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martes, 20 de octubre de 2009
Una cuestión de honor y el nuevo thriller policíaco
Los difusos límites entre ley y la delincuencia, la corrupción y la vesanía, el delicado frágil equilibrio sobre las tortuosas sombras fruto del contacto permanente con el caos y la violencia. O con la consciencia de que la muerte puede abatirte en cualquier momento. Y cómo, por ello, poder establecer unas relaciones afectivas sin que esa vida en un continúo filo no afecte ni desequilibre tu mente y emociones, y, por ende, a tus relaciones. La colisión o desencuentro entre ley y justicia. El abuso de poder y la integridad ética. Cuestiones, o conflictos, que delinean, y se ponen en cuestión o interrogante, en el cine policíaco, desde la era del cine negro hasta nuestros días, con insignes obras como ‘La casa en sombras (1951), de Nicholas Ray, ‘Los sobornados’ (1953), de Fritz Lang, ‘Sed de mal’ (1958), de Orson Welles o ‘Los nuevos centuriones’ (1972), de Richard Fleischer.
Ahora, quizás casualidad, o, más probable, consecuencia y reflejo tanto de un éxito industrial, el de la esplendida ‘Infiltrados’ (2006), de Martin Scorsese, como de las tensas corrientes de un país en crisis con su propia imagen, corrupta y falaz, ya que poco tiene que ver con la realidad, se han producido una interesante serie de estrenos de este género. Hace un año, la sombríamente hermosa ‘La noche es nuestra’ (2007), de James Gray. Y, después, las sugerentes ‘Dueños de la calle’ (2008), de David Ayer, y ‘Una cuestión de honor’ (2008), de Gavin O’Connor. Su mirada, cuando menos, no es complaciente al explorar el reverso siniestro de la máxima ‘el fin justifica los medios’, y los márgenes emborronados entre la representación de la ley y la lucha contra la delincuencia, en cuanto la primera hace uso de su posición de privilegio para dejarse tentar, o corromperse, por los cantos de sirena de los lujos que posibilita el poder.
Escribía, con respecto a ‘La noche es nuestra’, cómo se hacía manifiesta la alargada sombra de la influencia de los modos estilísticos de los 70, y, en concreto, de ‘El padrino’. Así como de su sombría aspereza, turbia virulencia, y refinado despojamiento formal. Algo de lo que Gray haya había dado fehaciente muestra en ‘Little Odessa’ (1995) y, sobre todo, ‘La otra cara del crimen (2000). La misma ‘Zodiac’ (2007), de David Fincher, es otro preclaro ejemplo de cómo absorber y filtrar de modo fructífero las influencias de aquel cine.
Como en aquellos descarnados thrillers de los 70 los márgenes entre el orden y el caos se difuminaban, como si se careciera de asideros ni modelos que no estuvieran sujetos a contradicciones y contrastes (en una época tambien de lacerante crísis económica). Las brillantes, secas y concisas, ‘Tarde de perros’ (1975) o ‘El príncipe de la ciudad’ (1981), ambas de Sidney Lumet, son elocuente y rotundo ejemplo de inclemente socavación de las grietas en las que estaba sumida una sociedad, y ese Cuerpo, el policial, como representante de la misma, cuyas inconsistencias se mostraban como supuraciones de un sistema sin real guía, o más bien corrompido en sus estamentos de poder.
En los 80 el género sufrió diversas mutaciones, colindando con el cine de acción musculada, la comedia, sobre todo en forma de ‘buddy movie’ ( o pareja de opuestos protagonistas) y hasta con el terror ( o algunas de sus figuras como el psicópata).
Pero, a finales de los 80 y principios de los 90 coincidieron una serie de estimulantes obras, con una obra maestra como ‘Distrito 84: corrupción total (1990), de Sidney Lumet, a la cabeza. ‘Bad liutenant’ (1991), de Abel Ferrara, Hasta el límite’ (1992), la única obra de Lili Fini Zanuck, ‘Tiro mortal’ (1988), de John Frankenheimer, ‘Manhattan sur (1985), de Michael Cimino, o ‘Cop’ (1987) de James B Harris, se configuraban como notables ejemplos de incisivos retratos de representantes de la ley poco ejemplares, presos de contradicciones o debatiéndose con las desabridas sombras de su tarea. Claro que si la eclosión de una serie de afinadas obras alrededor de las figuras gangsteriles, o de las diversas Mafias, derivó en una más asidua frecuencia de producciones en esa línea, no pasó lo mismo con el policíaco.
