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viernes, 30 de junio de 2023

Operación Pacífico

 

Un submarino pintado de rosa surca los mares, mientras sus motores braman como unas tripas descompuestas. El título original de Operación pacífico (1959), de Blake Edwards, es Operación enaguas (Operation Petticoat). Se podría decir, en primera instancia, que el viril género bélico se ve transgredido por la feminización de la comedia. La irrupción del elemento femenino en el submarino alterará la tradicional, y rígida, en cuanto mecanizada, organización, a la par que posibilitará la solución a algunos de sus problemas. Pero va algo más allá, porque también esa severidad uniformada de normas y escalafones y teatros de operaciones se ve revelada en la condición absurda de sus fines y de sus métodos y rituales. Ya antes de la irrupción de las mujeres, se verá transgredida por la irrupción de otro personaje, que poco se amolda al tipo de guerrero masculino, Holden (Tony Curtis), quien ejercerá toda una descomposición de los métodos habituales, por su heterodoxia, para suministrar los recursos necesarios que solucionen sus problemas (su atasco funcional, pues necesita una rápida reparación para poder reintegrarse en el servicio activo). Holden se ha mantenido siempre en la periferia de los teatros bélicos, más bien dedicado a las relaciones públicas (también como una forma de ascender en la escala social desde sus origenes humildes: un uniforme da prestigio, es valor de imagen). Sus actividades como nuevo oficial de suministros, utilizando la picaresca, dinamitará todos los procesos habituales: incursiones en la noche, en almacenes, para conseguir todo el material que necesita el submarino y que por los conductos oficiales no han conseguido desde hace seis meses; en cierta, incursión también decidirá robar un cerdo para la cena de nochevieja. Incluso, arrancará la pared de metal del oficial superior en la base (ejemplo de cómo Edwards aprendió de la construcción de los gags, su dosificación en varias vuelta de tuerca, del cine de Hawks o McCarey, el cuál fue su principal maestro: cuando el jefe de la base vuelve a su despacho se encuentra con que se han llevado ya todo el mobiliario).

Tony Curtis había adquirido la condición de estrella, con producciones como Los vikingos (1958), de Richard Fleischer o Fugitivos (1958). Tras aceptar protagonizar Con faldas y a lo loco (1959), de Billy Wilder, en donde se inspiraba para la creación de su personaje en su admirado Cary Grant, La Universal le preguntó cuál sería el siguiente proyecto que quisiera protagonizar. Curtis ya había trabajado con Blake Edwards en dos ocasiones, El temible Mr Cory (1956) y Vacaciones sin novia (1957). El director había colaborado también en el guión de una comedia centrada en el ambiente militar, Operación Gran Baile (1957), de Richard Quine, en la que el soldado que encarnaba Jack Lemmon, en un registro interpretativo tan sobrio o severo como en la magnífica Cowboy (1958), de Delmer Daves, compartía algunas características, como el dominio urdidor de la picaresca, con el personaje de de Curtis de Operación Pacífico. La Universal propuso a Jeff Chandler para el papel del comandante del submarino Sea Tiger, pero Curtis sugirió que fuera Cary Grant, cuya interpretación como comandante del submarino en Destino Tokio (1943), de Delmer Daves, había sido determinante para que Curtis se decidiera a alistarse. Grant, en principio, se mostró remiso, porque consideraba que era demasiado mayor para el papel, pero acabó aceptando. Durante el rodaje se apuntalaría una singular sintonía entre ambos actores, que derivaría en una duradera amistad. Stanley Shapiro, que había escrito el guion de Vacaciones sin novia, y Maurice Richlin, desarrollaron un argumento de Paul King y Joseph B. Stone. Ese mismo año firmarían ambos otro guion, junto a Russell Rouse y Clarence Greene, para Confidencias a medianoche (1959), de Michael Gordon. Por ambos guiones sería nominados en los Oscar, y lo ganarían por el segundo.

Es inteligente el modo en el que se estructura el relato, mediante flashback: Sherman (Cary Grant), ya almirante, vuelve a visitar el submarino del que fuera comandante del submarino, porque en unas horas lo van a desguazar, y evoca las peripecias que vivieron leyendo su diario de a bordo (cuya escritura puntuará la narración, a modo de episodios, y suministra una vivaz fluidez al relato). Esa circunstancia de conclusión asienta una particular melancólica gravedad que hace que la comedia irrumpa, como fuerza transgresora, en el drama, en una base de seriedad, la que encarnará el mismo Sherman, o mejor dicho, la admirable interpretación de Grant, ya que es quien encaja, ejerciendo de contraplano o contrapunto, toda esa sucesión de absurdas o delirantes situaciones. Sus reacciones, escuetas, cual circunspección perpleja, se convierte en fundamental fuente de gags de la película. Es el frontón, como lo podía ser, la expresión de Buster Keaton. Es uno de los grandes logros de la película, el eje de la seriedad, de la normalidad, cual payaso serio, es el fundamental creador de gags: su expresión cuando ve el cerdo en el habitáculo del submarino (no hace falta que se haga un contraplano del cerdo); su paciente impavidez con las sucesivas torpezas de la teniente Dolores (Joan O'Brien): cuando se encuentra en su café su cigarrillo o cuando ella da a la palanca de la ducha y el agua cae sobre el rostro de un vestido Sherman o cuando da otra palanca que lanza antes de tiempo un torpedo, para errar el tiro; particularmente memorable es cuando comunica a todos los tripulantes que cuando se crucen con ella en uno de los angostos pasillos le dejen paso (alusión a sus atributos desestabilizadores).

