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jueves, 29 de septiembre de 2016

Espíritu de conquista

Resalta una singular combinación en este notable segundo western dirigido por Fritz Lang, 'Espíritu de conquista' (Western Union,1941): Retrata los patrones más arquetípicos del género con la sensación de estar contemplándolos por primera vez, la familiaridad ( o el goce de un reencuentro) con la mirada del extrañamiento y el descubrimiento. Queda condensado en esa inicial secuencia del cowboy (el arquetipo que ya evoca un espacio, un unverso), Shaw ( Randolph Scott), quien contempla, admirado, a un rebaño de bisontes (como si se contemplara algo inusitado que es puro asombro). Pero no es un mero espectador, sino alguien que se ha detenido un instante pese a que está siendo perseguido, como un proscrito además porque le persiguen por representantes de la Ley. El mito y la mirada que interroga. Y por último no deja de transmitir, y ya anunciar, que en esa mirada hay cierto reconocimiento. Ese hombre es una figura en peligro de extinción, como los bisontes, no sólo por lo que representa, sino su vida particular.
En las primeras secuencias, cuando es perseguido por la Ley, el azar, o el destino, pone en su camino a un malherido Creighton (Dean Jagger), el ingeniero de la linea de Western Union, y en vez de huir, tras robarle el caballo, decide detenerse para atenderle al advertir que está malherido. Ese gesto revela que Shaw puede ser un forajido ante al que hay que replantear la mirada. Lo primero que proyecta sobre Creighton es su sombra, y posteriormente, será encuadrado como una sombra que cruza un paisaje en el que resalta en primer término un tronco caído que atraviesa el encuadre. También es el cuerpo, o sombra, que evidencia las heridas de los conflictos internos en la edificación de un país: la acción transcurre en 1861, año en que dio comienzo la Guerra de Secesión que duraría hasta 1965. En una parte del país unos pioneros abrían fronteras, con la construcción de la primera línea del telégrafo, Western Union, en unas zonas donde el tiempo se regía para los hombres por la luz del amanecer, cuando comenzaba su labor, y por la luz del atardecer, cuando finalizaba, por lo que un reloj no era funcional sino meramente decorativo, por su apariencia y su sonido. Y en cambio en otra parte del país, combatían dos frentes, como dos hermanos, en esta obra, están enfrentados.
En 'Espíritu de conquista' nada es lo que parece, constante en una obra tramada sobre las falsas apariencias (o realidad huidiza, incierta)y el descubrimiento. Hombres pioneros que construían un futuro, pero a los que perseguía el pasado, que intentaban ocultar, como le ocurre a Shaw. Equívocas apariencias: Hay indios que no lo son, sino secesionistas disfrazados (hombres en guerra en el presente que luchan por mantener un modelo y sistema de vida adoptan la apariencia de contrincantes pasados que fueron derrotados y sus tierras ocupadas y sustraídas). Su cabecilla precisamente es Jack (Barton McLane), el hermano de Shaw ( el pasado que abrasa, con el que no logra conciliarse, como tampoco compartir con los que construyen la línea de telégrafo; no por nada un incendio será crucial en las secuencias finales, como elocuente que las manos de Shaw queden lastimadas por el fuego). Blake, en principio, parece el típico ( o convencional) petimetre del Este, que tiene una visión distorsionada del universo del oeste ( su primera aparición con un ridículo vestuario de atavío con flecos), pero rápidamente demostrará que no hay que fiarse de las apariencias, por cómo domina el caballo salvaje que le 'endosan'. Después se precipitará a la hora de usar su arma contra un indio que cree amenazante para la vida de Shaw, pero al final sabrá a quién de verdad debe enfrentarse, y será quien se enfrente en duelo a Jack.
En la obra es recurrente el empleo expresivo de panorámicas y del fuera de campo, tanto relacionado con la construcción de la línea ( planos que asocian el tendido con la aparición o irrupción de los indios; el territorio desconocido que se acota) como en el singular cortejo que realizan tanto Shaw como Blake (Robert Young), el hombre del este, sobre la hermana de Creighton: al fin y al cabo otro territorio desconocido que se intenta acotar. En dos secuencias uno de ellos la visita en la oficina, y la cámara con la panorámica descubre que está el otro sentado en otra silla (un ingenioso uso del ritornello). Hay algo en esta dualidad, la que representan Shaw y Blake, que adelanta la de los personajes de John Wayne y James Stewart en la magnífica 'El hombre que mató a Liberty Valance' (1962), de John Ford, un relato que tiene mucho de cuento de fantasmas, de mito al que se levanta el polvo y homenajea. En la obra de Lang, el hombre del oeste, el que representa un pasado, el de los fueras de la ley y los enfrentamientos violentos ( la guerra civil) también desaparece (hermosisimo el plano de su mano vendada por las quemaduras que cae del alfeizar tras ser abatido; su rostro, su figura, ya queda definitivamente fuera de campo; como los que contemplaba en la secuencia inicial, los bisontes que casi fueron extinguidos, criaturas de un pasado), para dejar paso a la civilización y sus posibles progresos de comunicación, o, sencillamente, al ánimo transformador del pionero. Aún había posibilidad de confiar en la construcción de un futuro (armonioso).

