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lunes, 20 de mayo de 2024

Tres colores: Rojo

 

Hay películas, como Tres colores: Rojo (Trois colours: Rouge,, 1994), última obra de Krzysztof Kieslowski (que fallecería dos años después), que hacen del misterio cuerpo de narración, incógnita que es a la vez revelación, como el momento epifánico de esa súbita luz que envuelve por unos instantes a Valentine (Irene Jacob) y al juez (Jean Louis Trintignant) en el hogar de éste (o un hogar que es a la vez que ruinas y retiro un lugar que alienta lo posible cual sombrío Brigadoon: hay algo de entresueños, de entraña fantástica, en la narración). La vida es una extraña trama de casualidades, o quizás esté tejida por imperceptibles hilos invisibles. La narración se desliza entre interrogantes y, sobre todo, fragilidades, las nuestras. Es una narración que tiembla. Temblores velados, como esa luz de cielo encapotado que prima, como si el día estuviera bañado de noche, esas sombras espesas de sus nocturnos. El accidental atropello de una perra (embarazada) provoca una imprevista conexión, la que establece Valentine con esa intrigante personalidad que es el juez (quien parece haber abortado su vida). Un cruce de senderos que propicia un alumbramiento mutuo, y el esclarecimiento de un futuro, el de ella, y la restitución de un pasado, el de él (como quien recuperara el aliento de vivir). Pero, entremedias de la narración y esos personajes, como una línea paralela que pareciera siempre a punto de cruzarse con Valentine ¿Quién es es Auguste (Jean Pierre Laborit), ese joven abogado poseedor también de un perro, que vive enfrente de Valentine, que sonrie admirativo ante el gran cartel de Valentine en la calle y que será abandonado por su novia, como así le ocurrió al juez décadas atrás, quien, indirectamente, propiciará que ella conozca a quien será su nueva pareja?

Durante la narración se alternan vidas que se solidifican y una vida que se resquebraja, el afianzamiento de la relación entre Valentine y el juez con las vicisitudes del abogado, su decepción y ruptura, como si se trazara una variación de aquella vivencia pretérita que vivió el juez. Pasado y presente se conjugan a través de distintas vidas. ¿La vida como repetición que puede ser corregida según la combinación de los factores que logren contrarrestar la accidentalidad? Los accidentes del azar pueden ser nefastos pero también beneficiosos. Los reflejos, cuerpos de espejos, se entretejen en la narración. El poster de Valentine encontrará su replica en el último plano cuando es salvada tras el hundimiento del ferry, y que posibilitará que conozca al abogado, precisamente a su lado en ese momento, otro de los siete supervivientes, entre los que están cuatro protagonistas de las previas Azul (1993) y Blanco (1994). Quizás casualidad, quizás no. El rostro del juez, que al inicio de la narración, cuando le conoce Valentine, era un semblante grave, mustio y amargo, indiferente al mismo estado de la herida perra, ahora ya sonríe, tras el cristal roto de la ventana, gracias a la interacción que gestó y afianzó con Valentine (como si le hubiera embarazado con el entusiasmo de vivir que implica generosidad, dejando de regodearse en su desgracia, en la que parecía haberse embarrancado desde que le abandonó la mujer que amaba).

El juez era un hombre que meramente se dedicaba a escuchar las conversaciones de sus vecinos. Su perspectiva de la vida es que nada podría conseguir su intervención, ni la de Valentine, por muy buena intención que tuviera. Cuando Valentine contacta con una familia vecina, a cuyo marido el juez escuchaba en sus conversaciones con su amante masculino, se percata de que la hija es consciente de esa otra relación (porque la ve cómo escucha por teléfono). El juez plantea qué podría aportar que revelara esa conversación a la esposa. Interviniera ella o dejará él de escuchar sus conversaciones sería parecido el destino de esas vidas. Pero a la vez la intervención de Valentine en la vida del juez, la relación cómplice que afianzan logra que él varíe de modo radical su manera de habitar la realidad. No solo deja de escuchar esas otras vidas, reflejo de que él carece de vida propia, como si fuera una mera sombra, sino que incluso se denuncia a sí mismo por espiar telefónicamente a otras vidas. Valentine consigue que vuelva a querer convivir con la perra, que se preocupa por ella, quien dará a luz como reflejo de cómo él está dandose a luz de nuevo. Kieslowski de nuevo, con la colaboración inestimable de la dirección de fotografía de Piotr Sobocinski, la música de Zbigniew Preisner y la prestación de los intérpretes, modula con sutileza impresionista un relato que se teje en buena medida en sus subterráneos. Misterios, pero sin duda bellos y cautivadores. La vida es una incógnita que asombra. Rojo me parece una de las obras maestras de uno de los grandes cineastas de los últimos cincuenta años, como lo fueron también las diez obras, sobre todo el decálogo 1, No amarás y No matarás, que componían su excepcional Decálogo (1988), La doble vida Verónica (1991) así como obras menos conocidas, como El aficionado (1979), Sin fin (1985) o El azar (1987), que había sido rodado en 1981 (pero fue censurado por el gobierno polaco).

jueves, 16 de mayo de 2024

La rodilla de Claire

 