No sólo es que el submarino se pinte de rosa ( debido a que no es suficiente la pintura roja o blanca requisada por Holden, por lo que deben combinarla; por cierto, sí hubo un submarino durante la segunda guerra mundial que se pintó de rosa; de hecho, no es el único percance con substrato real), sino que su espacio se verá alterado tanto por la presencia y acciones de las mujeres, y por extensión, la actitud y conducta de los tripulantes (los marineros fingirán estar enfermos para ser atendidos por ellas, organizarán una rifa para decidir a qué mujer suministrarán ropa, e, incluso, algunos se enamorarán), como el mismo decorado se verá transfigurado, como esa faja que se usará en la sala de maquinas para que funcione correctamente: Sam (Arthur O'Connell), el jefe de maquinas que, en principio, se muestra ultrajado por la irrupción de la mujer en su dominio, la mayor Edna (Virginia Gregg), colgando su ropas interiores, en un lugar, como dice, que es lugar y actividad de hombres, acabará tanto aceptando las sagaces ideas de la primera oficial como asimilando que pueda saber tanto de maquinas como un hombre, e incluso acabará enamorándose de ella. Por último, será la eyección a la superficie de la ropa interior de las mujeres lo que evite que un acorazado (norteamericano, para abundar en el absurdo) prosiga con su lanzamiento de cargas de profundidad. La irrupción de los elementos anómalos introduce la flexibilidad.

miércoles, 28 de junio de 2023

La fiera de mi niña

 

Howard Hawks había sido contratado por la RKO para dirigir una adaptación de la novela de Rudyard Kipling Gunga Din, pero la negativa de la MGM a ceder a Clark Gable, Spencer Tracy y Franchot Tone determinó que se desentendiera del proyecto. Un mes después, en abril de 1937, leería en la revista Collier un relato de Hagar Wilde titulado Bringing up baby que despertó su interés. Tras que la RKO comprara los derechos Hawks trabajo en un primer tratamiento con la escritora, en cuyo relato la pareja protagonista, David y Susan, estaban comprometidos, pero ni él era paleontólogo ni había dinosaurio ni costilla intercostal de por medio. Sí una pantera a la que se podía capturar cantando la canción I can´t give you anything but, love/No puedo darte nada sino amor, cariño. Hawks reclutó a Dudley Nichols quien se centraría en la estructura y la trama, mientras Hagar Wilde se centraba en personajes y ocurrencias humorísticas. Wilde y Nichols escribieron, durante el verano, varias versiones, y se afianzaron como pareja. Se había sugerido a Nichols que desarrollara el guion con la idea de que el personaje de Susan iba a ser interpretado por Katharine Hepburn, que había protagonizado Maria Estuardo (1936), de John Ford, para la que había escrito el guion Nichols, y durante cuyo rodaje, según Barbara Leaming, director y actriz habían mantenido un romance (así como que los personajes de Susan y David se inspiraban en actriz y director). En agosto, un mes antes de que comenzara el rodaje Hawks contrataría a Robert McGowan y Gerturde Purcell para que aportaran más gags. Al primero se le ocurriría la idea de que el perro George enterrara la costilla intercostal en el jardín, inspirado en la tira de comic Professor Digglehoofer and his dog. Durante la producción se eliminaron varias secuencias de la parte central en las que David y Susan ya se declaraban su amor. No fue posible encontrar ninguna pantera así que se la reconvirtió en un leopardo, ya que Nissa había trabajado en películas desde hacía ocho años. Cary Grant no fue la primera opción. De hecho, Hawks prefería a Harold Lloyd, pero el Estudio prefería otras opciones, Robert Montgomery, Frederic March y Ray Milland. Fue Howard Hughes quien sugirió a Hawks que fuera Grant, quien, en principio, dudó porque no se veía interpretando a un intelectual. Le ayudó tanto la sugerencia de Hawks de que se inspirara revisando las películas de Harold Lloyd, como las conversaciones que mantuvo con Howard Hughes. A Hepburn le costó encontrar el timing cómico necesario porque tendía a la sobreactuación, por lo que se requirió la asesoría del actor de vodevil Walter Catlett, quien le instruyó en el arte de la contención expresiva. Hepburn quedó tan impresionada que convenció a Hawks para que Catlett interpretara un papel en la película, el sheriff Slocum.


