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miércoles, 31 de agosto de 2022

El señor de la guerra

 

La cámara se mueve a ras de tierra sobre un terreno cubierto por casquillos de bala, hasta encuadrar a un hombre que da la espalda a la cámara, elegantemente trajeado, con un maletín en un mano; porta el uniforme de un indistinto ejecutivo o tecnócrata de cualquier empresa, el prototipo o emblema del depredador económico de hoy. Claro que no es lo que parece, o su dedicación no es precisamente convencional, en cuanto no legitimada. En cuanto se vuelve a cámara, se dirige al espectador, enumerando unas estadísticas, entre las cuáles destaca que una de cada doce personas en el mundo posee un arma, y su propósito, o misión, es que las otras once personas también posean una. Yuri (Nicolas Cage) es un traficante de armas. Los títulos de crédito se configuran sobre la circulación de las armas recorrido que concluye cuando una bala penetra en la frente de un niño africano. Con este punzante inicio, Andrew Niccol nos introduce rápidamente en materia de lo que será El señor de la guerra (Lord of the war, 2005), una sátira que con su aparente tono distendido, o sarcástico, nos ofrece una irreverente y desmontadora mirada sobre los despropósitos de esta sociedad capitalista. Y qué mejor que haciendo uso del punto de vista, apoyado en su relato a través de su voz en off, de un traficante de armas, para poner en evidencia los planteamientos morales, o la actitud, de este hombre que pudiera ser cualquier otro ejecutivo de alguna gran corporación, aunque su dedicación sea una reprobada socialmente como el tráfico de armas. Con este planteamiento se revela como un reflejo de esa otra actividad económica, supuestamente legitima, de las corporaciones empresariales, poder invisible que dicta, cual encubierta dictadura económica, los destinos de este mundo en mor de su voraz búsqueda del beneficio. Se define por una conveniente mirada desde las alturas (la distancia de la virtualización de la realidad como un mapa de estrategias, tratos y funciones) que no tiene en consideración las consecuencias en lo real (los cuerpos). En El señor de la guerra, la primera vez que Yuri comparte con su hermano Vitaly (Jared Leto) su idea de dedicarse al tráfico de armas lo hace en un tejado.

Item más, como queda en evidencia en los tratos bajo mano que establece con representantes del ejercito (como ese general de rostro indefinido, inspirado en el general Oliver North, quien fue juzgado por vender armas a Irán para conseguir dinero para apoyar a la Contra nicaraguense), su actividad ilegal se convierte en una vía clandestina a través de la que el propio gobierno norteamericano teja su red de creación de conflictos para rentabilizar sus intereses en eso llamado el mapa geopolítico. Andrew Niccol ya había incidido en este tono de satira, o en estos difusos limites de la identidad social, en su guion para El show de truman (1998) de Peter Weir, o en su fallida Simone (2002), obra de planteamiento interesante en la que un director de cine, dado que nadie valora sus inquietudes artísticas, crea una actriz por ordenador, que resulta que se convierte en todo un fenómeno mediático en la que todos creen que es real (Truman creía que su vida era real y no era sino un artificio, una mentira guionizada, Simone es una creación artificial que se convierte en todo un símbolo social porque la creen real). También su primera, y notable, obra, Gattaca (1997), se constituía en otra fábula sobre las imágenes perfectas, o identidades ideales, a través de esa alegoría en un mundo futuro en la que sólo los perfectamente genéticos pueden disponer de privilegios, como poder volar al espacio, lo que lleva al protagonista a tejer una estrategía para hacerse pasar por uno de ellos, esto es, mediante la usurpación de una identidad o condición que no le corresponde, dada esa discriminación por ser imperfecto.

La identidad de Yuri, hijo de inmigrantes ucranianos que ha crecido en el barrio neoyorkino de Brooklyn, también se puede decir que se mueve en territorios difuminados, no hay nada en su forma de ser que se desmarque con respecto a cualquier empresario o ejecutivo empresarial, su identidad o actitud no difiere en absoluto. O precisamente de ahí proviene el agudo y eficaz extrañamiento, el que no esté dibujado, ni investido, con rasgos caracterizadores ajenos a cualquier imagen social normalizada (neutra), ni con particularidades identitarias. De ahí que su anómala dedicación, en cuanto ilegal, se revele como otra actividad comercial cualquiera, sólo varía el producto que se vende. Y que su actitud sea intercambiable con la de cualquier otro empresario, falto de responsabilidad, que se define por la mezcla de cinismo con el autoconvencimiento de que él solo hace su labor comercial. Él no mata a nadie, no es responsable de lo que otros hagan con sus armas. Del mismo modo, su mujer (Bridget Monayhan) se esconde en el autoengaño, aunque intuya que su marido le mienta en todos los ordenes, y no sólo en cuanto a esa dedicación, ya que sabe que si se esforzara en escarbar la verdad dejaría de disfrutar de todos los lujos y privilegios económicos de que dispone (es algo que ya ella presupone desde un comienzo; quien no sabe puede actuar o vivir cómodamente en la negación). Ambos, a su manera, son representantes, por activa o por pasiva, de esa predominante actitud, en nuestra sociedad capitalista, fundamentada en el anhelo de disponer del mayor poder adquisitivo y lograr disfrutar de los lujos que el sistema ofrece. Como paralelo, por otro lado, a ese autoengaño en el que vive Yuri con respecto a las consecuencias de su tráfico de armas, es curioso cómo él justifica sus infidelidades remarcando que con su esposa es siempre algo único. Todo vale, para todo hay justificación, si se dispone de los bienes anhelados.

