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domingo, 30 de abril de 2017

La chica dormida

El bosque de la mente que una adolescente cruzó para encontrar el ángulo propio. Donde sueñan los monstruos habitan las cajas de bombones de los encuadres de Wes Anderson. En el principio, quién sabe. A continuación, la infancia y sus juegos, cuando la vida parece habitada por muñecos. Después, sin duda, la confusión de la adolescencia. El continuará del mundo de los adultos se definirá por la consolidación de algún encuadre, ilusorio o no. La singular producción australiana 'La chica dormida' (Girl asleep, 2016), opera prima de Rosemary Myers, para la que Matthew Wittet adapta su propia obra teatral, se centra en el umbral que hay que atravesar en ese confuso escenario para empezar a definir en qué tipo de encuadre se preferirá habitar cuando ya se disponga de todas las contraseñas para acceder a la vida adulta. Esto es, cuando la caja de los sueños de la infancia en la que, en los lindes de un enigmático bosque, habitan unas peculiares y coloridas criaturas que asemejan a muñecos de papel, deja paso a un bosque de inextricables senderos en el que los troncos, a su vez, asemejan a barrotes que no dejan de ser obstáculos, porque, y esta la cuestión fundamental de la edad y de esta película, resulta complicado lograr encajar y dar forma a ese desbordamiento de emociones y ese enrevesado escenario de pulsos y atracciones, rivalidades y complicidades, que conforma la antesala del universo adulto.
Greta (Bethany Whitmore) está a punto de cumplir quince años, y acaba de trasladarse con sus padres, y hermana, a otra ciudad. Por tanto, el tiempo y el espacio en proceso de modificación. En ambos, debe adaptarse a coordenadas y figuras que desconoce. Su realidad parece reiniciarse. En el escenario encuentra complicidades, un chico de nombre Elliot, y rivalidades, tres chicas que se esfuerzan en establecer un código de circulación en el que las jerarquías son fundamentales, y por supuesto la complacencia de quien debe subordinarse a su voluntad. La realidad se perfila, por lo que no faltan fisuras, alteraciones, como la portada de un disco de vinilo puede animarse. Abundan las gemelas en la narración, como Greta aún está definiéndose, cruzando ese umbral, como le indicará su hermana mayor, en el que de un día a otro te sientes extraña, en suma, otra. Ya no sientes que la realidad sea del mismo modo. Reaccionas y te relacionas de una manera distinta. Con tus padres, con las otras chicas, con el chico que se te declara, y al que quizá respondas con crueldad, porque las emociones te desbordan y no tiene por qué corresponderse lo que sientes con cómo actúas. Incluso, las muestras de arrogancia puede que tengan que ver más con el miedo. Entre el yo íntimo y el yo social se evidencian desajustes, uno y otro entran en conflicto como gemelas en disonancia.
El encuadre inicial parece que nos transporta a los encuadres de 'Moonrise kingdom' de Wes Anderson, con dos adolescentes sentados en un banco en el patio de un instituto. En el fondo del encuadre, y por delante de ellos, se suceden los desplazamientos de otros personajes, como si la realidad aún fuera un espacio en el que lo posible adquiere la condición de lo elástico y mudable, voluble incluso. Quien se sienta junto a ella, Elliot, será quien intente establecer un vínculo firme, cómplice, Cuando irrumpe el fuera de campo es para hacerse contraplano amenazador que busca imponerse, las tres chicas que pretenden que la chica nueva que es Greta se subordine a su voluntad, o más bien, capricho. El encuadre es fijo como suele ser en los de Wes Anderson, pero en este primer plano la cámara realiza un par de amagos de aproximaciones. Como la misma narración se desplaza entre los vacilantes movimientos de la imaginación y las rígidas resistencias de las realidades fijas.
Amagos, exploraciones, tanteos, interrogantes. En esta realidad aún en tránsito, o proceso de formación, no hay límites que diferencien realidad de imaginación, estar despierta de estar soñando. En la segunda parte de la narración, en esa noche umbral que es la fiesta de los quince años, para la que, en principio, Greta se mostraba remisa como quien quiere refugiarse y esconderse aún en la caja de los sueños (de la infancia), la imaginación domina el escenario. Greta dirime en las entrañas del oscuro bosque (de su mente), en el que tantas empalizadas hay que sortear o traspasar, la superación del umbral hacia el territorio adulto en el que tendrá que acostumbrarse a las garras ajenas, como las de las otras chicas, pero también a las propias, como su primera impulsiva reacción cruel con Elliott. Donde soñaban los muñecos de su imaginación, de apariencia inofensiva y entrañable, también sueñan los monstruos. La narración se despliega en un escenario de fantasía en el que los contornos se transgreden, como los encuadres fijos, para así encontrar el ángulo inusitado, propio, ese en el que puede travestirse si le parece, sin ajustarse a patrones ni roles establecidos, el encuadre cenital hacia el que se eleva sin miedo a las caídas ni a los colmillos propios ni ajenos. Una espléndida y singular obra que pasará desafortunadamente desapercibida, además de haberse estrenado en muy escasas salas, casi de tapadillo.