Caza. Leopardos, perros. Hombres, mujeres, amor, cortejo, ¿Quién caza y quién porta la red?. El azar y el destino, o el que uno quiere que sea el propio. El amor como obcecación, o la obcecación que responde a un capricho. Claro que el amor verdadero, o esa conexión genuina de complicidades y afinidades, se gesta, no se caza, como en La fiera de mi niña (1938), ni pesca, como acaecerá en la variante, e igual de magnífica, Su juego favorito, ahí entre peces y osos. Sin duda, el ser humano es un animal extraño. Uno, como David (Cary Grant) busca el hueso intercostal que falta para armar el esqueleto de un brontosaurio, para que así el trabajo de años pudiera completarse, y ya casarse con Alice (Virginia Walker). Todas las piezas parecen encajar. Todo parece muy predeterminado. Pudiera ser una irónica representación de la costilla de Adán. Claro que la prometida de David no contempla los placeres lúdicos de la vida, ni siquiera en la relación de pareja, sino el deber, la vida como programa organizado. Quizás no sea su costilla. Ý quizá la verdadera costilla desarme. Descoloca, aunque lo ponga todo en su sitio, valga la paradoja. El lugar de la vida, cuando uno lo habita, está en movimiento, no es una plaza de aparcamiento. AhÍ reside el amor (lo que está más allá del nombre). Es lo que tiene la espontaneidad. Es lo que tiene el sentimiento verdadero.

El título original de La fiera de mi niña (1938) es Bringing up baby, algo así como educando al niño. Irónico, porque pudiera parecer que es educar, o sea, domesticar, a la fiera salvaje, pero quizá más bien sea educar al domesticado para que sepa vivir sus emociones sin restricciones (no resignarse como hace David cuando su prometida le dice que no disfrutarán ni de la noche de bodas, hay otras prioridades en la vida). O quizás a la niña caprichosa que es Susan, quien parece acostumbrada a disponer de lo que desea. La fiera de mi niña puede ser la comedia más vertiginosa sino fuera porque Hawks rodaría poco después Luna nueva (1940). La dinamo la pone en movimiento Susan en cuanto decide que ese hombre debe ser suyo tras saber que está prometido con otra mujer con la que tiene previsto casarse ese mismo día. Una mujer es la que persigue al hombre, aunque él no muestre más que rechazo, y para ello usa todas las estrategias posibles para cautivarle, aunque más bien sea para enredarle en una sucesión de situaciones que implican el traslado de un leopardo y la búsqueda de su hueso intercostal cuando sea enterrado por el perro George. A Hawks le gustaba subvertir e invertir las convenciones. Del mismo modo que jugar con los equívocos, y las falsas apariencias ( las cuales debían ser dinamitadas). Pocos son lo que parecen. Un leopardo es inofensivo, y juega con tu pie, como un minino, o con un perro, o es, por el contrario, una fiera que despedaza a su domador. Algo extendible al resto de su obra. Y al comportamiento amoroso. Susan, por su parte, es una niña grande que simplemente desea que el hombre que ama sea suyo pero sus acciones no generan sino una sucesión de contrariedades y percances: David pierde su hueso, se queda sin su ropa y debe vestir un negligé o una desajustada ropa de caza, se rompen sus gafas, debe aparentar que no es quien es sino alguien que se apellida Bone (hueso) y se dedica a la caza, se ve involucrado en una colisión con un camión que porta gallinas, patos y cisnes, algunos de los cuáles nutrirán al leopardo, caerá por una pequeña ladera, se hundirá en un riachuelo...)