miércoles, 28 de septiembre de 2016

Cara de ángel

En las secuencias iniciales de 'Cara de ángel' (Angel face, 1953), de Otto Preminger, una ambulancia, conducida por Frank (Robert Mitchum), parte del hospital porque se requiere su asistencia en una mansión: una mujer, Catherine Tremayne (Barbara O'Neill) declara que alguien ha dejado abierta la llave del gas con la intención de asesinarla, aunque por los indicios más bien piensan los policías que puede tratarse de un intento de suicidio que no quiere reconocerse. En la secuencia final, un taxi, cuya presencia ha sido requerida, llega a la misma mansión pero nadie responde a su bocina. Otro vehículo acaba de precipitarse en el vacío, con sus dos pasajeros, la conductora, la hijastra de Catherine, Diane, y el chofer recientemente contratado, Frank. De ambas acciones es responsable Diane. Diane sufre de contumaz obsesión por controlar, conducir, su destino, y si la voluntad de los otros contraria la propia, la solución es la eliminación. La vida de Frank gira alrededor de la conducción de vehículos, ha trabajado en diversos oficios realizando esa labor, y su aspiración es montar una empresa relacionada con los coches de carrera que revolucione ese mercado. Pero a diferencia de Diane, de piñón fijo, cambia demasiado las marchas, sin ser capaz de definir la dirección de sus sentimientos y emociones, lo que le convierte en una figura veleidosa, escurridiza y manejable a la vez si se sabe tocar el adecuado resorte.
En la primera secuencia que se encuentran, cuando Frank desciende al primer piso tras atender a Catherine, se encuentra con Diane tocando el piano. También toca el piano cuando medita la próxima acción que atente contra la vida de Barbara, la intromisión en el paraíso de la complacencia que le provee su padre, Charles (Herbert Marshall), y también mientras espera que esa acción se materialice, tras sabotear el coche de tal modo que cuando arranque se precipite a toda velocidad marcha atrás colina abajo. Aunque no prevé que también su padre acompañe en el coche a Barbara. Es determinada, empecinada, pero la realidad no tiene porque responder a sus acordes, no son teclas que pueda dominar todas y cada una de ellas. Diane es el rostro que parece angelical, una apariencia que en absoluto se corresponde con su naturaleza siniestra, caprichosa. Es lo que tiene la realidad, que las apariencias pueden ser lo contrario de lo que parecen. En su cine, como pocos otros cineastas, Preminger ha reflexionado sobre esa naturaleza difusa y escurridiza de la realidad en la que las certezas resultan difícil de establecer, cuando menos porque las actitudes resultan caprichosas o variables.
Frank, precisamente, se define por su actitud o variación de deseo oscilante. Oscila entre dos mujeres, Mary (Mona Freeman) y Diane. Cuando Diane irrumpe en su vida, Frank mantiene una relación con Mary. Pero remarca que es un 'agente libre', como si necesitar subrayar que sus decisiones sólo dependen de él, no de los demás, o en concreto de las mujeres, aunque le devuelvan la bofetada, como Diane a quien abofetea para calmar lo que cree que es un ataque de histeria debido a la preocupación por la vida de su madrastra. A Frank le atrae esa voluntad respondona, y más si es de alguien que, por disposición de fortuna, puede propiciar que consiga el dinero necesario para establecer su negocio. Significativo es que busque de nuevo a Mary cuando tome consciencia que Diane prefiere mantener en secreto su relación y que parece poco factible que consiga el dinero necesario. Esa oscilación será su perdición. Como un péndulo va y vuelve de una a otra, como si pasara de la marcha atrás a la quinta marcha de un instante a otro, hasta que Mary le espeta que se ha cansado de depender de su naturaleza voluble. ya que le hace sentir que está competiendo por la consecución de un trofeo, y Diane, aún más expeditiva, decide tomar la resolución más drástica. Si no puede conseguirle vivo, al menos podrá compartir muerte con él, por lo que decide morir del mismo modo que su padre, la muerte que ella propició, probablemente el único acorde de remordimiento en su reptiliana naturaleza caprichosa, la mirada del abismo. Una muerte que también ratifica que Frank no logra conducir su vida ni siquiera en el momento de morir. Y después de tantas marchas atrás con su vida, se encuentra con una que será la que le conduzca al irremisible vacío. Magnífica banda sonora de Dimitri Tiomkin

