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domingo, 28 de agosto de 2016

El mundo está loco, loco, loco, loco

¿Qué une 'El quinteto de la muerte' (1955), de Alexander MacKendrick con 'El mundo está loco, loco, loco, loco' (It's a mad, mad, mad, mad world, 1963), de Stanley Kramer?. Ambas cuentan con guión del británico William Rose. Ambas se traman sobre el conflicto y la disputa entre unos personajes por la consecución de un dinero, un dinero sucio, ilegitimo, ya que proviene de la infracción de la ley mediante un robo, así como sobre qué medios son capaces utilizar para conseguirlo, incluso, como en el primer caso, el asesinato por la interferencia de cierta anciana dama. Rose ofreció el argumento a Stanley Kramer. En un principio, la acción transcurría en Escocia. Al interesarle a Kramer, la acción se trasladó a Estados Unidos. Kramer optó por reclutar buena parte de los más reputados cómicos del país, desde los más veteranos, como Milton Berle, a debutantes, como Jonathan Winters, y aquellos a los que no se lo planteó se ofrecían voluntariamente. Mackendrick, como en su previa , y también magnífica, 'El hombre del traje blanco' (1951), optó por tensar el absurdo en el territorio de una tira animada. Kramer conjugó de modo ejemplarmente armónico el slapstick y la screwball comedy, la comedia física y el forcejeo dialéctico entre los personajes, como una relación sentimental en perpetúa tensión (Kramer facilitó a los actores tanto un guión centrado en los diálogos como otro en el que se especificaban las acciones físicas).
Hay una diferencia, eso sí, remarcable. Una disfruta de una merecida reputación, como representante de una de las etapas más fructíferas de la comedia, la que propulsó la productora británica Ealing. Pero la de Kramer no tiene el necesario reconocimiento, aunque en el 2013 se realizara una oportuna restauración, que añadía 36 minutos que fueron cortados por el Estudio sin el consentimiento de Kramer. Aunque por desgracia parte de ese material quedó irremisiblemente dañado, así que como sucedió con la restauración de 'Ha nacido una estrella' (1954), de George Cukor, varias de esas secuencias sólo se han podido recuperar a base de foto fija (como una secuencia entre Tracy y Buster Keaton, cuando el primero llama al segundo para plantearle que ambos abandonen la ciudad en su barco; en otros casos, de imágenes de rodaje). También puede que no haya alcanzado esa reputación dentro del género porque no se le asocia precisamente a Kramer con la comedia sino con obras densas y graves 'con mensaje', caso de su célebre película anterior 'Vencedores o vencidos' (1961), o de previas como 'La hora final' (1959) o 'La herencia del viento' (1960), que se resentían, por otro lado, de un excesivo engolamiento de voz, que determinaba cierto espesor narrativo, pese a contar con un admirable elenco actoral.
En cambio, 'El mundo está loco, loco, loco, loco' se define por un vertiginoso dinamismo narrativo que no cesa ni en las más de tres horas de su versión extendida, y que corresponde al estado de febril posesión de aquellos que recorren cientos de kilómetros en pos de un dinero enterrado por un ladrón, Smiler (Jimmy Durante), tras que este lo comparta con ellos antes de morir. La causa de su muerte se debe a las heridas causadas por el accidente de su coche, cuando se sale de la carretera por su exceso de velocidad en una carretera de pronunciadas curvas en un agreste paisaje rocoso del sur de California. Esa velocidad poseerá a los pasajeros de los cuatro vehículos que se detienen para atenderles. Se convierten en agrestes piedras con el imparable objetivo de conseguir el dinero en un parque de Santa Rosita, en la frontera con México. El trayecto narrativo, una auténtica bala que no admite ni pausas en su frenesí, se sustenta sobre una modélica cohesión dramática entre sus diferentes líneas, correspondientes al trayecto de los diferentes competidores, que no son sólo los cuatro originarios, el dúo que compone el matrimonio Crump, Melville (Sid Caesar) y Monica (Edie Adams), y el de los dos amigos, Dingy (Mickey Rooney) y Benjy (Buddy Hackett), el camionero Pike (Jonathan Winters), y el trío que conforman el matrimonio Finch, Russell (Milton Berle) y Emmeline (Dorothy Provine), y la suegra de él, Mrs Marcus (Ethel Merman). Durante el trayecto se unirá como rival Otto (Phil Silvers), y se integrará el teniente coronel británico Algernon (Terry Thomas), cuya incorporación posibilitará otros fraccionamientos dentro del grupo que conforma ese trío, con lo cual hay un tramo narrativo en el que son seis las diferentes fracciones con sus correspondientes conflictos, sin olvidar la incorporación del hijo de Mrs Marcus, Sylvester (Dick Shawn).
Pero hay una última línea narrativa que ejerce de contraste, no sólo como contrapunto, porque corresponde al seguimiento de la policía de Santa Rosita (entre cuyos componentes hay grandes secundarios como William Demarest o Charles McGraw), sino porque quien lleva el caso, el capitán Culpeper (Spencer Tracy), contrasta con el resto por su reposada, y hasta cansada, forma de expresarse y manifestarse. Más allá de cuestiones de edad (y del estado de salud del actor, razón por la que sólo rodaba cuatro horas sus sietes días de rodaje), es el contrapunto de la decepción. Kramer consideraba la película una fábula sobre la codicia, y lo es de modo muy mordaz, en la forma que refleja el enajenamiento de los competidores, en los que abarca diferentes procedencias y extracciones sociales (un conjunto de cualquieras en todo el amplio espectro), pero también por ese contraste reflejado en el personaje de alguien como Culpeper que, de modo honesto, ha dado su vida a una dedicación laboral que no le ha recompensado como merece, y por añadidura, con unos conflictos familiares, con la hija como núcleo sismico, que desbordan su extenuación y hastío vital, lo que determina, por sentirse defraudado, que decida también unirse a la competición, y aprovecharse de la posición ventajosa de su cargo para quedarse con el botín enterrado bajo cuatro palmeras que conforman una W (What? Where?). Esa melancolía se logra filtrar en el vértigo narrativo gracias a la interpretación de Tracy, y a espléndidos momentos como su mirada de despedida cuando contempla por última vez la comisaría que representa toda una vida antes de dirigirse al lugar donde pretende arrebatar el dinero que desentierren los febriles competidores.
Entre los múltiples trances que narra la película sería difícil destacar uno. Son inspirados hasta los cameos, como los de Jack Benny, cuando se detiene para ofrecer su ayuda y su ofrecimiento es recibido con cajas destempladas por la estridente suegra, o Jerry Lewis, cuando arrolla con su coche el sombrero de fieltro de Culpeper, o Keaton, apropiándose de una escena conjunta con su portentoso dominio de la expresión corporal. En la copia restaurada se recupera una ingeniosa idea para el tránsito del intermedio: en negro se escucha la voz de los policías que relatan por radio la circunstancia de cada uno de los participantes, cuando en el meridiano del relato se encuentran en una desesperada situación crítica: el matrimonio Crump atrapado en el sótano un establecimiento cerrado ven cómo peligra su vida cuando se encienden por accidente unos fuegos articiales; Otto, después de ver guiado su coche por un niño entre intransitables caminos pedregosos acaba hundiéndose en un río; Dingy y Benjy no logran aterrizar el avión no precisamente ayudados por las indicaciones del coronel Wilberforce (Paul Ford); Sylvester en vez de atender la petición de su madre, la cual quiere que, por su cercanía, vaya a coger el dinero antes que nadie, sale en su búsqueda, en dirección contraria, encontrándose con que su hermana y su suegra van en un vehículo con el camionero Pike, y Russell con Algernon en otro, tras pelearse a puñetazos (memorable cuando golpean sus mutuos puños entre sí).
Es fantástica la sucesión de contrariedades que sufre Pike cuando Mrs Marcus le convence para que coja una bicicleta y así conseguir ayuda: primero ve cómo pasan en el vehículo de Algernon sin recogerle; después parece que Otto se detiene para socorrerle, pero tras compartir su propósito relacionado con el dinero, Otto le deja tirado: la culminación será la extraordinaria batalla campal en la gasolinera que concluye con el derrumbe del edificio. Todo el tramo final, la persecución de los competidores tras Culpeper y el desenlace en el que todos saldrán despedido de la descontrolada escalera mecánica de los bomberos (cual esquirlas de una explosión, la retenida durante todo el relato), es sencillamente antológica. Su guinda, el resbalón, por una piel de platano, del personaje más antipático de los concurrentes, Mrs Marcus, en la sala hospital en la que los hombres, incluidos los dos taxistas que también se unieron, cual contagiados por un virus, a la persecución, yacen enyesados. De piedra a yeso. Aunque la intención inicial era aún más mordaz. Se pretendía que participara Groucho Marx interpretando a un doctor, pero exigió más dinero del que estaban dispuesto a pagarle. Su frase, como cierre de la película, iba a ser: 'No crean lo que ven en la pantalla, porque el crimen no suele siempre pagar'. La fabulosa secuencia de los créditos iniciales, cortesía del gran Saul Bass, acompañada con la magnífica banda sonora de Ernest Gold.

