El tren ha estado unido al cine desde sus mismos albores. Desde que aquel documental de los hermanos Lumiere, 'La llegada del tren a la ciudad' (1896), asombrara a los primeros espectadores, e incluso, asustara, pues pensaron que se les venía encima desde la pantalla. Ese tren de sombras al que alude el título de la película de José Luis Guerin, 'Tren de sombras' (1997), exquisita rara avis, la obra y el mismo cineasta, en la clónica e impersonal producción media de este país.
Realicemos un recorrido por el mundo del celuloide, destacando algunas de las más sobresalientes, o significativas, obras en las que la presencia del tren ha cobrado una relevancia singular, de un modo u otro. Porque las hay en las que el tren es una figura crucial manifiesta en toda la narración, o de modo puntual pero influyente, ya sea para la misma narración, como por la belleza y resonancias de esas secuencias específicas.
En cuanto a las primeras, son diversas las obras cuya acción transcurre en buena parte de su metraje, sino en todo, a bordo de un tren, o en torno a su escenario, elementos y entorno, vías, estaciones, vagones, locomotoras. Es el caso de la obra con la que empezaremos la serie, 'El tren' (1965) de John Frankenheimer ( y que mejor que empezarla con una obra, además excelente, en cuyo conciso título se destaca esta figura). En el terreno de la comedia la obra más conspicua es sin duda 'El maquinista de la general' (1927) de Buster Keaton y Clyde Bruckman, rebosante de gags ingeniosos, en esta odisea, de ida y vuelta, que realiza el protagonista, al rescate de su amada.
Sin olvidarnos de delicias como la inglesa 'Los apuros de un pequeño tren' (1953), de Charles Crichton, de la productora Ealing, en la que un pequeño pueblo no acepta que les cierren la línea ferroviaria en detrimento de una de autobuses, y roban una antigua locomotora para demostrar que aún es eficiente la comunicación por tren, o 'Viaje a Darjeeling' (2008), de Wes Anderson', un excéntrico, y melancólico, viaje de tres hermanos por la India en la busqueda de la reconciliación consigo mismos. Tras sus simétricas y estilizadas imágenes late el poso de que la familia es un peculiar 'tren' compuesto de 'asimetrías'.
Es dentro del género de intriga, o thriller, donde se ha recurrido al tren con más asiduidad como escenario principal de la trama. Desde esa potente muestra de cine negro que es 'The narrow margin' (1951), de Richard Fleischer, con remake incluido, la inferior aun sólida, 'Testigo accidental' (1990) de Peter Hyams, hasta la reciente, no brillante pero sugerente, 'Transsiberian' (2008), de Brad Anderson, nos encontramos con títulos de diversa índole.
Sin ser demasiado exhaustivos, la sombría, y para mi gusto, la mejor adaptación de una obra de Agatha Christie, 'Asesinato en el Orient express' (1972), de Sidney Lumet, la rugosa parábola, basada en un argumento de Akira Kurosawa, de 'El tren del infierno' (1985), de Andrei Konchalovski,la estilizada incursión en la maraña del espionaje de 'El expreso de Shangai'(1935) de Josef Von Sternberg, o la reivindicable 'The tall target' (1952), de Anthony Mann, en la que el protagonista se ve envuelto en otra maraña cuando intenta evitar el inminente atentado a Lincoln, y en donde se juega con habilidad con el hitchockiano recurso narrativo del 'falso culpable'.
En cambio, la disparatada intriga de la simpática 'El expreso de Chicago' (1976), d Arthur Hiller, intenta emular el cine hitchcokiano, quedándose en la cáscara. Realmente prescindibles son 'El tren de los espías' (1979) de Mark Robson, y, en plena fiebre del cine de catástrofes, la deleznable 'El puente de Cassandra' (1977), de George Pan Cosmatos. Punto aparte merece el contundente retrato de los años de la depresión, en ese duelo entre los vagabundos que se cuelan en los trenes y los agresivos guardianes de estos, en 'El emperador del norte' (1973) de Robert Aldrich. Dentro del marco del género del terror, la curiosa 'El tren del terror' (1980) de Roger Spottiswoode, o la española 'Pánico en el transiberiano' (1972) de Eugenio Martin. Y en el de aventuras, la cruenta y recia 'Ultimo tren a Katanga' (1967), de Jack Cardiff, o la discreta 'La india en llamas' (1959), de J Lee Thompson, que atesora algún buen momento como el cruce del puente sobre el precipicio.