martes, 27 de septiembre de 2016

El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares

Unas huellas en la arena que borra la marea, la repetición de la vida ordinaria, la sensación de vida difuminada, irrelevante. Un escenario de luminosidad sin relieve, plana y cegadora, como un gran supermercado, en el que tu vida se tambalea como los paquetes has apilado mientras contemplas cómo la chica que te gusta se aleja con otro chico, la sonrisa despectiva que hizo caer los paquetes y precipita tu vida en la amarga sensación de sentirte nada, un uniforme más entre los que trabajan en ese supermercado. Pero el sueño, la fantasía, irrumpe, y quizá puedas sentirte singular, peculiar, y protagonista de una fantasía en la que sí flotas y fluyes con la chica que te gusta y en la que resuelves los conflictos y sorteas los peligros en un escenario distinguido en el que lo posible abre ángulos no advertidos. Quizá tu hogar pueda ser un bucle en el que la repetición se convierta en estimulo e incentivo, porque se transfigura en variación cuando habitas el relieve de las paradojas. En 'El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares' (Miss Peregrine's home for peculiar children, 2016), de Tim Burton, adaptación de la novela de Ransom Riggs, Jacob (Asa Buttlerfield) viaja a través de las palabras enigmáticas y la muerte de ojos vaciados, oscurecidos, de su abuelo, Abraham (Terence Stamp), a un posible mundo en Gales que le traslada al pasado, a 1943, y a un bucle, en el que reside el orfanato de Miss Peregrine (Eva Green) con sus niños peculiares.
En principio,el relato, el enigma, parece a los que habitan la vida ordinaria, sus padres, una manifestación de la demencia del abuelo. Lo singular o peregrino puede parecer perturbador o absurdo, una evidencia de trastorno. Por eso, Jacob oscilará entre su abominación de lo ordinario y el miedo a ser extraño, diferente. En ese 'otro' universo se sentirá como si encontrara su hogar, entre niños con especiales poderes, como reavivar objetos inanimados, proyectar sus sueños, ser capaz de propulsar fuego, ser invisible, o disponer de una fuerza titánica pese a ser una pequeña niña (todo lo que le pudiera gustar materializar en su frustrada vida ordinaria), y en especial liberarse de sus pies de plomo, o sus entrañas plomizas (como el abrumador peso de la gravedad de la vida ordinaria) y flotar con quien le atrae, la chica que flota en el aire, Emma, cuyo espacio secreto, por añadidura, es un barco hundido en el que con su capacidad de dotar de aire al agua pueden disfrutar de un espacio íntimo, esa sala en la que ella guarda sus secretos.
Pero a Jacob no deja de dominarle el miedo de lo peculiar, se siente ordinario, demasiado ordinario, y no puede afrontar vivir en ese mundo peculiar, ese bucle que supone ruptura con la ilusoria ancla de estabilidad de la vida ordinaria. Será su miedo, su vacilación, la que propicie que el lado siniestro de lo peculiar logre introducirse en ese bucle. Son criaturas que pueden mutar su apariencia (la monstruosidad tras las falsas apariencias) y que se nutren de los ojos de los niños peculiares, de las miradas diferentes. Sus ojos son blanquecinos, ciegos, como la luz plana de un centro comercial. Se complementan con unos seres denominados los huecos, seres que asemejan insectos por sus miembros, y de cuyas bocas brotan tentáculos, rostros borrados, sin singularidad, la indefinición del hueco entre lo ordinario y peculiar, en el que habitan los miedos y las inseguridades. Jacob se enfrentará a su miedo y descubrirá que su poder, precisamente, es poder ver, a diferencia del resto, a esos siniestros seres huecos. Visibilizar a esos seres se corresponde con visibilizar su miedo a la intemperie de asumir su singularidad y diferencia. Sentir que puede volar con su mirada despreocupada de lo que representa para otros, como Miss Peregrine posee el poder de transformarse en pájaro.
Si en la introducción de la excelente 'Mi amigo el gigante' (2016), de Steven Spielberg, se condensaba la desubicación de la niña protagonista en relación a su contexto ordinario, la desesperación de su sentimiento de invisibilidad, quizá en la obra de Burton las pinceladas de ese paisaje ordinario resulten insuficientes. Aunque precisas en su resonancia significativa, están desprovistas del necesario relieve emocional para que el contraste con lo peculiar propulse un trayecto narrativo dotado de las deseables intensas turbulencias que reflejaran el conflicto en el que oscila el adolescente protagonista: su anodino reflejo es la vacua figura paterna. Se añora el pálpito más desesperado o desamparado de Eduardo Manostijeras (1990). En este sentido, puede resultar más paisajistico que carnal, aunque no deje de resultar estimulante, y dinámico, tanto el contraste de las figuras que habitan ese peculiar orfanato, como la irrupción de lo siniestro a través de las figuras de los huecos o de los siniestros seres de ojos blanquecinos, comandados por Barron (Samuel L Jackson), que deriva, elocuentemente, en una confrontación final en una pista de circo en el interior de la atracción de feria de un tren fantasma. Y, desde luego, como vibrante atracción de feria imaginativa sí se propulsa sin desfallecimientos y con la firmeza del vuelo del salaz ingenio.

