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domingo, 31 de enero de 2021

Deseando amar

                          

Mirar hacia el pasado como en un cristal cubierto de polvo. La imagen se presenta confusa, borrosa. El vértigo de lo que no fue. El fuera de campo que no se hizo presencia, que no se realizó. La mirada confusa, los sentimientos enredados. Otra historia que se recrea, otra historia que se convierte en la propia. Pero ¿dónde está el límite? ¿Dónde finaliza la sugestión y dónde comienza el genuino sentimiento? En Deseando amar (In the mood for love, 2000) Su (Maggie Cheung) y Chow (Tony Leung) se encuentran recurrentemente en un espacio que asemeja a un limbo, un callejón, un espacio intermedio, de tránsito, como ellos mismos con sus emociones, desencajadas, con el paso trastocado, tras que hayan comprendido que sus respectivas parejas mantenían una relación, un fuera de campo que han deducido por ciertos detalles. Un fuera de campo que comienzan a recrear con ellos mismos, con el que comienzan a especular, como quien aún no encaja un golpe, el dolor de una herida infligida, e intenta asumir que una proyección, una película, es real, que no es cuento. Pero a la vez lo conjuran, el dolor, con la ficción de una recreación, que no es sino especulación: imaginar cómo comenzó su idilio, cuáles fueron sus primeras palabras, quién dio el primer paso. Incluso, él alquila una habitación, la 2046, como símbolo de ese fuera de campo, de esa clandestinidad, con la que jugar con lo posible, como si fueran los actores que ensayan una obra que, progresivamente, sienten que desean escenificar, ¿O es que el papel, la obra, les sugestiona, y también creen sentir lo que aquellos sienten, como si fueran sus réplicas en su sentido amplio, como si se dejaran poseer, enajenar, por lo que les ha ensombrecido,  la revelación que les ha despojado de su condición de cuerpos, arrasados por la consternación? Se convierten en sombras en una pantalla, figuras que el humo, el aliento dolorido, de sus sentimientos traza con el tizón ardiendo de la imaginación.

Quien en principio expresa los sentimientos es Chow. Es quien primero manifiesta que anhela materializar una relación, reflejo de lo que él siente, o cree que siente. Su se queda suspendida en el quizás que canta Nat King Cole. Trabaja en una agencia de viajes, pero no se decide a tomar el vuelo de la relación, a despegar. La oportunidad se desvanece, y desaparecen aquellos momentos, convertidos en borrosos y confusos recuerdos. Lo que es no se sabe qué es, pero ya fue, la maraña se hizo recuerdo, el desenfoque sigue siendo enigma. Wong Kar-Wai asociaba el personaje de Chow con el Scottie de Vértigo (1958), de Alfred Hitchcock, por compartir esa obnubilación que pierde el sentido del discernimiento, ¿qué es real y qué es proyección? Chow modela una realidad sin quizá ver a quien tiene delante, ¿Ama a Su o desea amar de nuevo a su esposa en Su? Chow escribe un relato de ciencia ficción, como lo será el prólogo de la siguiente obra, interconectada,  2046 (2004), como una historia teje en su relación con Su, de modo deliberado, consciente, cual director de puesta en escena (que matiza las frases en las circunstancias imaginadas: ¿Cómo reaccionaría ella si su marido le reconociera su otra relación?), aunque también inconscientemente (lo que emborrona sus sentimientos).


La narración se teje sobre esa atmósfera de entresueños, de deslizamientos, como en un hechizo, como la evocación sonámbula, entre fueras de campo (a las parejas respectivas se las escucha, y si se las ve en los encuadres es de espaldas o fragmentariamente, o sino borrosas), múltiples reflejos (hay planos de ambos multiplicados por los reflejos en los espejos), y objetos interpuestos en el encuadre que corporeizan ese discernimiento confuso, condicionado, interferido. Los planos, los cuerpos, las emociones, se ralentizan y congelan, como si estuvieran cautivos en un ámbar, suspendidos en una realidad que es ya la de la mente que orquesta los sueños de lo posible, flotando como reflejos en una realidad que ya sólo llora, como la lluvia que les acompasa en una coreografía de sombras errantes en un espacio en tránsito,  unas escaleras, o en ese limbo de espacio intermedio donde se encuentran, un espacio despojado, indefinido, como un papel en blanco, en el que la imaginación pueda trazar las notas de una música que se convirtió en mero humo. Y en el tránsito permanecerán como condenados, sombras desdibujadas. Por eso, sólo restará contar a la piedra un secreto, el del silencio al que se ha abocado su vida. (Texto perteneciente a El cerco y el infinito. Escenarios del sentimiento en el cine del siglo XXI. Editorial 8mm) 

 

 

viernes, 29 de enero de 2021

Fellini Ocho y medio

                         