Pero el momento inolvidable lo encontramos en 'Lawrence de Arabia' (1962), de David Lean, en el asalto al tren, culminado con ese paseo de Lawrence sobre los vagones, en el que se resalta su sombra, pues en sombra se está convirtiendo. En el género bélico los vagones de trenes dirigidos a campos de concentración se han convertido en todo un tenebroso icono. Más que la sobrevalorada, e irritantemente maniquea, 'La lista de Schindler' (1993) de Steven Spielberg, mejor recordar, por ejemplo, la desconocida, y emotiva, 'El triunfo del espiritu' (1989), de Robert M. Young.
Dentro del género, Lean realizó una de sus obras más populares, pero, a mi modo de ver, más descompensadas, 'El puente sobre el rio Kwai (1956), centrada en la construcción del citado puente, por parte de prisioneros ingleses, para que puedan transitar trenes japoneses.
Más afortunados son los pasajes del tren, que transporta a los que no son afines a la revolución bolchevique, en la maravillosa 'Doctor Zhivago' (1965).Y ya que estamos con el drama, hay que evocar las intensidades, de agitada crispación, como si se tensaran las cuerdas del pulso entre movilidad y retención, que destila el viaje de los finados al funeral de un amigo artista en 'Los que me aman cogerán el tren' (1998) de Patrice Chereau.
En la obra de Hitchcock el tren ha sido una presencia constante, ya sea centrando la mayor parte de la trama entre sus vagones, como en una de sus obras maestras, 'Alarma en el expreso' (1938), o en puntuales pero decisivas secuencias. Lugar de encuentro que detona la acción o el conocimiento de los protagonistas, como, por ejemplo, en 'Sospecha' (1941),'Extraños en un tren' (1952), 'Con la muerte en los talones (1959) y '39 escalones' (1935), o como espacio del desenlace, como en 'La sombra de una duda' (1943). Y no olvidemos los descarrilamientos de 'Número 17' (1932), o en 'Agente secreto' (1936). Los movimientos impredecibles, las huidizas apariencias, cambios que quizás invoquen al abismo, o te saquen de la inercia, cuando no te 'esposen' (gratamente) a un destino imprevisto.
Personajes que cruzan sus destinos, como bien se reflejaba en el título español de la obra de Cukor, ese excelente melodrama de identidades cruzadas en la India en los años finales de la ocupación británica que es 'Cruce de destinos' (1956), relatada en flashback desde un tren, precisamente, y en la que destaca la secuencia en la que los hindúes adeptos a la resistencia pacífica se tumban en las vías para impedir llegar el tren. Identidades en conflicto. Quizás encuentres el amor en aquel que tiene otras señas, aunque primero hay que averiguar cuáles son la tuyas, o si hacen falta, como le pasa a la protagonista. O quizás en el vagón que compartes se produzca un crimen, como en 'Los raíles del crimen' (1965), de Costa Gavras, y que determinará las pesquisas posteriores ya en el espacio de la ciudad, incógnita que cargará de turbiedad el relato.
Sí, nunca sabes con quien te vas a encontrar, y cómo va a cambiar quizá tu vida, y a la de quién quedará unida. Algo manifiesto en 'Mentira latente' (1950), de Mitchell Leisen (de la que hablé recientemente).