domingo, 25 de septiembre de 2016

La espera

Hay esperas que no son sino demora. Hay quien espera para quizá reanimar una relación como una cicatriz que cierre por fin la herida que aún dolía como el fantasma de un miembro mutilado. Hay quien simula una demora en una espera que no lo es porque prefiere proyectar el fantasma de una luz no extinguida, la extirpación de una vida amada, en el cuerpo rebosante de vida y luz de quien espera el regreso de una relación sentimental que olvide definitivamente lo que amenazó con interrumpirla de modo irremisible. Una figura surge de la oscuridad en el primer plano de 'La espera' (L'attesa, 2015), de Piero Massina. No es la única imagen en la que resalta un pequeño foco de luz entre la oscuridad: un hombre, al fondo de un pasillo, cierra unos ventanales en la casa solariega, unos ventanales que asemejan a la escasa que luz resiste en un ambiente de desolación, como los ojos en el rostro, partido por el encuadre, de la madre, Anna (Juliette Binoche), postrada en la cama. Su rostro también refulge en la espesa oscuridad, por la luz azulada del móvil. El móvil de su hijo fallecido. El primer plano de la película parte de una figura de un Cristo, una figura flotante en la oscuridad. En la entrada de la casa el viento zarandea una colchoneta, arrastrada entre el polvo, colchoneta que luego la madre abrazará. Ambas figuras remiten al cuerpo ausente del hijo fallecido.
Jeanne (Lou de Lange) viaja a la casa solariega en Sicilia de la madre de quien ama, Giuseppe, para reencontrarse con él. En el camino, en un escenario mineral, brumoso, se cruza sin saberlo, con una figura que representa lo que no espera, una figura envuelta por una lona entre la que asoman dos manos en gesto de plegaria. Una premonición de una ausencia para quien espera recuperar la plenitud de la presencia. Y la ilusión se mantiene cuando llega a la mansión, porque la madre no le comunica su fallecimiento. Si no dice que ha muerto, parece que efectivamente esperaran que reapareciera. Si alguien le espera, si alguien espera que esté vivo, quizá no haya muerto, aún restan rescoldos de su hijo a través de la mirada expectante e ilusionada de la chica que le amaba. Por unos instantes, unos días, se agarra a esa provisional como luz que es el clavo ardiendo de quien aún prefiere mirar de espaldas a la realidad, de quien quiere permanecer en una orilla, indemne, mientras contempla como un cuerpo rebosante de vida se sumerge en el agua. Un cuerpo que flota, pero entre luz y agua que es tacto y flujo de lo que no es interrumpido.
La mirada de una se arruga, entre ojeras que parecen desprenderse como lágrimas que se escoran en un silencio que no quiere gritarse. La mirada de la otra se abre como un cielo que se expande, porque siente que la vida se despliega con la posibilidad de recuperar lo que fue herido un año atrás, cuando ella miro hacia otra dirección, hacia otro, y aquel desvío lesionó la relación que ella desea que fuera la de antes como si nada hubiera ocurrido, pasado que parece repetirse como posibilidad cuando ella conoce a dos chicos a los que invita a cenar, y con los que baila al son de una canción de Leonard Cohen, y siente en la mirada de la madre el reproche del hijo. Ambas, de un modo u otro, desean que el olvido sea el que cierre heridas, como ilusión de vida ilesa, sin heridas ni muerte, sin interrupciones pasajeras ni menos definitivas. Jeanne no deja de llamar al móvil de Giuseppe, comparte lo que vive en esa casa, desespera porque no entiende su silencio y cree que se debe al reproche aún presente por lo que ocurrió el verano anterior. Los mensajes sólo llegan a la madre que quiere sentir aún que su hijo vive de algún modo, que alguien le llama y le deja mensajes, como si fuera el último residuo de lo que fue, mientras niega lo real como quien porta una venda o una caperuza, como los penitentes en la procesión que portan, ya descubierta, aquella figura de manos en gesto de plegaria que vio Jeanne. Pero sólo es una pantalla rota, camuflada bajo los velos de una procesión mental. No hace falta decir nada cuando Jeanne comprende lo que significan esas fisuras. Ambas se miran, una se aleja como si sólo quedara resistir la onda expansiva de una explosión, y la otra queda postrada en el silencio de su mirada vuelta de espaldas.

jueves, 22 de septiembre de 2016

El porvenir