Apocalipse now. El atasco, la asfixia creativa, vital. Una figura de espaldas en un atasco. No se encuadra su rostro pero si el de los múltiples rostros a su alrededor en otros coches o autobuses, espectadores de sus forcejeos desesperados, como si hubieran usurpado su rostro, su propia mirada.  Guido (Marcello Mastroianni) se mira en el espejo. Por primera vez se percibe de modo nítido su rostro. En el espejo más preciso que en la realidad. Suena La cabalgata de las Walkirias. Se encoge al son de sus primeros acordes, como si fuera una marioneta a la que aflojaran sus hilos: Burla de sí mismo, de su confusión, de su infructuosa búsqueda de sí mismo. No se encuentra o quizá el reflejo que devuelve el espejo tiene algo de patético, de expresión que se desfigura. Guido es director, Guido es Fellini, uno de sus reflejos, una distorsión, una mueca de cansancio. ¿Otra película sobre la desesperanza?, como alguien señala. Acababa de realizar La dolce vita (1960). ¿Qué se puede plantear después de una obra de ese calibre, una obra summa que parece decir tanto con tal magisterio, elocuencia e ingenio? Quizá solo las interrogantes, las dudas sobre el propio yo. No solo qué más puedo decir, sino quién soy ya para decir nada.

 El cine de Fellini como el de Bergman era un cine de rostros, de reflejos. Pero si el cineasta sueco se concentraba en unos contados rostros, escrutando cada poro de sus entrañas, el cineasta de Rimini traza una orografía de múltiples rostros, encontrando la peculiaridad en la diversidad. Cada rostro en su cine era un universo, quizá paralelo. En esos rostros se desperdigaba, quizá fuga, quizá encuentro, quizá celebración de la realidad como una pista de circo. Pero ¿En dónde quedaba el propio rostro entre tantos otros rostros, dónde la singularidad en la multiplicidad? Federico Fellini colocó un papel en la cámara cuando comenzó el rodaje de Fellini Ocho y medio (Otto e mezzo, 1963): Recuerda, esto es una comedia. La comedia es el despliegue de la exuberancia vital, pero también la sonrisa afilada que desentraña nuestros patéticos reflejos. Su título, simplemente, el hecho de que era su octava y media película. ¿Cómo titulo una película que versa sobre mis dudas sobre qué soy o qué puedo decir? ¿Cómo puedo nombrar la realidad si se me escurre, como yo mismo como si fuera una sucesión de capas definidas por la mentira? No soy nada, soy imposturas. Alguien habla de películas en las que no ocurre nada. Esta es una obra sobre quién soy yo para decir nada. Hay otra secuencia en la que vuelve a escucharse la composición de Wagner, en la fuga imaginativa de Guido con su harén, en el que concurren las mujeres de las diversas etapas de su vida. Cual emperador romano, con el látigo en ristre, se complace en sentir, en el espacio en el que sí controla, su imaginación, su mente, que la realidad puede responder a sus mandamientos,  a su voluntad. Porque la realidad se le cae a trozos, del mismo modo que ya su creatividad es un boquete. ¿Cómo puede con su arte intentar ayudar a la mejora del ser humano ayudando a  enterrar lo que está muerto si él no lo logra con su propia vida, repleta de fugas de agua o gas?

Fellini no quería convertirse en el periodista que encarnaba Mastroianni en La dolce vita; no quiere, como él en la secuencia final en la playa, encoger los hombros, con expresión demacrada, como si la luz ya le dañara, entregado al entumecimiento vital, a la corrupción de una mirada estéril. Se pregunta por qué no puede escuchar a aquella chica, por qué no puede cruzar esa herida de agua que les separa, y dejar de sentirse extraviado. Su vida, la de Guido, la del reflejo que se interroga, no despega. Se supone que debe rodar una película que aún no sabe si incluso quiere rodar. Se ha erigido una construcción que recrea el lugar de lanzamiento de una nave, pero no hay historia, no hay proyecto, no habrá rodaje, se siente seco, figura errante entre diferentes figuras de mujer entre cuyos reflejos se siente perdido, abrasado por sus propias mentiras, las que desenfunda, sin descanso (como un actor atrapado en su personaje), a su esposa, Luisa (Anouk Aimee), con respecto a sus juegos con su amante Carla (Sandra Milo, con la que Fellini mantenía realmente una relación entonces) que tienen algo de inercia, ya que realmente no le hubiera importado si Carla no hubiera llegado en aquel tren (por eso,  ¿por qué hace lo que hace?). Pero también abrasado por ese resplandor idealizado que es la actriz Claudia (Claudia Cardinale), que encarna lo que anhela pero no resuelve en su vida, a lo que aspira pero sabe que está atascado en un callejón que no conduce a ninguna parte. Esa irresolución, ese atasco, que tiene que asumir y confrontar y que clama por un borrón y cuenta nueva.