Al fin y al cabo, los gangsters seguían siendo los ‘otros’, contemplados con cierta solapada fascinación, y en cambio los policías se convierte en referentes del ‘nosotros’. Y el mostrar las fisuras de su imagen implica el cuestionamiento del propio sistema en el que uno está integrado, y del que es supuesta parte. ‘Donnie Brasco’ (1997), la mejor obra de Mike Newell, se revelaba como un afinado cruce entre ambos universos, desestabilizando toda presunción a través de la autocrítica mirada del infiltrado policía interpretado por Johnny Depp. Ese mismo año, también, coincidieron dos notables obras, ‘La noche cae sobre Manhattan’, de Sidney Lumet, y ‘Copland’, de James Mangold. Ambas pueden verse como dos referentes de las variantes en las que se inscriben las obras de O’Connor y Ayer.
Una, entrecruzando el universo de la familia como espacio de conflicto entre posiciones diversas en la aplicación de la ley, emblema de una sociedad, y la otra, explorando dentro del miso Cuerpo policial esos dos frentes, ampliándolo a la consideración del abuso del poder y los privilegios de los que favorecerse. Pero el público no respondía a estas obras. Se podía digerir más fácilmente si venía envuelto con los brillantes oropeles de la evocación de tiempos pretéritos, como en ‘LA Confidencial’ (2007), de Curtis Hanson. O se preferían los inocuos juegos formales y referenciales, puestos de moda por Quentin Tarantino.
No sería hasta el 2001 cuando cierta obra tuvo cierto predicamento entre el público, ‘Día de entrenamiento’, de Antoine Faqua. No ocurrió lo mismo, sin embargo, con otra apreciable obra, ‘Narc’ (2002) de Joe Carnahan. Y hay que recordar que a Eastwood le costó un notable esfuerzo el levantar el proyecto de ‘Mystic river’, algo que consiguió gracias a aceptar reducir su propio salario. Aún así, seguían siendo gotas de agua en el océano de las producciones, en una industria no muy receptiva a un tipo de obra que no consideraban que fuera lo que el mayoritario público demandaba.
Hasta que llegó ‘Infiltrados’.Y quizás alentado por las convulsiones sociales que comenzaban a hacerse manifiestas en su muestra de insatisfacción con el estado de cosas del país, encontró calado su visión de una sociedad de ‘ratas’ (en lo que redundaba su quizá retórico plano final). La extraordinaria ‘No es país para viejos’ (2008), de los Hermanos Coen parecía refrendar esa visión tan perpleja como desesperanzada ante una condición humana tan arbitraria como violenta, a través de la desolada mirada de un representante de la ley, el encarnado por Tommy Lee Jones.
‘Una cuestión de honor’, u ‘Orgullo y gloria’ según su título original, pondrá en evidencia que estos conceptos son tan movedizos como relativos, cuando entra en claro conflicto la ley con el sentido de la justicia. Tanto la institución policial como la de la familia se edifican sobre arbitrios y obcecadas voluntades por preservar antes una imagen, que no se corresponde con lo real, en vez de asumir y enseñar sus cicatrices e infecciones. La familia Tierney reproduce una tradición, la de que sus componentes, sean hijos o cuñados, pertenezcan a la ‘secta uniformada’. Es su identidad, y como cualquier seña colectiva, prioriza el emblema, sin mácula, y oculta las suciedades o purulencias. Esa es la actitud del padre, Francis (Jon Voight). Mantener el orgullo como estandarte aunque sea sobre tierras movedizas, y así alimentar la ilusoriedad de una gloria, ignorando su falacia. O, dicho de otro modo, guardemos la ropa sucia, y aparentemos que todo está en orden (no está lejos de la actitud que se cuestionaba en los planos finales del desfile en ‘Mystic river’).
Lo importante es el desfile, o la gloria, a costa de lo que sea. No deja de ser significativo que buena parte de los principales personajes en lid sean presentados siendo testigos o participantes en un partido de fútbol americano. Como que testigos o espectadores sean el padre, y su hijo Francis Jr (Noah Emmerich), el cuál es oficial superior, de convicciones rectas, las cuáles irán entrando en conflicto con esa actitud del padre de cómo deben ser las cosas, oscilando y debatiéndose a lo largo de la narración entre ambas tendencias (quizá retórico sea que su esposa, voz de la conciencia, padezca cáncer). O que, precisamente, uno de los participantes en el partido sea Jim (Colin Farrell), el cuñado, y foco de conflicto, ya que el hecho que altera la celebración, la muerte de unos policías, destapará las actividades corruptas, o 'juego sucio' de Jim y varios de sus compañeros.