sábado, 27 de agosto de 2016

K-Pax

Caídas y pérdidas. Algo se puede caer, algo se puede perder. Pierdes el paso, pierdes a quien te conectaba con la vida como impulso y refugio, a quienes amabas como tu propia vida. Caes en la desesperación, en la decepción. La vida no deja de confrontarte con las caídas y las perdidas. Intentas seguir elevando la mirada hacia arriba, con la ilusión aún encendida, o el impulso de la pregunta que no deja de explorar lo que aún no se sabe. Pero a veces, la mirada se precipita en el vacío, cae incluso en un agujero negro. O, cuando se desvía tanto de los extremos como de la exuberancia de la vida, permanece en la línea recta que no enfoca demasiado ya alrededor ni a sí mismo sino que se deja conducir por los trámites como el tren que se coge a la misma hora, una mirada que ya no se preocupa demasiado de quienes conforman su entorno, como si también fueran piezas de un mobiliario, una rutina diaria cotidiana confortable. Pero irrumpe lo extraño, lo desconcertante, y el paso se cambio para encontrarse con ángulos inusitados, y las respuestas, para variar, se escurren. Y te confrontas con el hecho de que creías saber lo que realmente no sabes, ya que aquella superficie en la que discurría tu existencia era meramente la trama y la pantalla protésicas sobre la que te dejabas arrastrar funcionarialmente en la inercia de los días. Eso es lo que le ocurre en 'K-Pax' (2001), de Ian Softley, al psiaquiatra Powell (Jeff Bridges) cuando trata a Prot (Kevin Spacey), un paciente que se sale completamente lo habitual, al que no logra enfocar como siempre enfocaba al resto en la cuarta o quinta sesión. Más bien le suscita más interrogantes. Ese hombre que dice provenir del planeta K-Pax, le hace plantearse su propia vida, su propia forma de mirar la realidad. De hecho, la primera vez que se cruzan, ambos rostros se funden en un mismo reflejo a través del cristal que les separa. Un cristal a través del que 'parece' que sólo puede ver Powell, porque Prot sólo 'parece' poder ver su propio reflejo, pero realmente 'parece' que le ve, que cruza su mirada con Powell.
Ese hombre, esa incógnita, 'aparece' en un espacio de tránsito, como si fuera parte de un haz de luz. Porta gafas porque la luz de este planeta afecta su vista. En K-Pax no existen las conexiones que pueden establecerse entre los humanos, los lazos afectivos. La vida duele, el espejismo de la desconexión hace sentir inmune al dolor de la pérdida cuando una conexión está rota. Powell descubrirá que Prot es Robert Porter un hombre cuya mujer fue violada, y asesinada, como su hija. Aquel dolor le condujo a sumergirse en las aguas, como hundidas sentía sus entrañas. Y ahora parece uno que es también otro, Prot y Robert Porter, Porque ¿quienes somos?. En el hospital psiquiátrico demuestra una anómala capacidad para conectar con el resto de los pacientes, una cualidad empática excepcional de quien sabe sentir como los otros. Entre quedarse arrasado por la pérdida de la conexión y el afinado temple de quien sabe ponerse en la piel y mirada de los otros, entre el dolor que te arranca las entrañas y la alumbradora capacidad de proporcionar alivio. El arco potencial de sentir de los seres humanos. En el primero nos podemos perder, desamparados, en el segundo se refleja el don que menos cultivamos porque tendemos a quedarnos en el tibio espacio intermedio del ensimismamiento y el entumecimiento por los resortes emocionales y las rutinas, los reducidos patrones de conducta emocional en los que nos restringimos: “.Voy a decirte una cosa Marc. Los humanos… la mayoría suscribís la política del ojo por ojo, una vida por otra, que en todo el universo se considera una estupidez (…) te aseguro que cuesta imaginar como habéis llegado tan lejos.
'K-Pax' se desplaza en dos direcciones, desciende a la raíz, y se eleva hacia las alturas de los territorios desconocidos que no dejan de plantear preguntas. En un momento dado, Prot/Robert Porter le dice a Powell, yo aceptaré que pueda ser Robert Porter si tú eres capaz de aceptar que puedo ser Prot. La inmersiva narrativa, propulsada por la excelsa banda sonora de Edwasd Shearmur, alienta la calidez así como la interrogante desde la mirada sabía de Kevin Spacey, la mirada que abre brechas en las alturas que suscitan interrogantes que no encontrarán fáciles respuestas. Precisamente, en la secuencia precia a su conversación con los científicos en el Planetario, cuando les demuestra conocimientos astronómicos que no puede tener un ser humano, observa el entorno de la calle, mientras es conducido en un coche. A alguien se le cae frutas, una niña pierde un globo, con un rostro de alienigena, que asciende hacia las alturas. En estas se encuentra la mirada sonriente que se esboza en la secuencia final en el semblante catatónico de Robert Porter, en el que quizá habitó por unos instantes lo insólito, alguien llamado Prot que provenía de otra galaxía. Quizás. Pero en ese quizá alienta la siembra de interrogantes que despierta la mirada que enfocará con más atención y empatía su entorno, como Powell, quien tras los títulos de crédito, contempla desde su jardín el firmamento. Su mirada ha asimilado que aún hay mucho que no sabe. Y la asunción de esa ignorancia es radiante impulso de acción. Edward Shearmur, quien también había compuesto una banda sonora excelente para la obra previa de Ian Softley, la notable 'Las alas de la paloma', compuso para 'K-Pax, una extraordinaria banda sonora que considero entre las más bellas que ha dado este siglo.