En uno de los diversos borradores del guion de Ocho y medio Fellini pretendía que se finalizara con el tren, en el que viaja Guido con Luisa, introduciéndose en un túnel. Un final que rezumaba nihilismo, asunción de una impotencia. (¿Otra película con final desesperanzado?). El desenlace elegido opta por una danza en ese decorado de la nave que no despegara como no habrá rodaje. Una danza, al son de los payasos del circo, y del niño que fue.  La cabalgata de las walkirias es realmente la cabalgata de los payasos. Siempre quedará ese escenario, esa ilusión de seguir, al menos, haciendo el payaso, o desentrañando el absurdo de una vida de escenificaciones, de símbolos de pies de barro como Casanova, un modelo de virilidad al que revelará en su condición autómata gimnasta, como en Ocho y medio se expone a sí mismo en la pantalla, para reflejar su confusión, como una marioneta que desconoce la raíz de sus hilos, o que se siente ya atrapado en su enmarañamiento, suspenso, inmovilizado, lanzando interrogantes como sondas en el espacio ignoto, sintiendo en los reflejos en los que se mira que no es sino una pretenciosa impostura.  Tiempo pasado y presente, realidad e imaginación, danzan en una pantalla que se revela como una deriva que es búsqueda e interrogante, un juego de espejos, el temblor de la película en el proyector que desentraña los poros de su desenfoque, el apocalipsis del yo.

domingo, 24 de enero de 2021

Nomadland y Noticias del mundo

Noticias del mundo (2020), de Paul Greengrass podría haberse titulado como la obra de Chloe Zhao, Nomadland (2020), o viceversa. Ambas obras nos hablan del presente, una desde el pasado y otra desde el mismo presente. En ambas obras ambos protagonistas, el capitán Kidd (Tom Hanks) y Fern (Frances McDormand) son viudos. Uno, después de la derrota de su bando en la guerra civil, que finalizó en 1865, no retornó a su hogar, con su esposa, sino que lleva ya cinco años ganándose la vida como figura errante, de pueblo en pueblo, leyendo las noticias del mundo. Noticias que son a la vez historias. Su lectura es también representación, un espectáculo con el que amenizar las vidas de sus oyentes, con el que suministrar sensación de acontecimiento con historias de otros lugares.  Su vida sin raíz está constituida por esquirlas de otras historias. Fern perdió su trabajo en la planta de construcción. Su hogar es una caravana. Como remarca, no es una homeless sino una houseless. No carece de hogar sino de casa. Su vida sin raíz es una vida móvil no por voluntad sino por necesidad, en busca de trabajos temporales. Ambas obras se definen por el espacio árido que recorren o cruzan. Ambas son obras sobre la intemperie vital, sobre vidas desprovistas.  Dos personajes solitarios que añoran la calidez de un vínculo. Fern celebra sola el año nuevo, como si fuera una varita con un fuego luminoso. Recorre el vacío aparcamiento como si desafiara a la inmovilidad, a detención que amenaza tantas vidas que viven en la precariedad, o simplemente el deterioro físico, como Swankie (Charlene Swankie), que al saber que su enfermedad era crónica y tenía los días contados optó, en vez de esperar la muerte en un hospital, por el modo de vida que prefería, esa vida nómada que permitiera admirar lo insólito (como los cientos de golondrinas con sus nidos entre las rocas).

Kidd encuentra un trozo de historia con el que forjar un vínculo, una niña en medio de la nada. Una niña de origen alemana (Helena Zengel) que ha convivido con los kiowas tras que estos mataran a sus padres, inmigrantes en busca de tierras más baratas. La encuentra junto a un trozo de historia, en forma de cadáver, que habla de los desatinos y las heridas abiertas de una nación en formación (y que aún resuena en el presente como un fleco suelto con filo): el conductor que la trasladaba, negro, ha sido colgado de un árbol. La niña es tanto blanca como india, es Johanna y es Cicanda. Él cabalga entre tierras y hogares de otros, lejano el propio, con una esposa que no ve hace años. No debía ser su responsabilidad, pero la ausencia, por tres meses, del responsable de asuntos indios, determina que Kidd opte por ser quien la traslade a donde viven sus tíos. Una relación entre un adulto y una niña o niño, como en la serie The mandalorian (2019-), creada por Jon Favreau, o la próxima película de Clint Eastwood, Cry macho (2021). Personajes sin vínculo de sangre, y con diferentes orígenes, que forjan y afianzan, durante un desplazamiento, un vínculo paterno filial, el reflejo de un país desorientado, fracturado. Las señas de identidad son irrelevantes, y además, en exceso, determinan contiendas, hostilidades meramente sustentadas en que el otro no dispone de las mismas señas de identidad. La conexión sustancial, empática, no sabe de señas de identidad.  

 

En el transcurso de su viaje Kidd y la niña se enfrentan a la falta de escrúpulos y crueldad (los tres confederados que intentan comprar a la niña para su recreo placentero, y al no encontrar respuesta receptiva, intentarán matar a Kidd), el abuso y la imposición (el empresario que exige que Kidd cuente el relato laudatorio de su persona, pero Kidd optará por revelarse con un relato que evidencia las desigualdades económicas y la insumisión a la imposición: las imposiciones se revelan también en el dominio del relato), los accidentes (la rotura de la carreta cuando se precipite en el vacío), la dependencia de la imprevisibilidad de los elementos (la tormenta de arena). Pero también los imprevistos pueden ser positivos, como la aparición, cuando se disipa la tormenta, de los indios kiowa que les facilitan un caballo. Fern conoce a quienes, como ella, son sombras que intentan dotar de luz a su precariedad, sombras que encuentran en el apoyo mutuo, en el suministro de recursos o de ideas para sobrevivir con sus limitaciones materiales. Trabaja en campos de caravanas, en restaurantes o almacenes. Estaciones de paso, como las relaciones provisionales. Tampoco está exenta de sufrir accidentes, en su caso, una avería grave de su caravana para la que necesitará apoyo financiero de otros.