Como le ocurre a las parejas que tienen su primer contacto en las delicadas 'Antes de amanecer' (1995) de Richard Linklater, dos corazones tanteándose y descubriéndose en un fugaz encuentro en tierras extrañas, donde los mapas son tan desconocidos e inciertos como los del corazón, o en 'Te volveré a ver' (1943) de William Dieterle, en la que un hombre y una mujer quieren olvidar de donde vienen, uno traumatizado de la guerra, y la otra de permiso por unos días de la cárcel, y les cuesta reconocérselo a aquel que les hace sentir algo vivificante que sí quisieran recordar.
En el western también se convirtió en figura capital. Recuérdese la importancia de la construcción del ferrocarril, que tiene eco en 'Caballo de hierro' (1924) de John Ford, 'Union pacific' (1939), de Cecil B. de Mille, 'El camino del pino solitario' (1936), de Henry Hathaway, 'The big land' (1957), de Gordon Douglas, o 'La conquista del oeste' (1961) de Hathaway y George Marshall, entre otras. Y el conflicto que supuso, por la usurpación de tierras para construir la red vial, y que en buena medida determino el bandidaje como respuesta.
Los ladrones de trenes son una afamada variante del forájido, y ya se dejó constancia de ellos desde 1900, en 'El gran robo al tren'. Memorable, aunque sea un trance puntual en esta gran obra maestra, es la secuencia del robo en 'Grupo salvaje' (1969), de Sam Peckinpah, coreografiando los movimientos de los asaltantes al son de los sonidos del tren detenido mientras carga agua. No es la obra de Burt Kennedy, 'Ladrones de trenes' (1973), la más destacable, ni la popular 'Dos hombres y un destino' (1969), de George Roy Hill. Más notable es 'Tierra de audaces' (1939) e interesantes son las versiones que también se han realizado despues sobre la figura de Jesse James, ya sea la de Nicholas Ray o, sobre todo, la reciente de Andrew Dominik.
Cuántas veces el tren no habrá sido esa presencia anunciada y esperada que culmine el conflicto dramático en un western. Quizás la más reconocida sea 'Solo ante el peligro' (1951) pero considero superiores la crispada y fibrosa 'El último tren de Gun Hill' (1958), o la tan siniestra como lírica 'El tren de las 3'10 (1957), esta, desde luego, mejor que su reciente versión, 'El tren a Yuma' (2008) de James Mangold. O el tren que llega, y trae el futuro ( para desempolvar el pasado), como en otras dos obras maestras, de esquirlas expresivas fantasmales, como son 'El hombre del oeste' (1958), de Anthony Mann y 'El hombre que mató a Liberty Valance' (1962), de John Ford.
O en ese notable western moderno que es 'Conspiración de silencio' (1955), de John Sturges, donde el tren se detiene en un perdido poblado en el desierto por primera vez en años. La llegada puede contrastar radicalmente con la marcha como refleja el trance que vive el pistolero encarnado por Richard Harris en 'Sin Perdón' (1992), de Clint Eastwood. O ser el tren el espacio representativo del poder (de sus abusos) como aquel en el que el potentado les encarga la misión de 'rescate' de su esposa a un grupo de 'profesionales' en la formidable y vital parábola sobre las revoluciones perdidas o añoradas, y el dilema de la integridad, en 'Los profesionales' (1966), de Richard Brooks
También parece un personaje del oeste el hombre que llega al pueblo en 'El hombre del tren' (2002), de Patrice Leconte, con vistas a realizar un robo, pero un accidente del azar propiciará que establezca relación de amistad con alguien que parece su opuesto. Leconte hace de la extrañeza cercanía inopinada. Singulares giros, o relaciones, que se reiteran en las mejores obras de Leconte. No olvidemos la hermosa secuencia del tren de 'La chica del puente' (1999), en la que el protagonista interfiere en la impulsiva relación sexual de ella con otro pasajero que acaba de conocer, con esa última burlona apostilla al perplejo chico, 'sí, soy un hada'. A veces las vías se transforman en puentes.