sábado, 29 de abril de 2017

A todo riesgo

Davos (Lino Ventura) vive en permanente tensión. Su vida es una huida, una persecución, un campo de tiro en el puede surgir de cualquier recoveco la figura que obstruya o trunque su impulso de fuga. Davos es un condenado a muerte en Frencia, un prófugo que traspasa fronteras como un desesperado que busca la salida pero sólo encuentra el rebote entre figuras que le cercan. En Italia, en la estación de Milán, se reúne con su esposa y sus dos pequeños hijos. En Italia, en las calles de Milán, perpetra un atraco junto a un amigo, Raymond (Stan Krol). Un arranque ya en precipitación. Desamparo y urgencia. Las primeras secuencias de la segunda, y excelente, obra de Claude Sautet, 'A todo riesgo' (Classe tous risque, 1960), adaptación de una novela de Jose Giovanni, comienza en movimiento, el cual no cesa durante toda la narración, que se asemeja a un proyectil. Se cruzan fronteras, se surca el agua y se circula en carreteras y campo a través, en motos, coches y autobuses. Los controles en cualquier recodo del camino, y balas que intentan detener el cuerpo que persevera en su fuga. En ocasiones se sortean, en otras no, y se producen pérdidas. Se cruzan fronteras, pero la persecución no deja de ser la misma.
La implacable dinamo narrativa varia de dirección, da volantazos, y modifica el enfoque en los componentes del escenario. La lealtad se confronta con la traición, o con las vacilaciones de quienes, antes amigos, se preocupan más de su propia suerte o seguridad. Los aliados que se pierden en el camino, alcanzados por las balas que detuvieron su impulso, serán reemplazados por otros imprevistos, como Eric (Jean Paul Belmondo). Se producen separaciones, encuentros. La vida y sus cruces imprevistos, como Eric y Liliane (Sandra Milo). Pierdes amigos, porque mueren o porque descubres que ya no lo son, y ganas otros. Hay quien pierde a quien ama, y hay quien encuentra, en un recodo del camino que no imaginaba transitar, a quien amará. La urgencia también se torna cansancio, porque cada vez pesa más la desesperación, por eso el impulso de venganza remite, porque ya, ante todo, se desea abandonar un escenario dominado cada vez más por turbulencias. Para qué preocuparse de todos los que, preocupándose de sí mismos, intentan delatarte o frenar tu impulso de fuga que no deja de ser búsqueda de un propio lugar donde detenerse y coger respiración sin tener ya que mirar atrás. Por eso, Davos renuncia a intentar vengarse de todos de los que, por la espalda, le han traicionado. Hay otros en cambio que le ayudan, que siguen favoreciendo su movimiento, que siguen encontrándole resquicios por los que proseguir su fuga, o que incluso se sacrifican como reclamo para que las balas perseguidoras desvíen su objetivo.
Hay una voz en off que se escucha en las secuencias iniciales, y que clausura el relato, una voz que presenta y concluye como una voz sumarial que interpone una distancia, la distancia que evidencia un desamparo, la implacabilidad que tarde o temprano detendrá ese movimiento, esa fuga, aunque sea, consecuentemente, ya fuera de plano y narración, porque la persecución, como una espada de Damocles permanente en fuera de campo, debe finalizar en ejecución. Sautet es oportunamente reivindicado en el excelente documental de Bertrand Tavernier, 'Las películas de mi vida' (2016). Esta obra quedó ensombrecida por el impacto de las primeras obras de la nouvelle vague, aunque me parece superior, y es la rampa de lanzamiento de una filmografía que no tuvo su merecido reconocimiento durante demasiado tiempo, y que también diría que supera a la de otros cineastas que fueron entronizados por el religioso fetichismo cinéfilo. Como posterior ejemplo de su maestría 'Las cosas de la vida' (1970), 'Max y los chatarreros' (1971), 'Ella yo y el otro' (1972), 'Una vida de mujer' (1978), 'Un corazón en invierno' (1992) o 'Nelly y el señor Arnaud' (1995). Georges Delerue compuso una excelente banda sonora, como una navaja que estuviera afilándose.

jueves, 27 de abril de 2017

Escritores en el cine

Se estrena una excelente obra centrada en un extraordinario escritor (particularmente, pocos me parecen de su magnitud), 'Stefan Zweig, adiós a Europa' (2016), de Maria Schrader. La acción dramática se concentra en cuatro episodios y un epílogo, que transcurren en Argentina, Brasil y Estados Unidos, entre 1941 y 1942, los últimos meses de la vida de Zweig, antes de suicidarse junto a su segunda esposa, Lotte. Quería mirar hacia otro lado, porque quería confiar en que fuera posible la armonía y la convivencia que se despreocupe de la pertenencia identitaria del otro, de etnias y religiones y clases. Quería sentir el equilibrio de su mirada centrada en la escritura, la escritura que reflejaba su asombro por la múltiple realidad, por las diversas culturas. Aunque viviera apartado a cientos de kilómetros, en su exilio, aunque quisiera apartarse en la concentración de su escritura y en la admiración y canto de la belleza, no pudo apartarse del dolor de la consciencia de un horror, el que extendía en Europa el nazismo.