En la anterior obra de Zhao, The rider (2017), un cowboy, por un grave lance en una competición rodeo, se veía imposibilitado de cabalgar de nuevo, a no ser que quisiera perder su vida. También perdía por dos veces a su caballo. En la vida puedes perder, pero incluso los hay que pueden perder mucho (no puedes imaginar que puedes perder tanto, como se decía en aquella notable obra). Como Fern, o como Johanna que también se llama Cicanda. Kidd tomará consciencia de que él mismo había propiciado lo que había perdido, por la distancia que había interpuesto con su esposa, quien, al volver Kidd a su ciudad, se entera que murió por el cólera cinco años atrás. Fern siente que su hogar es el mismo desplazamiento. Siente la conexión, la sensación de residencia, en la naturaleza, cuando se baña en las aguas de un lago. Pero siente que no es su hogar el de David (David Strathairn), el amigo que le propone que se quede en su residencia, como refleja la sucesión de planos de espacios vacíos, o con ella contemplando ese vacío que no siente como su propio hogar, con su figura en primera plano, como una sombra estática. Siente atracción por David, pero la añoranza de su marido fallecido es más poderosa. Su destino es el desplazamiento entre estaciones de paso que son trabajos temporales, entre desiertos que reflejan la desnuda entraña de un país que ha sembrado intemperie con su virulento modelo económico. Visita el hogar que no fue, el que abandonó, el que perdió, lo cruza como un espacio vacío que es,  y sale al exterior, y desaparece, como una figura cuyo hogar es el propio desplazamiento errante y provisional en el que se ha convertido su vida. El capitán kidd encuentra en la chica un hogar ambulante. Ella no es blanca ni india. Su familia no es la que la ata porque no sabe qué hacer con ella, sino que la siente más bien un incordio, sino ese hombre con el que ha sentido una sintonía, y al que asistirá en sus lecturas de noticias que son representaciones o relatos con los que hacer sentir que en la vida puede haber acontecimientos, no solo perdidas. Los relatos nutren con la savia de lo posible.


miércoles, 20 de enero de 2021

El diablo dijo no

                            
¿Es Henry Van Cleve (Don Ameche) un monstruo, como alguien le califica, por una actitud y conducta hedonista que implica recurrente infidelidad marital? El mismo asume que debe ser así cuando fallece, por lo que considera que su destino tras la muerte no es la recompensa celestial sino la penalización del infierno. El diablo (Laird Cregar) que le recibe en la secuencia inicial de la tan salaz como melancólica comedia El diablo dijo no (Heaven can wait, 1943), de Enrnst Lubitsch, adaptación de la obra teatral Birthday, de Leslie Bush-Fekete, por su recurrente colaborador Samson Raphelson, tiene poco de siniestro. Su amplio despacho, de techado alto, tiene un aire acogedor de biblioteca. No transmite opresión ni turbiedad, sino amplitud. Y sus maneras y su estilo es más bien el de un refinado dandy, de pícara mirada e irónico talante. Un diablo de actitud amable y flexible que más bien parece tajante con las mentes condenatorias e inflexibles, como la mujer que tanto cree que no se merece ese destino como cuestiona aceradamente a Henry en cuanto le reconoce. Este diablo tiene algo del propio Lubitsch, quien en sus comedias había puesto en cuestión cualquier presunción en cuestiones del deseo y sentimiento, y zarandeado toda hipocresía y rigidez moral. Por eso, el diablo escucha con atención la historia de este vivaz bon vivant cuya prioridad en su vida fueron los placeres y el amor, y cuyas contradicciones, torpezas o inconsecuencias no dejan de estar también expuestas.  Las figuras ficticias del cielo y el infierno, extremos emblemáticos de la tendencia humana a la compartimentación maximalista, restrictiva y maniquea, no se corresponde con los matices o claroscuros de la complejidad o diversidad del relieve humano.