Por otro lado, su hermano Vitaly se convierte en la imagen o representación del malestar, ese que corroe a quien no soporta convertirse en engranaje de ese sistema, porque es consciente de sus consecuencias, y busca refugio en la insensibilizadora adicción a las drogas, hasta que no puede más y rompe su colaboración con su hermano (prefiere retornar a la discreta y más precaria vida de cocinero). Por eso, su regreso, en una puntual colaboración, dada la insistencia de su hermano, será fatal. No podrá soportar saber que sus armas serán empleadas, en Sierra Leona, para realizar toda una masacre (porque ve de frente, ante sus mismos ojos, quiénes serán esas víctimas; las víctimas potenciales, en este caso, no con una abstracción, un número, cuerpos que no puede ver cómo serán mutilados y asesinados). Su rebelión, claro, será infausta para él. Yuri en cambio prefiere no mirar, o no saber cómo o contra quiénes se utilizan sus armas. Cuando mata por primera vez no mira, el gatillo lo pulsa otro, su particular reverso, el dictador africano de Liberia, mientras sostiene su mano; de hecho, a quien mata, como si no lo matara (porque no mira) ,es a un competidor, podría haber dicho no, y evitar el disparo, si realmente no quería matarlo como le señala el dictador, con lo cuál el dictador materializa el deseo que él no quiere reconocerse. El dictador ejecuta lo que él desea pero no se atreve a hacer (y es quien acuña su definición con un incorrecto inglés, en vez de The war lord, the lord of war). Pero aunque Yuri mate o pase los dolorosos trances de la muerte de su hermano o de perder a su esposa cuando ésta descubra a qué se dedica (ella ya no puede justificarse en su inconsciencia de no querer ver la verdad, sería demasiado cínica),Yuri se sobrepondrá a todos estos avatares porque, al fin y al cabo, las cosas son como son ( o el engranaje funciona como funciona), y él no las podrá cambiar, el Sistema funciona así, y le necesita para sus negocios sucios en la sombra. Algo que tendrá que asumir su implacable perseguidor, el agente del FBI (Ethan Hawke), cuando descubra que es intocable. Yuri es otro sicario o esbirro (en la sombra) del poder, y lleva a cabo sus propósitos aunque sea con una actividad que no venda como imagen social (como él mismo señala, es Estados Unidos el mayor traficante de armas). En la posterior Good kill (2015), una de las controladoras de drones del ejército estadounidense pregunta si lo que realizan, cuando se despreocupan cada vez más de las muertes de civiles en los bombardeos planificados, no se puede denominar crímenes de guerra. En cierto momento Yuri dice que el mal prevalece porque los hombres buenos no actúan. Pero él mismo señala que esa frase no es correcta, o no lo es su segunda parte. Simplemente, el mal prevalece. Recuerda a la final de la magistral Seven (1995), de David Fincher. El mundo es un buen lugar por el que vale la pena luchar. Estoy de acuerdo con la segunda parte.

lunes, 29 de agosto de 2022

Último tren a Katanga

 

Dark of the sun, título original de la excelente Último tren a Katanga (1968), de Jack Cardiff, puede servir de indicativo de que no estamos ante una convencional obra de hazañas bélicas, o actioner con telón de conflicto bélico, subgénero en boga en aquellos años con títulos como Doce del patíbulo (1967), de Robert Aldrich, La brigada de diablo (1967), de Andrew V McLaglen, Mercenarios sin gloria (1968), de Andre De Toth, El desafío de las aguilas (1969) y Los violentos de Kelly (1971), ambas de Brian G Hutton o Comando en el desierto (1971), de Henry Hathaway (por no hablar de las que se centraban en afamadas batallas). La obra de Cardiff se desmarca notablemente de todas ellas por la densidad de su substrato dramático y alegórico, un sobrecogedor descenso a la raíz de la barbarie, al corazón de las tinieblas, a la terrible obscenidad de las inclinaciones y manifestaciones violentas y crueles del ser humano. Pero ésto podría haberse quedado en loables intenciones si Cardiff no hubiera aplicado un áspero y cortante estilo descarnado que mira de frente la brutalidad, sin nunca regodearse en su expresión, lo que, por otro lado, propicia que adolezca de la mecanicidad (fuera más o menos hábil) de los discretos títulos citados anteriormente. En esta obra sí penetramos de lleno en el lado oscuro del corazón humano (ese dark of the sun).

La acción transcurre en 1964, en el Congo, sacudido por una guerra civil entre 1960 y 1966. Curry (Rod Taylor) es un mercenario que se vende al mejor postor. Hay un buen detalle de ambientación tras que descienda del avión: el cristal con impactos de balas en el coche que le recoge en el aeropuerto. Curry es requerido para realizar una misión que es más bien un encargo de los poderosos, el director de una empresa de diamantes y el presidente Mwamini (Calvin Lockart), que se beneficiará del apoyo económico del primero: Debe conseguir en tres días llegar en tren a un poblado sobre el que pesa la amenaza de los guerrilleros, los simba, aunque no para rescatar a los europeos residentes allí, como quieren hacerle creer en principio, sino, como bien intuye Curry, para recuperar los diamantes (depositados en una cámara acorazada) de las minas de toda la zona norte del país, cuyo valor asciende a 50 millones. Curry viene acompañado del sargento Rufo (Jim Brown), del que es amigo, aunque las motivaciones de ambos parezcan disimiles. A Curry parece que sólo le interesa el dinero, mientras que a Rufo le inspira el propósito de que su país sea algún día libre. Pero no es todo tan simple. Hay dos personajes más que se erigen en símbolos de esa cuerda en la que fluctúa Curry.


Uno es el doctor Wreid (Kenneth More), personaje que se ha abandonado a sí mismo, y al que el modo de incentivarle para que se una al viaje es prometerle una caja de whisky, porque con él logra el entumecimiento que evita que sea consciente. El otro es el mercenario nazi Henlein (Peter Karsten), quien lleva con orgullo la esvastica en su uniforme. Con ambos Curry mantendrá un pulso tenso durante el viaje. Tras llegar al poblado Curry se encuentra con que el delegado de la empresa ha programado para dentro de tres horas la apertura de la cámara acorazada por un mal cálculo. Curry, entretanto, intenta convencer, infructuosamente, a un sacerdote y unas monjas para que abandonen el lugar porque sino serán asesinados ( pero alegan que el cuerpo no tiene importancia). En la misión les informan de que una mujer lleva días intentando dar a luz, para lo que recurren a Wreid. Un hermoso travelling circular sobre su rostro, unida a la expresividad de More, logran reflejar su toma de conciencia. Su redención vendrá dada a través del sacrificio. Aunque sepa que implique su muerte, optará por quedarse para conseguir salvar a la mujer y al niño. Este aspecto, la sensibilización adormecida, le une con Curry, a quien antes le había afectado sobremanera la extrema crueldad de Henlein al matar a dos niños, los cuáles según él, podían avisar a los guerrilleros (una extraordinaria secuencia de tensión contenida, pautada a través de las expresiones de Curry, Rufo y Henlein, que culmina con la indicación de Curry a Henlein de que puede volver a ponerse al esvástica, aunque al principio de la misión le había dicho que se la quitara porque sino él podría confundir a su enemigo).