viernes, 26 de agosto de 2016

Humphrey Bogart y el surtido de caramelos

Para qué amargar y amargarse, mejor regalar una oportuna dosis de dulzura (que bien puede ser todo un surtido)

jueves, 25 de agosto de 2016

Los 12 mejores personajes de Sean Connery

Sean Connery nació hoy hace 86 años en Edimburgo. Este amante del golf o del futbol, que estuvo a punto de ser fichado por el Manchester United, y que no ceja en abogar por la independencia de su país, Escocia, se retiró del cine en el 2003 tras encarnar en 'La liga de los hombres extraordinarios' a Allan Quatermain, un personaje que condensaba y rubricaba su status de hombre de acción con la sabiduría de quien pertenece a tiempos ya no pasados sino míticos. Connery consiguió en 1957 sus primeros papeles acreditados en el cine, y en poco tiempo ya interpretaba a personajes principales, como en 'Brumas de inquietud' (1958), de Terence Young, junto a Lana Turner, a cuyo marido entonces, el gangster Johnny Stompanato, sacudió bien cuando, a causa de sus celos, este le amenazó. Entre sus primeras producciones, antes de convertirse en el célebre James Bond, destaca la excelente 'Ruta infernal' (1957), de Cy Enfield, en la que Connery es uno de los camioneros que compiten para ver quién realiza más viajes cada día, lo que implica conducir a toda pastilla por estrechas carreteras, y la práctica de tácticas un tanto sucias para eliminar competencia.
Gracias al éxito del agente 007, que encarnó en siete ocasiones, de 1962 a 1983, Connery demostró una capacidad de riesgo y el ímpetu de probarse y apostar por proyectos incómodos y ásperos, como algunas de sus colaboraciones con Sidney Lumet (La colina o La ofensa, su película e interpretación propia predilecta) o Ritt (Odio en las entrañas), pese a que no encontraran el refrendo del público. En cambio, su última, y exitosa, etapa, la que se inicia a finales de los ochenta con el éxito de En el nombre de la rosa y su Oscar al mejor actor secundario por Los intocables, se define por títulos menos arriesgados y sí más convencionales. Incluso, resulta difícil rescatar muchas de esas producciones de la mediocridad. Como homenaje destacamos doce de sus mejores papeles.
James Bond/'Agente 007 contra el Dr No' El salto a la fama fue de rebote, gracias, como en tantas otras ocasiones, a los azares, es decir, por aprovechar las negativas de quienes después se arrepienten de sus decisiones. Los productores Albert Broccoli y Albert Saltzman ofrecieron interpretar James Bond a Cary Grant, pero este no quería comprometerse a interpretar más de una vez al personaje. Richard Johnson, que declaró ser la primera opción del director, Terence Young, lo rechazó porque tenía contrato con la MGM. Patrick McGoohan, que acababa de encarnar a un espía en la serie 'Danger man', luego célebre por la serie 'El prisionero', lo desestimó por cuestiones morales. Realizaron un concurso para encontrar a James Bond y entre los seis finalistas fue ganador el modelo Peter Anthony, pero no disponía de las suficientes capacidades interpretativas. Connery se presentó desaliñado a la entrevista con Broccoli y Saltzman, pero lo compensó cuando adoptó una actitud de macho despreocupado. Tras ser elegido y contratado para cinco películas, Young le introdujo en los ambientes de lujo y modeló al actor, refinando su modo de caminar, hablar e incluso comer, para crear el tipo agudo, sofisticado y sobre todo indiferente que era Bond. El autor, Ian Fleming, quien consideraba que no se ajustaba a su idea del personaje, quedó tan admirado tras verle en pantalla que reajustó las características de Bond en las siguientes obras que escribió. Dado que su carrera no levantaba cabeza desde que dejó de interpretar a Bond en 'Diamantes para la eternidad' (1971), se desdijo de sus declaraciones de no volver a interpretarlo, y lo encarnó de nuevo, por séptima y última vez, en un título declarativo 'Nunca digas jamás', que se reveló la mejor de las que interpretó en la saga, en particular por su mordaz ironía (aunque la favorita para Connery, y muchos otros, sea Desde Rusia con amor). Durante su instrucción de artes marciales, enfadó a su instructor, quien le rompió una muñeca, aunque él durante años no asociaría el dolor a una rotura. Su instructor era Steven Seagal.
Mark Rutland. 'Marnie, la ladrona' Aunque no encajaba con la caracterización de 'aristócrata americano' con la que había concebido al personaje, Hitchcock quedó impresionado con el poderoso carisma sexual de Connery en las imágenes que le permitieron ver de 'Agente 007 contra el Dr. No', que aún no se había estrenado. Esa arrolladora e imponente sexualidad viril contrastaba de modo magnífico con la reticente resistencia del personaje femenino, como el tronco del árbol que rompe el ventanal en la secuencia de la tormenta, cuando protegiéndola, con un abrazo, la besa por primera vez (en un primerísimo plano, como la distancia que se ataja de modo abrupto). Al fin y al cabo, hay dos ladrones en la magistral 'Marnie, la ladrona' (Marnie, 1964). Pero ese otro 'cristal' tras el que se protege Marnie tardará en quebrarse, es su opuesto, la tensa y rígida costura de toda posible liberación de impulsos. O más bien, su traslación a un desvío, el impulso de sustraer. Por lo que, tras ese beso que abre brecha fugazmente en sus defensas, no dudará en recomponer su 'caja fuerte emocional' y realizar el robo en la caja fuerte del despacho de Rutland. Para no dejarse robar mediante el deseo, roba dinero. Porque para conseguir que haya continuidad con ese beso, Rutland (Sean Connery) deberá realizar un persistente asedio que a la vez es ansia de comprensión, en el que combina chantaje persuasivo y entrega protectora. Sin duda, Rutland se define por la paradoja. En un momento dado, Marnie (Tippi Hedren) le dice que si es cierto que ella tiene conflictos emocionales que resolver, él también necesita asistencia psicológica dada su insistencia con una mujer que le niega cualquier receptividad sexual, como si el rayo colisionara con un tempano. A lo cual él no reacciona con susceptibilidad, sino con un encogimiento de hombros acompasado a una sonrisa que asume la paradoja de sus actos, y hasta su contradicción.