Esta es una obra sobre el porvenir que no es sino sobre el pasado que no fue. Esta es una obra que interroga sobre el posible debate sobre la verdad que no es sino sobre la construcción de la verdad. Hay verdades insoslayables, hay verdades que se constituyen y enquistan en los rituales y nociones de normalidad y necesidad. El porvenir' (L' avenir, 2016), de Mia Hansen Love es una obra sobre una vida que se desprende de toda dependencia para encontrarse en la misma posición que treinta años atrás cuando era una joven que cuestionaba el mundo alrededor aunque no es sino una misma circunstancia para apuntalar que su dirección probablemente sería y será la misma. Esta es una obra sobre los rescoldos de la revolución o de la actitud que quería transformar la sociedad y la realidad a finales de los sesenta, y por qué los senderos que se tomaron fueron otros, esos que quizá están sostenidos o construidos sobre las contradicciones quizá más bien las paradojas. Y también sobre los ecos en el presente que quizá no dejen de recorrere el mismo sendero mientras se internan en los laberintos de los debates intelectuales sobre lo que podría ser, sobre modos o actitudes de vida que puedan ser alternativos de modo factible y no como entelequia que acabe esquinada entre páginas de libros como notas a pie de página vitales.
Nathalie (Isabelle Huppert) es una profesora de filosofía que, durante tres años, fue una joven comunista que cuestionó el estado de cosas pero se adaptó a un modelo social en el que su función (utilidad), como explica, o se justifica, es la de instruir a los jóvenes, las de nutrir su capacidad de reflexión e interrogación como profesora de filosofía. En esa difuminada frontera se balancea, entre la utilidad de su función propulsadora y su condición integrada en un modo de vida de casillas establecidas. ¿Cuál es la verdad? ¿Cómo enfocar la real dimensión y alcance de sus decisiones?¿Cómo se conjuga actitud reflexiva, interrogación, con institución de relación con la realidad, la habitación del ser? Algunos de los alumnos del centro donde imparte clases protestan e intentan impedir la normal circulación de alumnos que atienden a sus aulas como cada día. Pero Nathalie no cree en esas interrupciones de circulación que obstruyen o condicionan a otros. ¿Condicionan voluntades ajenas o intentan propiciar una transformación que sea mejora, un debate que cuestione una inercia instituida?
La circulación de vida alrededor, la vida de accesorios que configuraban la vida sólida y definida de Nathalie, se irá descascarillando, desmoronando, aunque más bien parezca un liviano desprendimiento de una muda de piel que no deja quizá de ser la misma. Sus hijos ya dejaron el hogar, su esposo le abandona por otra mujer, su madre, que no dejaba de interrumpir, ya como otra ritualización, su curso diario con sus hipocondrías, fallece. De repente, se encuentra con un estado de libertad que se asemeja al de su vida cuando se encontraba en proceso de formación y configuración treinta años atrás. No hay lazos o dependencias, está sola con su vida, que puede determinar como quiera. Es libre para ser como quiera. ¿Hacia dónde su mira? ¿Cuáles han sido sus pasos en un terreno que parecía sólido como la mesa en la que coloca el correspondiente jarrón y quizá fuera movedizo como la arena? Su último lazo, o quizá el último lastre de dependencia del que debe desprenderse es la gata de su madre. Es alérgica pero se la queda, y se preocupa con ansiedad cuando sale de la casa de campo a la que ha ido, llamándola incluso por la noche, como si se llamara a sí misma. La gata se llama Pandora, y quizá la caja de Pandora que se abre cuando figuras o accesorios de su vida alrededor desaparecen o se distancian simplemente le confrontan con lo que fue y sigue siendo, las decisiones que tomó que no dejan de ser ella sola o acompañada, una mujer entre pensamientos y libros que quizá ha vivido más entre sueños que entre realidades, entre construcciones mentales y una vida organizada que proporcionaba los cimientos de los rituales que edifican un presente que asegura un porvenir en el que ya no se interroga demasiado aunque proporcione interrogantes a los que miren hacia el porvenir como un territorio desconocido por descubrir y configurar. Contradicción o paradoja, verdad como el sol o construcción conveniente. Ser o interrogarse. Llamarse para simplemente replegarse entre las sábanas de la propia mente.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