A lo largo de la historia del cine se han realizado múltiples acercamientos a la figura del escritor, real o ficticio. Se han abordado desde variadas perspectivas sus diferentes formas de relacionarse con el mundo, los demás, con el propio arte y consigo mismo. En primer lugar, según la edad, según la etapa de su proceso de desarrollo como escritor y persona, por tanto, de enfoque de mirada. En los inicios, la ilusión que se confronta, o directamente colisiona, con la materia de la realidad, la decepción, el contraste de la mirada idealizadora con la mirada ya curtida del artista con recorrido. Al primero define el horizonte de su anhelo de transformación y conocimiento. Al segundo el ensimismamiento de la mirada reducida del pragmatismo y el cinismo, del apoltronamiento en la posición alcanzada, para quienes ya los sueños sueños son, y la realidad mera carne o vertedero de corrupciones varias. En la adaptación que Sidney Lumet realizó de la obra de Anton Chejov, 'La gaviota' (1967), el joven Konstantin (David Warner), escritor en ciernes, por tanto mirada en ciernes, aún ofuscada en los remolinos de la emoción a la que no logra dotar de puerto, se siente explorador de un lenguaje teatral que rompa con lo establecido o convencional. Su mirada contestataria o sublevada, contrasta con la de su musa, Nina (Vanessa Redgrave), quien no le corresponde, demasiado sugestionable o moldeable, de ahí su fascinación por el escritor consagrado, Trigorin (James Mason), quien vive más bien para lo que la vida le inspira para sus obras, inhabilitado para las emociones propias, absorbente parásito de las ajenas. En 'Los inútiles' (1953), de Federico Fellini, el entusiasta escritor, Leopoldo (Leopoldo Trieste), colisionará con la real y siniestra condición del idealizado escenario del arte a través del inquietante actor Sergio (Achille Najeroni), quien deja palpable que el acceso a la ilusión pasa por la sórdida condición del intercambio (sexual).
En 'El tercer hombre' (1949), de Carol Reed, Holly (Joseph Cotten) no es precisamente joven, y ya ha publicado varias novelas, aunque sin especial resonancia (pero definen su voluntariosa ingenuidad: novelas del oeste, un espacio de fantasía en el que se solucionan los entuertos). A lo que se enfrentará en la turbia realidad de la posguerra es a cierta desenfocada idealización, tanto de la vida, como de su antiguo amigo Lime (Orson Welles), que parece haber muerto. Como si fuera el personaje de sus novelas intenta esclarecer las difusas circunstancias de su muerte. Lo que derivará en que se interrogue sobre una figura indeterminada, ese tercer hombre, que no es otro realmente que el que creía muerto, su amigo Lime. Se revelará cómo su enfoque no dejaba de estar errado (y manipulado), en su noción de cómo es su realmente amigo, y, por extensión, la descarnada realidad.
Los escritores controlan la trama de su obra, ese espacio de fantasía que configuran y tejen acorde a su voluntad. Pero los vaivenes de la realidad, los sentimientos y deseos de los otros, pueden contradecir los propios, pueden vulnerar el propio escenario vital. Hay quien puede asumir, como el escritor de 'Desmontando a Harry' (1997), de Woody Allen, que su arte se define por los logros, y su vida íntima por la frustración y el fracaso, y que la realidad se define según la distorsión de la propia percepción de cada uno. Y hay quienes, en cambio, pueden tender a la autodestrucción, o efectuar acciones extremas, es decir, intentar intervenir, para rectificar el insatisfactorio hilo de la trama de la realidad. 'La huella' (1972), de Joseph L Manckiewicz, se trama sobre el enfrentamiento entre dos hombres, entre dos opuestos por posición social. Andrew (Laurence Olvier), un acaudalado novelista de éxito, sufre la inflamación de ego que no soporta no controlar el teatro de la propia vida, que el guión de la misma lo tramen otros, creando giros no controlados por él. Motivaciones ocultas en la capciosa distracción de un artificio, el laberinto de escenificaciones que urde y controla, el juego que le gusta dominar con su retahíla de trucos, con el que pretende humillar, es decir, castigar, al amante de su esposa, y además, para su indignación, un vulgar peluquero, Milo (Michael Caine). Claro que el humillado dispondrá del orgullo necesario para devolverle la ofensa, como correspondiente sanción a sus infulas de soberbio demiurgo.
En 'Young adult' (2013), de Jason Reitman, Mavis (Charlize Theron) siente que su vida no es propia, del mismo modo que es una 'ghost writer'/escritora 'negra' de unos libros de éxito (como también el personaje de Ewan McGregor en 'El escritor' (2010), de Roman Polanski, en su caso para un político). La vida de Mavis está lesionada, se define por la frustración y la sensación de fracaso. Se siente un fantasma. Por lo tanto, por qué no se va a apropiar de una vida ajena, como quien irrumpiera en otro escenario para sustraer la pieza que falta en su sueño. Decide reescribir la realidad, reconquistar a quien fue su amor en la adolescencia, Buddy (Patrick Wilson), aunque esté casado, y acabe de tener un hijo. No importa, Mavis ha optado por la negación de realidad. En 'Swimming pool' (2003), de Francois Ozon, Sarah (Charlotte Rampling), también lo hace, en el escenario de su imaginación. Es una célebre y exitosa escritora inglesa de novelas policíacas que se ha asentado en la casa de su editor, John (Charles Dance), el hombre que esperaba que la visitara, el hombre que desea, el hombre al que, en las primeras secuencias en su despacho, de modo indirecto, como quien lanza signos como granadas, demanda atenciones que van más allá de las de un editor. Nada le había dicho de que, en cambio, aparecería su hija, Julie (Ludivine Sagnier). Durante la narración no se diferencian los momentos reales de los mentales, los que provienen de la creación de Sarah. Todo su deseo frustrado, congestionado se dispara (proyecta) en la desbordante exuberancia sexual de Julie, en su forma desacomplejada de mostrar su cuerpo y expresarse con él, en la sucesión de variados amantes de todos los físicos y de las más diversas edades. Incluso, en los crímenes que acontecen.