La fiera de mi niña y Su juego favorito coinciden, además de en la persecución amorosa de un personaje femenino a uno masculino, en un brillante gag, aunque con su variación pertinente. En La fiera de mi niña Susan desgarra el chaqué de David accidentalmente, y este a su vez, del mismo modo, el vestido de Susan, y tienen que disimular, para que no se aprecie la combinación al aire de Susan, andando apretujados pegados el uno al otro. En Su juego favorito, la corbata de Roger (Rock Hudson) se enreda en la cremallera del vestido de la amiga de Abigail, justo cuando aparece su prometida. Una irónica imagen por distorsión. Un hombre y una mujer que parecen estar juntos pero no lo están. Un hombre que parece ir detrás de una mujer, pero realmente no lo está (aunque lo estará cuando sepa ver, al final, qué es lo que tenía, y qué es lo pudiera ser). Susan piensa, en las secuencias iniciales, tras los dos primeros encuentros (más bien primeras colisiones) con David, que las continúas apariciones, siempre airadas, de David tienen un significado. Aunque malinterpreta todo lo que él pretende (recuperar su pelota de golf, evitar que se lleve su coche), piensa que la persigue, y que debe enfadarse tanto con ella por algún motivo oculto. Se lo pregunta a un cliente del bar, que resulta ser un psiquiatra, el doctor Lehman (Fritz Feld) y este interpreta que sí la persigue, y que sus reacciones airadas indican que siente algo por ella. David la evita todo lo más que puede pero ella piensa que él está interesado en ella (porque ella se empecina en que él es el hombre con el que deberá casarse; o quizá sea la consecuencia). Un equívoco parece poner en movimiento un sentimiento amoroso. El equívoco como raiz imprevista que pone en marcha una persecución (en forma de asedio con diversas maniobras tácticas), por parte de ella, que finalmente sí acabará en amor real. La vida tiene algo de imprevisto. No puedes pretender convertirla en un esqueleto donde todas las piezas encajen porque nunca podrá ser así. ¿Cómo la soberbia secuencia del climax dramático no va a acontecer en una cárcel, con una reunión de todos los personajes principales, entre rejas, incluidos leopardos y perro, y en la que el equívoco, el malentendido y la desorientada percepción e interpretación de los hechos y personajes, ya que el sheriff Slocum (Walter Catlett) piensa que no son quienes dicen ser sino que conforman una banda criminal, es la dinamo de una serie de desencuentros?.

Un perro que esconde el famoso hueso intercostal, y que juega luego a desenterrarlo cuando se lo piden, pero nunca lo hace (pero sí decenas de zapatos). Un hombre, David, vestido con un desavillé, sorprendido por la madre de Susan, que no entiende qué hace ese hombre en su casa, y vestido de esa guisa ( aunque él tampoco, ya desesperado, lo entiende, porque ya su vida se ha convertido en una sucesión de infaustos imprevistos). Un viejo cazador, el comandante Applegate (Charlie Ruggles), que imita el rugido del leopardo, sorprendido de que le conteste el eco con tanta demora, mientras David está más atento al perro, al que sigue cuando ve levantarse, con la cuchara en la mano, para volver detrás de él al de dos segundos. Ciertamente, es un universo extraño este habitado por ese animal llamado ser humano. Pero qué gozoso es ver cómo se desmorona el esqueleto del brontosaurio mientras David sostiene con su brazo a una Susan suspendida en el vacio. Ese es el preciado regalo de la vida, la jubilosa condición suspendida en las que nos sume el amor, la espontaneidad del sentimiento liberado. Inciertos pero vivos. Si uno no se expone ni asume desapegado su vulnerabilidad, y que nada controla, no gozará de la hermosa celebración funambulista del amor.

lunes, 26 de junio de 2023

H

 

Un hombre que, en principio, resultaba difícil identificar, porque no portaba documentación, y del que solo resaltaba una hache en su llavero, fue corneado en el corazón por un toro durante uno de los encierros del San Fermín de 1969. Es lo que señala tanto un texto como una voz, en la introducción de H (2023), la primera obra en solitario del cineasta español Carlos Pardos Ros. Una incógnita que luego se tornó certeza, cuando se identificó al muerto como el tío de quien introduce la narración, quien explica que, junto a unos amigos, intentó comprender otra incógnita, por qué su tío, que había estado con unos amigos, y se había retirado a las tres de la madrugada a su hotel, volvió a salir solo a esa hora. Interrogante que deriva en otra, qué hizo durante esas cuatro horas antes de que muriera. La narración se plantea rastrear, a través de diferentes direcciones, cómo pudo ser aquella noche, cómo pudieron ser aquellas últimas horas, como figura en un conjunto en el que parecía una figura indiferenciable. Por eso, ¿su periplo es distintivo o representativo?

El planteamiento expresivo, de rastreo e interrogación, no puede ser más heterodoxo, entre el documental y el cine experimental. Cuatro personajes distintos, tres hombres y una mujer representan al muerto. Son cuatro recorridos posibles de aquella noche. La cámara, acompasada a unas voces que plantean posibles diálogos, como si se rastrearan posibles narrativas, recorre las calles de una noche más de los sanfermines, repletas de gente y basura, como si esta fuera el rastro sórdido de los humanos, la materia excrecencial que delata nuestra naturaleza inconsciente y virulenta (el ser humano como elemental instinto de descarga). Un espacio rebosante de figuras vestidas de blanco con un pañuelo rojo. Un espacio en el que todos parecen iguales, un espacio de fantasía de realidad (una ruptura del eje de las rutinas), como también señala una de las voces, que a la vez es documento de una realidad común, sórdida por su vulgaridad, que engloba a todos. Porque la hache, de lo indefinido, puede representar a cualquiera (es la h de humano). Pero, a la vez, la apariencia de H disponía de un rasgo distintivo, una camisa azul. Una anomalía en un conjunto. Una brecha que lo pone en cuestión, como una mancha.