Fue la primera película de Lubitsch con la Fox después de veinte años de relación con la Paramount, porque habían rechazado dos de sus propuestas,  A self-made Cinderella y Margin for error, que rodaría Otto Preminger, el cual reemplazaría a Lubitsch, cuando sufrió otro infarto, en La zarina, y finalizaría La dama de armiño (1948), por el fallecimiento de Lubitsch al octavo día de rodaje. No fue Don Ameche la primera opción del cineasta, sino Fredrich March o Rex Harrison, pero La Fox impuso a Ameche, de cuya entrega y labor, de todas maneras, quedaría Lubitsch satisfecho. La película rezuma vivacidad epicúrea, pero la melancolía que transpira, en varios pasajes la narración, además de constatar nuestra inscripción en el tiempo, con sus deterioros inexorables, puede estar relacionada, de modo más específico, con el divorcio que vivía Lubitsch durante la realización de la película. Lo que no pudo ser, lo que podría haber sido de otro modo, los sueños que colisionan con los impulsos, la dificultad de mantener un equilibrio que sostenga una relación sin que se convierta en inercia, las torpezas y ofuscaciones que pueden no ser fácilmente reparables, la necesaria asunción, para la fundamentación y el mantenimiento de una relación, de que los propios actos o las propias omisiones afectan a los otros. La irreverencia se conjuga con la ternura en un relato cuyos colores tienen el sabor de la lumbre, el de esos recuerdos que se abrazan cuando ya te envuelve la noche. Su vivacidad, como la de un sueño que transfigura en un relato las coordenadas lúdicas y tiernas de la mirada irónica, contiene una incisiva constatación: No es fácil aprender a amar. En primera lugar, por el lastre de las restricciones o carencias de un entorno sociocultural que no instruye en los percances o avatares del deseo y el sentimiento, como si fueran una incómoda impudicia. Cualquier forma de embriaguez no se ajusta a la plantilla de lo modélico y lo correcto, aun más en los albores de la sociedad industrial que priorizaba al cuerpo como entidad instrumental o funcional pero no como fuente o destinatario de placer recreativo. En 1886, Henry aprende, con catorce años, gracias a la nueva institutriz francesa, que no se embaraza a una mujer con un simple beso, y experimenta las consecuencias de la resaca que sus padres piensan son los síntomas de una grave enfermedad.

En ese entono las relaciones se formalizan, o enquistan, sobre la conveniencia o un comedimiento tan prostético, como refleja la misma madre, perpleja ante las preguntas de su hijo sobre si también sintió que su organismo sufría un seísmo cuando por vio primera vez a su padre como él cuando ha visto a la mujer de quien se enamorado. Los seísmos no tienen cabida en un rígido escenario en el que las conductas y las relaciones parecen programadas (y ajustadas a un molde inflexible). La mujer que ama, Martha (Gene Tierney), parece destinada a ese mismo destino programático, condicionada porque cada uno de sus padres, que cuestionan lo que el otro quiere como norma, han rechazado a todos sus pretendientes, y tuvo que aprovechar una tregua que hicieron para aceptar al primero que dieron el visto bueno, aunque no le amara, para no quedarse solterona y escapar de un lugar como Kansas que siente como confinamiento y restricción.  Tiene tanta hambre de vida que acepta, para liberarse de la jaula, la propuesta del cuadriculado primo de Henry, Albert (Allyn Joslie). Henry hará lo que sea por lograr que ella apueste también por el sentimiento. Resulta significativo que primero comparta su conmoción con su madre (en primer lugar, la fisura en un molde o sistema) y que luego se relate, en flashback, ese encuentro con Martha en un escenario de ficciones, una librería, en donde él ya despliega su desacomplejada picaresca haciéndose pasar por dependiente cuando ella quiere comprar el libro Cómo hacer feliz a su esposo.


Aprender a amar también implica confrontarse con las propias torpezas. Su amor sufrirá también sus vaivenes, consecuencia de un hedonismo que a veces le supera, y le hace perder el sentido de la medida, o de no considerar en la misma proporción que sus deseos los sentimientos de quien dice amar (y que implicará, como consecuencia, que debe esforzarse en recuperar el amor de quien se siente dolida; una persona que ama no es un pozo sin fondo que acepta, y encaja, todos los caprichos de su pareja). Como reflejo o contrapunto irónico, la discusión de los padres de Martha a raíz de la nueva entrega de una viñeta del periódico (el padre espera con impaciencia que ella acabe de leer el periódico y no soporta que le desvele la resolución de la situación comprometida en la que había quedado el personaje en la anterior viñeta). Adultos que son niños grandes: caprichos, despechos y contiendas como dinámicas de rutina. Henry es también un niño grande de 36 años que quiere seguir jugando con la posibilidad de seducir a otras mujeres aunque ame más que a nadie a su esposa.

Por otro lado, más adelante Henry se enfrentará a otra contradicción, ya que actuará con su hijo como lo hizo su padre con él. Su hijo también padece, en su juventud, las mismas veleidades que él, los mismos pasajeros encaprichamientos, que incluso se pueden sentir como un amor absoluto aunque pronto se puede encontrar otro relevo de encaprichamiento. Son tiernas y hasta dolorosamente emotivas las secuencia finales, cuando se realiza, y alcanza su maduración, el amor sereno entre Henry y su esposa, o cuando, ya viudo, cuestionado por su hijo por sus coqueteos con jovencitas, encuentra aquel libro que su esposa quería comprar, sobre cómo hacer feliz a su esposo. Henry no es ningún monstruo. Su actitud vital, epicúrea y hedonista, nada tiene de reprochable. Simplemente, durante el trayecto de su relación tuvo que aprender a hacer feliz a la mujer que amaba, esto es, a no subordinar lo que ella sentía a sus propios impulsos y deseos. Sin duda, ambos fueron los suficientemente flexibles para conseguir que su relación no solo se afianzara sino que creciera con el paso del tiempo. 