También el atasco vital de Gil, novelista frustrado por su pragmática dedicación como guionista televisivo, en 'Midnight in Paris' (2011), de Woody Allen, se proyecta en un mundo imaginario, ese mundo del que quisiera ser parte, y al que 'cruza', como si atravesara un umbral, o un espejo. Es, de algún modo, el guión de la realidad soñada en un espacio y tiempo de fantasía: Los espacios de la bohemia en los que se reunían los artistas en la década de los 20 más allá de la medianoche (como si Gil fuera una cenicienta invertida, que se convierte en lo que anhela tras dar las campanadas de las doce). El reflejo de lo que quisiera llegar a ser, el grupo del que quisiera ser parte integrante, entre los que, irónicamente, no faltan los que también quisieran vivir en otro espacio o en otro tiempo pretérito, como si la insatisfacción fuera parte consustancial sobre todo de quien no se decide a romper con la circunstancia que le resulta insuficiente. Poderosos lastres para conseguir dar ese salto de realización, que Gil sí se atreve a dar, son las frustraciones y carencias del autor, como en 'El ladrón de orquídeas' (2002), de Spike Jonze, el disgusto autoinmolativo del guionista Charlie (Nicolas Cage) con su físico (feo, gordo), con su forma de ser, con su timidez que le incapacita para saber relacionarse, por eso, como reflejo de su incapacidad de lograr dominar su vida, se debate con su obra, preguntándose qué quiere expresar. Ansia ser alguien que no sea como tantos otros, o que no sea tan escasamente atractivo como muchos otros. Como, a su vez, teme lograrlo. Por eso, se ensimisma entre el lamento, el derrotismo y la autocompasión (La mayoría de la gente anhela algo excepcional, algo tan inspirador que los hiciera arriesgar todo por esa pasión pero pocos realmente lo harían). Charlie es un trasunto del guionista Charlie Kaufman. En 1994 le ofrecieron a Kaufman adaptar la novela de Susan Orlean, pero se bloqueó porque no lograba encontrar el adecuado enfoque, hasta que decidió centrarse, precisamente, en su propio bloqueo. El guión no es la adaptación de la novela, sino una reflexión sobre la dificultad de encontrar el enfoque adecuado, sea para adaptar una obra literaria al cine o sea en la adaptación al medio o entorno.
Bloqueo es también el que sufre en el laberinto de su mente, en el que se extravía, el protagonista de 'El resplandor', (1980) de Stanley Kubrick. O, en 'Barton Fink' (1991), de los Hermanos Coen, un dramaturgo, Fink (John Turturro), que aspira, no al éxito económico o de crítica, sino al verdadero, al de la creación de un nuevo teatro vivo que hable de la gente corriente, y se dirija a ellos. Pese a sus reticencias iniciales acepta una proposición de Hollywood que, dado su prestigio, requiere sus servicios para escribir un guión en el ambiente de lucha libre. Para Fink, Hollywood es un mundo artificial, alejado de lo real, pero también lo está, aunque aún no se haya enfrentado a ello, su propia mente elitista. ¿Sabe escuchar a la realidad, por tanto, sabe descifrar y reflejar los conflictos del ser humano o de una circunstancia social o le ciega el ensimismamiento en su propio ego? Un elemento revelador es el texto de la obra representada al inicio, siempre en off. Se comienzan a escuchar sobre papel pintado: Una voz dice Me despido de estas cuatro paredes, de los seis pisos, de Él, que pasa como una ráfaga de viento fundido. Otra voz replica: Estás soñando de nuevo. La primera voz contesta: No, ahora estoy despierto por primera vez en mucho tiempo. El tio Dave lo dijo: la luz es un sueño si has vivido con los ojos cerrados. Ahora tengo los ojos abiertos. Puedo ver el coro. Todos formamos parte del coro. Este texto condensa las claves del relato posterior, y el por qué del conflicto creado. Nos adelanta el escenario en el que se ubicará la acción (la habitación del hotel), la relación con la gente y vida corriente (el coro), y la actitud de Barton Fink (si sus ojos están abiertos o no, o sea, receptivos o no, al mundo). Y por último nos señaliza el trayecto subjetivo y mental de la narración. ¿Estaremos viviendo la experiencia desde la mente de Fink, desde sus límites, en el teatro de su mente, en los forcejeos de su incapacidad de escuchar y discernir lo real?