Por eso, H transciende el mero documento para convertirse en una interrogante sobre una realidad en la que, como señala otra voz, todos parecen perseguir lo mismo, huir de sus propios cuerpos, mediante los desaforados bailes y el consumo de drogas y alcohol o el sexo. La narración, en principio, una opresiva constatación de un ritual de embrutecimiento que se sostiene sobre la nada, mediante planos cortos de múltiples figuras de una muchedumbre en las calles o bares, de piernas que bailan, de cuerpos que se desplazan, indiferenciables, se torna en sus pasajes finales en una fantasmagoría melancólica, ralentizada, con figuras en sombras en el interior de un local en penumbras, como si fueran figuras que se han ido difuminando en la inconsistencia de una realidad que parece invocar su desaparición porque todas esas vidas parecen ssostenerse sobre una insatisfacción que se torna exorcismo mediante una embriaguez que es mero olvido pasajero. Los puntuales barridos de cámara, que difuminan las figuras, como meras estelas indefinidas, apuntalan esa sensación. H es una inmersión que nos conduce hacia la sombra que somos, y de la queremos fugarnos.

jueves, 22 de junio de 2023

Casa de juegos

El mago en ocasiones utiliza el humo para que no se perciba qué truco utiliza para desaparecer. El humo distrae, oculta. Cortinas de humo, apariencias de realidades, como las que utilizaban convenientemente, con los montajes que realizaban, las altas instancias políticas en Cortina de humo (1997), de Barry Levinson, con guion de David Mamet. En Casa de juegos (House of games, 1987), opera prima de Mamet, autor de un guion que desarrollo un argumento suyo y de Jonathan Katz, Mike (Joe Mantegna), es un mago del timo, un embaucador que sabe cómo crear las ilusiones convenientes que sugestionen y hagan creer que es realidad lo que aparentemente ocurre ante los ojos, que no es una representación, un montaje escénico (sin que se vea el humo que se utiliza), como realmente es. En la calle donde se encuentra el garito donde participa en las timbas, brota humo de las alcantarillas. Como si fuera el umbral que se cruza a otro mundo. Es el que cruza la psicóloga Margaret Ford (Lindsay Crouse). Y lo cruza porque ha llegado a cierto límite, a cierto bloqueo, porque ya piensa que su trabajo, analista de la mente de los pacientes, para curar sus conflictos y traumas, no sirve de nada. Incluso, su mente comienza a confundirse, a no distinguir la separación entre ella y el otro: cuando habla de algún paciente se expresa, sin darse cuenta, como si se refiriera a su propia experiencia, como si la paciente fuera ella. Se encuentra enmarañada. Como si su vida ya no fuera. Una vida carente, que es más la vida de los otros, las vidas que intenta curar. Pero sus desarreglos quizá evitan que perciba los propios, sus propias carencias, su vida como hueco.

Mike es el agudo analista, aquel que sabe leer en la gestualidad de los otros, qué piensan y qué desean. Pero, como buena sombra (así nos es presentado, en sombras), como reverso de Margaret, como encarnación de su decepción y derrotismo, o extravío, lo utiliza para su propio beneficio. El otro no es alguien a quien ayudar, sino sólo un instrumento para enriquecerse. Como lo será ella. Margaret se enfrenta a un fantasma de su mente que es, a su vez, también la encarnación de un sistema económico o modo de vida americano: el engaño, el fraude, la rapacidad, la depredación económica. Nada es personal, todo es negocio. Mike sabe que podemos realizarlo o no, podemos cruzar el umbral o no, y convertirlo en acto, pero sabe cuándo algo se desea, y sabe lo que desea Margaret. Sólo hace falta un pequeño empujón para que dé el paso, sólo hace falta que le haga sentir que da el paso porque ella quiere, que se sienta confiada, que se sienta cómplice, que se sienta partícipe de ese (liberador) otro mundo. Le hace sentir, con sugestionadora habilidad, lo que ella quiere y necesita sentir.