lunes, 18 de enero de 2021

Los buenos vecinos (Acantilado), de Clara Pastor

                          

Y el día le pareció de pronto una eternidad llena de pequeñas tareas cumplidas que convivían con un  fondo  azorado de grandes cosas por pensar y resolver que ahora era incapaz de definir. Los excelentes relatos de Los buenos vecinos (Acantilado), de Clara Pastor (1970) son una cautivadora coreografía de la sugerencia. La resonancia de lo que subyace entre las palabras y frases se acompasa a lo indefinido o inexpresado que trama los distintos estados o procesos de relaciones que se radiografían con precisa y aguda luz indirecta, sea un amor no materializado, una relación que se deteriora o una relación que se angosta en las turbiedades de la rutina. En un par de relatos, a través de una carta póstuma o un diálogo en un lecho de muerte anunciada, los personajes revelan como no fueron capaces de expresar lo que sentían cuando deberían o quisieran haberlo hecho. Nos despedimos y ni ese día ni ninguno de todos los que me acompañaste fui capaz de decirte lo que sentía (…) Él lamenta no haber hablado, no haber actuado, no haber sabido ser más que la presencia que la alimentaba. Dejaron pasar las décadas, afianzaron otras relaciones que no dejaban de ser bruñidos reflejos de lo que no fueron capaces de articular con la necesaria decisión, quizá también porque en ocasiones las emociones desbordan y empantanan. Los pensamientos discurrían tras ellos como nubes encadenadas que pasan sin descargar. En el melodrama genuino los amores contrariados, por indeterminación o circunstancias complicadas, han sido una convención o constante que se funda entre el contraste entre la exuberancia de la emoción que anhela ser música y el amordazamiento de lo que no logra liberarse, un forcejeo que traza una catarsis en la sublimación del sueño intacto que no pudo materializarse. En ese instante ambos supieron que ellos eran los amantes de todas las historias de amores contrariados: ellos eran el mundo y el mundo existía sin ellos. La consciencia de la indiferencia de la naturaleza, o el mundo, la insignificancia revelada, se compensa con la plenitud y excepcionalidad de lo que no pudo lograrse. Lo que se soñó no encontró la prueba de la decepción, porque no se hizo tiempo, sino que permaneció en la mácula de la posibilidad. Yo con lo que vivía en mi interior, que nunca acababa de encontrar su materia fuera de mí. Clara Pastor delinea con agudeza la sombra de esos sentimientos, y rastrea las torpezas que impiden que logremos dotar de cuerpo al sentimiento con la relación anhelada, como si en parte temiéramos que con la materialización nos enfrentaríamos tarde o temprano a la decepción. No resulta difícil tampoco articular lo que se siente y piensa cuando las relaciones se quiebran, como fácilmente las emociones pueden enquistarse en unas hostilidades ritualizadas en lo que se podría denominar más que sentimental una relación taxidérmica. Una corriente hostil detrás de las palabras que, una vez dichas, dejaban en el ambiente un aire frío, y entre ellos una indiferencia absoluta por evitar que éste acabara de helarse.

El recurso en buena parte de los relatos del contrapunto de las figuras naturales de los animales (o plantas) evidencia, como una luz amplificada, la falta de naturalidad de las relaciones, cómo se enmarañan en lo que no logran expresar o en lo que no quieren expresar escudándose en omisiones o desvíos convenientes. O con qué facilidad nos atropellamos unos a otros con nuestras inconsecuencias, crueldades, indeterminaciones o retorcimientos. En un par de relatos se alude a los atropellos que sufren los animales. Es que hay tantos animales a los que les pasa, y es injusto. Es porque ellos no conocen a diferencia entre el camino y la carretera, y los coches los pillan por sorpresa. Nosotros sabemos de vías de comunicaciones pero parece que nos cuesta desenvolvernos con la línea recta. O establecemos códigos de circulación que más bien impiden toda fluidez de circulación comunicativa, llámese calidez y empatía, como el contraste entre las caricias de una niña a un gatito recién nacido que desearía adoptar y la aspereza con que la trata su padre, con su mano alzada en gesto de amenaza de bofetada como recurrente señal de tráfico.

