) para transformarla en un personaje, en lo que no es, jugando con las apariencias, para demostrar su talento como modelador cuando engañe a los que interpreten su apariencia como identidad, el parecer como es. Esto es, que nadie advierta que es un florista de origen humilde, de los bajos fondos, sino una refinada dama de alta alcurnia. Es una representación que afirmará su ego. Por tanto, Eliza es una pieza, un instrumento de su escenificación. De ahí su expresión desolada tras que se materialice el engaño (el éxito de la representación) porque se sentirá fuera de escena, como si no importara nada, un fondo de escena mientras Higgins celebra su triunfo junto a su amigo Pickering (Wilfrid Hyde White). Del mismo modo, las contrastadas clases, sus diferenciados ambientes, quedan evidenciados como un espacio de representación, con sus pautas de conducta y expresión. La viveza de los bajos fondos contrasta con el envaramiento de la clase alta que vive sobre todo de la imagen. Aunque, como queda manifiesto, con la figura del padre de Eliza, la imagen, en este caso la de pícaro vividor a costa de los demás, es también una cuestión crucial.

Y, por supuesto, ante todo, el juego de representaciones tanto de la identidad de géneros como de las proyecciones sentimentales que se dirimen en el pulso entre Higgins, esquivo misógino que desearía que la mujer fuera como es un hombre (y en cuya visión de las relaciones no anda tan lejano del padre de Eliza), y una Eliza que se rebela ante su condición de imagen rasgando los velos de la pantalla de las presunciones al poner sobre el tapete de los juegos escénicos la autenticidad del sentimiento, el cuál quiebra las nociones de identidad, las oposiciones de las representaciones, para establecer una relación equiparada en la que el otro no supone algo sino que es aquel que se necesita para sentir que habita una realidad, no una representación. Que Higgins en el último plano le diga que le traiga las zapatillas no implica que espera que se subordine a él, sino una manera de decir, a su esquivo modo, que ha asumido la lección, o metafórico lanzamiento de zapatilla, que ella le ha dado, y que tanto admira su independiente voluntad como necesita de ella.

lunes, 25 de septiembre de 2023

Historias de Filadelfia

 

La obra teatral Historias de Filadelfia (Philadelphia story) fue expresamente escrita por Philip Barry pensando en Katharine Hepburn, quien aceptó interpretarla en los escenarios de Broadway, en 1939, optando por cobrar un porcentaje de los beneficios en vez de cobrar un salario. Su personaje. Tracy Lord, estaba inspirado en Helen Hope Montgomery Scott (1904-1995), de la clase alta de Philadelphia, conocida por sus juergas y fiestas, casada con un amigo de Barry. Coprotagonizaron la obra Joseph Cotten, como su exmarido, C.K Dexter, y Van Heflin y Shirley Booth como la pareja de periodistas, Macaulay Connor y Liz Embrie. Hepburn había sido declarada, en 1938, veneno para la taquilla por los exhibidores (Independent Theatre Owners of America), dado el escaso éxito de sus últimas películas, incluida La fiera de mi niña (1938), de Howard Hawks. La obra fue todo un éxito. Y Howard Hughes, que había comprado los derechos de la obra le dio a la actriz, como regalo, los derechos de la adaptación a la pantalla. Hepburn se los vendió a Louise B Meyer, patrón de la MGM, a cambio de que ella controlara la elección de guionista, director y otros interpretes. Eligió como director a George Cukor, con quien ya había trabajado en cuatro ocasiones, Doble sacrificio (1932), Mujercitas (1933), Sylvia Scarlet (1935) y Vivir para gozar (1938), y a Donald Ogden Stewart, amigo de Barry, como guionista adaptador. Para los dos papeles masculinos Meyer exigía que al menos fueran estrellas reconocidas. Hepburn quería a Clark Gable y Spencer Tracy, pero ambos tenían otros compromisos (aparte, hubiera sido difícil que Gable y Cukor colaboraran de nuevo, dado que fue decisiva la voluntad de Gable, cuya virilidad parecía sentirse perturbada por la homesexualidad de Cukor, para que despidieran a este de Lo que el viento se llevó, 1939, de Victor Fleming). Cary Grant aceptó si su salario era $137,000, el cual donó al British War Relief Society. James Stewart se sentiría incómodo en algunas escenas, como con algunos diálogos de la secuencia, compartida con Hepburn, de la piscina, o, especialmente, se sentiría nervioso con la escena en la que le recita un poema a Hepburn ( para transmitirle la necesaria seguridad Cukor recurrió a Noel Coward, de visita en el rodaje). Célebre es uno de los planos, que comparten Stewart y Grant (cuando el primero está borracho), en la que el imprevisto hipo de Stewart propicia la reacción sorprendida de Grant quien dice ¿excuse me?. Se percibe, por sus respectivas sonrisas, cómo contienen la risa. No se volvió a rodar otra toma de ese plano. Historias de Filadelfia fue el éxito de taquilla que esperaba Hepburn que reanimara su carrera.