La tensa relación con Henlein marca el arco dramático, o el proceso de transformación de Curry. Antes de la llegada al poblado hay una secuencia de enfrentamiento entre ambos de una extrema crudeza, en la que Henlein, tras provocar la pelea, amenaza con una sierra mecánica a Curry, y que culmina con éste colocando la cabeza del primero junto a una de las ruedas del tren para que se la aplaste, siendo salvado in extremis por la intervención de Rufo. Tras salir del poblado, justo cuando llega el ejercito de los guerrilleros (con la terrible imagen de uno de los vagones, desenganchado por una explosión, retrocediendo de nuevo hasta el poblado, mientras los residentes que están en su interior gritan con desesperación porque saben que van a caer presa de los guerrilleros), Curry y Rufo se introducen entre los ebrios guerrilleros (Rufo porta sobre sus hombros a Curry como si fuera un prisionero), y son testigos de las terribles torturas o violaciones a las que someten a quienes han sido apresados (sin énfasis, con un montaje cortante, expeditivo, conciso), antes de lograr recuperar los diamantes. Pero a Henlein le importa ante todo los diamantes y, en el viaje de vuelta, aprovechando la ausencia de Curry que ha ido a buscar gasolina para los camiones (tras tener que abandonar el destrozado tren), mata a Rufo lo que provoca la furiosa reacción de Curry que le persigue hasta matarle tras pelear en el lecho de los rápidos de un río. Pero como le dice uno de los soldados, ha cruzado la linea más allá, la de la sombra, hacia la oscuridad (la del primitivismo más ciegamente visceral), porque en su acto vengativo ha acabado por asemejarse al bárbaro, a la bestia. Nada diferencia a Curry de Henlein tras matarle, por muy abyecto y vil que fuera Henlein. El gesto final de Curry implica esa asunción, por eso opta por entregarse para que sea juzgado en el correspondiente juicio de guerra.

La obra fue cuestionada por los críticos, en su momento, por su extrema violencia, y fue calificada com sádica. En cambio, fue admirada por Quentin Tarantino. Durante el rodaje de Malditos bastardos (2009), proyectó la obra de Cardiff a los actores, en cuyo reparto se encontraba precisamente Rod Taylor, como Winston Churchill, y utilizó algunos de los fragmentos de la banda sonora compuesta por Jacques Loussier. En la obra de Cardiff el protagonista apaliza brutalmente a un nazi, que ha dado muestras sobradas de su crueldad y mezquindad, y en la otra son repetidas las ocasiones en que son matados, o más bien ejecutados, nazis que también han mostrado su tendencia a la crueldad e inclemencia. Pero no puede ser más disimil el tratamiento (o planteamiento vital) de la venganza, o del castigo a la bestia. Más allá de cómo fuera Último tren a Katanga sin las secuencias recortadas por la cruda violencia de las situaciones, particularmente, me parece una obra descarnada que no incurre en efectismos. En Malditos bastardos, como en las dos obras previas de Tarantino, y las posteriores, se justifica la acción de dar rienda suelta a la furía vengativa. Hay una notoria autocomplacencia, e incluso un regodeo en el castigo (y en la misma violencia), como refleja la dilatada secuencia del apalizamiento de las mujeres al psicópata de Death proof, el apalizamiento con saña a los integrantes de la secta de Charles Manson, en Erase una vez Hollywood, o las secuencias de escalpelamiento de Malditos bastardos. Sí me parece que se ajustan todas ellas apropiadamente al calificativo de sadismo, aunque pocos cuestionamientos hubo sobre su tratamiento, probablemente por lo politicamente correcto de las dianas de su furia (nazis, violadores, racistas...), eco de esa tendencia humana a la venganza justiciera visceral, y por el hecho de que las aristas eran negadas por el filtro de su concepción de divertimento: el relato como función de descarga (de los más bajos instintos). En cambio, no hay justificación sino autocuestionamiento en la resolución de Último tren de Katanga, consecuente con la frontal crudeza del enfrentamiento con la bestia que todos llevamos dentro ( y que no sólo está afuera, es decir, en lo Otro o los Otros). No hay justificación de la violencia siquiera por la bestialidad y crueldad de quien es objeto de esa violencia (como es el caso del nazi), mientras que en la obra de Tarantino no veo un inofensivo divertimento, un meramente vamos a jugar que la historia pudo haber sido de otro modo, sino la terrorífica justificación de nuestros instintos más bárbaros, bestiales y viscerales camuflados bajo la inquietante sonrisa de la adscripción a lo políticamente correcto.


viernes, 26 de agosto de 2022

Edvard Munch

 

La poesía de la disolución. En la obra de Edvard Munch (1863-1944), progresivamente, a partir de cierto momento de su vida, los detalles y las perspectivas comenzaron a disolverse. Comenzaron a ser frecuentes rostros que se desvanecían, rasgos que se emborronaban, cuerpos que parecían fundirse, ojos que parecían desorbitarse, semblantes que parecían distorsionarse, acorde a una vida que parecía un trayecto hacia la disolución en un grito mudo, por causa de una decepción o frustración amorosa que sintió como una hecatombe emocional de la que no se recuperó. Cuando su obra empezó a exponerse y adquirir notoriedad, aunque, en general, suscitara rechazo tanto en los críticos como en los que contemplaran sus obras, los impresionistas franceses buscaban capturar la realidad exterior. Munch buscaba otra vía, la transfiguración que proviene de la mirada subjetiva. Su pintura reflejaba su vivencia o percepción singular. Acorde a ese trance interior, emocional, la producción noruega Edvard Munch (1974), del cineasta exiliado británico Peter Watkins, es una experiencia estética que se fundamenta en la transfiguración, ya que disuelve límites, entre el documento y la ficción, entre los sonidos, en la conversación de estos con la imagen, en ocasiones no correspondientes los sonidos o diálogos con la imagen, entre los mismos términos del encuadre, entre lo enfocado y desenfocado. El zoom no se utiliza como recurso fácil sino, sobre todo en sus pasajes iniciales, para dejar constancia de un temblor, de una dificultad de enfoque. Actores noruegos no profesionales encarnan a las diversas figuras. Miran de modo constante a cámara, o evocan momentos o dan sus impresiones sobre la obra de Munch, ante la cámara, como si fueran entrevistados. La voz del propio Watkins hila el recorrido a través de cuatro décadas de la vida del pintor, hasta que sufrió un colapso nervioso que hizo necesario un tratamiento, y reajustar sus pasos, su relación con la vida como un nervio sin la capa protectora de la mielina.