10 películas del subgénero del montañismo

El subgénero del montañismo fue muy popular en Alemania en la década de los 20 y 30. Existe una gran variedad de obras de ficción y documentales que narran gestas reales o célebres acontecimientos trágicos de alpinistas. Hay obras en las que la peripecia física adquiere una dimensión simbólica, el enfrentamiento del hombre con la naturaleza o una transposición de su relación con la vida, y hay otras que utilizan la montaña como escenario de una película de acción. Realicemos un breve recorrido por algunas películas que representan diversas tendencias
'La luz azul'. El cine de montaña es al cine alemán lo que el western al cine estadounidense. Reflejaban la lucha con la naturaleza que siempre finalizaba con alguna iluminación de sabiduría para los protagonistas. En la década de los años veinte, hasta inicios de los treinta, fue un género muy popular. El director más célebre fue Arnold Franck, a quién abordó la actriz Leni Riefensthal porque deseaba participar en las películas de un cineasta que admiraba enormemente. Consiguió protagonizar varias, 'La montaña sagrada' (1926), 'El gran salto' (1927), 'Prisioneros de la montaña' (1928) o 'Tormenta en el Mont Blanc' (1929), incluso realizando, como en 'La intoxicación blanca' (1931), arriesgados descensos con el célebre esquiador Hannes Schneider. Franck sería el montador de la excelente 'La luz azul' (1932), la primera película de la cineasta, luego celebre por ser fichada por Hitler para reflejar su ideario con, entre otras, 'El triunfo de la voluntad' (1935). Riefensthal encarna a la singular protagonista, la única que logra ascender la montaña en la que, en las noches de luna llena, se advierte una luz azul que provoca que los hombres quieran escalarla. Pero todos pierden la vida en el intento. Por esa singularidad es acusada de bruja, cuando es la única que sabe relacionarse armónicamente con la naturaleza, mientras que para otros la montaña adquiere una dimensión sobrenatural que suscita su miedo, o se convierte en el espejo de su codicia, cuando descubren el material precioso que provoca aquella luz azul.
'La montaña trágica'. Pueden existir variadas razones para subir a la montaña, que pueden ser reflejo de la propia actitud con la vida, sobre cómo la confrontan y cómo se relacionan con los demás. En 'La montaña trágica' (1950), de Ted Tetzlaf, la ascensión a la montaña denominada Torre blanca supone para el personaje de Alida Valli la afirmación de la vida frente a la inevitable muerte, la ilusión es una cicatriz pasajera que le hace sentir que, de modo provisional, puede superar a la muerte en el lugar en el que falleció su padre. Hay para quien, como para personaje de Glenn Ford, significa un paso más hacia la cima que se desea, el amor de quien ama, el personaje de Valli. Hay quien cuya ascensión la plantea en términos de competitividad, además inclemente con los débiles, como el escalador de filiación nazi que encarna Lloyd Bridges. Hay quienes ascienden para sentir que aún están vivos, como el de Claude Rains, o como gesto generoso y solidario, como el de Cedric Hardwicke, amigo del padre de Alida Valli. Por último, siempre hay quien asciende por la vida a disgusto por tener que realizar absurdos esfuerzos, como el guía que encarna Oskar Homolka.
'Licencia para matar'. Probablemente la cuarta obra de Clint Eastwood, 'Licencia para matar' (1975), no sea uno de sus más estimulantes logros. Su personaje, antecedente de Indiana Jones combinado con James Bond, profesor de historia del arte que fue asesino a sueldo del Gobierno, para quien realizaba las correspondientes 'sanciones', es reclutado para realizar otra, a la que alude el título original 'Eiger sanction', La sanción del Eiger, la escarpada montaña alpina que deberá ascender, tras realizar el oportuno entrenamiento en Monumento Valley para recuperar la forma. Quien debe ser 'sanciónado' es el asesino de un agente norteamericano. No se sabe su identidad, sólo que cojea y que va a escalar el Eiger como parte de un equipo al que se une el propio Eastwood para asesinarle. El rodaje fue un tanto accidentado. Eastwood quería rodar en la montaña, pero fue primero advertido por un experto instructor, que había perdido varios escaladores en la ascensión al Eiger y el director de fotografía Frank Stanley, que consideraba que no era necesario escalar de verdad la montaña. Simplemente, Eastwood tenía esa fantasía infantil. Un especialista se cayó y perdió la vida. Eastwood decidió continuar para que su muerte no fuera en vano, y optó por realizar él mismo la escalada sin utilizar un especialista. Stanley también se cayó y debió permanecer durante unos meses en silla de ruedas. Acusó a Eastwood de ser demasiado impaciente y no realizar la necesaria preparación, como si considerara que todo fuera llegar y besar el santo. Stanley no volvió a trabajar con Eastwood.
'Dispara a matar'. Casi pasa mitad película de 'Dispara a matar' (1988), de Roger Spottiswoode, cuando se desvela quién es, entre los montañistas que realizan una excursión, el asesino perseguido por un agente del FBI encarnado por Sidney Poitier, al que ayuda en la persecución un experto montañero (Tom Berenger), pareja, para más señas, de la guía del grupo (Kirstie Alley). La revelación será infortunada para el resto del grupo porque todos se verán empujados al vacío como piezas de un dominó. Para mantener la intriga se eligió a actores que hubieran interpretado a personajes siniestros en el pasado (Andrew Robinson, el Scorpio de 'Harry el sucio', Clancy Brown, el villano de ''Los inmortales, o Richard Masur, el traficante de drogas de 'Nieve que quema'). El agente del FBI por su parte, más bien urbanita poco acostumbrado a lidiar con la naturaleza, deberá enfrentarse a las dificultades de escalar riscos como a la amenaza de un oso (con quien las muecas parecen ser efectivas para ahuyentarle).