En una de las secuencias iniciales de La rodilla de Claire (Le genou de Claire, 1970), de Eric Rohmer, Jerome (Jean Claude Brialy) muestra a su amiga Aurora (Aurora Corn) una pintura que dibujó un soldado español, en el siglo XVIII, en la pared de una de las villas de Annency (en un lago rodeado de montañas), en la que se representa a Don Quijote, acompañado de Sancho, ambos con los ojos vendados, sobre un caballo, mientras los lugareños con varios objetos que penden a su alrededor les crean la ilusión del viento y del calor del sol. Las vendas en los ojos, o anteojeras, la carencia de discernimiento de lo que es real o de lo que es un escenario de representación, una ilusión (auto)sugestionada (inconsciente o premeditada), de dónde acaba el hombre o la mujer y dónde empieza el personaje, lo que es decir, dónde empieza el sentimiento o el deseo auténtico, o el inferido o sugestionado por otros mecanismos predominantes del yo (la necesidad de afirmar la voluntad, por ejemplo). La aparente transparencia del estilo de Rohmer es engañosa, su representación ajustada a los patrones del realismo, en los que no parece asomar ( o evidenciarse) el artificio, como si la cámara no interfiriera ( y simplemente mostrara), se densifica a medida que progresa el relato, manifestándose la condición enmarañada de la realidad, o más específicamente, de la mente de los personajes.

Como decía Nietzsche, nos revela tanto lo intencional como lo no intencional. Una cosa es lo que se dice, y otra lo que los actos acaban reflejando. La misma relación, la amistad, entre Jerome y Aurora no deja de estar definida, en todo momento, por una soterrada ambigüedad, o ambivalencia. Ya su mismo reencuentro, ella sobre un puente, él en su bote en el agua. Ella, que es escritora, dice que según lo posos en un café, sobre un puente encontrará a un hombre especial. Jerome es un diplomático que vive gran parte del año en Suecia, y que ha venido a pasar unas semanas de vacaciones, pero también para vender la casa. En unas pocas semanas se casará con una mujer con la que mantiene relación desde hace seis años. Aunque Jerome y Aurora mantuvieran una relación en el pasado, su forma de expresarse, de relacionarse, está definida por las exacerbadas muestras afectuosas táctiles. Parece que sus manos y abrazos se adhirieran al cuerpo del otro como si fuera éste un imán. Hya tanta complicidad, como desafío implícito, una corriente incierta entre ambos. Jerome es muy tajante con su circunstancia emocional, no desea a ninguna otra mujer que no sea la mujer con la que se va a casar. Es inmune a cualquier otra tentación. Aurora le desafía poniendo sobre el tablero de juego el hecho de Laura (Beatrice Romand), de quince años, está enamorada de él. Hay algo en este desafío, que deriva en ese escenario en el que Jerome juega con (los sentimientos de) Beatrice, que evoca a los desafíos entre la marquesa de Marteuil y el vizconde de Valmont en Las amistades peligrosas, desafío en el que los otros se convierten, de modo difuso, en fichas, funciones y peones en su tablero.

Aunque siempre subsiste la sensación de que los mismos personajes no son conscientes del todo de lo que sienten y quieren, de por qué actúan como lo hacen, de si saben realmente lo que les impulsa (sobre todo en el caso de quién es más explicito en sus certezas, Jerome). Hay un desestabilizador fuera de campo, para los mismos personajes, incluso para los que más manipulan o tejen, o creen dominar la representación. A Jerome hay algo que le puede, y es el que sea su voluntad la que controla. Quizá piensa, o se piensa demasiado, y como los personajes de Bauchau y Trintignant, en, respectivamente, La coleccionista (1967) y Mi noche con Maud (1969), el tercer y el cuarto de los seis cuentos morales, acaban perdiendo el bote de las emociones ( de las verdaderas y más genuinas), porque no saben fluir con sus sentimientos (por irónicamente que nos presenten a Jerome conduciendo una motora sobre las aguas) La rodilla de Claire (Laurence de Monaghan) se convierte en el componente perturbador, suscita en Jerome una turbina de hélice descontrolada de deseos y emociones (equiparable a lo que supone como desestabilización de un escenario controlado y prefijado Madame de Tourvel para Valmont). La irrupción en el escenario de la vida de Jerome sí algo pone en interrogante, o clarifica lo que se sugería, es que Jerome no sabe él mismo lo que siente o quiere por mucho que afirme con rotundidad lo que quiere y siente y lo que no quiere y no siente, y, por lo tanto, está convencido de que no será posible que ocurra. La predeterminación se revela un presuntuoso espejismo.

El gesto de aposentar la mano sobre la rodilla no deja de ser el emblema del control del campo escénico, de lo visible y decible ( lo que se dice es lo que se es). La ironía última es que el fuera de campo de la realidad es siempre incontrolable, escurridizo, y que las apariencias son imprecisas, ambiguas. ¿Es Aurora cómplice, púgil sentimental o artera manipuladora?; recuérdese cuando propicia que Jerome se tropiece para que su mano se pose en la rodilla de Claire; ¿le gusta que él tropiece, en parte por cierto despecho?: recuérdese su posición en las alturas en el puente cuando se reencuentran, y qué buscaba ella en ese puente; en las alturas está Claire, encaramada a una escalera, cuando él se queda fetichistamente fascinado con su rodilla, que él califica como símbolo de que siempre hay un punto débil en una mujer sobre el que primero dejarse llevar por el arrebato (una forma de decir, voluntad de control; hay en su forma de hablar tan pragmática, más que apasionada, de la relación con la mujer con la que se va a casar que revela que ante todo es un escenario que le resulta cómodo porque lo controla). Es Aurora quien escucha (en fuera de campo, precisamente) el relato auténtico del novio de Claire, que desmonta la impresión de Jerome (que le había visto a él con otra chica) que había transmitido como certeza a Claire, y había creado ese momento de fragilidad de ella, apenada, que él aprovecha para aposentar su mano sobre la rodilla; como si, victorioso, controlara la realidad, ya que implicaba también la ilusión de eliminación del rival, aunque él, supuestamente, según sus palabras, no aspirara a los favores de Claire; es una cuestión de ego, de voluntad de representación, o de voluntad que domina el escenario. Si hay alguna certeza es que los escenarios son muy difusos en buena medida por ciertas enrevesadas mentes.