Edvar Munch es, como el resto de las obras de Peter Watkins, quien posee una de las filmografías más singulares de la historia del cine, una ficción articulada con estilemas o modos del documental, porque la percepción de la realidad se mediatiza con estilemas ficcionales. La realidad, tal como la conocemos o como nos la presentan, es una pantalla. El revulsivo enfoque cuestionador de Watkins no ha dejado de incitar a la revolución a través del despertar de la mirada. Pero a diferencia de las otras obras no desentraña, o pone en cuestión, acontecimientos, sistemas o dinámicas institucionales o sociales, como el movimiento insurrecional que posibilito, brevemente, en 1871, el primer gobierno obrero, en Paris, en La Comuna (París 1871) (2001), la guerra nuclear en The war game (1966), o la génesis del conformismo productivo, en Privilege (1967), sino al propio artista en su relación consigo mismo y el entorno, quizá por eso la consideraba su obra más personal. En Edvard Munch, priman los primeros planos, o planos cortos y medios. Casi no hay planos generales. Es un montaje entrecortado, que enmaraña tiempos y situaciones, como si los planos fueron añicos de una vida destrozada, en las que faltan los hilos de la cohesión. La narración hace cuerpo de una vibración, la que palpita en las texturas disueltas de las pinturas de Munch (Geir Westby), la vibración interior, opresiva, cautiva, reflejo de la propia del pintor, como si no pudiera superar un confinamiento vital, una asfixia. Los actores, los personajes, no dejan de mirar a cámara. Ojos, miradas, que no dejan de estar presentes, y que exponen, hacen manifiesta, a la propia cámara, y su intrusión, su obscenidad, horadando, hurgando, explorando, en una herida, como la propia obra de Munch te interpela con su disolución, con su carne hecha trazos, emoción convulsa que interpela la intemperie que puede habitar en nosotros pero no mostramos, nuestra confusión, nuestra orfandad, nuestro extravío. La convulsión de la melancolía, el aire frío que corta la yema de los dedos que intentaban palpar lo sublime. Los arañazos y las hendiduras en la propia pintura exponían ese desgarro interior de Munch, su desesperado anhelo de borrar lo que no podía olvidar, la decepción de un amor que no fructificó. La imagen soñada se convirtió en emborronamiento y rasguños que nunca cicatrizaron. No logró encajar que aquella mujer no la amara, y su vida se tornó resentimiento que parecía proyectarse hacia todas las mujeres. 

La narración es una fractura. El pasado no deja de resurgir, como una herida no cerrada, como un espasmo que perturba el discernimiento: la sangre que brotaba de boca de la hermana que falleció en su infancia por tuberculosis: imagen recurrente, como una letanía que dificulta el paso, como un garfio que atrae hacia un pasado que enfrentó a una inevitable disolución, la de la muerte (de hecho, el mismo Edvard estuvo a punto de perecer como esa hermana y su madre). Superó la tuberculosis pero no a la decepción amorosa que se enquistó en él con el tumor del despecho. No hay música sino la del caos. En la banda de sonido pueden convivir unos sollozos, el graznido de unas gaviotas, y la música. Sonidos que pertenecen a diferentes tiempos y circunstancias, como pueden no casar con las imágenes, un amasijo de tiempos, como las entrañas desordenadas de Munch. Desajustes, una vida que intenta enfocarse infructuosamente. Se repiten varios planos con Munch en primer término, desenfocado, y al fondo del encuadre, una mujer. Miradas que no domina o controla, risas que acrecientan la disolución de su pesadumbre. Munch no dejó de sentir que su relación con las mujeres absorbía su energía; sentía que eran disolventes, anuladoras. No logró encontrar el enfoque, sino todo lo contrario. Sus besos, sus madonnas, sus vampiras, eran el reflejo de ese desajuste, de ese desencuentro. Su vida se convirtió en un grito de rabia y desesperación. En sus pinturas, los cuerpos no se tocaban, porque el tacto, el disfrute de los sentidos, se convirtió en foco de desolación. Los cuerpos eran ya escombros desde que la mujer que amó decidió amar a otros hombres y no él.

La voz de Watkins, en ocasiones, contextualiza, describe acontecimientos de un año determinado en cada década, incluido el nacimiento de Hitler, D.H Lawrence o Goebbels, el paisaje en plano general en el que vibraba el ofuscado paisaje íntimo de Munch, las espesuras particulares en las que se debatía. La narración explora, minuciosamente, las pinturas, sus trazos, sus texturas, mientras Munch mira a quien le mira, como nos miraba, nos desnudaba, con sus cuadros, desnudaba nuestros besos, cuando se asemejan a los filos, nuestras proyecciones desenfocadas, nuestros desajustes, nuestras disoluciones, nuestros resentimientos y despechos. Esa sensación, quizá verdadera, desde luego temblorosa, de no poder o no saber habitar la vida, de no lograr la conexión con el otro cuerpo, con otra mirada, que es promesa de realización, de sentirse presente. Esa incapacidad de lograr asumir que la vida puede ser vivida sin aquella presencia con la que se sintió que no se podría vivir sin estar junto a ella. Y cuando eso ocurre, al no romperse los hilos con los que se sintió la conexión singular, excepcional, los hilos permanecen unidos a un vacío y la tensión de la separación, de la distancia, se torna desgarro sin desmayo. Munch logró con su arte hacer cuerpo de un grito que es interrogante, desesperación, desamparo y perplejidad. Y, también, disidencia, la de la mirada que buscaba el infinito y se abocó al grito del abismo. De ese fracaso que logra ser soberanía estética, Peter Watkins forja una de las más asombrosas inmensidades que han surcado, y enfocado, una pantalla. Ingmar Bergman dijo que Edvard Munch era la obra de un genio. En su obra se agitaban también las impúdicas convulsiones de Munch.Watkins las desnuda desde la distancia con una obra que mira y nos mira mientras nos miramos en la disolución de nuestra desnudez, en nuestra fragilidad tiznada de patetismo, en la desolación, como la huella del crater tras una explosión, que sobrevive a la dañada aspiración a lo sublime. ¿Qué era lo que realmente concebía como sublime, estaba en ella, o en su propia mirada o proyección?