En Historias de Filadelfia (1940) un velero es el símbolo del sentimiento de fluye. Pero Tracy (Katharine Hepburn) está aún cautiva de las máscaras de la imagen, tanto de la que crea ella misma como fortaleza que la haga inmune a la vulnerabilidad, como de la que los otros proyectan sobre ella, como idealización romántica o relación de conveniencia para el ascenso social. Su exmarido, Dexter, cuestiona que sea como una estatua que carece de la compasión necesaria con respecto a las fragilidades, o imperfecciones, de otros. Cuestionamiento en el que también incide su padre, Seth (John Halliday), quien le cuestiona su mojigatería y que su falta de apoyo afectivo fuera determinante para que, para sentir la ilusión que recuperaba la juventud, mantuviera una relación con una bailarina. Para otros, como el periodista Macaulay, o Kettridge (John Howard), su prometido, quien ascendió, en la escala social, de la pobreza, de un ambiente minero, a las elevaciones de una posición de poder empresarial, es una reina o diosa. Pero para el segundo es reflejo de sus propias aspiraciones de grandeza. El desconcierto en el que le sume a Tracy tantos cuestionamientos en una misma noche, la previa a su boda, determina que se embriague, y así posibilite que la ebriedad de los sentidos rasgue esos velos de la imagen inacesible, incluso para ella misma, pues la espontaneidad la tiene adormecida. Era una bella durmiente convertida en estatua por ella misma. Dejar las lanzas y las corazas, esto es, perder el control, posibilitará que el velero fluya en las aguas del sentimiento. Y la irreverencia del humor, aplicada sobre una misma, será parte fundamental en quien sabrá, por fin, verse como ser humano frágil y expuesto a los trances de la vida e imprevistos de las emociones que no pueden controlarse.


Historias de Filadelfia es una de las mejores obras de George Cukor y una de las mejores comedias de la Historia del Cine. El prólogo ya es magnífico. Dexter sale de la casa con sus maletas, con la intención de marcharse, y detrás suyo sale Tracy quien arroja la bolsa con los palos de golf y rompe uno, para darse la vuelta y dirigirse, con aire digno, al interior de la casa, pero Dexter va detrás suyo, le toca el hombro, hace el amago de pegarle, pero la empuja, arrojándola al suelo. La elipsis de dos años sitúa a Tracy en víspera de su boda con Kettridge, y los consiguientes preparativos, así como presenta a Macaulay e Irene cuando se dirigen al despacho de Sidney Kidd (Henry Brandon), director de la revista para la que trabajan. Dos detalles en esa secuencia: Macaulay está decidido a rechazar una asignación que le parece degradante (para quien aspira a realizar trabajos de escritura de categoría, como ejemplifica la novela que publicó, sin demasiada resonancia), y detrás suyo, sin que la planificación lo remarque, camina Dexter, quien será quien les ayude para que se introduzcan en la mansión de los Lord, haciéndoles pasar por amigos del hermano de Tracy, que no podrá acudir a la boda. Es un detalle que asocia dos aspiraciones, la no hacer un trabajo que no se quiere hacer, y la de recuperar la relación con la mujer que se ama, dos aspiraciones de asalto que, al final, podrán conjugarse, cuando ambos se unan y usen el arma que Kidd ha utilizado para conseguir que Dexter acepte ser partícipe de la maniobra, el chantaje (Kidd publicaría información sobre el romance del padre con la bailarina si Dexter no accede; al final, una información de Macaulay, sobre un desliz de Kidd, servirá para conseguir quitarse de encima su presión).