El escritor puede ensimismarse en la congratulación de su excepcionalidad, como voz singular que ilumina a los seres ordinarios, pero también puede correr el riesgo de enajenarse por la inclinación opuesta. En 'Un extraño en mi vida' (1960), de Richard Quine, a Roger (Ernie Kovacks) le condiciona mucho la opinión de los demás, incluso escribe pensando más en lo que supone se demanda, en lo que se espera de él (la opinión de los críticos es la opinión del statu quo predominante; siente que tiene que plegarse a un modelo establecido para ser reconocido) que en extraer lo que hay en sus entrañas; expresar lo propio, su singularidad, que al fin y al cabo es lo que se supone moviliza su ansia de expresarse, de escribir. Escribe, y, como el resto alrededor suyo, se puede decir que vive, para la galería, para un Modelo o Diseño de vida y pensamiento, y ajustado a su papel de escritor, o sea lo raro domesticado (esa bohemia de relaciones pasajeras y frivolidad de vida), en vez de despreocuparse de la opinión ajena, y afirmar su voz escribiendo lo que realmente quiere y, sobre todo, siente. El protagonista de 'La gran belleza', Jep (Toni Servillo), de Paolo Sorrentino, en cambio, dejó de hacerse preguntas. Hace tiempo que no escribe, es una figura errante y apoltronada, a un mismo tiempo, en un modelo de vida que le ha fosilizado en una lujosa vitrina. Yo no querría oír sonidos inútiles. Querría poder escogerlos durante el día y las voces y las palabras. Cuántas palabras no querría oír pero no puedes evadirte. Debes soportarlas como debes soportar las olas del mar cuando te tiendes para hacer el muerto. Es el texto que, en 'La noche' (1961), de Michelangelo Antonioni, ha escrito Valentina (Monica Vitti), grabado con su voz, que reproduce para Giovanni (Marcello Mastroianni), un escritor que precisamente ha perdido la voz. No es que no sepa qué escribir, no sabe cómo. Ha perdido los pasos, como si se encontrara ante una vía cortada, como esa que encuentra en el barrio donde vivía antes, vías que circulaban y ahora no, como su propia vida.
Otros, sin rendirse a la adaptación al medio o a la asunción del fracaso, recurren a decisiones desesperadas. En 'El crepúsculo de los dioses' (1950), de Billy Wilder, Gillis (William Holden) es un guionista que intenta resistirse a abocarse al callejón sin salida de la precariedad económica, asediado incluso por los que quieren quitarle el coche por moroso. Huyendo de esos acaba en lo que sí será, de modo irremisible, un callejón sin salida, la mansión de Sunset Boulevard que asemeja un mausoleo abandonado, tétrico (como ya bien asocia la voz de Gillis, asemeja a la mansión de Miss Havisham en 'Grandes esperanzas' de Charles Dickens). Ingeniosa ocurrencia de construcción narrativa: la voz de un muerto, Gillis, o sea un guionista truncado por la muerte, que no pudo decidir cuál sería el guión de su vida, nos relata la espectral historia. Los hay, en cambio, que no son capaces de hacer la mínima concesión, en permanente conflicto con el entorno, como Dixon (Humphrey Bogart) en 'En un lugar solitario' (1950), de Nicholas Ray, guionista que se siente ajeno a un mundo del cine cuya única pantalla es la codicia y la humillación (y al que no puede evitar enfrentarse, aunque eso perjudique su carrera). Dixon está enfrentado a los demonios de su decepción, está hastiado, furioso, por tener que degradarse realizando trabajos adocenados que desprecia para personajes mediocres que desprecia, lo que determina una violencia contenida (que tiene sus irreprimibles puntuales explosiones de intemperancia) que le hace susceptible de parecer sospechoso de un crimen, y que, tiznada de fatalista recelo, dañará la luz del amor posible, ese que encuentra en una imprevista encrucijada de su vida, en Laurel (Gloria Grahame)
Hay quienes mantienen durante toda una vida un forcejeo permanente, entre concesiones, en labores no deseadas que posibiliten ingresos, o frustraciones, en las relaciones sentimentales, y el anhelo inquebrantable de escribir. En la inmensa ‘Crónica de una vida vagabunda’ (1962), de Mikio Naruse, se adapta la primera obra, autobiográfica, de Fumiko Hayashi. La bellísima secuencia final, que acaece en el año de la muerte de la escritora, 1951, es sublime sinfonía de contrastes: Fumiko ha alcanzado el éxito y la estabilidad, su vida parece transpirar la calma del jardín que contempla, pero su cuerpo parece ya encorvado, como su gesto, como si hubieran ido acumulando los pesares y las privaciones que desgastaron el trayecto de su vida. Trabajó de camarera o señorita de compañía para poder comer, en ocasiones buscando el entumecimiento en el alcohol para no sentir demasiado. En el terreno sentimental se enamoró de dos escritores que sólo le dieron sinsabores. El primero porque no lograba definirse entre ella y su esposa. Y el segundo porque era la amargura personificada, alguien sólo preocupado de sí mismo. La voz interior de Fumiko, así como versos o fragmentos de su obra, acompasa esta asombrosa serenidad hecha celuloide que llora sangre y sombras. Esa noche sobre la mesa de un bar, lloraba el rostro, qué importa si un cuervo grazna en un árbol, la noche es triste, mi cara en la palma de las manos, cansadas y cubiertas de polvo verde, estiraban las manecillas de las doce, escribió Fumiko cuando trabajaba de señorita de compañía. Durante su vida no dejó de estirar esas manecillas.