La perspectiva narrativa es la de la víctima, como lo era en La huella (1972), de Joseph L Mankiewicz, en la que Milo (Michael Caine) se introducía en el laberinto del escritor Wyeth (Laurence Olivier), sin saber que va a ser víctima de una representación (manipulación), en ese caso una humillación que satisfacía un ansía de venganza. La segunda parte de la obra correspondía a la devolución de la bofetada, el humillado respondía con furia implacable, con otra escenificación humilladora. En House of games la retribución se condensa en una escueta secuencia, significativamente, en los almacenes de un aeropuerto, como si fueran los bastidores de un teatro. Resolución escénica, en un sentido amplio, que refrenda esa sensación de abstracción que transmite la obra, como si en cierto modo transcurriera en la mente de Margaret. Hay pocos planos que contextualicen un ajetreo cotidiano, como si se concentrara en el juego escénico, o en la representación que vive, o padece, Margaret.

Hay un plano muy elocuente sobre la condición de ilusión de Mike, sobre lo que éste representa. Tras despedirse la primera noche, el encuadre perfila a Mike en la noche, como si estuviera suspendido en la oscuridad, sin ningún otro elemento del decorado que lo contextualice, como si fuera una emanación de las sombras; hace un juego de manos, en el que un objeto desaparece: Anticipo de lo que hará con la escenificación que tramará para embaucar a Margaret. Pero Mike, como los aspirantes a demiurgos o taumaturgos de las últimas obras de Mankiewicz, Fox (Rex Harrison) en Mujeres en Venecia (1967), Pitman (Kirk Douglas) en El día de los tramposos (1970), o Wyeth en La huella, no logrará que su jugada culmine. En el caso de Mike, por querer cerciorarse de que la víctima no pierda el control. A él, irónicamente, le pierde el exceso de celo de control. Lopeman (Henry Fonda), en El día de los tramposos, un sheriff que por ser tan honesto no dejaba de encontrarse con amarguras y hasta una bala en la pierna, sin la recompensa del reconocimiento siquiera, se deja de escrúpulos, manda a todos a paseo, y tras lograr liar bien un cigarrillo, se dispone a disfrutar de lo que le había sido vedado por ser honesto, ese dinero que es la piedra filosofal de la codicia humana que considera a los otros instrumentos o mercancías. Casa de juegos se inicia con unas secuencias en las que Margaret dedica su libro a una mujer que le interpela en la calle, y luego comparte comida con su mejor amiga, la doctora Littauer (secuencia en la que dedica un primer plano al cigarrillo que enciende). En la secuencia final, también dedica un libro a un admirador, pero durante la comida con la doctora Littauer, Margaret roba un encendedor a la mujer de la mesa de al lado, y se sonríe, sin mácula de arrepentimiento por haber eliminado a su sombra, a quien quiso engañarla con sus ilusorios y capciosos humos.

miércoles, 21 de junio de 2023

Círculo de fuego

 

Círculo de fuego (Shoot out), es la tercera colaboración de Henry Hathaway con la guionista Marguerite Roberts, tras El poker de la muerte (1968) y Valor de ley (1969), producciones de Hal B Wallis, también responsable de otro western de Hathaway, Los cuatro hijos de Katie Elder (1965). Hathaway no estaba muy convencido de que Gregory Peck fuera el actor idóneo (prefería a Ben Johnson) ni que sus tres perseguidores estuvieran interpretados por actores de treinta años sino que deberían haber tenido quince o dieciséis (lo que hubiera sido más acorde dado su comportamiento, el del adolescente prototípico inconsciente que disfruta con bromas que implican disfrute con la humillación de otros). Círculo de fuego intenta ser otra variación de Valor de ley con la combinación de adulto y chica joven, en este caso niña de casi siete años. Quizás no logré desarrollar en toda su amplitud sus sugerentes componentes, ni alcanzar la densidad dramática de sus más admirables obras, pero, aun irregular, es una notable obra. No cuesta comprender qué es lo que atrajo al cineasta del proyecto. Lomax (Gregory Peck) sale de la cárcel, tras cumplir siete años de condena, con el firme propósito de vengarse de quien se suponía era su amigo, Foley (James Gregory), el cuál le disparó por la espalda cuando escapaban de un banco que acababan de atracar. En media docena de sus westerns, la venganza es, en un grado u otro, uno de los componentes que vertebra el nudo dramático de la obra, y lo que impulsa a alguno de los personajes principales ( o se dirime como opción). Es decir, Lomax sale impulsado por las furias (shoot out/salir disparado). Las dos secuencias introductorias realizan parecido uso del espacio y las figuras. En una, Foley, sentado, encarga, en su despacho, que Bobby Jay (Robert F Lyons), encuadrado en primera instancia al fondo del encuadre, junto a la puerta, que vigile los movimientos de Lomax, remarcando, eso sí, que no le mate. En la segunda, desde el fondo del encuadre, donde resalta una puerta con barrotes, Lomax camina hacia primer término, donde está sentado el alcaide de la prisión (quien expresa su deseo de que prontamente cometa un error que determine que vuelva a ingresar en prisión). De alguna manera se equipara a Lomax y Bobby Jay, o cómo este refleja el desbocamiento de las furias (como ejemplifica el mismo impulso de venganza). En la narración, en el recorrido o viaje que Lomax realizará hacia Gun Hill, en busca de Foley, dos figuras representarán los dos extremos entre los que forcejeará interiormente.