miércoles, 24 de agosto de 2022

Control

 

La secuencia introductoria de Control (2007), primer largometraje de Anton Corbijn, adaptación de Touching from a distance, de Deborah Curtis, se abre con un primer plano del perfil de Ian Curtis (Sam Riley), quien reclina su rostro, y finaliza con un encuadre más amplio de él, en la misma posición, sentado en el suelo de la habitación que ocupó cuando vivía con sus padres. Al mismo tiempo, en off, escuchamos el pensamiento de Curtis sobre la existencia: 'qué importancia tiene, existo lo mejor que puedo, el pasado está ya en el futuro, y el presente se va de las manos’. Aparece el título de la película, Control. ¿Cómo ha progresado su vida, cómo ha madurado realmente a los 23 años quien desde que vivía ahí se ha casado y ha tenido un hijo? Corbijn sabe cómo ecualizar la mirada. En dos concisos planos ya se ha marcado el tono, y condensado la sustancia de conflicto, de la película, que se caracterízará por su modulación introspectiva, contenida, casi sonámbula, entre lo concreto y lo abstracto, donde lo no dicho, lo que palpita entre planos, dice, incluso, mucho más que lo visible, reflejo de esa tensión entre el yo intimo de Curtis, como deja ya patente ese primer plano (un perfil, acorde a quien se siente mitad presente, mitad desplazado o desubicado) y su anhelo de movimiento (progresión, crecimiento, dominio de las emociones), pero encapsulado en su mundo, en sí mismo, en sus limitaciones y contradicciones (aunque desearía que no fuera así) y en un espacio, o entorno vital, en el que se siente tanto apresado como aislado, un espacio en el que se confunden o enmarañan, en una nebulosa, el afuera y su yo interior. Y en el cuál, como apuntalan sus palabras, se siente superado por las circunstancias, y sus emociones, ya que las elecciones del pasado se convierten en lastres con respecto a los que no saber cómo reaccionar ( por eso, detalle significativo, se encuentra en la que, en el pasado, era su habitación en la casa de su familia, ahora vaciada de objetos: hay un peso de irresolución que arrastra desde tiempo atrás y que siente como atasco), y el presente, fugitivo, e imposible, por tanto, de controlar.

Los siguientes planos nos sitúan en 1973, siete años antes del suicidio de quien fuera una de las figuras más influyentes del postpunk británico a finales de los setenta, Ian Curtis, cantante de Joy Division. Estos planos son, y representan, a través de un afinado uso expresivo del espacio, una continuación de esa tensión entre movimiento y estatismo, entre el yo intimo y un afuera opresivo. Un plano general: la figura de Ian, caminando por la calle, contrasta, empequeñecida, con los impersonales edificios que parecen aplastarlo. Una figura distraída, quizá ausente, quizá ajena, desde luego desubicada, que no hace caso a los niños que le piden que les coja el balón que se les ha escapado, como tampoco al saludo de su padre cuando entra en casa, donde, por añadidura, ignora a madre y hermana, dirigiéndose decidido a su cuarto, donde se encierra (la cámara permanece un instante encuadrando su puerta). En su cuarto escucha la música del álbum de David Bowie que acaba de comprarse. La cámara se detiene en sus objetos, afiches relacionados con Jim Morrison o la Velvet Underground, libros sobre uniformes militares, castillos (uno se imagina a Curtis cual aristócrata melancólico en una mansión gótica) u obras de Ginsberg o Crash de JG Ballard… ¿Recuerda alguien Crash (1996) y su visión de una realidad de enquistada comunicación, donde se relacionaba sexo y maquina, desgarro de carne y accidente, como terminal medio de crear vínculos?. Hay algo en Control, aunque sea de modo menos áspero y descarnado, del distanciamiento de la excelente versión para el cine de David Cronenberg, en donde, también, las abrasivas corriente subterráneas contrastaban con la contención de la superficie, como si esta fuera una cauterización, o una costra. La narración es elíptica, y transmite una sensación de suspensión, como la sensación que transmite Curtis, suspendido en un espacio al que no parece pertenecer, y en el que no se reconoce. ¿Es un fantasma o es la realidad fantasmal?. En una clase de química, vestido con su uniforme de escuela, convierte, en la superficie de su pupitre, la palabra Ian en Iam (Yo soy), y su semblante se queda con la expresión transida contemplando la formula OH en la pizarra, ajeno a las preguntas de su profesor ( David Lynch colaboró con Corbijn en el corto que éste realizó, y en secuencias como esta se percibe esa afín sintonización de mirada). Es como si fuera un personaje de Samuel Becket que se plantea cuál es su voz, extraño y ajeno al universo, ante el cual más que decir <<yo soy>> sólo quepa decir <<¡Oh!>>.