Las secuencias de introducción de Macaulay e Irene en el ambiente lujoso de los Lord son extraordinarias, cómo se relacionan con ese opulento decorado, y cómo reacciona Tracy, con la complicidad de su hermana pequeña, Dinah (Virgina Weidler), tras deducir (por el hecho de que sepa que Dexter había trabajado en la delegación en Argentina de la revista) que son periodistas; montarán una escenificación, actuarán de modo afectado, propiciando el desconcierto de Macaulay e Irene, quienes advertirán que, tras ese primer contacto, ella sabe más de ellos que a la inversa porque pareciera, durante su conversación, que ella era la entrevistadora. La comedia dispondrá de sus sombras, que bordean el drama, cuando los cuestionamientos de Dexter y su padre afecten a Tracy. La conjunción de borracheras de Tracy y Macaulay ejerce de fisura para ambos, ya que pondrá en cuestión los cimientos de sus presunciones o máscaras protectoras (en la secuencia previa que comparten en la biblioteca, ambos reconocen que usan la imagen de fortaleza como protección: uno y otra se reconocen): Macaulay, acusado previamente por ella de esnob, comprenderá que su visión sobre ella, y su clase, partía de prejuicios (como él afirmará, alguien de clase baja puede ser mezquino y alguien de clase alta no serlo) y Tracy asumirá al día siguiente, cuando unos y otras, de Dexter a su hermana pequeña, consigan que recuerde esa noche pasada en la que ella misma no sabe lo que hizo o no con Macaulay. Para ella será decisivo que Kettridge presuponga, por las apariencias, que ambos hicieron el amor, y ella aceptará, sin dramatizaciones, que en cierto momento puede no controlar sus deseos o emociones, esto es, que es también frágil e imprevisible. Las relaciones sentimentales no se sostienen sobre máscaras o conveniencias ni sobre juicios inflexibles (como si hubiera que ajustarse a un modelo o ideal de conducta).

miércoles, 20 de septiembre de 2023

Secreto de esposa

 

El exquisito arte de la sutileza. En Secreto de esposa (Tsuma no kokoro, 1956), el matrimonio que forman Kiyoko (Hideko Takamine) yShenji (Keiju Kobayashi) tienen el proyecto de habilitar un espacio vacío colindante a su hogar para gestionar un restaurante. Es como un espacio en blanco, un fuera de campo, un espacio sobre o con el que especular, un espacio que ocupar. El espacio de los posibles. A la madre, en principio, le preocupaba que tuvieran intención de derruirlo. Lo posible y los derrumbes. Y las interrogantes que surcan los fueras de campo que palpitan en las miradas de los personajes. En su primer tramo la estructura narrativa parece la de unos pétalos incompletos, como si las secuencias se interrumpieran sin que las situaciones se desarrollen, sino más bien de las que queda suspenso un eco como los círculos concéntricos en el agua, porque las relaciones se sustentan sobre cómo completan lo que no saben o resulta intrigante. La narración se orquesta sobre los gestos que especulan, sobre los pensamientos que se intuyen que cruzan por las mentes, sobre lo no dicho, lo no compartido, lo no expresado, lo que quedará en el baúl de los sentimientos ocultos, nunca desplegados y, por lo tanto, nunca compartidos.