Joe Roberts. 'La colina' La fama que le proporcionó el personaje de James Bond facilitaba a Connery la posibilidad de involucrarse en proyectos más arriesgados comercialmente, pero más satisfactorios creativamente. Por ejemplo, sin su implicación hubiera sido complicado realizar el extraordinario y descarnado drama carcelario, en ambiente militar, 'La colina' (1965), de Sidney Lumet, la primera colaboración de cinco ('Supergolpe en Manhattan', película de atracos interesante sobre todo por su juego estructural, 'La ofensa', Asesinato en el Orient Express, la más sugerentemente siniestra adaptación de una obra de Agatha Christie y la notable 'Negocios de familia', de nuevo atracos esta vez combinados con conflictos generacionales, con hijo y nieto, encarnado por Dustin Hoffman y Matthew Broderick'La ofensa', 'Asesinato en el Orient Express' y 'Negocios de familia') con uno de los cineastas que más admiraba entre aquellos con los que trabajó.‘La colina’ es una de las más destacables obras dentro del subgénero carcelario, y a una de las más feroces disecciones de los sinsentidos del estamento militar, ya que la acción tiene lugar en un campo de concentración militar británico en Libia durante la segunda guerra mundial. La colina en cuestión, utilizada como correctivo y castigo cuando ordenan a los soldados subirla y bajarla repetidas veces, es como la piedra de Sísifo a la que se enfrentan con la rígida e inflexible condición del estamento militar, esa que no admite las réplicas ni los cuestionamientos, sino la aceptación de las ordenes, aunque se consideren inconsistentes, o aunque incluso vayan a conducir inevitablemente a la muerte a los soldados (subordinados), como no acepta el sargento mayor Roberts (Sean Connery), quien llega a golpear incluso a su superior por negarse a dar la orden requerida, a cumplir su ‘papel’, su función en la jerarquía. Por eso, ya degradado de su rango, es uno de los cinco hombres que llegan a este campo de concentración (los otros por desertar, robar, comerciar o meterse en broncas). Roberts se convertirá en la bestia negra porque es aquel que ha ‘blasfemado’ contra el orden establecido, que se ha atrevido a enfrentarse, de modo ‘directo’ a sus superiores lo, que implica ‘negación’ de un orden.
Jack Kehoe. 'Odio en las entrañas' En 'Odio en las entrañas' (1970), de Martin Ritt, Connery proporcionó una de sus más poderosas y complejas interpretaciones, pero a la vez demostró que, fuera de las producciones de James Bond, era veneno para la taquilla. Fue un fracaso comercial que determinó que Connery no recuperara de nuevo hasta mediados de los ochenta la condición de superestrella, pese algún efímero fulgor como 'El hombre que no quería reinar' (1975), de John Huston, junto a su gran amigo desde 1954, Michael Caine. A su compañero de reparto, Richard Harris, con el que comenzaría un gran amistad, no le fueron mejor las cosas y su estrella declinó gradualmente, hasta que recuperaría el prestigio, ya más bien como secundario, en los noventa. A través de las luchas de los mineros por sus derechos, se exploran magníficamente las figuras de héroe y el traidor, cuando forcejean en el mismo corazón. Pero el segundo no cree que sea posible que el primero logre sus propósitos, porque la decencia no es algo al alcance de los pobres. La decencia sólo se consigue pagándose. James (Richard Harris) está cansado de mirar desde abajo, sufrir la carencias de la precariedad, de no ser nada. Por eso, acepta el intentar infiltrarse entre los Molly Maguires, un grupo de mineros de ascendencia irlandesa de Pensilvania que hace uso de la violencia para luchar contra las injusticias de un sistema que les oprime, sumiéndolos en el silencio resignado del embrutecimiento. Pero James no podrá evitar el sentir simpatía por el último bastión de la integridad, encarnado en Kehoe (Sean Connery), un hombre al que aún hierve la sangre ante la opresión, o enamorarse de Mary (Samantha Eggar), quien aún cree en los actos justos. James se enfrentará al dilema de ser héroe o traidor, aún creer en la necesidad de un gesto disidente aunque la derrota esté anunciada o acomodarse a la pragmática de la supervivencia. La indiferencia de integridad firme e irreductible que transmite Connery será la respuesta que reciba.
Sargento detective Johnson. 'La ofensa' Probablemente, la interpretación más sobrecogedora de Sean Connery. Otro proyecto que pudo realizar porque entre las clausulas del contrato para interpretar a James Bond en 'Diamantes para la eternidad' (1971), constaba que podría interpretar dos producciones a elegir que no costaran más de dos millones de dolares. Con la segunda, una nueva adaptación de 'Macbeth', pretendía estrenarse como director, pero el fracaso en taquilla de 'La ofensa' (1972), de Sidney Lumet, y que Polanski se le adelantara con su descafeinada versión, imposibilitó esa opción. 'La ofensa' tardó más de siete años en conseguir algún beneficio, fue estrenada en pocos países ( en Francia lo hizo en el 2007), y en Norteamerica no se editó en DVD hasta el 2010. Este es el desafortunado trayecto comercial de una de las más sobresalientes obras que dio la década de los 70 (y añadiría que de la historia del cine). Y una de las más turbias y descarnadas, desoladoras y siniestras, que ha dado el thriller ( o neo noir). Es un trayecto directo a los abismos, ese umbral que cruzó el cine de Bergman en aquellos años precedentes. Su atmósfera de malestar, incómoda y hasta obscena, es tan intensa como la que el cineasta sueco desplegó en obras como 'La hora del lobo' o 'La verguenza' por ejemplo. Su sordidez (también moral), casi terminal, es tan palpable como en 'Frenesí' (1972), de Alfred Hitchcock. La caída en el extravío y la indefensión desesperada, de un representante de la ley, es tan contundente como en 'Yo vigilo el camino' (1970), de John Frankenheimer. Connery no puede interpretar a un personaje más opuesto al de su célebre James Bond. Johnson es un inspector de policía, un hombre crispado, susceptible, que llega a su límite de resistencia, tras veinte años de dedicación a la labor policial, saturado de contemplar dolor, muerte y desolación, o como él dice, su trabajo se ha convertido en un bucle (que es cautiverio) de 'silencio, vacío y cuerpos muertos'. Sus últimas palabras son un 'Dios mío', consciente de a donde le ha conducido su trastorno, que pueden equipararse al ¡Horror! de Kurtz en las obras de Conrad y Coppola
Daniel Dravot. 'El hombre que pudo reinar' Es el papel favorito de Connery entre los que encarnó en su filmografía, y una de sus interpretaciones más recordadas, que incluso se convirtió en icónica. Es una película muy admirada que adquirió el rango de obra de culto como modelo de vitalista película de aventuras, aunque realmente se sostiene gracias al carisma y talento interpretativo de Connery y Michael Caine, y a un sugerente material dramático, porque la película adolece del habitual desvaído dinamismo narrativo que lastra buena parte de la filmografía de John Huston. Este quería realizar este proyecto desde los cincuenta, con Humphrey Bogart y Clark Gable, y después con Burt Lancaster y Kirk Douglas, y más tarde, Robert Redford y Paul Newman, quien parece que fue quien sugirió a Connery y Michael Caine. Connery ya mostraba la prominente calva que había disimulado durante una década, ya que coronaba su cabeza desde los 21 años. No deja de ser interesante el trayecto de este personaje, militar pícaro que decide, junto a su amigo, el compañero de armas, picaresca y aventuras que encarna Michael Caine, convertirse en el rey de su particular mundo. Hasta entonces han sido como dos piedras rodantes de aquí para allá. No hay nada relevante en sus vidas sino el hecho de la multiplicidad de lugares que han conocido. Pero no son nada ni han hecho nada significativo ni serán recordados. Y en ese territorio apartado, más allá de Afganistán, el personaje de Connery adquirirá el rango de dios cuando crean que es inmortal porque creen que las flechas no le afectan. Y la sensación de parecer un dios para los demás enajenará su percepción. De no ser nada a sentirse todo hay un abismo que puede conducir a la arrogancia. Aspectos que exploró con más agudeza Peter Weir en alguna de sus obras, como es netamente superior el sentido físico y dinámico de la aventura en su extraordinaria 'Camino de libertad'.