 El descubrimiento del cadáver de un perro que unos cazadores dejaron morir (mataron lentamente), colgado cruelmente de un árbol, confronta con la asunción de la pérdida de un hijo. Se ha descorchado el dolor ahí donde estaba guardado y que ella ha vuelto a revivir la pérdida de su hijo recién nacido y la obsesión por repararla. La mente intenta crear un escenario que haga sentir que el dolor no nos inunda, como la protagonista imaginando que un chico con joroba y cara retorcida refleja la estampa del amor, cuando podría más bien contemplarse, desde el reflejo del perro colgado, como el fracaso de sus padres. Una niña pregunta por unos conejos que penden desollados mientras la madre se siente desollada por el desencuentro de su relación afectiva, que cuelga suspensa en la diferencia entre lo que uno tiene y lo que desearía. De nuevo, palabras que ocultan  más que precisan, emociones que se escurren porque no quieren mirar de frente. La piel de otros, cuando una se siente desollada, irrita. Duele. Una niña celebra que el gato de un vecino siempre la espere y la reciba con efusividad mientras la madre desespera porque su amante de nuevo frustra otro reencuentro por la indefinición de lo que siente, que parece desdibujarse en la bruma de lo que quiere. Un gato que reaparece, como energía reparadora, porque los gatos parecen saber cuándo nos sentimos mal, y nos reconfortan. En otro relato, una mujer salva a un gato de los juegos crueles a los que los humanos tienden en su niñez, inconsciencia que se justifica con el sinónimo de la inocencia, y que en la presunta edad adulta se justifica con la suficiencia de nuestra presunta superioridad como especie, aunque no sepamos articular nuestras emociones o tendamos a atropellar, por activa o pasiva, las de otros. Cuando no simplemente cacareamos como un gallo, aunque quizá los gallos protestaran cuando se sentían solos y no que anunciaran la llegada de algo que todos sabían. Nos angostamos en las rutinas y la suficiencia acorazada de las apariencias que ocultan los huecos con los que tramamos nuestras relaciones, con respecto a los cuales Clara Pastor efectúa una sutil coreografía de demolición con los armónicos pasos de baile de su afinada escritura.

 

sábado, 16 de enero de 2021

Una joven prometedora

                         

¿Cuando la propia vivencia diverge de la percepción, interpretación, y por tanto relato, que los demás configuran e instituyen, cómo se denomina a la circunstancia que habitas?¿Realidad? Desde luego, para ellos su relato no es su realidad sino la realidad. Y si su percepción, y concepción, es la preponderante, ¿en qué posición te deja si tu relato no es solo tu realidad sino más bien tu enajenación o auto/engaño?  Se asemeja a una circunstancia suspensa en la que, para la concepción de los otros, no eres como te sientes, ni los hechos han ocurrido cómo has compartido (o son inventados o son meras justificaciones que intentan establecer una versión favorecedora). Su concepción, su filtro, te niega, como si sustrajera tu realidad, y quedaras detenida, cautiva de tu desconcierto, en una no realidad, como una extensión en un espacio intermedio. Por otro lado, ¿Cuando nos percibimos, concebimos, de una determinada manera, lo cual determina el relato que forjamos sobre nosotros mismos y  nuestras decisiones, sean acciones u omisiones, en qué medida, de nuevo, se puede denominar realidad a la circunstancia que habitamos como si nuestra vida fuera una cinta corredera que aporta ilusión de continuidad y certeza como un encuadre definido, en suma, la película que preferimos proyectar sobre nosotros mismos, tanto a los demás como a nosotros mismos?  Si la realidad depende de modo fundamental de la percepción, ¿cómo distinguir los límites entre realidad y escenario en nuestra forma de habitar lo que denominamos existencia? La espléndida y mordaz Una joven prometedora (Promising young woman),  opera prima de la cineasta británica Emerald Fennell, nos sitúa de entrada en una realidad que puede ser un escenario, por cuanto lo que parece puede no ser de modo deliberado. La narración comienza con un personaje suspendido entre el ser y el parecer. Comienza con el trazo de una circunstancia que es fractura vital. Las esquirlas, como el retroceso de la onda expansiva de una explosión, irán componiendo gradual y progresivamente la causa de esa fractura, el disparadero de su vida como una deliberada y a la vez inconsciente (enajenada) representación escénica en la que adopta el papel de figura sancionadora.

Se nos presenta a Cassie (extraordinaria Casey Mulligan), en un bar, como una mujer que parece borracha, objeto de las miradas depredadoras de quienes la consideran pieza fácil, pero que, aparentemente, será ayudada por quien se ofrece a llevarla a casa (aunque luego será la propia, en un desvío de retorcida urdimbre, para aprovecharse de la circunstancia). Pero la simulación, en forma de aviesa manipulación, colisionará con la revelación de otra simulación, en forma de corrosiva sanción. Cassie no estaba en absoluto ebria. La expectativa se torna decepción. La rapiña se torna frustración. Y la circunstancia se torna en otra de las múltiples rayas que rellenan el bloc de notas de Cassie: su propósito: su proyecto, su deriva, una sanción genérica. El por qué no se nombra aún de modo preciso porque se acompasa a la enajenación, fruto de la herida no cerrada, que sufre Cassie, como extensión de quien sufrió el daño en el pasado, su amiga Nina. Como si se hubiera quedado en aquel pretérito, aun no precisado, vive aún con sus padres, pese a ya tener treinta años, como abandonó su propósito de convertirse en médica, para lo que parecía, por sus calificaciones, destinada a ser más que cualificada. Como quien se detiene y se aparta en el arcén optó por un trabajo en menor escala, con menores responsabilidades, camarera en un establecimiento de contornos blanquecinos (como si las manchas que la ahogan no existieran), y por seguir con sus padres, como si el tiempo no hubiera avanzado y el daño no hubiera sido realizado y aún le conectara con la niñez o sentimiento de protección o pasado que aún no había revelado que el tiempo puede ser fractura y perdida.  Su propósito, como si hubiera quedado atrapada en un bucle, su interpretación de un personaje, como si fuera un muñeco sorpresa que sale de la caja que los hombres esperan vaya a reportarles placer sin dificultad  por un estado más vulnerable e indefenso y por lo tanto más receptivo.