Uniformes, disfraces, identidad. Emulando a David Bowie, se viste con un corto abrigo de pieles y se pinta los ojos, encontrando, en el espejo, un reflejo más cercano a si mismo. O cuando menos diferente, una réplica a un entorno que le uniformiza como él no desea (¿Quién soy yo?). Ataviado de esta manera observa a través del espejo a su amigo besándose con su novia, Debbie (Samantha Morton), pero ésta se incómoda y pide al amigo que se vayan, aunque ella, antes de irse, pregunta quién ha escrito los textos sobre su mesa ( su incomodidad no provenía de lo que parecía). Al irse, Ian se tumba en la cama con expresión satisfecha. En ese instante Ian ha sentido su I am. Ha sentido esa chispa de la que carece su monótona vida. Ingiere con su amigo unas pastillas y visitan, bien puestos, a Debbie; tras recitar un poema de Woodsworth, coge la mano de ella, tras la espalda de su amigo. La invita a un concierto de Bowie, y ahí le reconoce que el amigo lo sabe porque no le gusta actuar a sus espaldas. Para él es natural ir de frente. Pero los sucesos posteriores demostrarán que no resulta siempre tan fácil ir de frente. Todo se va precipitando, o engarzando (¿encadenando en su doble vertiente?): la boda con Debbie; los inicios con el grupo, en principio llamado Warsaw, que luego ya a la hora de grabar su primer disco, será Joy division; los conciertos; su trabajo en los servicios de empleo; el nacimiento de su hijo. Pero ya no se desprenderá de la narración esa sensación suspendida, como si Ian se sintiera en permanente extrañamiento con el mundo, descolocado (como reflexiona cuando ve caer a la chica a la que atiende en los servicios de empleo, presa de un ataque epiléptico, antes de que él mismo empiece a sufrirlos: la casualidad dispone de retorcidos giros), y aislado, aunque disponga de amistades y mantenga relaciones sentimentales (como esa habitación en la que se encierra con llave, para escribir sus canciones, y a la que no deja acceder a Debbie).


Durante el desarrollo de la narración se mantiene esa sensación de realidad sonámbula, en cierta medida fantasmal, acrecentada por ese lechoso y grisáceo blanco y negro, que tiene, conjugada con su narración elíptica, tanto de respiración de conciso documento de los episodios de un periplo vital durante siete años, como de abstracción de un yo interior, con una modulación que nunca se detiene demasiado en los momentos, como si el tiempo no existiera o ya estuviera predefinido por el pasado, y fuera todo un continuo irremediable. Abundan las elipsis temporales que condensan, con depurada síntesis, los episodios definitorios de esos siete años, a la vez que capturan cada instante ( su esencia interior), y cómo todos están interconectados. Pero, a la vez, parece que el tiempo no se moviera (progresara), ya estancado desde un principio en algo que no se puede superar, como congelado en una fotografía antigua (acorde a su propia sensación de estancamiento o atasco). O quizás es que el tiempo sea demasiado fugitivo, inasible, compuesto de episodios que rápidamente han dado paso al siguiente. El pasado está ya en el futuro, y el presente no se puede controlar. No hay avance, y la realidad, como las emociones, parece más bien un derrame.

De la misma manera que la vida de Ian se verá condicionada, dependiente, por sus ataques epilépticos, no sabe qué hacer, o qué elección tomar, en el territorio sentimental, entre su esposa y, Annik (Alexandra Maria Lara), la periodista belga de la que se ha enamorado, o por la que se ha sentido atraído por su aura diferente (esa diferencia en la que se reconoce, pero que entra en colisión con el peso de la inmediata ordinaria cotidianeidad; son dos mujeres más bien disimiles). A alguien que tiende ir de frente, esa escisión le paraliza. ¿Cómo conjugar esos dos mundos, esas dos mujeres?. Además es padre, faceta en la que se siente un fracasado, por torpe y, de nuevo, indicativo de sus contradicciones o incapacidad de resolución (o el desencuentro entre anhelo y realidad). Él es quien propone a Debbie tener un hijo, pero cuando lo ve ya en brazos de ella, recién nacido, su expresión es la de alguien que se encuentra ante algo que sabe que le va a superar. Él intenta hacer las cosas lo mejor que puede, pero le superan. Por eso, cuando Debbie descubre su relación con Annik se muestra incapaz de reaccionar, desbordado, sin poder responder con una mínima palabra, preso de su congoja ante algo que él no ha querido propiciar.

El presente se le va de las manos. Es como si hubiera deseado ser Bowie (o su fantástico Ziggy Stardust, ser un starman), pero estuviera preso de sus fantasmas (de su incapacidad de lidiar con la realidad, de habitarla sin sentirse un fantasma aislado en su extrañado yo), como Jim Morrison, de quién hereda en su música esa letanía recitativa y poseída, aunque más cercana en sus acordes a la Velvet Underground, también entregándose intensamente en los conciertos, cual si estuviera en trance, como quisiera hacer en su vida. Por eso, cuando no puede con ésta, o no sabe cómo controlarla, o qué decisiones tomar, tampoco puede ya entregarse en el escenario. Sufre un cortocircuito, o colapso nervioso. Piden mucho de él (o es lo que siente), en la vida y en el escenario, pero él no puede más, o no sabe cómo articularse sin sentir que se desgasta como si más bien se desintegrara (como un sistema eléctrico que ya no puede resultar efectivo). Por eso quizás soñaba con poder haber sido, sencillamente, una serigrafía de Andy Warhol. Todo más simple y más claro. Que se ahorcara con la cuerda que se utilizaba para colgar la ropa en el techo quizás representara cómo no pudo con la existencia, con la vida cotidiana, con la toma de decisiones sin quedarse paralizado. Así de aislado, y desvalido, se sentía, y así era tan intensa su música (como si se mantuviera en una constante tensión que anuncia una inminente explosión que no se produce), a la que se entregaba con esos espasmódicos movimientos en el escenario, como si por un momento se transcendiera y liberara siendo pura energía. Quizás si hubiera creado un personaje como hizo Bowie con Ziggy Stardust lo hubiera también matado como hizo Bowie, pero Ian era su propio personaje, o quizás no lo tenía, sólo su desconcierto (¿Quién soy yo?).
Control se define por su condición paradójica, o tensión irresuelta entre la ligereza un fantasma que no acaba de encarnarse en el tiempo y la gravedad del cuerpo que no se libera, orquestada por una serena mirada de casi entomólogo documentalista aplicada a un mundo interior, o a esa frontera que revela el desencuentro entre éste y el afuera. ¿Es él un fantasma o la realidad?. Si la emoción surge espontánea, palpable pero escueta, como si emanara de los huecos de la narración, el humor brota con ese aire impávido y desapegado que tenía el rostro y el cine de Buster Keaton, y no exento de vitalidad. Véase su paseo dirigiéndose a su trabajo en el Servicio social, ajustándose su traje, como quien no abandona su elegante seña de distinción, hasta que dobla la esquina, y vemos que en la espalda está escrito hate (odio). También se pueden rastrear reminiscencias del cine de Terence Davies, vivencias desubicadas, aquí en Manchester, allí en Liverpool, en Voces distantes (1988) o El largo día acaba (1991), pero con el distante, contenido en emoción que no gélido, tratamiento de su acercamiento al mundo de Edith Wharton, en La casa de la alegría (2000). Corbijn, posteriormente, realizará dos notables obras, El americano (2010), con otro espectro en una realidad definida por la incertidumbre, y Life (2015), con un protagonista, James Dean, en proceso de desaparecer en su propia imagen, en su propia condición de icono, y otro, el fotógrado encarnado por Robert Pattinson, quien se siente una sombra que aspira a iluminarse con la estrella de cine en ciernes, y la excelente El hombre más buscado (2014), con otro protagonista en un progresivo proceso de desaparición en los márgenes de una realidad atropellada por la maraña de unas ficciones.