Kiyoko y Shenji se preguntan durante una semana por qué el hermano mayor de él, Zenichi (Minoru Chiaki), y su esposa e hija, aún siguen en su casa, si habrá perdido su empleo. Algunas vecinas, e incluso Shenji, evidenciarán con sus gestos, irónicos o contenidos, respectivamente cómo piensan que entre Kiyoko y Kenkichi (Toshiro Mifune), quien trabaja en un banco y va a facilitarles un prestamo para su negocio, puede estar gestándose una relación o ya consolidándose. Shenji se pregunta por qué una de las geishas con las que había pasado una noche, junto a un amigo, desapareció en el tren cuando retornaban. Entre Kiyoko y Kenkichi sí se está gestando algo, al mismo tiempo que se produce una fisura, que les distancia, entre Shenji y Kiyoko, en lo que es primordial lo no dicho, ya que con los fueras de campo se especula lo peor. Hay una bellísima secuencia, en un restaurante, en la que Kenkichi está a punto de expresar lo que siente, pero se queda con la palabra enmudecida en el gesto interrumpido, cuando advierte que vuelve la dueña del bar. La secuencia alterna planos de sus rostros, tanteándose, escurriéndose, vacilantes, con planos de la lluvia cayendo sobre la tierra. Las emociones no encuentran su cauce.

Sí aclaran sus dudas, como llamaradas que brotan doloridas, Shenji y Kiyoko, precisamente en ese espacio en el que quieren construir su restaurante, en ese fuera de campo que se había convertido en un semillero de perturbadoras especulaciones sobre qué significa para Shenji su relación con la geisha, sobre todo tras saberse su muerte, si está relacionada con Shenji, y, por último, qué implica para la continuidad de su relación. Circunstancia que no era sino reflejo de los fuera de campo que se habían ido enquistando en la inercia de su relación. Por fin, ambos preguntan lo que atenazaba su interior como metal ardiendo, lo que habían guardado socavando sus entrañas, optando por opciones alternativas que se convertían más en escenario de despecho, impelidas por la tensión de que tenían que dirimir si suspender o demorar su sueño de negocio ya que Zenichi necesitaba un préstamo: ¿Qué hacen con su vida, la relegan a favor de otros, y ¿Cómo afecta a la relación?¿Evidenciará el abandono de un proyecto que sus cimientos son frágiles, que son esos proyectos y no el amor lo que sostiene su relación?, Porque en el caso de Kiyoko la ambigüedad no deja de perfilarse, de modo constante, como una interrogante que es garfio, o de difuminarse en una sonrisa que no se sabe si es el gesto de quien se esfuerza por mantener el paso en una realidad conocida que puede afianzarse y despegar, a la par que asume que lo posible, lo excepcional, queda como agua de lluvia pasada, como un secreto en un patio interior que nunca se construirá más allá de lo soñado.

lunes, 18 de septiembre de 2023

La isla desnuda

 

La isla desnuda (Hadaka no shima, 1960), de Kaneto Shindo puede parecer un documental, pero es ficción, aunque quizás más bien una intersección. Es la trama desnuda del día a día, y es La Vida. Aunque no hay trama (en su sentido más convencional); los acontecimientos son puntuaciones mínimas, como esa diminuto islote, Sukune, junto a la isla Sagishama (parte de Mihara, Hiroshima) en el mar interior de Seto, en el archipiélago de la (repetición ritualizada de la) vida. La narración es la meticulosa y minuciosa descripción de unas acciones, hasta la exasperación, como la que se realiza en el dilatado primer tramo, que describe a los padres que van a abastecerse de agua a Sagishama, cruzan, remando, el mar que las separa, y ascienden una escarpada ladera, acarreando cual bueyes de carga, trabajosamente, con tenso cuidado, para no derramar el agua, los dos cubos de agua sostenidos por un palo, hasta llegar a lo alto donde tienen el cultivo de patatas para el que es necesario el agua. Acción alternada con la acompasada acción complementaria (todas las acciones son funciones a cumplir por este organismo de cuatro miembros medidamente organizado) de los dos pequeños hijos, que preparan la comida y colocan en la mesa (que devoran los cuatro con fruición prontamente) para ponerse de nuevo en acción ( la madre ahora llevando al hijo mayor en barca al colegio en la isla grande) mientras el padre echa el agua en el cultivo.