Robin Hood. Robin y Marian En principio, los productores habían pensado en Albert Finney para interpretar a Robin Hood y a Connery como Little John, que acabaría siendo interpretado por Nicol Williamson. Esta melancólica obra, quizá la más apreciable de Richard Lester, se beneficia sobremanera de la labor de sus actores. De Connery, que creó al más recordable, y entrañable, Robin Hood que ha dado el cine, con sus achaques de cuarentón, su cómplice y entrañable amistad con Little John, y su amor duradero, pese a la larga separación, hacia Lady Marian; de Audrey Hepburn, que no actuaba desde hacía nueve años (se dice que aceptó retornar por la insistencia de sus hijos a quienes hacía particular ilusión que su madre trabajara con 'James Bond'); de Robert Shaw como el Sherif de Nothingham, a quien Connery ya se enfrentó, en la célebre pelea en el compartimento del tren, en 'James Bond contra Goldfinger', o Richard Harris, que realiza una breve intervención en los primeros pasajes como un mezquino rey Arturo, como favor a su amigo Connery. Sin olvidar algunos de los más ilustres secundarios del cine británico de las últimas décadas, Ian Holm o Denholm Elliot. Sin duda, los pasajes más hermosos de esta producción rodada en Zamora corresponden a las secuencias que comparten Connery y Hepburn, que reflejan una modélica química actoral, desde los pasajes iniciales, cuando después de veinte años sin verse Robin la reencuentra como monja, y no precisamente con los brazos abiertos, que retrotraen a la screwball comedy, hasta la conmovedora belleza de la secuencia de su muerte compartida, con la flecha que Robin lanza hacia el cielo antes de morir para que sean enterrados donde caiga.
Edward Pierce. El primer gran asalto al tren Michael Crichton quiso realizar una película de época con impecable diseño artístico para convertirla en una especie de French Connecction en el siglo XIX. Y ciertamente, no desmerece como dinámico engranaje narrativo con respecto a la obra de Friedkin. O de sus propias obras previas, las también notables y estimulantes 'Almas de metal' (1973) y 'Coma' (1978). Su cine es ante todo un cine de acciones, de presencias y escenarios, más que de complejas caracterizaciones y densos trayectos dramáticos. Crichton opta, en 'El primer gran asalto al tren', a diferencia también del enfoque de su propia novela adaptada, por transitar la comedia farsesca. Enfoque que se adopta a la personalidad de su protagonista, Edward Pierce (Sean Connery). Con sonrisa ambigua, declarará a la mujer que le ama, Miriam (Lesley Anne Down), que no le gusta decir la verdad. No queda claro, por ejemplo, si estuvo en Francia o Estados Unidos. Es una mirada e identidad escurridiza. Es un hombre de holgada posición económica, que frecuenta los clubs de la clase dominante, aquellos en los que abiertamente se desprecia cualquier actitud que cuestione el Orden establecido (como que las mujeres pretendan también derecho a votar). Pierce es alguien que ante todo siente el estimulo de conseguir más dinero. No hay necesidad de subvertir nada ni de compensar precariedades. En el hecho de que quiera sustraer el dinero en oro que se traslada en tren con destino a Crimea, donde Inglaterra combate contra Francia sólo tiene un mero objetivo crematístico. Ningún afán de rebelión hacia las instituciones establecidas. El mismo Connery rodó las escenas en las que se desplaza por encima del tren, sin recurrir a dobles, lo que no fue precisamente del agrado de su esposa. Y menos cuando supo que la velocidad supuesta, que el conductor del tren calculaba por los postes telegráficos, era menor de la real, algo que intuía el propio Connery cuando estuvo a punto de caerse del tren al saltar de un vagón a otro.
Sherif O'Niel. 'Atmósfera cero' 'Atmósfera cero' (1981), la mejor obra de Peter Hyams, es un western espacial. Una versión, más lograda, de 'Solo ante el peligro' (1952), de Fred Zinneman. Connery logró imprimir con rotundidad la firmeza del personaje íntegro que se enfrenta a la corrupción de la empresa minera en la Estación espacial, la cual recurrirá a unos asesinos a sueldo para eliminar al incordiante sheriff. Con Hyams, Connery volvería a trabajar en la menos estimulante 'Más fuerte que el odio' (1988), que explotaba el éxito en la década de los ochenta de las buddy movies, los thrillers con pareja protagonista contrastada (Límite: 48 horas o 'Arma letal') y que sería la ecuación también de la posterior, y discreta, 'Sol naciente' (1993), de Philip Kauffman, de la que fue protagonista, con peluquín incluido, junto a Wesley Snipes. En 'Atmósfera cero' es eficaz el detalle de que O'Neil sea abandonado en las primeras secuencias por su esposa e hijo, porque la esposa está cansada de ese modo de vida, y su hijo, de siete años, nunca ha visto la tierra. Sitúa a O'Neill en una circunstancia más vulnerable, desasistida que, paradójicamente, le fortalecerá para enfrentarse a su condición, hasta entonces, de autómata sumiso y cumplidor de su papel, para enfrentarse a un sistema sostenido sobre la corrupción y la manipulación, sobre la explotación de sus subordinados peones. Y todo ello con una narrativa tan agil como sintética, con un proverbial dominio del espacio en las secuencias finales del enfrentamiento de O'Neil con los sicarios del poder.