La consciencia de no ser lo que se esperaba ser. La interrogante sobre cómo mi vida ha llegado a esto también puede remarcar la sensación de fin o irreparable punto de no retorno si se articula cómo mi vida ha acabado así. Hay un matiz que separa el llegar a ser esto del acabar de este modo. En esa condición pendular oscila Ryota (Hiroshi Abe) en 'Después de la tormenta' ( 2016), de Hirokazu Kore Eda. Ya quedaron atrás los logros que parecían prometer la materialización de los sueños. Ya no es aquel escritor que consiguió un importante premio literario quince años atrás sino alguien que surca de pequeñas notas la pared de su casa. Son las notas de lo que podría escribir, son las esquirlas de la vida que no materializó. Su vida más bien parece el resultado de una explosión, y aún intenta sacudirse el aturdimiento, convencido de que podrá superar a la realidad mediante la suerte, las apuestas. Hay otros que confrontan los propios logros, o su no consecución, con los de quien sí lo consiguió. 'The end of the tour' (2015), de James Ponsoldt, narra el encuentro entre dos escritores, uno cuyo libro pasó desapercibido, Lipsky (Jesse Eisenberg) y otro cuya novela 'La broma infinita', se convirtió en un fenómeno literario, Foster Wallace (Jason Segel). Uno se ha visto relegado a la segunda división, o márgenes, allí donde se apelotonan los que no lograron el reconocimiento, escribiendo para revistas precisamente sobre los que destacan ante los focos. Su encuentro se convierte en la confrontación de un escritor con una imagen, que anhela ser y desea subvertir, y un escritor que no deja de sentir la falta, la carencia de consistencia de la imagen de la realidad que le inocularon desear. Ambos se confrontan con sus inseguridades, o fantasmas. Lipsky forcejea a través de Wallace con lo que no ha logrado ser, la imagen que no ha logrado alcanzar. Intenta desentrañar el hombre corriente tras la imagen imponente de quien ha alcanzado el éxito, y escupe en cierto momento su rabia, y frustración, por encontrarse con un ser ordinario de gustos banales, como tantos otros, como él mismo, que no parece, según él, corresponderse con la genialidad.
En el recorrido de la vida, hay una edad, un tiempo, en que se realiza una confrontación, con lo no superado o con lo no realizado en la faceta íntima, aunque se haya convertido en autor de éxito. Es el caso del escritor Hall Baltimore (Val Kilmer), en 'Twixt' (2011), de Francis Coppola, que llega a un pueblo del Medio Oeste. Una voz en off dice que es un lugar adecuado para los que quieren retirarse del mundo: ¿Lo que vemos a partir de entonces es ese retiro de la realidad por el que se ha decidido Baltimore? ¿Es un espacio de su mente en el que resuelve los traumas o dolores irresueltos, la pérdida en un accidente de su hija de doce años? En 'Gertrud' (1964), de Carl Dreyer, el escritor Gabriel (Ebbe Rode) llegó a escribir que el amor a una mujer y el trabajo son enemigos. Décadas después reaparece intentando recuperar lo perdido, al asumir tardíamente la consciencia, como tantos y tantas, de que realmente lo verdadero, lo que valía la pena no era la ambición artística sino la realización sentimental. Entonces escribió: Creo en los placeres de la carne y en la soledad irremediable del alma. Ahora es consciente de su error, abocado a la soledad, porque Gertrud no puede ya recuperar lo que sintió entonces y, por tanto, corresponderle.
Y, por último, para volver al principio, están los exilios vitales, que también pueden ser forzados. En 'Nostalgia' (1983), de Andrei Tarkovski, para el escritor Andrei (Oleg Yankovsky), exiliado de viaje en Italia con una traductora, Eugenia (Domiziana Giordano), el concepto de nostalgia transciende la noción de añoranza concreta de lo que se tuvo y ya no se tiene, su familia en Rusia. Alcanza una dimensión abstracta, y más amplia, la sensación de incompletitud, de sentirse extraño, exiliado de la realidad creada por el ser humano, una sociedad sin sentido ni guía, en la que los humanos parecen inmovilizados en su resignación a un mundo mediocre, falto, sin fe (que es lo mismo que decir sin impulso de acción), como esas figuras que parecen tan pétreas como las construcciones (antiguas, el origen olvidado) que les rodean, testigos mudos, indiferentes, de las palabras de Dominico (Erland Josephson), en la plaza de Roma, sobre la necesidad de recuperar ese impulso de acción, ese elevado anhelo de transformación, de búsqueda de armonía constructiva con la vida.
Los versos no son cuerpos suspendidos en alambradas. No son verjas. Los versos abren el mundo, destituyen las fronteras. Los versos no son costras, instituciones, no encierran. Por eso, hay quien compra palabras nuevas, palabras no escuchadas hasta ahora. Descubren hendiduras, umbrales, intersticios, siembras que no saben de remolinos. Evocan las ciudades sumergidas bajos las aguas con las que soñabas cuando eras niño, cuando empezabas a cincelar la realidad con las palabras, cuando aún no sabías que podían tapiarla, no encenderla con una llave de entrada que era luz que hacía crecer el paisaje. El mañana es la eternidad y un día, le dijo al escritor Alexander (Bruno Ganz) la mujer que él no supo amar tiempo atrás, en 'La eternidad y un día' (1998), de Theo Angelopoulos. Ya demasiado tarde se pregunta por qué.