lunes, 22 de agosto de 2022

The Terence Davies Trilogy

 

Trilogy (1983), de Terence Davies, conjuga tres cortometrajes Children (1976), Madonna and child (1980) y Death and transfiguration (1983), que conforman el trayecto de una vida, la de Robert Tucker, trasunto de Davies, a la que caracteriza la brutalidad como dinámica y el dolor como térmica. Es una narración que constata un colapso y una sublevación, el cortocircuito de la opresión de una educación católica y de la estigmatización de la homosexualidad, que dejó de ser delito en Inglaterra a inicios de los sesenta. Es un relato sobre la abundancia de sombras asfixiantes entre las que el cuerpo era la promesa de luz, aunque su vivencia se viera abocada a la clandestinidad de las sombras. Es el primer logro de la soberanía de la belleza orquestada por un cineasta cuya inspiración no provenía de la instrucción académica sino de la intuición. Es la primera obra que deja constancia de la singularidad de un cineasta que utiliza, como pocos, con excelso ingenio expresivo, los recursos cinematográficos, en particular, el montaje, mediante asociaciones (acorde a la constitución de la memoria), pero también las elipsis, el fuera de campo, los movimientos de cámara o el sonido (y en particular, las canciones, en la vertiente diegética, cantada por personajes, o no diegética, en la banda sonora, cuyo recurso expresivo se fundamenta en el contraste, entre lo ordinario y lo sublime, entre lo que es y lo que se anhela o añora).

En Children concurren diversas violencias. Violencia infantil, violencia estructural (prejuicios y discriminación), violencia institucional (educacional) y violencia familiar. El plano picado inicial de Children nos introduce en un patio de un colegio; la disposición de los niños, su actitud, sus movimientos, delatan una tensión, una confrontación. Tucker es objeto de burlas y humillaciones por su naturaleza homosexual. En el aula, también se señalizan, como código de circulación, las relaciones de poder que determinan unas posiciones en la jerarquía; la amenaza, por parte del profesor, de infligir un castigo, una violencia, como forma de instituir, implantar, una subordinación o sumisión. En el hogar supuran la pesadumbre, el resentimiento, la agresividad de un padre que es grito y puño. Su dolor y desesperación, como evidencian sus contorsiones desesperadas antes de que sea aliviado por la inyección de la enfermera, se torna cólera. Los estallidos de violencia del padre, sobre todo con la madre, son como las arcadas de la bilis de la frustración (descarga de la impotencia y la amargura). La madre, en cambio, es abrazo en la intemperie, lágrimas en un trayecto que es inmóvil.

Davies alterna tiempos, pasado y presente, como si fueran lo mismo o no haya más variación que el cambio fisiológico por el paso de la edad: los planos del presente de un joven Robert son incrustaciones, como si fueran cicatrices no cerradas, como refleja su expresión deshabitada, como si viviera un tiempo fracturado, como fracturadas están sus entrañas: ese planos de un intenso y cerrado tráfico, con Robert intentando cruzar la calle, una figura minimizada en el plano, como si no hubiera logrado, con el paso del tiempo, lograr integrarse en la circulación de la vida ordinaria, como evidencian las conversaciones con un terapeuta que espera que ya se sienta capacitado para retornar al trabajo o que ya sienta deseos por las mujeres. Son las consecuencias de un daño sufrido en la infancia. La huella de un vacío, o vaciado, como reflejan los planos de las aulas vacías. Las transiciones entre planos reflejan la condena de una continuidad que es inmovilización: El Tucker joven espera en la parada del autobús, y en el pasado también el Tucker niño junto a su madre; un dilatado plano lateral encuadra a ambos mientras el autobús se desplaza, hasta que acontece el cambio de plano, a uno frontal, acompasado a los sollozos de la madre. Los acontecimientos palpitan en las heridas y la falta. El autobús de la infancia se aleja en una de las calles que se parecen unas a otras. Un último plano encuadra al joven Robert, en un plano picado, descendiendo del autobús. Aún sigue atrapado en un pasado que es dolor, condensado en el plano de cierre de Children, un plano de alejamiento que le encuadra, minimiza, cuando era niño, en la habitación donde sollozaba en aquella prisión cuyos barrotes seguirán oprimiéndole porque es un lamento que se extiende en el tiempo. La circulación de su vida, en los primeros pasos de su juventud, sigue cautiva en ese bucle de dolor y desubicación.