Sí, son muchos los momentos centrados en un tren que quedan como recuerdos imborrables de momentos mágicos. Por ejemplo, El deslumbrante e hipnótico inicio de 'Dead man' (1995), de Jim Jarmusch, con esos fundidos en negro que puntúan el paso del tiempo del viaje, acompasado a la música de Neil Young. O cómo puntúa, la presencia del tren, y los diversos viajes, el desarrollo dramático de esa obra magna que es 'Pozos de ambición' (2007), de Paul Thomas Anderson, signo del progreso, y contrapunto de las derivas de sus afectos, en concreto la relación con su hijo adoptivo.
O ese tren que tiene que coger el protagonista en las emotivas secuencias finales de 'Picnic' (1955), de Joshua Logan, cuando se tiene que despedir, o más bien es un hasta pronto, de su amada. O el de la marcha en tren del único de los amigos que logrará salir (o escapar) del pueblo, en 'Los inútiles' (1955), de Fedérico Fellini, con esa hermosa idea de alternarlo con los travellings de retroceso de cada uno de sus amigos en sus hogares, o prisión de provincias de la que no saldrán.
Inmovilidad o movimiento vital. Algo que también late en las imágenes de los viajes de 'Alicia en la ciudades' (1975), de Wim Wenders, con esa relación entre el fotógrafo y la niña, la cual insuflará, o hará recuperar, sensación de movimiento al primero, como señaliza ese travelling aéreo sobre el tren con el que finaliza la película. Del mismo modo los personajes de las tres historias de 'Mistery train' (1989), de Jim Jarmusch, se debaten entre expectativas y desilusión, en un emblemático espacio de la ilusión como es el Memphis donde destaca el museo dedicado a Elvis Presley, un espacio varado en el tiempo. Los personajes también parecen varados en sus movimientos desconcertados. Un tren llega en sus primeras imágenes, otro sale en sus finales, mientras los personajes aún siguen en incierto tránsito.
Pero a veces desear salir ciegamente de la 'inmovilidad' vital, de la desilusión puede propiciar la siniestra aparición de ese tren que 'surge' de la noche (nunca el pitido de un tren fue tan inquietante), trayendo un circo que tentará a los sueños no realizados que compensen las frustraciones de los habitantes del pueblo, en la mágica y no suficientemente reconocida 'El carnaval de las tinieblas' (1983), de Jack Clayton. Como ser el tren recordatorio 'periférico' de la posibilidad de marcha, caso de los planos de trenes que contrapuntúan la narración de 'All the real girls' (2003), de David Gordon Green. O definir tránsitos sin movimientos reales, de personajes atrapados en su vida, como el tren que coge el protagonista de 'La tormenta de hielo' (1997), como emblema de la inercia de su vida, o el tren en el que su hijo queda detenido por la tormenta en cuestión.
Dentro de la comedia, hay que dejar constancia de las hilarantes secuencias de algunas obras de Preston Sturges, como la simpar cacería entre los vagones de 'Un marido rico' (1942), o la, para él, 'infernal' noche de bodas, en la que ella se inventa pasados amantes como lección para el cuadriculado millonario que no sabe que es la misma que abandonó tiempo atrás, o despreció por ser ladrona sin saber discernir su amor, de 'Las tres noches de Eva' (1941), y como remate, al salir del tren apresuradamente, cae de bruces sobre el barro. O, podemos decir, cae en el propio fango de sus ciegos prejuicios.
Y, como guinda, en 'Los viajes de Sullivan' (1941), la 'excursión' del director protagonista haciéndose pasar por vagabundo de ocupa en los trenes de transporte, encontrándose con que la aventura para conocer cómo sufren los desheredados del país tiene sus 'incomodidades' y contrariedades. Señero es también el final de 'Los hermanos Marx en el oeste' (1940) de Edward N Buzzell, con el famoso 'más madera' que gritan mientras van desmontando el tren en marcha, o el viaje (porque todo un 'viaje' supondrá para ambos protagonistas el hacerse pasar por mujeres de una orquesta), de esa incisiva mascarada que es 'Con faldas y a lo loco' (1959), de Billy Wilder.