miércoles, 26 de abril de 2017

Stefan Zweig, adiós a Europa

A Stefan Zweig (Josef Hader), un periodista, también judío, le reprocha que no denuncie abiertamente el régimen nazi. Zweig considera que sería un ejercicio de vanidad realizar tales manifestaciones ante quienes piensan como él, en el congreso de escritores al que asiste en Argentina. Exiliado, considera que esas expresiones de repulsa sólo serían oportunas como ejercicio de resistencia y combate en el mismo escenario del padecimiento. Pero tras las muestras de apoyo, por parte de los asistentes, a todos los escritores de lengua alemana que optaron por el exilio, su gesto se queda en suspenso. Esa emoción en suspenso se extiende como un hilo invisible en tensión durante la narración episódica de Stefan Zweig, adiós a Europa (Vor der Morgenröten, 2016), de Maria Schrader. Cuatro episodios y un epílogo, que transcurren en Argentina, Brasil y Estados Unidos, entre 1941 y 1942, los últimos meses de la vida del escritor, antes de suicidarse junto a su segunda esposa, Lotte (Aenne Schwarz).
Stefan Zweig se interesa por cómo se plantan las cañas de azúcar, pero en su interior siente que mira a través del vaho de un cristal helado. En su mirada todo crece, pero allí dónde creció se extiende la destrucción. La vida parece ser superada por la muerte, y se resiste a que eso pueda propagarse, como si no hablando de ello se pudiera frenar el avance. Zweig se siente abrumado por la petición de múltiples personas que demandan su intercesión para lograr huir de la amenaza nazi. Quisiera encerrarse en su despacho y centrarse en la escritura, quisiera seguir asombrándose con la diversidad del mundo. Su mente viaja y ansia ampliar conocimiento, por eso aparta la mirada de quienes, en su tierra natal, imponen su restringida concepción de la realidad y su anuladora voluntad sobre aquellos que no consideran que sean como ellos sino inferiores, por tanto, purgables, como un parásito molesto. Se siente exiliado, pero no quiere mirar hacia ese turbio ojo del huracán que no deja de extenderse hacia él porque dispone de la posibilidad, por su posición privilegiada en el exilio, de liberarles de esa abominación que expolia, suprime y absorbe a los que son como él, judíos, como inclementes arenas movedizas. Quiere mirar hacia otro lado, porque quiere confiar en que sea posible la armonía y la convivencia que se despreocupe de la pertenencia identitaria del otro, de etnias y religiones y clases. Quiere sentir el equilibrio de su mirada centrada en la escritura, la escritura que refleja su asombro por la múltiple realidad, por las diversas culturas. Considera, o quiere así pensarlo, que Brasil es el país del futuro porque en sus ciudades y pueblos conviven individuos de distintas razas en armonía.
Expone a su primera esposa, Friderike (Barbara Sukowa), que se siente desbordado por tanta demanda de ayuda, pero su semblante se encoge dolorido cuando ella comparte el desesperado periplo de nueve meses que sufrió hasta lograr abandonar Europa, y cómo miles padecen esa circunstancia ante la que él se siente impotente, a diferencia de quienes sí poseen la capacidad y determinación de dirigirse a Europa para rescatar a centenares de personas. Zweig se asombra ante la contemplación de la naturaleza, admira su belleza, como se emociona con el regalo de un perro. Siente su lengua lamer su rostro. Siente su vivificante cariño. Pero el vaho del cristal helado no puede evitar que un veneno le alcance. El veneno del horror que se propaga allí donde preferiría evitar que su mirada exiliada se dirigiera, allí en Europa, ese continente con el que sueña que dentro de varias generaciones carezca de fronteras ni visados. Ese veneno tampoco sabe de fronteras, supera su impotencia y la torna desesperación con la que no puede convivir, por lo que recurrirá a un veneno que le exilie definitivamente de la vida, porque no puede seguir admirando la belleza de la naturaleza, ni reflejando su asombro por la diversidad del ser humano, cuando esa criatura que Nietzsche calificó como el animal más cruel expandía su arrolladora y devastadora capacidad de infligir el daño de un modo que parecía irrefrenable.
La narración se inicia con un dilatado plano general fijo sobre una larga mesa en un ambiente lujoso en el que será agasajado. Un espacio impoluto y luminoso que nada tiene que ver con la mancha del escenario de horror que ha abandonado. Pero no puede enfocar simplemente hacia la armonía, no puede simplemente dotar de luz con la sensibilidad de su escritura, de sus observaciones. Su mirada se enmaraña en el dolor de una consciencia impotente. El epílogo es otro dilatado plano fijo que juega con dos espacios en el plano a través del reflejo de un espejo. La escisión con la que no logró convivir. Quiso sostenerse en la propulsión de los reflejos, en su entusiasta canto de la armonía y la diversidad a través de su arte. Pero el vaho del cristal helado le hizo sentir que esa aspiración era como ese cuarto en el que quería encerrarse para escribir. Implicaba apartarse del mundo para no mirar, para no quedarse ya no con el gesto suspenso ante el horror que no dejaba de extenderse sino paralizado, sustraído el mismo aliento de vida. Y así fue, el gesto en suspenso asumió su derrota y se hizo silencio de muerte. “Sentía frío. Se encontraba extraño entre todos aquellos trastos viejos. ¿Quién habría dormido en aquella cama, quién habría descansado en aquel sillón, quién se habría mirado en aquel espejo en el que ahora veía su propio rostro infantil, pálido, lleno de miedo y casi lloroso? Aquí nada le recordaba algo pasado o vivido, todo era extraño y sentía el frío hasta en la sangre.”