Patrick Hale. 'Objetivo mortal' 'Objetivo mortal' (1982), de Richard Brooks. En esta sátira que arroja ácido hacia todos los frentes, la mirada es la de un periodista, Hale (Sean Connery). En las secuencias iniciales se puede apreciar un antecedente de la reciente 'Nightcrawler' (2014), de Dan Gilroy. Unas escenas de violencia que parecen reales, pero Hale desvelará lo que son, escenificaciones. Nos sitúa ante esa atracción por las imágenes violentas que siente el ciudadano común, y a la violencia latente, que tantas veces se queda en deseo reprimido. Posteriormente, se amplificará a las tensiones geopolíticas, de lo individual a lo colectivo. Hale surca el desierto en un velero mientras suena la música de 'Lawrence de Arabia' (1962), de David Lean. Es una mirada entre dos mundos, entre la mirada integrada y la mirada exploradora (aunque, irónicamente, quien se parece más a Lawrence es el traficante de armas, Unger, Hardy Kruger). Hale puede parecer cínico por su consciencia del impacto de las imágenes para la consecución de una mayor audiencia, pero más bien es escéptico, porque no ceja en su propósito de desentrañar la verdad, o lo real, sobre las estratagemas y manipulaciones de gobierno estadounidense con respecto al conflicto petrolífero con Oriente medio (incluída, bombas en rascacielos del propio país para achacárselas a terroristas). Una mirada que no se deja sugestionar fácilmente por la manipulación de las apariencias, como el aparente suicidio de un mandatario arabe, porque él sabe mucho de manipulación. También el presidente y su gabinete no deja de preguntarse por el incremento o disminución de su 'audiencia', del mayor o menor apoyo de los ciudadanos. El ojo de Hale es un ojo que desentraña, y por lo tanto inconveniente, pero es también un ojo que puede resultar útil. El ojo que batalla en el fragor de otras batallas. Y eso es la película, aunque ni siquiera su planteamiento corrosivo sirviera para que fuera apreciado en el momento de su estreno, incluso fue calificada de desmañada, y se convirtió en un gran fracaso comercial. Quizá es de esas obras a las que la perspectiva del tiempo ayuda a apreciar su visionaria agudeza.
William of Baskerville. 'El nombre de la rosa' Connery se recuperó del declive de su carrera, sobre todo en el último lustro, gracias a su celebrada interpretación de William of Baskerville en 'El nombre de la rosa' (1986), de Jean Jacques Annaud, que le proporcionó el premio al mejor actor en la Academia británica. Muchos actores fueron considerados antes que Connery para interpretar a William de Baskerville, caso de Robert De Niro, que quería un duelo de espadas, Jack Nicholson, Max Von Sydow, Michael Caine, Richard Harris, Albert Finney, Marlon Brando, Paul Newman, Vittorio Gassman, Ian McKellen o Yves Montand, entre otros. La consideración como estrella, o como reclamo comercial, de Connery estaba tan deteriorada que los productores mostraron su reticencia inicial a financiar el proyecto. Incluso, Columbia decidió no apoyar financieramente la película cuando fue elegido. El mismo Umberto Eco no compartía la decisión (porque arrastraba, por Bond, el peso del icono de hombre de acción). En el nombre del personaje, William de Baskerville, se condensa el cruce del personaje entre Sherlock Holmes, y sus cualidades deductivas enfrentado a los misteriosos crímenes en la abadía, y el franciscano y filósofo escolástico medieval William de Ockham, quien consideraba la ciencia como materia de descubrimiento y mostraba aprecio por el método de la lógica como instrumento crítico (El principio de La navaja de Ockham: En igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable), aunque considerara, a la vez, la fe o la figura de Dios, como necesidad ontológica. Eso convierte al personaje en una figura flexible, frente a las actitudes inquisitoriales o rígidas (el trasfondo en los crímenes es la no aceptación de la risa, porque se asocia a la irreverencia y la desacralización). La irregular película, que apuesta más por la vertiente detectivesca, dejando de lado cuestiones políticas o religiosas abordadas en al novela de Eco, se beneficia de la atmósfera tenebrosa y de la carismática presencia de Connery.
Doctor Campbell. Los últimos días del Eden Tras el Oscar al mejor actor secundario conseguido por su interpretación en la indigesta 'Los intocables' (1987), afianzaría una imagen que le entronizaría, de nuevo, entre las grandes estrellas del cine, la del veterano atractivo, entrado en canas, que ya bordea la sesentena, que destila tanto autoridad, sobre todo en cuanto conocimiento y sabiduría, como se define por la peculiaridad o disonancia frente al resto o entorno. Posición de prestigio que no abandonaría hasta que se retiró en el 2003. Entre las producciones que protagonizó en este periodo, en el que fueron ya muy puntuales los fracasos de taquilla ('Un buen hombre en África' o, especialmente, 'Los vengadores', en la que era el villano), y más frecuentes los éxitos, como las poco sugerentes 'Indiana Jones y la última cruzada', 'La roca' o 'La trampa', destacan sus dos interpretaciones para John McTiernan, como el capitán de submarino ruso, cuyo postizo capilar costó 20.000 dolares, en 'La caza del Octubre rojo' (1990) y, particularmente, el excéntrico biólogo asentado en la selva amazónica de 'Los último días del Edén' (1992). Esta estimulante obra se trama, por un lado, sobre una incógnita, cuál es el componente, relacionado con una flor, que posibilita la curación del cáncer. Y, por otro, sobre el forcejeo y evolución de una relación, la de dos, de entrada, aparentes opuestos, el doctor Campbell (Connery) y la recién llegada, la doctora Crane (Lorraine Bracco), a la vez ayudante y supervisora que acreditará si las investigaciones de Crane merecen la continuidad de un apoyo. Una es el cuerpo extraño en el entorno, la selva del Amazonas, el otro, el cuerpo integrado. Una parece que es la figura menos flexible, o más cuadriculada, y él la encarnación de heterodoxia, pero se irá revelando en su persistente pulso que hay más convergencias de lo que parece entre ambos caracteres. Campbell arrastra sentimientos de culpa de un pasado que no ha logrado superar, y que incluso determinó la ruptura con su pareja, porque no permitió que la perdonara, lo que también refleja por qué sus reticencias iniciales a que su ayudante sea una mujer, y por qué la hosquedad de ciertos arrebatos: le enfrenta a sus errores y a su inflexiblidad. Por otro lado, Crane revelará que las apariencias pueden ser engañosas, y también cómo la influencia de un entorno nuevo y actitudes diferentes, disonantes, pueden liberar lo durmiente, lo que necesitaba del contraste adecuado para propulsarse. Son excelentes todas las secuencias relacionadas con el estado de embriaguez de Crane tras tomar unas sustancias psicotrópicas. La extraordinaria secuencia en la que ascienden con cuerdas y arneses condensa hasta al copa de los árboles condensa esa apertura de miras, y encuentra correspondencia en la que, en estado de embriaguez, Crane cae por una ladera hasta quedar sostenida por un tronco sobre el vacío, del que es rescatada, de nuevo haciendo uso de correas y arneses, por Campbell, descendiendo ambos hasta zambullirse en las aguas. Uno y otro se rescatan, uno se libera del pasado que le abrasaba aún, y la otra libera un presente para posibilitar un futuro imprevisto en un entorno nuevo.