Una, la niña Decky (Dawn Lyn), hija de la mujer que guardaba su dinero, pero que ha muerto en el viaje en tren (según dice el revisor, encarnado por el gran Paul Fix, murió de hombres). Lomax, en principio remiso, decide, en vez de que vuelva en el tren y se encargue de ella algún sheriff de algún pueblo, llevarla consigo, pero con el propósito de encontrar a alguien dispuesto a adoptarla (pero no encuentra receptividad, en principio, ni en los dueños de un establecimiento, ni en la profesora ni en un sacerdote). Esa reticencia inicial, más allá de que ignore si puede ser o no su hija, se irá transformando a medida que progrese el relato, ya que no deja de simbolizar el impulso de construir, de proyectar una vida con base firme, la responsabilidad. La niña es como una variante infantil de la respondona y temperamental adolescente, interpretada por Kim Darby, que ponía firme al personaje de John Wayne en la precedente Valor de ley: véase la secuencia en la que la niña no acepta el caballo que le ha cogido Lomax, porque lo está separando de su madre.

En el otro extremo está quien encarna o representa la crueldad, la inconsciencia y el carácter caprichoso, la furia en estado quintaesenciado, Bobby Jay, el pistolero, contratado por Foley, junto a otros dos, Pepe (Pepe Serna) y Skeeter (John Davis Chandler), para que vigile a Lomax. Bobby Jay desprecia la vida, es una fuerza destructora, que raya con el cuchillo la pared del prostíbulo, golpea a la prostituta en el ojo que tiene ya tumefacto, sin además pagarla, y acaba disparando al dueño del local, Trooper (Jeff Corey), postrado en una silla de ruedas, incitando a sus compañeros a que le rematen, disparando tambíén sobre él (en una secuencia en la que Hathaway realiza un eficaz uso del fuera de campo, al centrarse en los tres disparando sucesivamente; resalta atinadamente, sin subrayados, la crueldad del gesto, la ajenidad que alienta en esa actitud: desprecia a todos por igual). Los dos extremos confluyen en la que es la secuencia más brillante de la película, y que contrarresta las citadas limitaciones (aunque Hathaway narre de nuevo con su proverbial concisión), la sesión de sucesión de crueldades y humillaciones por parte de Bobby Jay, en la casa de Julianna (Patricia Quinn), quien había acogido a Lomax y la niña, precisamente tras un diálogo entre ella y Lomax en el que tantean la posibilidad de que haya algún futuro para ambos como pareja (diálogo en el que ella expone sin tapujos su soledad desde la muerte de su marido cinco años atrás). Diálogo, aproximación de corazones solitarios, que será interrumpido por la irrupción del caos, el despecho de Bobby Jay, que había sido golpeado por Lomax horas antes. La sesión de humillaciones que orquesta Bobby Jay tiene su punto culminante con la utilización de la niña de diana como réplica del hijo de Guillermo Tell, aunque él no dispara una flecha a una manzana, sino balas sobre las tazas que coloca en la cabeza de la niña. Secuencia que tendrá su contundente ritornello cuando Lomax sea el que dispare a los objetos que coloca sobre la cabeza de Bobby Jay (tras que éste haya matado previamente a aquel de quien quería vengarse Lomax, Foley) como si así disparara sobre su propia furia interior. Un siniestro toque de justicia poética.

lunes, 19 de junio de 2023

Una bala sin nombre

 

La Muerte también juega al ajedrez en el Oeste, en Una bala sin nombre (No name on the bullet, 1959), de Jack Arnold. Gunt (Audie Murphy), el pistolero a sueldo que llega al pueblo, supondrá para sus habitantes lo que aquella nube radioactiva para el protagonista de El increíble hombre menguante (1957). La leyenda que arrastra, para lo que no faltan diferentes versiones o conjeturas (sobre si tiene base real o no), de pistolero que provoca a sus elegidas víctimas, para que pueda justificar que fue en defensa propia, y, como consecuencia, la incógnita sobre quién es su objetivo en el pueblo, es decir, como ironiza el título original (no name on the bullet/sin nombre en la bala), qué nombre lleva la bala que tiene pensado utilizar, trastorna a buena parte de los habitantes de Lordsburg. Su sola presencia ya implica una amenaza que desata los temores y las suspicacias, con sus pasados y entre ellos mismos. O como el mismo Gunt señala, todos tienen sus enemigos (o sienten que los tienen), y Gunt se convierte en una pantalla en la que proyectan sus miedos y recelos, sus fantasmas. Hay quien como Fraden (Warren Stevens) especula con que ha sido contratado por alguien (una sombra del pasado) que le odia desde hace tiempo ( o que él cree que le odia, y por eso considera capaz de contratar a un asesino a sueldo para matar al hombre que le quitó a la mujer que amaba). No duda en enfrentarse a Gunt aunque no se haya cerciorado de si él es el elegido. Como habrá quien se suicide, un banquero, sin tampoco asegurarse de que sea el objetivo. O quienes piensan que lo ha contratado el otro socio, o rival, en negocios o intereses mercantiles, y no dudan en liarse a balazos entre ellos. La violencia se desencadena con las conjeturas.