lunes, 13 de mayo de 2024

Verano violento

 

Verano violento (Estate violenta, 1959), de Valerio Zurlini, es como una mecha que arde muy lentamente, como la abrasadora atracción que se crea entre Roberta (Eleonora Rossi Drago), una mujer de 30 años, viuda de guerra, con una hija de cuatro años, y el veinteañero Carlo (Jean Louis Trintignant), hijo de uno de los principales líderes fascistas, lo que suscita el desprecio de la madre de Roberta, por una cuestión de clase, ya que su familia es de alta alcurnia. La narración, durante su primera mitad. se convierte en una minuciosa descripción de la gestación de esa atracción, a través de miradas y gestos, a la par que se van minando las reticencias de Roberta. Zurlini delinea con maestría esa tensión, o esa música que se va componiendo entre ambos, y los efectos incluso sobre otros personajes, como Rossana (Jacqueline Sassard), la novia de Carlo, a través de elaboradas composiciones, con planos de dilatada duración, y de una exquisita musicalidad, y no sólo por la extraordinaria banda sonora de Mario Nascimbene, de un cariz melancólico que ya sugiere lo que más adelante Roberta explicitará cuando se enfrente a su madre, al decirle que ha vivido una vida plegada a otros, diez años de matrimonio que soportó porque la familia de su marido era generosa, pero que no ha sido sino una vida secuestrada, aparcada.  


Pasos y miradas de una gestación, agua, circo y baile: 1 En la secuencia en la que Carlo está con sus amigos en el pequeño velero en el mar, mantiene en primer término del encuadre a Rossana; Roberta llega nadando (por detrás de Rossana, de izquierda a derecha), y la hacen subir, sentándose junto Rossana (a la derecha en el encuadre), que ni la mira, ya que su mirada está pendiente de Carlo: Los contraplanos son de éste, que ha advertido el gesto poco hospitalario de Rossana, lo mismo que Roberta, quien, dada la actitud manifiesta de Rossana, decide irse; la secuencia culmina con la frase, como cera ardiendo, de Rossana, que le espeta a Carlo que se vaya con ella si quiere. 2 En la secuencia del circo, cuando se apagan las luces por una posible amenaza de bombardeo, la amiga de Roberta pregunta a ésta si dispone de una linterna, y cuando Roberta enfoca la linterna, lo hace, sin pretenderlo, al rostro de Carlo, quedándose ambas miradas prendidas, como luces que arden en esa oscuridad, en la que los otros ya son figuras accesorias, sombras que no pueden interferir en lo que se crea entre ellos. 3. En la fiesta en casa de Carlo, ambos bailan con otras parejas al son de la canción Temptation, pero sus miradas son como cabos en la oscuridad cuyos extremos se queman en la mirada del otro; cuando bailan juntos, al son de otra canción, se percibe, en sus miradas, en el gesto de sus manos, que se agarran como si fueran su propia carne, su propia vida, que no pueden distanciarse, como pretendía ella, de lo que les atrae como una irresistible luz; descienden al jardín, donde se besan en plano general; cambia el ángulo, con ellos en primer término, y al fondo a la derecha, en lo alto, Rossana, que les ve, y a la par que ellos se separan pero sin alejarse, quedándose inmovilizados (Carlo a la derecha del encuadre, junto a Roberta), Rossana lentamente desciende las escaleras quedándose en la izquierda de la composición (invirtiéndose la composición de la citada secuencia del velero), y acercándose lentamente a ellos, hasta que, llorando, echa a correr.

Ya traspasado el ecuador de la película, se produce la definitiva explosión, sin cortapisas, de sus sentimientos, que se acompasa a la colectiva, con los incidentes violentos que tienen lugar cuando Benito Mussolini, en el verano del 1943, anunció su dimisión. Ambos, en la playa, junto al agua, y además en el lugar donde por primera vez se vieron, dejan que sus cuerpos se inunden y se incendien y sean abrazo. Pocos trayectos de la gestación y descripción del proceso de una atracción han sido tan poderosos. Pero el contexto pesa, y aún más que por cuestiones de diferencias de edad, por causa de hipocresías familiares que nombran la dignidad para interferir en la vida y realización emocional de los otros, porque no se puede mirar hacia otro lado cuando el horror alrededor se desboca. Si sus miradas se habían cruzado, por primera vez, cuando la hija de Roberta, asustada por el paso del avión a baja altura por la orilla de la playa, se había guarecido en el regazo de Carlo, tras la extraordinaria, y brutal, secuencia final del bombardeo que sufre el tren en el que viajan Roberta y Carlo para buscar su propio espacio en otra ciudad, lejos de los que interferían,  y después, además, de que ambos vean el cadáver de una niña, Carlo sabe que si no se queda a ayudar a los heridos, si no se implica en la guerra, no soportará cómo ella le mirará al de un tiempo por no esforzarse en luchar contra el horror. Roberta le había dicho que la guerra le había quitado mucho de su vida, y ahora quería defender lo propio, su amor por Carlo, pero este sabe que no podrían hacerlo si recordaban el cadáver de aquella niña junto a las vías, el cadáver de otras mechas que tenían que apagarse antes de alumbrar la suya.