martes, 23 de agosto de 2016

Los últimos días del Eden

La bestia puede tener distintos rostros, puede ser reflejo o impedimento, prueba de superación o recordatorio de la permanente siniestra sombra de nuestra condición primitiva, el colmillo y la garra que desgarra aunque la máscara se sofistique con la evolución de los accesorios de la civilización. En el cine de John McTiernan se manifiesta en esa diversidad de variantes, y precisamente en sus más notables obras, desde su estimulante opera prima, 'Nómadas' (1986), con una visión del fantástico cercana a la de Peter Weir en la magistral 'La última ola' (1977), y en la que lo primitivo se conjuga con lo sobrenatural, como en su siguiente película 'Depredador' (1987), aunque lo sobrenatural sea más bien de procedencia extraterrestre. En este caso, como en su última obra, 'Basic' (2002), desentraña a través de las figuras militares la turbiedad de nuestros instintos básicos que se manifiestan de modo quintaesenciado en la legitimación de los instintos violentos mediante su conversión en uniforme, ritual, disciplina y misión. Y, especialmente, en 'El guerrero nº 13' (1999), cuyo montaje definitivo sufrió variaciones por la intromisión del autor de la novela, Michael Crichton, y en la que de nuevo las apariencias no son lo que parecen, y de un modo más elaborado: lo aparentemente sobrenatural, reflejo de los miedos atávicos, no es sino la máscara de lo más desbocadamente primitivo: la bestia sin freno que sólo ansía imponerse y destruir, reflejado en una tribu que significativamente vive en cuevas subterráneas. En 'Los últimos días del Edén' (Medicine man,1992), la bestia es la ávida codicia humana que destruye los entornos naturales para posibilitar su beneficio: ese humo negro, primero en la lejanía, que identifica a quienes asolan la selva amazónica para construir una carretera y que se acerca ineluctablemente a la tribu a la que seguramente determinará que abandonen sus tierras, y a los científicos que intentan encontrar la cura del cáncer. Pero serán vencidos por un más necrosado tumor, esa codicia humana, ajena e insensible, que ignora el entorno y a los otros.
Tras el Oscar al mejor actor secundario conseguido por su interpretación en la indigesta 'Los intocables' (1987), de Brian De Palma, Sean Connery afianzaría una imagen que le entronizaría, de nuevo, entre las grandes estrellas del cine, la del veterano atractivo, entrado en canas, que ya bordea la sesentena, que destila tanto autoridad, sobre todo en cuanto conocimiento y sabiduría, como se define por la peculiaridad o disonancia frente al resto o entorno. Como es el caso del doctor Campbell que interpreta en esta notable obra, que también evidencia el especial talento de McTiernan: su admirable dominio narrativo. McTiernan declaró que había aprendido el arte del cinematográfo a través del cineasta checoslovaco Jan Kadar, quien le había enseñado que el cine ante todo se define por la modulación, por el dominio musical del montaje. Es manifiesta esta cualidad en el cine de McTiernan hasta en su obra más antipática, 'La jungla de cristal' (1988), y en la más inconsistente, 'El caso de Thomas Crown' (1999), en la que de todos modos brilla en las excelentes secuencias de los atracos. O se eleva sobre su ralo material dramático con la orquestación de notables secuencias tensas en 'La caza del octubre rojo' (1990). Como se notan los desequilibrios en la sugerente 'El último gran héroe' (1993), porque se quiso estrenar de modo tan precipitado que no se dedicó tiempo a la edición, casi se montó según lo rodado sin afinar o pulir. McTiernan alude a Paul Verhoeven como cineasta afín en este enfoque del montaje y la narración, y desde luego se advierte la radical diferencia con cineastas que más bien tienden al atropello, la acumulación por saturación, caso de Tony Scott o Michael Bay, entre tantos otros. Esperemos que pronto, como así parece, vuelva a dirigir, ya superados sus problemas con la ley, que determinó su encarcelamiento por un año.
En 'Los últimos días del Edén', concentra la acción en dos personajes, aunque sea en un entorno exterior, lo que posibilita la variación de escenarios, el desplazamiento, como ambos personajes varían su forma de enfocar la realidad, el escenario de su vida, gracias al desplazamiento que efectúan por la mutua influencia. Esta estimulante obra se trama, por un lado, sobre una incógnita, cuál es el componente, relacionado con una flor, que posibilita la curación del cáncer. Y, por otro, sobre el forcejeo y evolución de una relación, la de dos, de entrada, aparentes opuestos, el doctor Campbell y la recién llegada, la doctora Crane (Lorraine Bracco), a la vez ayudante y supervisora que acreditará si las investigaciones de Crane merecen la continuidad de un apoyo. Una es el cuerpo extraño en el entorno, la selva del Amazonas, el otro, el cuerpo integrado. Una parece que es la figura menos flexible, o más cuadriculada, y él la encarnación de heterodoxia, pero se irá revelando en su persistente pulso que hay más convergencias de lo que parece entre ambos caracteres. Campbell arrastra sentimientos de culpa de un pasado que no ha logrado superar, y que incluso determinó la ruptura con su pareja, porque no permitió que la perdonara, lo que también refleja por qué sus reticencias iniciales a que su ayudante sea una mujer, y por qué la hosquedad de ciertos arrebatos: le enfrenta a sus errores y a su inflexiblidad. Por otro lado, Crane revelará que las apariencias pueden ser engañosas, y también cómo la influencia de un entorno nuevo y actitudes diferentes, disonantes, pueden liberar lo durmiente, lo que necesitaba del contraste adecuado para propulsarse. Son excelentes todas las secuencias relacionadas con el estado de embriaguez de Crane tras tomar unas sustancias psicotrópicas. La extraordinaria secuencia en la que ascienden con cuerdas y arneses hasta la copa de los árboles condensa esa apertura de miras, y encuentra correspondencia en la que, en estado de embriaguez, Crane cae por una ladera hasta quedar sostenida por un tronco sobre el vacío, del que es rescatada, de nuevo haciendo uso de correas y arneses, por Campbell, descendiendo ambos hasta zambullirse en las aguas. Uno y otro se rescatan, uno se libera del pasado que le abrasaba aún, y la otra libera un presente para posibilitar un futuro imprevisto en un entorno nuevo. Jerry Goldsmith compuso esta bellísima composición, 'The trees', para la más memorable secuencia de 'Los últimos días del Eden'. Se despliega a partir del 1'04 con la exuberencia y el vibrante lirismo de la armonía con la naturaleza y uno mismo.