'Grito de piedra' y 'Gasherbrum'. No quedó Werner Herzog muy satisfecho de 'Grito de piedra' (1991), una obra centrada en la divergente actitud de dos alpinistas con respecto a la ascensión a las alturas superando los retos de escarpadas montañas. Ambos compiten para ver quien alcanza antes la cima de la cima argentina Cerro Torre, con la atención mediática de un programa televisivo. Herzog no estaba muy satisfecho con el guión, que desarrollaba una idea del escalador Reinhold Meissner, inspirada en el primer ascenso a esta cima en 1959, en la que uno de los dos escaladores perdió la vida en el descenso. Meissner había colaborado con Herzog previamente en el documental 'Gasherbrum' (1984), que relataba su ascensión, junto a su compañero Hans Kammelander, de dos picos, Gasherbrum I y Gasherbrum II, sin retornar entremedias al campamento de base. A Herzog le interesaba más que el recorrido físico las motivaciones interiores de ambos escaladores. Y eso es lo que cojea en 'Grito de piedra', en el poco consistente contraste entre el joven arrogante escalador, más bien acróbata, que ve las paredes verticales como un campo de juego en el que compite para ganar, y el veterano que no hace alardes y cuyas motivaciones son más profundas. Su desdibujado conflicto dramático tiene el agravante de que ambos comparten interés sentimental por la misma mujer.
'Viven'. En 1972, el avión en el que viajaba un equipo de rugby uruguayo se estrelló en los Andes. En tal inhóspito paraje, tan lejos de la civilización, en el que permanecieron dos meses, tuvieron que afrontar el dilema de cómo alimentarse cuando se terminaron las subsistencias. Su decisión de nutrirse con la carne humana de los cadáveres, más que la consecución del rescate gracias a la audaz decisión de dos de ellos, Parrado y Canessa, de recorrer cientos de kilómetros, durante doce días, para buscar ayuda, fue el detalle que más resonancia mediática tuvo, y más impacto social causó. Alguna de las montañas que escalaron en su recorrido no habían sido ascendidas por nadie: De hecho, a una se le dio el nombre de Monte Seler, en memoria del padre de Parrado. Su peripecia fue narrada veinte años después en 'Viven! (1993), de Frank Marshall, con eficaz concisión. Destaca particularmente la lograda secuencia del accidente aéreo. 29 murieron, 16 sobrevivieron.
'Máximo riesgo'. Al personaje que interpreta (es un decir) Sylvester Stallone en 'Máximo riesgo' (1993), del cineasta experto en truños de acción, Renny Harlin, sufre un trauma cuando no logra salvar a una compañera de tareas de rescate, que además era la novia de su mejor amigo. Una panda de desalmados delincuentes se estrellan en las Montañas rocosas y Stallone se encuentra en la tesitura de realizar doble labor, salvar vidas y acabar con otras, lo cual no le crea demasiados conflictos aunque entren en contradicción porque sabe distinguir en qué piedras y en qué cabezas hay que usar el pico. Aunque sí se encuentra con una contrariedad: el guía de los desalmados delincuentes es el amigo cuya novia no logró salvar. Aún así el rostro de Stallone no mueve un músculo y se confunde con la piedra. Quizá no sea tan deplorable como otras de las tantas películas de despliegue de testosterona y músculo que ha protagonizado durante ya cuatro décadas con la excepción de la notable 'Copland', de James Mangold, pero deja también esa sensación de vacío y aturdimiento como si te hubieran expoliado varias neuronas de golpe. Algunos lo llaman entretenimiento de barraca de feria. Yo lo llamo lobotomía.
'Límite vertical'. Avalancha, caída de los supervivientes en una grieta, y ascenso de varios pequeños grupos de salvamentos con explosivos, componen la columna vertebral de acontecimientos dramáticos de 'Límite vertical' (2000), de Martin Campbell, una película de acción que toma como escenario la montaña del K2 en el Himalaya. La tensión se acrecienta por los roces entre los supervivientes, por la arrogancia del empresario que encarna Bill Paxton, y el mal estado de una de ellos, precisamente, hermana de quien vio cómo su padre se sacrificaba en una ascensión previa para salvar la vida de sus dos hijos. El rescate de la hermana implica enfrentarse a una herida del pasado. Quizá los mimbres dramáticos no sean particularmente destacables (y Chris O'Donnell posee la hondura del vegetal para expresar conflictos dramáticos), pero Campbell logra imprimir mediante el montaje el necesario dinamismo y la ajustada precisión que también insuflará a las posteriores, y más notables, 'Casino royale' y 'Al filo de la oscuridad'.
'Tocando el vacío'. El 80 % de los accidentes tiene lugar en los descensos. Eso es lo que le ocurrió en 1985 al británico Joe Simpson, cuando descendía junto a Simon Yates, el Siula Grande, montaña de los Andes peruanos. Se fracturó la pierna. Su compañero le ayudó a descender durante un trecho, pero cuando quedó colgado sobre el vacío tuvo que cortar la cuerda para no precipitarse con él. Dado por muerto, Simpson descendió, arrastrándose con la pierna rota, durante cuatro días, hasta alcanzar el campamento base. Kevin McDonald, luego director de 'El último rey de Escocia' o 'La sombra del poder', realiza con 'Tocando el vacío' (2003) un intenso documental que combina el relato verbal en retrospectiva de ambos escaladores, y quien les esperaba en el campamento, con la recreación con actores de la peripecia que sufrieron. Aunque se sepa que el desenlace fue feliz, logra transmitir toda la tensión, e incluso incertidumbre, que vivieron. En especial, ese instante en que Simpson, atrapado en la gruta donde había caído, decide internarse y descender por una grieta porque considera que es su única opción de encontrar una salida. Tras dos años y seis operaciones, Simpson volvería a escalar.
'Everest'. En 'Everest' (2015), de Baltasar Komakur, se remarca que quien manda en la montaña. No se acentúa la épica, porque será avasallada por la fuerza incontestable de los elementos. Se señala el sufrimiento consustancial al ejercicio de la escalada (como si se apuntara su masoquismo inherente), pero no se enfatiza demasiado. Se apunta la necesidad de encontrar aliento vital, frente a los nubarrones de la rutina diaria, en una actividad que pone en riesgo la propia vida, aunque acabes sin nariz por intentarlo. Se siente el vacío de un abismo en el que te puedes precipitar, la distancia que separa tu seguridad de una vulnerabilidad permanente. Su sobriedad cortante, que algunos han calificado de fría, recuerda a otra obra con guión de William Nicholson, 'Tierra de penumbras' (1993), de Richard Attenborough. Respira templanza frente a la adversidad. Se transmite la aceptación de la derrota, la pérdida como inevitable posibilidad en la apuesta. Y se narra con vibrante fluidez, con genuino sentido de la aventura, una peripecia que transmite agreste sensación de realidad. De hecho, ocurrió de verdad, en 1998. La visita guiada (previo pago de una considerable suma), porque también el Everest es ya como una atracción turística en la que hay colapsos para conseguir el mejor turno de subida, se saldó con varias muertes.