viernes, 10 de mayo de 2024

Hasta el fin del mundo

 

Mortensen, en su segunda como película director, Hasta el fin del mundo (Dead men don´t hurt, 2024), teje una narración tan concisa como austera, y con una contenida emoción. Un western que es un drama romántico o que más bien reflexiona sobre las inconsistencias de los hombres en contraste con las ideas sublimadas caballerescas. Hasta el fin del mundo dispone de una estructura singular, ya patente en su intrigante inicio, por las interrogantes que suscita por cuál puede ser la relación entre las diferentes secuencias: un caballero con armadura cabalga por un bosque; Vivienne (Vicky Krieps) agoniza, y muere, atendida por su esposo, Holger (Viggo Mortensen); la cámara encuadra el exterior de un saloon, en cuyo interior se escuchan disparos, del que sale Weston (Solly McLeod), al que un travelling lateral sigue mientras dispara a un par de hombres más. Como desvelará la narración posterior, que alternará tiempos, los sucesos que acontecerán posteriormente (un juicio amañado en el que se acusará a otro hombre de los asesinatos, para conveniencia de quien domina ese pueblo, el padre del asesino, Alfred (Garret Dillahunt); la dimisión como sheriff de Holger y su abandono de ese pueblo) con el pasado, cómo se gestó y desarrolló la relación entre Holger y Vivienne, con la guerra civil como determinante hiato de la misma, la relación no es causal, como hechos interrelacionados, sino asociativa o dialéctica, como ideas que definen el substrato del planteamiento narrativo.

La idea del caballero es vertebral ,y las figuras masculinas más relevantes, tanto Holger como Weston, ejercen como diferentes contrapuntos, a ese icono ideal del caballero medieval, por negligencia y oposición. En la evocación de la infancia de Vivienne se vincula también con Juana de Arco; en cierto momento, avanzada la narración, tras el yelmo se descubrirá el rostro de la propia Vivienne. Weston es el bruto, figura siempre vestida de negro, que solo se mueve a impulsos de caprichos y apetencias. Es el epítome de esa crueldad humana que ejercieron los soldados británicos con su padre cuando lo ahorcaron o en el presente la indiferencia de la decisión de quienes rigen el pueblo al decidir ahorcar a quien se utiliza como conveniente chivo expiatorio. Es la vertiente árida del ser humano, como la aridez del entorno geográfico donde construyó Holger su casa, decisión que sorprende a Vivienne desde el momento en que llega por primera vez. Define la faceta cuadriculada de Holger, carpintero y militar de origen danés, como también queda explícito en detalles como cuando pone un marco bien encuadrado en una exposición a la que asisten. Esa vertiente que pesará en su decisión para participar en la guerra civil para perplejidad, y desolación, de Vivienne, dada la armonía de su relación (y vida). ¿Qué necesita ver, comprobar, como él señala, cuando el cuadro de su vida parece idóneamente alineado?. ¿No es tampoco Holger, entonces, el caballero con el que soñaba ya que la dejará abandonada, expuesta, durante los años que dure la guerra?

Si resulta muy sugerente cómo se delinea el afianzamiento de esa complicidad, sintonía, entre ambos, aún más los pasajes que describen el tiempo de soledad de Vivienne. Reconfigura ese entorno pero no deja de estar expuesta a las incertidumbres de las conductas caprichosas que actúan de acuerdo a sus meros impulsos. Holger, en su retorno, deberá afrontar, no solo que lo que quería ver o comprobar no era lo que esperaba (por tanto ¿Qué le he deparado esa vivencia de cuatro años?), sino que la realidad que subordinó ya no es como era. Tanto por la interferencia de otros, como porque, fundamentalmente, su negligencia, su ausencia, tuvo sus consecuencias nefastas. Lo hermoso que habían afianzado había sido alterado, enturbiado. Deberá enfrentarse también consigo mismo, proceder a una batalla interior, en la que se batan sus reacciones impulsivas y su razón comprensiva, cuando se confronte con la presencia inesperada de un niño del que no es su padre. Debe ver con claridad que la reconfiguración de su entorno no se debe a decisiones de quien ama sino que se debe tanto a su ausencia como a la irrupción de una actitud que impuso su voluntad. Su ausencia fue responsable de una cierta muerte en vida de la armonía que habían afianzado antes de la guerra. De ahí la relación entre las tres secuencias con las que se abre la narración: la idea romántica, la violencia indiscriminada y las consecuencias trágicas. Por activa o pasiva se hace daño. Los sueños derivan en la muerte, sea por la crueldad de los humanos o por las imprevisibles enfermedades. Por eso, como indica el título original, los muertos son los que no hacen daño alguno.

miércoles, 8 de mayo de 2024

Adiós a las armas

 