Las acciones se repetirán, veremos cómo vuelven a ascender esforzadamente la ladera con los barriles de agua (cual Sisifos condenados a realizar ineluctablemente la misma acción). Esa rutina es la vida de esos únicos habitantes del pequeño islote, definido por su aridez. Las rupturas son escasas, aunque haya cambio de estaciones ( y algún viaje para asistir a alguna ceremonia o celebración, narrado en cambio, como contraste, con elíptica síntesis), hasta que acontece un acción que rasga ese repetición exasperante. La esposa tropieza, y se le cae un cubo de agua. El marido la mira con furia, y la abofetea, con tal fuerza que la tumba. Retoman la acción (repetición), y continua la vida ritualizada. Hay alguna ruptura más, como las risas celebrativas cuando ambos hijos pescan un gran pez, que luego venderán en la ciudad (en donde, atónitos, contemplarán una televisión, que parece la conexión a otra galaxia o dimensión, en donde ven a una chica joven bailar desaforadamente), y comerán, como excepción, en un restaurante, tras contemplar la ciudad desde las alturas al bajarse de un funicular.

Hay composiciones, planos amplios, cierta distancia narrativa, que evocan, como la bella música de Hikary Hayashi, al cine de Jacques Tati ( aspecto, o intersección, también apreciable en el cine de Ozu). Kaneto Shindo declaró: "Quise expresar la lucha de los campesinos con la tierra. Mi madre murió sin protestar nunca de su duro trabajo, de su silencioso combate contra la naturaleza. Ese silencio me afectó y por ello concebí este drama sin diálogos". Nunca vemos conversar a los personajes, incluso no escuchamos la oración fúnebre del monje cuando se ha producido el acontecimiento que rasga inexorablemente la repetición, la muerte (se escucha únicamente la música). Pero la árida rutina, el denodado sacrificio, la enajenación de ser una función que ante todo sobrevive, como otro componente de la naturaleza (como remarcan los planos de la familia comiendo que se alternan con los de otros animales también realizando tal acción), la reiterativa prosa de la vida, hábito, inercia, repetición, ritual, se ve desoladoramente quebrada por la imprevista muerte (aun parte de la rutina de los ciclos de la vida es temprana y por tanto imprevista; la muerte puede acontecer en cualquier momento). De ahí que la voz que primero se escuche en la narración, con desoladora intensidad (como la desesperación de la poesía desgarrando la entumecida prosa de la vida), es el grito del Lamento de la madre. Y no deja de ser significativo que sea realizando la acción por la que fuera sancionada, y abofeteada por su esposo. Tras, una vez más, ascender la ladera, antes de regar las plantas coge el cubo y precipita, ahora voluntariamente, el agua en la tierra, arrancando, acto seguido, las plantas (¿para qué tanto esfuerzo?), sin que su marido, que la observa con expresión afligida, intervenga, hasta que ella se arroja al suelo, gimiendo desesperada, estrujando la tierra en sus puños, como impotente protesta. Ambos, en la noche, contemplarán desde lo alto los fuegos de artificio en la vecina isla, celebración que contrasta con su desolación. La frase hecha es que la vida sigue, pero no para los muertos, ni tampoco sigue del mismo modo para los vivos que les sobreviven con una sombra incrustada en sus corazones como un sordo lamento aunque sigan repitiendo, como Sisifo, las mismas acciones, una y otra vez, una y otra vez.

miércoles, 13 de septiembre de 2023

Misterio en Venecia

 