Esta admirable obra, de impecable concisión (hora y cuarto), con un refinado uso de las composiciones en scope, bordea la condición de obra fantástica, en la senda de la excepcional Hombre del oeste (1958), de Anthony Mann, aunque el extrañamiento no se define y perfila, como esta, por la incisión en la turbiedad, con resonancias de un tenebroso relato gótico, sino con una ajustada distancia, como la que misma con la que se conduce Gunt, con la sonrisa irónica de quien observa cómo tantos se dejan superar por la ofuscación de sus emociones. Arnold sortea los riesgos de incurrir en la solemnidad o en el subrayado de su condición de alegoría, en relación a la Guerra Fría, el miedo a lo/el extraño, cuestión en la que incidió en las notables Vinieron del espacio (1953) o la mordaz sátira Un golpe de gracia (1959), o en su visión corrosiva de el enemigo está dentro, que planteó en la esplendida Sangre en el rancho (1957), o el héroe integro enfrentado al cacique poderoso (y de paso a la temerosa comunidad que prefiere el bienestar económico a la aplicación de la justicia, y más si es a un desfavorecido económico como lo es un inmigrante ilegal). Sangre en el rancho y Una bala sin nombre coinciden en sus planteamientos cáusticos sobre unas comunidades, y sus desquiciamientos, por activa o pasiva. Se podría también establecer una asociación entre la anómala figura que representa Gant, ese sheriff de Sangre en el rancho que no se pliega a lo que la comunidad demanda, y el protagonista de Vinieron del espacio, Puttnam (Richard Carlson), que es calificado al principio como extraño e individualista, esforzándose por comprender las intenciones de los extraterrestres. Figuras que desentonan, que evidencian, por activa o pasiva, fisuras en el conjunto, que plantean interrogantes, otras alternativas u otras actitudes. Es una irrupción de lo insólito que altera el conjunto o su percepción (o forma de relacionarse con la realidad y los otros), como los extraterrestres de Vinieron del espacio, o la nube radioactiva de El increíble hombre menguante. Un reflejo distorsionado, como el monstruo de La mujer y el monstruo (1954), o en Un golpe de gracia los representantes de un pequeño país cuya extensión no supera la extensión de 30 kilómetros que decide invadir Estados Unidos, y que son confundidos con unos invasores extraterrestres por su indumentaria medieval

La citada secuencia de la partida de ajedrez, en la que contrincante es el representante de la actitud razonable, el doctor Canfield (Charles Drake), difumina cualquier atisbo de fácil calificación de enfrentamiento entre el bien y el mal. Como la incisiva reflexión que le plantea Gunt: ¿Quién es peor, el asesino contratado para matar a quien ha abusado de otros o el médico que le salva la vida para que pueda seguir realizando sus tropelías?. En este sentido resalta la aguda precisión con que está perfilada la figura del juez Benson ( Edgar Stehli), postrado en su silla de ruedas, con seis meses de vida a lo sumo en el horizonte (hombre poderoso con ínfulas de diosecillo que puede emparentarse con el que encarga el caso a Marlowe en El sueño eterno, de Raymond Chandler). Las opciones que plantea para resolver el conflicto definen muy bien cómo ha debido aplicar la justicia: crear una patrulla ciudadana para echar a Gunt o dejar que mate a quien haya elegido (ya se sabe, el sacrificio de uno por la comunidad). Esa muerte incierta que representa Gant contrasta con la revelación de una corrupción general, representada en la de los representantes de las instituciones. Se señala a alguien, Gant, como una anomalía reprobable, pero su presencia desvela diversas corrupciones, así como la inexorabilidad de la (posibilidad de la) muerte desentraña lo que se ha procurado ocultar por conveniencia. Por otra parte, esa visión cáustica de la conducta de una comunidad, y en concreto de sus representantes del poder, no deja de ser otro apunte corrosivo sobre la persecución del progresista, dirigida desde instancias institucionales, durante esa década. Su final es tan cortante como cáustico. Incide en un sugestivo extrañamiento: lo imprevisible, lo incierto, se combina con la consideración de que todo ocurre por algo.