Si pensáramos en un cineasta insignia del melodrama romántico, ese sería Frank Borzage. Uno de aquellos cineastas que parecían aún mirar la vida y la realidad con el pulso luminoso del descubrimiento, y la confianza en la emoción verdadera, como en la celebración de su realización expresiva en el lenguaje. Era un posible, aunque lo contrastaran con su colisión con las precariedades de la propia vida y las inconsecuencias del propio ser humano. La eternidad anhelada expresada en la plenitud que destilaba el canto del amor sublime, el impulso que buscaba rasgar los límites implícitos en la propia existencia, el ineludible paso del tiempo y la fugacidad, la tendencia a la destrucción del ser humano y el irreversible accidente de la muerte. En Adiós a las armas (A farewell to arms, 1932), adaptación de la novela homónima de Ernest Hemingway, una de las obras cumbres de Borzage, se hace música esta exaltación y esa colisión. Y qué puede ser más emblemático de este concepto (pues de hondas reverberaciones abstractas está tejido su cine) que la guerra. Marco o escenario en el que también se desarrollarán otros de sus grandes melodramas como Tres camaradas (1938) o Tormenta mortal (1940). Otro reflejo, o variante, de ese condicionante (al fin y al cabo, otro tipo de guerra) son las consecuencias de la barbarie de la depredación económica que propicia las desigualdades, como se revela en las diferencias de estatus social-laboral (o de posición económica), en Maniquí (1937), o en la pobreza de la indigencia en los arrabales, espejo de la crisis económica del 29, en Fueros humanos (1933). Algo que se convertía también en perturbación de fondo en Cena a medianoche (1937) en la figura del potentado que no aceptaba que su futura esposa realizará su amor con el chef que amaba. Qué habilidad, o sensibilidad, demuestra en ésta para.

La capacidad de alternar registros, y pasar del tono de comedia al efusivo drama con tal naturalidad y fluidez era otra de las cualidades más insignes del cine de Borzage. Y que en Adiós a las armas vuelve a demostrar con los ligeros toques de comedia en sus primeros compases, antes de que se densifique, precisamente, por las contrariedades que obstaculizan la realización del amor entre los dos protagonistas. Borzage hace de la emoción núcleo de su narrativa. Estamos en 1932, en los albores del cine sonoro, y sus imágenes aún parecen no resistirse a dejar el refinamiento que alcanzó la elaboración, inventiva e ingenio visual de las grandes obras del cine mudo - entre las cuáles, dos suyas, El séptimo cielo (1927) y El ángel de la calle (1928) son referencia señera-. El asombroso trabajo lumínico de Charles Lang jr. es inconmensurable en su creación de texturas emocionales y anímicas. El talento de Borzage ya destaca desde su primer plano. La cámara realiza una panorámica sobre un plácido y resplandeciente paisaje hasta encuadrar a un hombre tumbado que parece dormitar relajadamente. Pero no es así, está muerto. Estamos en tiempo de guerra, en la primera guerra mundial. Los siguientes planos nos muestran a unos camiones de la cruz roja que ascienden una empinada carretera. Uno de los heridos le señala a un conductor que se detenga, porque otro de los heridos se está muriendo. El conductor responde que no puede, porque los frenos no lo resistirían. Un último plano singulariza, en otro camión, a Frederick (Gary Cooper) que dormita tranquilamente junto al conductor. El si duerme realmente, y está vivo. Pero la muerte está al acecho.


No se puede ser más elocuente y dotar de tantas resonancias unas primeras imágenes. Nos definen las circunstancias, no sólo las concretas, sino las abstractas en juego, y nos adelanta lo que se dirimirá en el relato. El ansía de elevación o ascenso que supone esfuerzo. Las equívocas o ambivalentes apariencias. Vida y muerte fusionadas y trabadas. La condición luminosa e idílica, plena, desgarrada por la fisura de la muerte. La condición paradójica del rostro de ese muerto, que parece transpirar paz (y esas serán las últimas palabras que se dicen en el film), y de los vivos, que no lo están realmente sino aman. El estoicismo como necesario talante para sobrevivir a esas condiciones. Dos hombres que duermen. Un hombre que parece que duerme pero está muerto y otro que sí duerme y que despertará, en un sentido amplio, gracias al amor. El amor propicia la ascensión, o elevación, pero las sombras siempre están ahí como contrapunto, al acecho como posibilidad de trastorno de unas ilusiones. En el primer cruce de miradas entre Frederick y Katherine (Helen Hayes), ella está, precisamente, alzada sobre una silla. Porque está espiando cómo reprenden a una de sus compañeras enfermeras por su negligente comportamiento semejante a la deserción. Anuncio premonitorio de la deserción que el propio Frederick realizará por buscar reencontrarse con su amor. Su segundo cruce, casual, acontece cuando Katherine se esconda en los bajos de su edificio para protegerse de la caída de las bombas. Allí está, ebrio, Frederick, con un zapato en la mano. No ve su rostro, entre sombras, sólo su pie, que sostiene asombrado y maravillado, intentando encajar sin éxito, para su desconcierto, el zapato -que pertenece a otra chica que ha conocido, momentos antes, en un bar esa noche de juerga con su amigo, el capitán Rinaldi (Adolph Menjou) y de la cuál sólo veíamos su pierna, significativamente sin ver su rostro-. El tercer cruce, aquel que ya es encuentro, y en el que se materializará su primer beso, tiene lugar subidos a un árbol junto a una estatua. Elevados en su naciente universo propio de intimidad. Katherine, en el primer e impetuoso acercamiento de Frederick, le abofeteará. Al ver su turbada y respetuosa reacción - Katherine, tras ocho años de relación, había perdido a su novio en la guerra hace poco-, le dice que ahora sí puede besarla. El espacio interior de ambos se transfigura. Borgaze hace de sus gestos y miradas música de sentimientos en coreografía de ascensión.