martes, 25 de abril de 2017

Nómadas

'Los nómadas viven en el desierto, sea hielo o arena, no tiene diferencia, Y los inuat eran supuestamente espíritus hostiles. Según el mito eran capaces de adquirir forma humana. Se cree que habitaban lugares de antigua calamidad. Causaban desastre y locura a cualquier humano que se uniera'. ¿Cuál es la necesidad de estructura para el ser humano? 'Está ahí', ilusión de permanencia y continuidad, el ser humano se constituye en ser social, intenta conferir a la vida estabilidad, certeza, previsión. Organiza, trama y cimenta un conjunto, una sociedad. Dota a la vida de contornos y límites que funcionen como guía y orientación, y definición de su posición, en cuanto a una entidad social, en cuanto a la relación con los otros ( y cada posición en la organización social, en los estratos que se determinen según la consensuada o no distribución), en cuanto al establecimiento de unas necesarias convergencias y unas necesarias diferencias (definirnos con respecto a los contrarios aparte de en la propia afirmación; la rivalidad como complemento que define e instituye una dinámica). La identidad es esa estructura establecida como necesaria, sea colectiva o individual. En 'Nómadas' (1986), turbadora opera prima de John McTiernan, la rutina, de costumbres pero también de certezas, de la doctora Eileen Flax sufre una radical desestabilización cuando un paciente en estado de notoria agitación, antes de fallecer, le dice en una lengua que no domina, en francés: 'No están ahí, son inuat'.
A partir de ese momento, la forma de habitar la realidad de la doctora sufrirá constantes fisuras, como si se escindiera, y fuera más de una. Su percepción sangra, como sus mismos ojos. Comienza a sentir que actúa, siente, percibe y se expresa, como ese hombre, el cual, pese a las apariencias, no era ningún indigente, sino un reputado antropólogo francés, Jean Charles Pommier (Pierce Brosnan). ¿Por qué siente lo que él vivió en su pasado reciente? ¿Por qué lo recrea como si ese pasado fuera presente, y se repitiera como un eco pero en ella, 'otra', cuando ella no 'estaba allí'?¿Por qué es capaz de ponerse en la piel de 'otro', que además hablaba otra lengua? Su estructura de realidad se tambalea. Las coordenadas de tiempo se fracturan, y configuran de otro modo, de la misma manera que ella es también otro que fue y ya no es.
¿Quiénes son los inuits? Desierto; no están ahí: lo que no es pero puede ser diversidad, lo que no es estructura sino mudabilidad, provisionalidad, incertidumbre, y también caos, aleatoriedad. En una fotografía destaca la figura de un esquimal. No se aprecia su rostro cubierto, sino sólo oscuridad. Eso son; oscuridad, agujero negro. Su apariencia, para Pommier, son las de unos jóvenes agresivos que se definen por lo asocial. Son punks (comandados por Adam Ant), figuras no integradas, que vagan entre las calles, la representación para la mente convencional de los que infringen la ley y transgreden el orden establecido, los que lo desprecian, los que no son seres funcionales que cumplen sus deberes sociales, sino que viven para el mero placer y la embriaguez o para despreciar y alterar el orden. Vándalos, primitivos. La negación de los social. Pero nunca se está seguro de si están o no están ahí, sin son alucinaciones o son reales, como esa monja que 'aparece' en un edificio derruido, en el que también parecen confundirse los tiempos.
'Nómadas' transita con desasosegante efectividad los senderos de la magistral 'La última ola' (1977), de Peter Weir. Nos raptan para apreciar la realidad desde una perspectiva que es un deslizamiento en un territorio donde se abre una fisura que nos señala que la realidad puede mirarse y sentirse desde otros ángulos. Rasgan nuestros límites de la percepción para sumergirnos en los intersticios y quicios. Nos hacen cruzar el espejo, nos envuelven con un extrañamiento al que sucederán las preguntas, como ¿Qué es lo real?. En la película de Weir, el abogado encarnado por Richard Chamberlain, al entrar en contacto con la cultura maorí (al hacerse cargo del juicio de cinco de ellos acusados del asesinato de otro aborigen, aunque no hay claras pruebas de que haya sido asesinado, porque parece haber sufrido un infarto: lo aparente no es, lo que es puede ser lo inconcebible), sentirá progresivamente cómo se tambalea y desmorona el aparente firme suelo de preceptos y certezas mediante el que habitaba la realidad. Esa estructura era ilusoria, como un reflejo. La incertidumbre dominará su mirada, como un líquido inasible, y así será, en 'Nomadas' tanto para Pommier como para la doctora Flax. La cartografia se descentra y muda, ya irremediablemente inestable. El rostro infinito de lo posible se evidenciará en el hecho de que el vivo que se interrogaba sobre la trama de la relación con la realidad ya es un muerto que mira desde la fisura que desvela la constitución arbitraria e incierta de la realidad. La oscuridad de nuestra aún desbordante condición primitiva, pese a la evolución de las estructuras de la civilización, se enmaraña con las irresueltas incógnitas que ponen en cuestión cualquier estructura que pretendemos instituir como límite y contorno.