En Madonna and child la institución reclusiva que toma el relevo es la desertizadora actividad laboral de contabilidad (como la que también ejerció Davies), convertido en número, función y apariencia. Satisface su deseo en la oscura clandestinidad, en las catacumbas de las sombras, esas que son estigmatizadas, como clavo ardiendo, por la represora instancia religiosa, el tétrico y desvitalizador catolicismo que sublima la renuncia y el padecimiento, la concepción de la vida como vía crucis a soportar con la cabeza gacha, definida por la negación de la sensualidad y el rechazo de la homosexualidad, calificada como aberración. En ambos espacios de vacío comprimido, el laboral y el religioso, la agonía de la compulsión de la repetición y la enfermiza y mórbida pulsión de muerte; por eso, convierte el castigo en placer (sexual), la oscuridad en refugio donde brota el grito del cuerpo convulso. Los planos iniciales de Madonna and child revelan el ansia de vuelo, de ligereza y movimiento real, confrontado con la gravidez de un dolor, de una atenazada inmovilidad vital o impotente congoja: las gaviotas, el ferry avanzando por el río, el movimiento de cámara hacia su rostro surcado por el llanto: movimiento quebrado por los recuerdos, lastres y garfios en sus entrañas. El único espacio de afecto, de calidez, lo encuentra con su madre, desplegado mediante una ternura mutua, aunque, a la vez, se destila, en los momentos que comparten, el pesar por la destrucción del paso del tiempo (los efectos del deterioro en el rostro y cuerpo de su madre, en su fragilidad progresiva).
Espacio de apariencias y encierro; espacio de deseo, las tinieblas: Un travelling lateral hacia la derecha, acompañado de música sacra (la música, en el cine de Davies, siempre es el espacio de lo sublime posible, de la vida anhelada, la belleza que se canta para conjurar las sombras que duelen, lo sublime confrontado con lo ordinario, o más bien lo rutinario), recorre las mesas en la oficina donde trabaja, desde su rostro hasta el de otra compañera, la cual le pregunta si ha hecho algo especial el fin de semana, a lo que él responde, grave y cabizbajo, que no. El siguiente plano lo encuadra en una de sus evasiones nocturnas, una sombra, ataviada con ropa de cuero, que intenta no hacer ruido al descender las escaleras para no despertar a su madre (aunque esté despierta y con expresión apesadumbrada, como quien se resigna a la tristeza furtiva de su hijo, en busca de un placer liberador). Otro travelling en la oficina, pero en dirección opuesta, se alterna con un plano de Robert intentado acceder a un club homosexual, sin que haya contraplano de quien le niega la entrada. Un espacio en el que está atrapado, obstáculos. La vida postrada en la negación, en la contorsión. Robert enumera con su confesor sus pecados, aunque omite el de su práctica sexual; en el siguiente plano, con la oscuridad como fondo, Robert abre la boca para iniciar una felación, una imagen que evoca el grito de Edvard Munch: la cámara encuadra sus manos asiendo el culo del otro hombre como si agarrara la vida con su grito. Soledad, angustia, ambiente moral y costumbres represoras que transpiran aire viciado; el cuero como uniforme sexual; la cámara se desplaza sobre iconos religiosos, mientras en off se escucha la conversación telefónica entre Robert y un tatuador, durante la que el primero le pide que le tatúe su pene, y brega con las reticencias del segundo; en otro sacrílego plano, lame el dedo índice de un amante, que extiende como Dios en la obra del techo de la Capilla Sixtina. Davies recurre al áspero sarcasmo para desentrañar la falacia del ritual de confesión, y su irrisoriedad, su falta de sentido, la vana ayuda que pueda reportar, la inconsistencia de una guía y orientación, a través del plano intercalado de una confesión en su niñez: Robert, en la oscuridad, equivoca la posición del confesor que irrumpe detrás suyo para orientarle.

Death and transfiguración es el último tramo, que culmina con la muerte, de una vida que ha sido permanente forcejeo con la cosificación a la que ha sido sometida, en la que el cuerpo se ha abrasado entre convulsiones para no desaparecer del todo. Aunque su larga agonía, sus últimos estertores (una de los secuencias más sobrecogedoras y demoledoras que ha deparado el cine: el cuerpo que desaparece mientras alarga la mano hacia su divinidad, el cuerpo joven, la representación de la sensualidad), son la constatación de lo que ha sido su trayecto de vida, su agonía en vida, su derrota, por la sociedad represora, por el tiempo que ha degradado su cuerpo. Esa realidad que ha hecho de su vida un túnel, y que a él convirtió en una sombra. Death and transfiguration se inicia con el plano de un crepúsculo en la ciudad, prosigue con una comitiva fúnebre hasta el cementerio, un par del planos de Robert llorando mientras acaricia prendas de su madre, para culminar con el plano del horno crematorio en el que arde el féretro con el cuerpo de su madre. No se puede ser más fulminante en su sintética intensidad emotiva. Se alternarán planos de la vejez de Robert con otros de su madurez y su niñez. Las secuencias de su niñez reincidirán en la tierna relación con su madre. Ya en tránsito a una inminente muerte, a una incierta oscuridad, Robert se evoca vestido de ángel en una conmemoración escolar o recriminado por una monja en un pasadizo que oscurece la figura de la misma (las sombras que contaminaron su vida).

Se asocia un plano en el que Robert, niño, entra en el aula, y se escucha cómo es saludado por la maestra, con las palabras de la enfermera que le cuida en el hospital ahora anciano. La cámara se desplaza desde el rostro de expresión vaciada de Robert anciano, en su silla de ruedas, en el pasillo del hospital -mientras en off se escucha a un médico enumerar las características y consecuencias de su enfermedad neurológica -, hacia la ventana próxima, donde caen gotas de lluvia, retornando la cámara a su emplazamiento original para ahora encuadrar a Robert años antes, todavía en su edad madura, en una de sus primeras visitas a su anciana madre –en off, sobre este plano y el siguiente, un plano general que muestra a Robert entrando en su habitación, se escucha la conversación entre ambos en la que ella le insta a que no sufra con su desaparición. A continuación, enlaza con un plano en el que Robert es testigo de cómo fallece su madre, cómo se desvanece delante suyo. Su mirada se apaga, sus ojos se cierran, como un telón que se corre. Pocas obras han reflejado, con tal potencia dramática y emocional, con tal ingenio expresivo, la intemperie, el extravío y el desarraigo vital de una vida truncada, desolada, sojuzgada y subordinada, conjugada con la proyección del anhelo de una existencia (de una forma de habitar la vida) realizada en la exuberancia de las emociones y los sentidos, en la fusión de la complicidad de los cuerpos, del deseo y la ternura.