Borzage lo hace aún más manifiesto a través de la mirada de Frederick en esa prodigiosa secuencia en la que, tras caer herido a causa de una bomba, es trasladado en camilla por los pasillos del hospital hasta su habitación. Dos travellings desde la perspectiva subjetiva de Frederick. Ante la cámara aparecen diversos rostros inclinados sobre él, y en un momento dado la cámara se detiene debajo de una cúpula, un sacro ojo. Ya en su habitación, aparece Katherine que, exultante, se inclina sobre él para besarle, ocupando el encuadre uno de sus ojos, el sacro ojo del amor. Ya entonces corta el plano, y realiza contraplanos de ambos, para después abrazarse, dos cuerpos unidos por el amor. No se puede ser más elocuente y con tanta belleza e ingenio. El resto del relato nos narra su separación, y sus esfuerzos por volver a unirse, impedidos por las circunstancias, y la intervención de aquellos que censuran, u ordenan devolver, las cartas que se envían. La muerte puede ser un límite insuperable, pero los otros, los mundanos, pueden ser superados si uno se esfuerza por transgredirlos, resistente. Por eso Frederick opta por desertar. Para él la guerra no significa ni representa nada. En cambio, el amor lo es todo. Son ejemplares las secuencias, entrecortadas, entre sombras y fulgores de bombas, cuerpos en el barro y procesiones de soldados que se desplazan sin rumbo en la indiscernible noche. Frederick no quiere ser una de esas sombras. El busca la luz del amor. Las secuencias finales, las secuencias de su reencuentro en el hospital donde ella está ingresada, tras dar a luz, son de las más bellas y líricas que ha dado el cine -como el también sublime final de Tres Camaradas-. Canto de amor y entrega que se resiste incluso a que la muerte se convierta en impedimento de su pletórica unión. Katherine muere en brazos de Frederick mientras el plano se llena de luz sobre su rostro. Ni la muerte podrá teñir de oscuridad el fulgor de su amor. Frederick la coge en brazos, mientras resuena el tañido de las campanas que anuncian el fin de la guerra, y musita un par de veces 'paz'. El último plano contempla el vuelo de unas aves. El amor es la fuerza que pueda dotar de paz a la vida. Es ascensión y vuelo. Es el impulso de permanencia, a la vez movimiento, que dota de aliento de la ascensión a la transitoriedad y fugacidad. O quizá lo único que dota de transcendencia a la existencia. Decir adiós a las armas, es decir hola al amor. El sentido, vuelo y guía de la vida.

lunes, 6 de mayo de 2024

Rivales

 

Match point (2009), de Woody, se iniciaba con aquella reflexión sobre esa bola que da en la red de un campo de tenis, y que no sabes si pasará al otro campo o se quedará en el tuyo, lo que determinará que ganes o pierdas. ¿En qué medida las acciones dependen de la voluntad y el azar? Ecos con lo que se confrontaba el protagonista, Chris (Jonathan Rhys Meyer), tras cruzar ese umbral del crimen para conseguir materializar sus sueños, en su caso, arribistas. Porque algo parecido le pasa al protagonista de la última película de Allen, Golpe de suerte (2023), aunque sus motivos, para realizar un crimen, estén relacionados con la vertiente sentimental. Rivales (2024), de Luca Guadadigno, comienza con tres rostros, dos pertenecen a dos tenistas que se enfrentan, Patrick (Josh O'Connor) y Art (Mike Faist) y una espectadora, Tashi (Zendaya). Un plano sobre las sombras de los tenistas en el campo de juego refleja como este será un relato sobre las sombras que dominan la relación entre los tres desde que se conocieron en el 2006, cuando ambos ganaron juntos en dobles un torneo, y ella era una estrella en ciernes del tenis, hasta el actual 2019, en el que Tashi y Art están casados, con una hija, y disfrutando de una situación económica más que holgada (como reflejan los anuncios con los rostros de ambos en las calles y su lujosa habitación), y ella es la entrenadora de su marido, quien aspira a ganar el Open Usa. Aunque ¿Quién realmente aspira a esos triunfos, como evidencian unas primeras secuencias en las que es palpable la distancia y la carencia de diálogo entre ambos, a no ser que el tema sea el tenis, ya que ella rehúye otras opciones, sobre todo si el tema puede ser el hartazgo y cansancio de Art? Mientras, Patrick carece de dinero para poder disponer de habitación en un motel e incluso para apuntarse en el torneo en el que se enfrentará a Art, como refleja la secuencia inicial, en la final. Está situado en una posición bastante discreta en el ranking de tenistas y su mismo aspecto desastrado indica que parece navegar a la deriva en su vida, aunque carezca, a la inversa, de la amargura que parece dominar a Art. La narración explorará las sombras que arrastran hasta ese enfrentamiento en una final de tenis.