Misterio en Venecia (A haunting in Venice) es la tercera ocasión en que Kenneth Branagah interpreta a Hércules Poirot y dirige una adaptación cinematográfica de una novela de Agatha Christie, en este caso una de sus menos populares, Las manzanas (Hallowe'en party), publicada en 1969 (una adaptación que implica numerosas modificaciones). Como se refleja en las primeras secuencias, Poirot se encuentra en una circunstancia de pérdida de entusiasmo e interés en la actividad detectivesca. Se ha enclaustrado en su propio mundo, o su propia celda, en Venecia, con Vitale (Ricardo Scamarcio), un antiguo inspector de policía como guardaespaldas, quien ahuyenta a los más insistentes de quienes requieren su ayuda en la investigación de una circunstancia criminal que les afecta. Poirot ya no quiere que nada le afecte más, no cree en nada, como si la realidad fuera una ciudad sin cimientos sólidos. No siente ya el incentivo de desentrañar una incógnita. Piensa que la realidad es un mero engaño. Precisamente, será arrancado de su enclaustramiento vital por una amiga, la escritora Ariadne Oliver (Tina Fey), y si lo logra es porque el incentivo es un desafío que supone desentrañar un engaño, acorde a la forma de pensar de Poirot. El reto supone asistir a la sesión de una medium, Joyce (Michelle Yeoh), en un escenario, un edificio en el que hay quienes piensan que habitan fantasmas de unos niños que fueron abandonados a su suerte tiempo atrás. Y la sesión, precisamente, está planteada para realizar el contacto con la hija fallecida de Rowena (Kelly Reilly). Es decir, la actividad y la leyenda del edificio redundan, para Poirot, en la relevancia de la sugestión en la creencias, y por tanto, convicciones, de los seres humanos, siempre en función de unas necesidades.


El planteamiento del excelente diseño visual es tenebrista. La acción transcurre durante la noche de la celebración de Halloween. Los encuadres, en numerosas ocasiones, parecen desencajados, por el uso de grandes angulares, como si se remarcar la distorsión, por un motivo u otro, de la sugestión, la alteración de la percepción y, por extensión, concepción de los hechos, como reales y efectivos, aunque su mediatización sea la enajenación. Es un planteamiento estilístico de cariz histriónico cuya pertinencia quedará evidente, de modo más explícito, durante la resolución. Pero durante el desarrollo, Poirot parecerá fluctuar entre el mantenimiento de sus convicciones y la ofuscación de ciertas circunstancias extrañas, perturbadoras, que parecieran indicar actividad o presencia sobrenatural. La interrogante sobre si de algún modo sí será real lo que él cree que es mera ilusión, escenificación o (auto)engaño, se debate con el esclarecimiento de esos extraños fenómenos que quizá sean percibidos por el influjo de alguna circunstancia que determine esa provisional sugestión. Los cimientos de la realidad parecen difuminarse en la ambivalencia para el mismo Poirot, aunque durante el mismo proceso sí vaya desentrañando engaños o escenificaciones con clara intención embaucadora y, por supuesto, resuelva la autoría de los diversos crímenes.

Como en la obra anterior, Muerte en el Nilo (2019), también con guion de Michael Green, busca un hilo conductor que implique una modificación en la actitud de Brannagh. En aquel paso su relación con un amor frustrado con respecto al cual el bigote (o su ausencia) adquiría una condición emblemática. En Misterio en Venecia, ese proceso está sostenido sobre la recuperación de un entusiasmo vital, como la ascensión de un sótano a una azotea (escenario en el que concluye la narración). Recobra el impulso de acción o entusiasmo vital para volver a implicarse en los vericuetos laberínticos que implica la resolución de unas incógnitas en un caso criminal, con su capacidad de observación de que desentraña contradicciones, escruta las fisuras de las apariencias (los fingimientos) y advierte los deslices, esos pequeños detalles que dejan en evidencia una estrategia o una táctica tanto para la realización de un crimen como para su ocultamiento. En este caso, se incide en la atmósfera tenebrista acorde a su proceso de confrontación con los abismos de la pérdida de incentivo vital, en cuyos pozos parece haberse quedado cautivo en su encierro vital como quien piensa que hay que mantener distancia con la vida y sus recurrentes engaños, como la misma creencia en entidades sobrenaturales, invención causada por nuestra incapacidad para asumir las responsabilidades de nuestras acciones y omisiones. Su modificación de forma de habitar la realidad implicará la recuperación de la relación con la realidad como una espesura de incógnitas que desentrañar. Afinar la agudeza de la observación implica afinar el discernimiento de lo real.