Su propósito genérico se tornará propósito más específico cuando sepa que cierto compañero de universidad se va a casar. Su objetivo será encadenar una serie de acciones sancionadoras a aquellos que fueron responsables, por acción u omisión, de la desgracia sufrida por su amiga Nina, quien se suicidó tras sufrir una violación (con múltiples espectadores vitoreadores) que fue reconvertida, por la percepción e interpretación de otros, en una acción que ella permitió, según la que era amiga de Casey, Madisón (Alison Brie), o una acción que ocultar bajo la alfombra por inconveniente, para la decana Walker (Connie Britton), o sin particular transcendencia para los que fueron testigos (que desenfundan la frase justificativa de que eran jóvenes). Lo real quedó neutralizado por las percepciones y relatos consiguientes de los demás. Cassie, por extensión, quedó bloqueada, por la conmoción de advertir cómo lo real era negado, y borrado por las ficciones que unos y otras implantaban, como un detritus que es desalojado por un desague.  La vida y sus ficciones. O la vida difícil de separar de las ficciones con las que se teje.

La misma Cassie vive atrapada en su ficción, en su atasco, porque no ha podido superar aquella decepción. Como si con las sanciones que despliega, de modo genérico o ya de modo específico a los participantes en aquella circunstancia (función escénica), pudiera reparar algo (como si ponerles en situación pudiera conseguir que variaran su enfoque: que una despertara con un hombre en una habitación de hotel sin saber qué ha ocurrido o hecho, o que la otra piense que su hija esté precisamente con los mismos que ella no penalizo cuando ultrajaron a Nina). Quien fue profesora suya, Mrs Fisher, le señala que debería extraerse ese quiste sebáceo emocional y liberarse de ese pasado, para generar un presente real, no un sucedáneo. Cassie cree que lo consigue con la relación que consolida con quien sí se ha convertido en médico, en concreto pediatra, Ryan (Bo Burnham), pero de nuevo le revelará cómo las realidades se edifican con capas que están constituidas por negaciones y justificaciones. Ryan también es alguien que realizó la operación de evacuación mediante el filtro de la indiferencia, como un capítulo pertenece a una etapa de la vida de la que se ha desprendido como una muda de piel.  Pero Cassey no ha logrado desprenderse de aquella piel porque no se diferencia de una herida no cicatrizada, por lo que la nueva decepción vuelve a abrirla. No puede convivir con la indiferencia, con la fácil digestión del daño que se inflige, y la fácil justificación que nos sirve de muleta, como si no fuéramos responsables de nuestros actos y nuestras omisiones. Generamos relatos con los que nos concebimos con la imagen reparadora o recomponedora, como un sistema de anticuerpos que elimina las inconvenientes bacterias. Convivimos fácilmente con el daño que generamos, o lo mutamos con el relato más favorecedor.

Unos neutralizan el pasado con apósitos y algodones de múltiples colores pero Casey vive atascada entre sus heces residuales. Es una  narración que delinea su afinado funambulismo sobre los contrastes, y los matices que suministran las contradicciones de unos y otros. Fennell, en ciertos momentos, juega con el contrapunto de la magistral La noche del cazador (1955), de Charles Laughton, un diálogo que evidencia esa realidad suspensa en la que desenvuelve Casey, que se siente como los niños que eran perseguidos por el psicópata predicador que les perseguía (y a la vez persigue a los que siente, por género, o participación, responsables). Pero nadie se siente psicópata, nadie se siente responsable, como si fueran o hubieran sido pasajeros de unos percances cuyas consecuencias o daños colaterales fueron filtrados convenientemente. Emerald Fennell fue la responsable creativa, reemplazando a Phoebe Waller-Bridge, de la segunda temporada de Killing eve, de la que escribió seis de los ocho guiones,  y Una joven prometedora no difiere en enfoque. Con el planteamiento estilizado de la narración, como si oscilara entre lo real y lo extraño (entre lo desquiciado y lo desajustado, lo excéntrico y lo insólito, lo vivaz y lo mordaz), Fennell nos interroga sobre nuestra forma de convertir nuestra relación con la realidad en un relato conveniente que colinda con la enajenación. Y lo hace de modo que la carne de las emociones sea drenada de modo doloroso con una corrosiva sonrisa sarcástica.