Hasta los huesos (bones and all, 2022), combinaba amor y canibalismo, Call me by your name, amor y arqueología, sobre cómo enterramos, ocultamos (reprimimos), lo que sentimos y cuán fundamental es exponer lo que se siente para que quizá aquel que amas vea que sientes lo mismo que él/ella. En Rivales, es el amor y el tenis. En ciertos diálogos, alguien dice ¿estamos hablando de tenis o de...? Se entremezclan, como metáforas y pantallas de proyección. Lo que ocurre, afecta, en el terreno sentimental influye en el terreno de tenis pero también a la inversa. Los tres llevan una vida fracturada desde tiempo atrás, y por eso la narración adopta la estructura de una fractura con continuos saltos atrás y adelante en el proceso de revelación sobre qué ocurrió entre los tres, qué se arrastra, por qué se tomaron ciertas decisiones, si el peso de las mismas fue más circunstancial. En los primeros estadios de las evocaciones se nos revela cómo se conocieron, cómo ambos se sintieron atraídos por ella, y cómo esa atracción, más allá del juego de su primera noche de acercamiento y besos, se convirtió en el factor contaminante ya que la rivalidad se tornó interferencia, el deseo se superpuso sobre la amistad, y hay quien recurrió a armas estratégicas para conseguir lo que quería, esto es, a quien quería, pese a que supusiera la frustración para quien supuestamente era su mejor amigo. Ese conflicto determinó un accidente también en la pista que, precisamente, favorecería al aspirante al triunfo de la pista sentimental. Sus tácticas marrulleras resultaron efectivas aunque quizá también propiciaran una pista de relación contaminada por otras proyecciones o ilusiones truncadas.


En esas primeras secuencias resalta cómo, por un lado, Tashi porta unas gafas oscuras, y por otro, cómo, mientras todos los espectadores, giran su cabeza de un lado a otro según los golpes de los tenistas, el rostro de ella se fija. Recuerda a aquel recurso de Extraños en un tren (1950), de Alfred Hitchcock, con el asesino, encarnado por Robert Walker, solo atento a aquel con el que creía que había establecido un trato que implicaba el asesinato de quienes ejercían la perturbación en su vida ( y no parecía querer cumplir el acuerdo). En este caso, las gafas oscuras ya indican cómo las motivaciones de Tashi no son precisamente claras, y lo que proyecta en uno y otro, y lo que siente por uno y otro es más enrevesado de lo que puede parecer. Las miradas que se dirigen entre ella y ambos rivales ya indican cuánto arrastran del pasado, detalle, en particular, las miradas que Patrick dirige a Tashi, que consterna a Art. De hecho, su estrategia fue efectiva para quitar de la pista del escenario sentimental a Patrick, con quien ella mantenía relación y con quien había discutido precisamente el día que sufrió la grave lesión mientras jugaba un partido. ¿La inversión de la presencia de uno y otro en la vida de ella se debió más a ese hecho o a lo que ella siente por uno o por otro?¿En qué medida Tashi proyecta en Art la posibilidad de conseguir el triunfo en la pista de tenis que ella no podrá conseguir de ninguna manera, como le recuerda su cicatriz en la rodilla?¿Y por qué en su relación con Patrick, cuando se reencuentran, se combinan los desprecios con el desbordamiento de la pasión que sienten el uno por el otro? ¿En qué ha fundamentado su vida Tashi?¿Ha enmarañado y confundido ambas pistas en un entramado de ficción de vida? Ese es el sugerente planteamiento de desentrañamiento de unas sombras que se despliega en una narración que fluye armónicamente hasta, quizá, un final en el que alarga el crescendo en exceso, e incurra en redundancias y ciertos efectismos estilísticos, aunque no desdibujen los logros de una obra tan estimulante como Hasta los huesos, aunque no sea tampoco la gran obra que fue Call me by your name.

jueves, 2 de mayo de 2024

Magnolia

 

Un aparte en la narración que es un umbral, una cesura que invoca el deseo de transformar la realidad. Una canción que todos comparten, la música que reanima su peso vital. El verosímil se quiebra como si se conectaran los desolados espacios íntimos de los personajes principales, atorados en lo que parece un callejón sin salida donde sus emociones se abrasan en su irresuelta congestión. El desencuentro de voces que no parecen saber conjugarse, la orfandad ante un mundo remiso a nutrir la calidez y la cercanía. Esa vida en precipitación reflejada en la portentosa presentación de los diversos personajes encadenada a través de febriles travellings, hasta sosegarse con el personaje más centrado, presto a servir, el policía, Kurring (John C Reilly). Un mundo donde los padres, aquellos que deberían dotar de guía y sensación de refugio, no son sino seres rapaces, que abusan de su poder, de su posición, incluso de sus hijos, por omisión, despreocupándose de su suerte, o por activa, aprovechándose de su talento o hasta como fuente de placer físico. Y aquellos que buscan poder servir, realizándose en el acto generoso con los demás, colisionan con un mundo poco receptivo, o enmarañado en sus heridas y extravío, y enquistado en su encapsulados egos inflamados, incapaces o no dispuestos a aproximarse a los otros, presos de sus autojustificaciones, pesares que hacen de la resignación escepticismo, o rituales exorcizadores en los que reproducen con su conducta aquello que los causó dolor a través de la conducta de otros, de sus progenitores, que se constituyen en representantes de toda una sociedad, en la que todo sentido sustancial parece haberse extraviado ( o corrompido).