lunes, 22 de agosto de 2016

Marnie, la ladrona

Aunque no encajaba con la caracterización de 'aristócrata americano' con la que había concebido al personaje, Hitchcock quedó impresionado con el poderoso carisma sexual de Connery en las imágenes que le permitieron ver de 'Agente 007 contra el Dr. No' (1962), de Terence Young, que aún no se había estrenado. Esa arrolladora e imponente sexualidad viril contrastaba de modo magnífico con la reticente resistencia del personaje femenino, como el tronco del árbol que rompe el ventanal en la secuencia de la tormenta, cuando protegiéndola, con un abrazo, la besa por primera vez (en un primerísimo plano, como la distancia que se ataja de modo abrupto). Al fin y al cabo, hay dos ladrones en la magistral 'Marnie, la ladrona' (Marnie, 1964). Porque para conseguir que haya continuidad con ese beso, Rutland (Sean Connery) deberá realizar un persistente asedio que a la vez es ansia de comprensión, en el que combina chantaje persuasivo y entrega protectora. Sin duda, Rutland se define por la paradoja. En un momento dado, Marnie (Tippi Hedren) le dice que si es cierto que ella tiene conflictos emocionales que resolver, él también necesita asistencia psicológica dada su insistencia con una mujer que le niega cualquier receptividad sexual, como si el rayo colisionara con un tempano. A lo cual él no reacciona con susceptibilidad, sino con un encogimiento de hombros acompasado a una sonrisa que asume la paradoja de sus actos, y hasta su contradicción.
Desde el primer momento, Rutland sospecha que Marnie es la mujer que realizó, con otra identidad y otro aspecto, el robo a un empresario con el que mantenía relaciones de negocios, Strutt (Martin Gabel). Son sus piernas lo que le permite reconocerla. Y la atracción se tizna de morbo, porque opta por contratarla como secretaria, arriesgándose a la posibilidad de que realice un robo en su empresa. Pero él antes de que eso pueda ocurrir, realiza sus movimientos, y la reclama fuera de horario laboral, un sábado, para que realice sus tareas como secretaria. Secuencia en la que revelará su interés en la zoología, lo que delata que, además, en la atracción que siente hacia Marnie hay una curiosidad 'zoológica', por un espécimen singular que le intriga, un enigma que le atrae mórbidamente. Y la tormenta que estalla posibilitará, tras que irrumpa la rama de un árbol por una ventana (que, por otro lado, rompe las vitrinas de la colección de figuras su esposa fallecida), que él se deje llevar por el impulso y no dude en besarla mientras la abraza. Pero ese otro cristal tras el que se protege Marnie tardará en quebrarse, es su opuesto, la tensa y rígida costura de toda posible liberación de impulsos. O más bien, su traslación a un desvío, el impulso de sustraer. Por lo que, tras ese beso que abre brecha fugazmente en sus defensas, no dudará en recomponer su 'caja fuerte emocional' y realizar el robo en la caja fuerte del despacho de Rutland. Para no dejarse robar mediante el deseo, roba dinero.
La película se abre sobre un primer plano de su bolso, en el que porta el dinero sustraído a Strutt. Marnie camina por el andén de una estación. Espacio de tránsito, como su vida se define por las transiciones de un lugar a otro, de un empleo a otro, de una identidad a otra. Camina de espaldas a la cámara. En los siguientes planos, en su habitación de hotel, se destaca el contenido de las maletas, la vestimenta, el dinero que ha robado, las diversas tarjetas de identidad que posee y alterna. Se resaltan los accesorios, el disfraz. Posteriormente, se cambia el color del pelo, de negro azabache a rubio. Y por primera vez se nos permite contemplar su rostro. Su vida es una sucesión de máscaras protectoras, tras las que esconde su rostro real. Se escurre entre las diferentes identidades como aún no afronta la raíz que determinó su conducta, su constante huida, con los accesorios y las máscaras como red protectora. Esa sucesión de sustracciones revela una falta, y el desarrollo narrativo, a través especialmente de la persistencia de Rutland, se constituirá en revelado de esa herida.
Rutland la desea, pero no deja de buscar la razón, la raíz de esa herida que la ha convertido en mujer de piedra, blanco pétreo que rehuye la sangre, a la que le perturba el rojo, el color de la vida que fluye, y el de las heridas no cerradas. Por eso, en ocasiones el impulso domina sus acciones de modo brusco, como en el camarote del barco durante su luna de miel, pese a la falta de receptividad de ella que, simplemente, se comporta como un recipiente que se deja hacer, un cuerpo inanimado de mirada sustraída. No deja de ser significativo que, en la secuencia posterior, a la mañana siguiente, cuando él descubre que ella ha intentado suicidarse en la piscina del barco, no haya ninguna presencia humana con la que se cruce Rutland. Ella se ha vaciado de vida, se ha sentido como si le sustrajeran la vida. Y por otro lado refleja ese grado de abstracción espectral que alcanza la película (amplificada en la secuencia por la grisácea luz del amanecer, que en la película, en general, se convierte en una patina difusa que transmite una atmósfera de entre sueños), como ese revelador decorado del fondo de la estrecha calle en la que vive la madre de Marnie. Bernice (Louise Latham). Un angosta calle, y un fondo en el que resalta un imponente buque en un espacio que rezuma artificio. La raíz de la herida combina lo real con lo ficticio, la ficción en la que ha convertido Marnie su vida como huida de lo real, el trauma sufrido en su niñez cuando asesinó a uno de los amantes de su madre, en un confuso forcejeo en el que el marinero y la madre parecen tanto víctimas como agresores. La búsqueda de la raíz implica realizar un trayecto de obstáculos en los que desentrañar una espesura en la que lo real y lo ficcional se entrelazan y confunden.
En la obra precedente, 'Los pájaros' (1963), con la misma actriz, había incidido en la actitud arrogante, vanidosa, la actitud agresiva. En este caso, en la defensiva, en la actitud recelosa y elusiva. En un caso, el capricho provoca el caos, como representarán en correspondencia los ataques de los pájaros. Que se desconozca el motivo se corresponde a su vez con la gratuidad de los actos de alguien que se mueve por mero despecho o soberbia. En 'Marnie' hay una raíz que desentrañar en quien se ha tapiado, entre lo intencional y lo inconsciente, para protegerse, y ha constituido su vida en la ritualización de una constante fuga (hasta ritualiza, por lo tanto restringe, la pasajera liberación con las cabalgadas con su caballo Forio). Si no recibió, y teme que si se expone de nuevo no le den sino que la hagan daño, como la constante y elusiva frialdad de su madre, se dedica a sustraer, a coger de los demás, mientras mantiene su coraza interpuesta. El sexo es la vía de la exposición afectiva, por lo que niega el impulso para evitar la posibilidad del daño o la decepción. Ella domina la realidad mediante la sucesión de sustracciones.
El cine de Hitchcock, como ningún otro, se trama sobre las miradas. Explora las proyecciones afectivas, sean femeninas o masculinas, de 'Rebeca' a 'Vértigo', pasando por 'El proceso Paradine' o 'La ventana indiscreta'. Marnie, en concreto, es una pantalla a descifrar, no sólo a través de la mirada insistentes de Rutland. Hay secuencias, o planos, que se coreografían a través de las miradas inquisitivas de otros personajes, sea de modo puntual, como el personaje que cree reconocerla en el hipódromo, o Strutt en el reencuentro en la fiesta, o de modo más recurrente, la cuñada de Rutland, Lil (Diane Baker). En ocasiones, fragmenta la planificación a través del eje de la mirada en relación con el sujeto o detalle que se observa, en otras, dentro del mismo plano, como la mirada de Rutland hacia ella mientras la cámara les envuelve con un movimiento, acompasado a ese implícito deseo de abrazarla, que es tanto querer protegerla cómo irrumpir en ese cerco que ella ha establecido con una mirada que le niega. Están juntos pero aún separados. O pueden estar juntos si logra derrumbar ese muro blanquecino ( de vacío y negación de corporalidad) que ella ha interpuesto. Tiene que irrumpir en el escenario para desgarrar el decorado.
Por eso, la resolución tendrá lugar en el hogar de la madre, aun incapaz de tocarla, pese a que se haya desvelado la raíz de su herida, que Marnie había negado en su mente: y cuya transición a la evocación de ese suceso pretérito se dará a través de un encuadre distorsionado: como la vida de Marnie ha quedado distorsionada, desde luego su percepción o forma de habitar la realidad, desde entonces. La negación de aquel suceso, de la raíz de la herida, determinó y encostró, siempre por voluntad impositiva de la madre, ese decorado de decencia, como indica la propia Marnie, que la ha determinado a la impostura y la mentira. La priorización de las blancas, impolutas, apariencias del concepto de decencia la había conducido a una vida ficticia. El último plano, por tanto, es del coche en el que viajan Rutland y Marnie desapareciendo del encuadre, abandonando la calle cuyo fondo parece un decorado. Marnie desaparece para aparecer. Ese puerto parece falso porque la negación de la madre a expresar afecto, a propiciar que ella desarrollara sus emociones, que no temiera exponerse ni entregarse, se sustentaba sobre una ficción, una impostura de realidad. Marnie abandona por fin esa imposición de impostura y recupera su condición de cuerpo.
Bernard Herrman, en su último colaboración con Alfred Hitchcock, compondría otra extraodinaria y bella banda sonora.