Como espacio de tensiones creadas, hay que reseñar, en una antología, la fuga del recluso en 'Círculo rojo' (1970), o el encuentro en los pasajes de la estación de 'El silencio de un hombre (1967), ambas, de Jean Pierre Melville; el asesinato en 'Berlin express' (1948), de Jacques Tourneur; o el que se realiza en los baños en 'El amigo americano' (1976), de Wim Wenders, potente y larga secuencia que culmina con ese plano aéreo que nos aleja de la maquina a través de cuya ventana saca la cabeza el desolado protagonista, obligado a matar porque necesita dinero; la tensa persecución en busca del maletín robado en 'La huida' (1972) de Sam Peckinpah
O la pelea en el vagón de 'Desde Rusia con amor' (1962), de Terence Young (uno de los pocos momentos destacables de esa insípida y caduca serie de James Bond, hasta las dos últimas estimulantes propuestas con Daniel Craig); el robo final de la apreciable 'El gran robo del tren' (1979) de Michael Crichton, o la persecución que tiene lugar en 'French connection' (1971), entre el coche, en el que va el policía, y el tren metropolitano en el que viaja el sicario mafioso. El metro se puede convertir en presa de un secuestro como en 'Pelhalm, 1,2,3' (1973), de Joseph Sargent, o ser el espacio en tránsito del músico protagonista de 'Falso culpable' (1956),de Alfred Hicthcock, soñando con la suerte sin saber que el azar le traerá una respuesta contraria. O espacio idóneo para carteristas, como en 'Manos peligrosas' (1953), de Samuel Fuller, y 'Pickpocket' (1959), de Robert Bresson. Y espacio de seguimientos o persecuciones como en la soberbia secuencia de 'El silencio de un hombre'
Como la estación puede ser un espacio revelante, de tránsitos, cruces, esperas. Más que en una obra en la que es aludida en su título, la apagada, aunque nos narre un encuentro pasional, 'Estación Termini' (1954), de Vittorio Da Sicca, cobra mayor fuerza en la conmovedora y bella 'Breve encuentro' (1945), de David Lean, en la que los destinos de los protagonistas se cruzan para dejarles una huella indeleble, aunque rasgados por su indeterminación. O en los diversos encuentros entre hermanos, en estaciones urbanas o rurales, que jalonan, en el tiempo, la sobria y cruda visión de la emigración a la ciudad en 'Cosi ridevano' (1999), de Gianni Amelio. O como vibrante metáfora de estados emocionales, como esa estación abandonada de 'The station agent' (2003),de Tom MacCarthy o aquella en la que espera no se sabe qué, quizás una forma de habitar la vida que no encuentra, la desubicada Virginia Woolf de la subvalorada 'Las horas' (2002), de Stephen Daldry.
Hay otras obras en las que el protagonista es ferroviario, caso de las dos versiones de la obra de Zola, 'La bestia humana' (1938), de Jean Renoir, y la poderosa 'Deseos humanos' (1954), de Fritz Lang en una trama de pasiones y fatalidades. O conductores enfrentados a la accidentalidad de la vida cuando siegan una vida, como en las interesantes 'Rail and ties' (2007), de Alison Eastwood y 'Three and out' (2008),de Jonathan Gershfield.
El tren puede ser, por último, (parte de) un espacio futurista, fantástico, o imaginario, o donde la realidad ve difuminados sus límites, como en la mejor obra del sobrevalorado Lars Von Trier, 'Europa' (1991), en 'Metropolis' (1925), de Fritz Lang,o en esas obras maestras que son '2046' (2003) de Wong Kar wai, 'Stalker' (1979) de Andrei Tarkovski, 'El silencio' (1963), de Ingmar Bergman, o 'Una noche, un tren' (1968), de Andre Delvaux. Como un tren de feria, como en la sublime secuencia de esa asombrosa obra (clasicismo y modernidad, la puesta en escena conjuga la alquimia de la emoción y la reflexión en su estado más depurado) que es 'Carta de una desconocida' (1948), de Max Ophuls, otro tren de sombras.