Quien no está presente, de nuevo, significativamente, es el otro hijo, Ray (Edward Norton). Personaje fronterizo, que no posee su lugar, o está entremedias, como el mismo lugar en el que vive, espacio intermedio, en un barco fondeado en el puerto. Está en la periferia, de todo, de su familia, de su tarea, y hasta está separado (brillante ese primer diálogo con su ex esposa en la puerta de la casa de ésta, donde los gestos corporales de acercamiento y retroceso dicen tanto). En su mismo rostro se delata su interior ya escéptico y consciente, con esa cicatriz que lo surca. Acepta encargarse de la investigación, aunque muestre su renuencia, pero lo que no aceptará será ya plegarse a los predicamentos de su padre. Para Ray, el orgullo está en aplicar la justicia, sin miramientos ni componendas.
O’Connor opta por una realización que busque cierta inmediatez, a través del recurso de la cámara en mano, encuadres inestables que buscan reflejar esa inestabilidad general. Quizás carezca del portentoso refinamiento formal de la obra de Gray, y en su parte final la hilazón de las subtramas pueda resultar un poco forzado, pero mantiene un equilibrado rigor, y brilla en determinados momentos, con el trabajo del montaje interno en la colocación de los personajes, como en la secuencia en la que el padre, situado entremedias, discute con ambos hijos. O la crudeza de secuencias como aquella en la que Jim, para conseguir información, amenaza con usar una plancha sobre un bebé. Y sus planos finales, espectrales, severos, son una impecable culminación de un doloroso trayecto, la purga de un falaz ‘orgullo y gloria’ a favor de la justicia.
En ‘Dueños de la calle’ confluyen dos líneas, influencias o referencias, que, en cierto, modo colisionan, atemperando sus aristas, aunque no obste para que el resultado sea vigoroso y estimulante. La primera, es su referente estilístico, ‘Día de entrenamiento’, de la que fue guionista el propio Ayer. De ella retorma su enérgica narrativa y su turbiedad de fondo, aunque aliviada por su pulida naturaleza visual. La segunda, es su referente literario, la obra de James Ellroy, guionista de ‘Dueños de la calle’, y argumentista de otro guión de Ayer, ‘Dark blue’ (2003), de Ron Shelton, la cuál también acusaba, aún más, una narrativa demasiado correcta. Y no hay nada más lejano de la turbia y rasposa, cual ametralladora sintáctica, narrativa del gran Ellroy, que se sumerge sin vaselina en las más descarnadas y sórdidas corrientes vitales.
Pero esto ya era evidente es ‘LA Confidencial’, de impecable narrativa, pero cuya caligrafía refinada moderaba sus siniestras cualidades. No hay que negar el admirable trabajo de adaptación de la novela de Ellroy, condensando tres subtramas en dos, y añadiendo, incluso, ingeniosas variaciones (como la muerte del personaje de Kevin Spacey), pero, aun no carente de ello, había limado la abrupta visceralidad de la obra de Ellroy. Y mejor no mentar la apagada ‘La dalia negra’ (2006), de Brian de Palma, cuyo tramo final supera lo infausto.
Sí, Ludlow (Keanu Reeves) es un personaje con esos característicos claroscuros ellroyianos, turbulentos, en el filo, o línea de sombra, entre la ley y la justicia, individualista, encontrándose entre dos fuerzas, la que encarna el capitán Walker (Forest Whitaker), el cuál aboga por una especie de escuadra clandestina que realice acciones fuera de los márgenes de la legalidad, y el capitán Biggs (Hugh Laurie), oficial de asuntos internos que busca destapar la doblez del arribista Walker.
Ludlow, con otros atributos, es otro personaje fronterizo como el Ray de ‘Una cuestión de honor’. Enfrentado, además, a sus propias inclinaciones y pulsiones, cuando su compañero y amigo es asesinado, y tenga que enfrentarse a los límites de aplicar la justicia.
Ayer deja de lado la sordidez estilística de su anterior obra, ‘Harsh times’ (2006) en la cual reincidía en el esquema de dos personajes policías contrastados de ‘Día de entrenamiento’, quizá más desequilibrada pero de fulgor descarnado más físico que el de la demasiado pulida ‘Dueños de la calle’.
Sí, enérgica y contundente, con un modélico pulso narrativo, pero, si nos centramos en las adaptaciones de obras de Ellroy, carente de esa turbiedad que poseía ‘Cop’. Quizás no haya un cineasta equiparable a Ellroy a la hora de trasladar su convulso y afilado universo. Puede que Fincher lo hubiera logrado, cuando se habló de él como posible director de ‘La dalia negra’. O quizás se necesitara revivir al Peckinpah de ‘Quiero la cabeza de Alfredo Garcia’ (1975), un cineasta como Ellroy que se desprendía de la ‘mielina’ de estilo para sus descarnadas narraciones, líricas, rabiosas y desgarradoras a la vez. No es más que una cuestión de 'tripas', y tanto Ellroy como Peckinpah las hacen narración, y de ahí su carácter de artistas únicos.
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