De ahí ese prodigioso prólogo que interroga sobre las casualidades y el azar, que es interrogante sobre si hay algún sentido en la cadena de aconteceres, o todo es arbitrario, caprichoso. Porque el sentido, el que emana de los modelos paternos (sociales), se revela una impostura, un vacío, una opresión o un abuso. Y algún sentido (sustancial), o esa es la interrogante, debe haber, o encontrarse, para poder seguir en movimiento entre, con y hacia los otros. Porque lo único que parece haber en la vida son programas, cuyo emblema son los programas de televisión, en concreto, ese concurso que presenta uno de los padres, Gator (el que abusó de su hija Claudia (Melora Walters) en la infancia, encarnado por Philip Baker Hall, como si ese deseo fuera un programa que no podía evitarse), y cuya cadena de televisión está regida por otro padre, ya agonizante, Partridge (Jason Robards), emblema de la depredación inclemente, no sólo laboral y económica, que arrasó con la vida de todos, incluida su familia, a la que abandonó, ni siquiera preocupándose cuando quien fue su esposa padeció el cáncer que la llevó a la muerte. Su hijo, que cambió su nombre para evidenciar cómo renegaba de de él, de Jack a Frank McKay, encarnado por Tom Cruise, supurante de resentimiento, ha transferido su dolor creando otro programa, un misógino servicio de autoayuda para hombres que no hace sino recrear, al alentar el dominio sobre las mujeres, lo que rechazaba en su padre.Otro padre, Rick Spector (Michael Bowen), utiliza las capacidades intelectuales de su hijo, Stanley (Jeremy Blankman), para triunfar, gracias a sus conocimientos, en un concurso televisivo (el programa que presenta Gator y produce Partridge), un hijo que solo es un instrumento para su propio beneficio, un hijo al que maltrata sin escrúpulo como si fuera un programa de presión disciplinaria para que proporcione los resultados deseados, sin importarle en absoluto cómo se sienta. Por su parte, Donnie (William H Macy) fue en el pasado otro niño prodigio, que también sufrió la depredación de sus padres, los cuáles se quedaron con el dinero que les proporcionó sus cualidades intelectuales en el concurso de otro programa televisivo, y que en el presente se ha convertido en una figura desvalida e incapaz ( a raíz de impactar sobre él un rayo) que está dispuesto a ponerse un corrector en sus dientes porque lo lleva el hombre que le atrae. Pero de la misma manera que es despedido en su trabajo, parece, y así lo siente, que ha sido despedido de la propia vida porque no consigue nada de lo que desea.
Inesperadamente, cuando todos estos destinos parecen irremisiblemente atrapados en esa tela de araña que parece hacerles sentir que nada es posible, sino agitarse en sus lamentos o arrepentimientos, todos y cada uno, en su aislado espacio, entonan una estrofa de la canción Wise up (anímate o enderézate), de Aimee Mann. Es el instante en que sus dolores parecen conectarse, y en esa corriente empática, enunciada con la ruptura del verosímil (mediante la musical interconexión de unos travellings que unen en diferentes espacios como las sucesivas estrofas de la canción que todos cantan), pues es una situación imposible, sus emociones se proyectarán como si cruzaran un umbral y lo posible se hiciera horizonte que alcanzar, en donde sentir al otro, y abrir el corazón con confianza, o revelar la podredumbre camuflada. Aunque para ello, el artificio haya tenido que hacerse manifiesto, y lo considerado imposible explosione esta encadenada serie de emociones congestionadas en desencuentro, como una súbita lluvia de miles de ranas propulsará posteriormente. Lo extraño romperá esa agrietada pantalla de la realidad para recuperar el impulso de poder sentirse en el otro (como Jack/Frank con su padre), asumir el propio desvalimiento, la propia inconsistencia (como Donnie), la miseria de su conducta pasada, como si su muerte inminente se lo permitiera y así conseguir el perdón (Gator), o ser capaz de manifestar la necesidad de un cambio de trato (como Stanley con su padre).

Magnolia (1999), de Paul Thomas Anderson, es una prodigiosa obra de compleja estructura. Pocos cineastas elaboran movimientos de cámara tan fascinantes como cargados de sentido, y a la vez pura música, como lo es su narrativa (su proverbial sentido del montaje), una música de emociones entrecruzadas, con un refinado sentido de la modulación, con diferentes crescendos y variaciones rítimicas, con la crucial función de las composiciones de Jon Brion y las canciones de Aimee Mann. Es una inmersión en los abismos de la emoción quebrada que se torna curativa pura conmoción. Sí hay luz en el túnel, pero implica esfuerzo y disposición, fe, o mejor dicho, confianza, en uno mismo, los otros y lo posible. Es posible ser atento, empático, en vez de infligir daño. Si la realidad se ha convertido en un espacio de presencias ajenas, cual fantasmas dolientes o espectros rapaces, hace falta quebrar los muros de lo verosímil para que lo que parece imposible, por nuestra incapacidad o torpeza, por nuestra mezquindad o corrupción, se haga posible, e incluso, real. Y así, como refleja el plano final, (en travelling hacia un rostro, el movimiento encontrado, realizado, en el entre, con y hacia) un rostro, hasta entonces máscara de aparente irreversible dolor, el de Claudia, se sonríe, y nos sonríe, porque una voz, la de Kurring, aquel que la mira de frente y la acepta con todas sus sombras y todos sus dolores, le está diciendo, y haciendo sentir, que siempre estará a su lado, servicial, atento a lo que sienta. Es el rostro, la sonrisa, que gestó esta narración. Es el rostro de ese misterio tan ultrajado llamado amor. Así de sencillo, así de posible, aunque parezca inverosímil.