Como la protagonista de esta obra sin parangón, así soñamos, con viajes que puedan hacerse posibles, escindidos entre lo real y lo ilusorio, entre lo que proyectamos y discernimos. A veces, la quietud es movimiento, y a la inversa, el movimiento mera fuga. Tránsitos, movimientos, en espacios de ensueño. Muchos me he dejado en el tintero, pero sirva esta aproximación como 'arranque de viaje' hacia la presencia de los trenes en las 'vías' del celuloide.
Centrémonos ahora en la áspera y contundente película de Frankenheimer. El dilema que palpita en 'El tren' es claro. ¿Valen igual las vidas humanas que unas obras de arte, y más cuando estas, se convierten en emblema de un tesoro nacional, en representación de una identidad patria?. El conflicto surge cuando el ejército alemán, ya en retirada al final de la guerra, debe abandonar Paris. Y el coronel Von Waldheim (Paul Scofield), un amante apasionado del arte, decide llevarse todas las pinturas del museo del Louvre en un tren hacia Alemania. Las fuerzas de resistencia francesa están decididas a impedirlo. Claro que el sabotaje se complica porque el tren no puede ser destruido, lo que conlleva que se haga doblemente difícil la misión, sobre todo, y he ahí el dilema, porque supondrá poner más vidas en peligro para impedirlo, asumiendo que son sacrificios inevitables.
Quien será el encargado de comandar tal misión, Labiche (Burt Lancaster), no lo ve tan claro. Son demasiadas vidas las que se han perdido ya en la lucha, y no está tan convencido de que se deban subordinar, o sacrificar, más vidas por ese supuesto fin elevado. Pero acaba aceptando. John Frankenheimer realiza una de sus más grandes obras, quizás junto 'Siete días de mayo' (1963) y 'Yo vigilo el camino (1970). La fotografía parece esculpida en un severo blanco y negro que dota de esa textura que parece apresar a los personajes en una 'representación' que es una prisión, marcada por un sesgado fatalismo, como por una determinación que parece ciega.
Un peso que parece alentar cada imagen que encuentra su correspondencia en el rostro de un magnífico Burt Lancaster, que ejecuta decidido su misión, pero como si fuera él mismo un engranaje. Una misión que es pesar, una obligación dolorosa, que, para mantener su determinación, debe afrontar con el gesto circunspecto, el rostro de alguien dispuesto ya de entrada a encajar las dolientes pérdidas de las que será testigo por el camino. Un héroe pétreo, paradójico, como una máscara en movimiento. La importancia de una maquina como protagonista, y objetivo, de la trama, impregna a la misma narración, tramada como un afinado mecanismo de relojería, en la que las estrategias y tácticas son las que hacen avanzar la acción, en ese duelo, o partida de ajedrez a contrarreloj, entre los intentos de la resistencia por impedir que ese tren salga de Francia, y las previsiones alemanas para dinamitar y eliminar sus propósitos y a quienes colaboran.
Ironías, la resistencia encima tiene que impedir que un bombardeo aliado lo destruya cuando sale de la estación iniciando su viaje, o Labiche y un par de compañeros son bombardeados, en la persecución, por aviones aliados ( en una secuencia de modélica tensión). Esa condición de escenario en el que ya se ha convertido este pulso, o misión, en donde los humanos ya son actantes, encuentra su correspondencia en cómo la resistencia usa la táctica de hacerles creer a los alemanes que el tren va en la dirección que creen, cambiando los letreros de las estaciones, pero desviándoles de su trayecto.
Al final, Labiche se convertirá en la implacable 'sombra' del tren, otra entidad, determinada, que no cejará en su propósito, cuál autómata espectral. Las imágenes finales alternando planos de las pinturas y de los cadáveres de los sacrificados es el remate elocuente de una obra ejemplar en su modulación narrativa y seca como un fustigazo en su rasgón de un tenebroso y doliente dilema, donde el escenario se superpone a la vida.
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