domingo, 18 de septiembre de 2016

Mi mujer favorita

'Enoch Arden' es un poema narrativo escrito por Lord Alfred Tennyson, publicado en 1864. Un marinero, casado y con tres hijos, sobrevive a un naufragio, y permanece diez años en una isla. Cuando retorna descubre que su esposa se ha casado con un mutuo amigo de la infancia, con el que ha tenido otro hijo. El marinero nunca revela que ha regresado, para no perturbar su felicidad, y muere de pena con el corazón roto. Se han realizado numerosas adaptaciones, o variaciones, sobre esta obra. Ya en la era silente con el mismo título, David Wark Griffith en 1911, Percy Nash en 1914, en Gran Bretaña, y Christy Cabanne en 1915, con Lilian Gish, realizarían su particular aproximación. Y en 1925, una producción australiana con el título 'The bushwackers'. Ya en la etapa sonora, inspiró la comedia 'Demasiados maridos' (1940), de Wesley Ruggles, según una obra teatral de W.Somerset Maugham, con Jean Arthur, Fred McMurray y Melvyn Douglas, con primer marido ausente por naufragio durante un año, que conocería una nueva versión musical en 1955, 'Three for the show', de H.C Potter,con Betty Grable, Jack Lemmon y Gower Champion. En 1946 'Mañana es vivir', de Irving Pichel, según la novela de Gwen Bristow, con Claudette Colbert, Orson Welles y George Brent, con marido dado por muerte en combate durante la I guerra mundial que retorna con rostro desfigurado. 'En 1966 y 1967, dos producciones hindúes, 'Nirmon' y 'Taqdeer'. Y también 'Náufrago' (2000), de Robert Zemeckis está inspirada en el citado poema.
'Mi mujer favorita' ( My favorite wife, 1940), de Garson Kanin, es otra variación, aunque en este caso la dada por muerta tras un naufragio, en concreto durante siete años, es la mujer, y se amplia el espectro de conflicto no sólo a tres, por la nueva esposa, sino a cuatro por la inclusión, en brillante cambio narrativo de rumbo en el meridiano de la película, de un personaje masculino, que compartió estancia en la isla con la mujer durante ese tiempo. Dos décadas después, se realizaría una nueva versión en 1963, 'Apártate, cariño', de Michael Gordon, con Doris Day, James Garner y Polly Bergen, tras el frustrado intento de realizar 'Something's got to give' (1962), con Marilyn Monroe y Dean Martin (quien había reemplazado a James Garner, por comprometerse este con 'La gran evasión'), dirigidos por George Cukor, pero Marilyn fue despedida por su reiteradas incomparecencias en rodaje (tras dejar treinta minutos utilizables de material rodado), y Martin se desentendió porque no le convenció la sustituta, Lee Remick. Marilyn fue contratada de nuevo, pero moriría antes de volver a rodar.
'Mi mujer favorita' (My favorite wife, 1940), en principio, iba a ser un nuevo proyecto del gran Leo McCarey, quien quería reincidir en la feliz alquimia que había dado como resultado su colaboración con Cary Grant e Irene Dunne, la pareja protagonista de 'La pícara puritana' (1937), la matriz de la screwball comedy, que instituyó además la personalidad cinematográfica de ese actor único que fue Cary Grant. Pero McCarey sufrió un grave accidente automovilístico que mantuvo preocupados a todos los implicados durante las dos primeras semanas del rodaje ya que se temió por su vida. Afortunadamente, se recuperó y pudo estar presente en la última etapa de rodaje. McCarey había ideado el argumento junto a Bella y Sam Spewack, quienes desarrollaron el guión. Fue McCarey quien lograría encontrar la solución a un tercer acto que ni resultaba convincente al público ni a ellos mismos. Su solución: recurrir de nuevo a un personaje secundario que aparecía en los primeros pasajes, el juez Bryson (Granville Bates). Quien se encargó de la dirección fue Garson Kanin, que también colaboró, de modo no acreditado, en el guión. De hecho, Kanin es conocido sobre todo como guionista, junto a Ruth Gordon (luego actriz, por ejemplo como la inquietante vecina anciana en 'La semilla del diablo', 1968, de Roman Polanski, por la que consiguió un Oscar a la mejor actriz secundaria). Colaboraron repetidamente con George Cukor (La costilla de Adán, Pat y Mike,Una doble vida). Kanin fue autor de la pieza teatral en la que se basa 'Nacida ayer' (1952), de Cukor, o del relato corto inspirador de la estupenda comedia 'El amor llamó dos veces' (1943), de George Stevens.
El inicio riza el rizo de la ironía. El mismo día en que a Ellen (Irene Dunne) se la declara legalmente muerta, reaparece con vida ( y ropa masculina de marinero), como los fantasmas invocados por una inconsciente añoranza aunque se haya decidido casarse con otra mujer precisamente ese día. Han transcurrido siete años, y Nick, convencido de que no reaparecerá, ha decidido casarse de nuevo, con Bianca (Gail Patrick), quien desde luego no parece la réplica de la primera, como si no pudiera sustituirse, por lo que optó por su opuesto. Por lo tanto, la 'falta' permanecía intacta, como la relación que fue interrumpida por las circunstancias pero no por el deterioro. La nueva relación es una variante de quien en cierta medida permanece aún siete años atrás. Por eso, no le resulta nada complicado decidir cuál es su mujer favorita cuando descubre que no es un fantasma precisamente quien ha vuelto. Aunque sí le resultará difícil lograr comunicárselo a su nueva esposa.
El primer tramo se define por la indecisión e irresolución de Nick, reflejado en la escisión, primero por dos espacios, dos habitaciones en un hotel, entre los que fluctúa, más bien tendente a la fuga: su incapacidad de comunicar encuentra su contrapunto irónico en que intente expresar vía telefónica a Bianca que ha tenido que marcharse cuando ambos se encuentran en dos cabinas separadas por medio metro, por lo que se colisionan al salir. Nick se colisiona con ella, y consigo mismo, pese a que sepa a quien ama. Para remarcar su agónica irresolución, de dos espacios se pasa a un espacio, el hogar, en el que conviven las dos mujeres: su patética incapacidad de comunicar a Bianca que ha reaparecido a su mujer, a la que realmente quiere, se evidencia en el hecho de que porte el batín que ella le ha comprado, lo que refleja su pusilánime voluntad.
Sin aún lograr decidirse, se introduce una nueva variante que amplía las dualidades, y duplica su conflicto, porque, por añadidura, Nick sentirá celos retrospectivos al ser informado por un agente del seguro de que Ellen compartíó su estancia en la isla con otro hombre. Su imaginación se disparará, primero, pero se desmoronará, después, cuando descubra que Stephen (Randolph Scott, quien compartió casa con Grant durante 12 años) es todo un adonis (su desmoronada expresión cuando le ve saltar desde un trampolín en una piscina cual atleta tarzanesco es todo poema: hasta lo imagina como acróbata miniaturizado en su tortuosa mente). Así que de ser primero, incapaz de decir las cosas claramente, pasa sin solución de continuidad a enmarañarse en sospechar lo que es innecesario. Y, por ello, en la secuencia final, de nuevo entre dos espacios, ambos en camas separadas en espacios distintos, habitaciones diferentes, reflejo de lo torpemente ajeno (de su tendencia a la fuga: su orgullosa primera reacción había sido distanciarse, declarar que necesitaría un tiempo para pensar sobre su relación), él sufrirá las incomodidades de su cama defectuosa, tras que rectifique y reintente la aproximación, hasta que asume el ‘juego’. Porque lo fundamental, al fin y al cabo, ahora que está de nuevo junto a él (no como fantasma sino como presencia), es que Ellen es la mujer que ama, su mujer favorita. Lo demás, es complicar tontamente las cosas Y de eso hablan las buenas comedias.