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lunes, 28 de febrero de 2022

Memorial Drive. Recuerdos de una hija (Errata naturae), de Natasha Trethewey

 

En la savia de la dieffenbachia que rezuma de las hojas y los tallos hay una toxina. A veces se la llama <<caña muda>>, porque puede provocar una incapacidad temporal para hablar. <<Me he quedado muda>>decimos cuando el miedo o una impresión fuerte o el asombro nos dejan sin palabras (…) Yo entonces no podía entender la metáfora inherente a la planta – mi relación con mi madre- ni lo que con el tiempo significaría que ella me hubiera asignado la tarea de cuidarla y me hubiera advertido de los peligros que eso suponía. Lo real y la metáfora. La vivencia y la literatura que, en Memorial Drive. Recuerdos de una hija (Errata naturae), de Natasha Trethewey (1966), es confrontación y reflexión. La metáfora como ingenio expresivo y condensación reflexiva. La caña muda se revelaba como iluminadora metáfora, como la parálisis del sueño, ese desajuste que se produce cuando la mente despierta antes que el cuerpo, y con desesperación sentimos que no podemos movernos, y por ende, que nuestra vulnerabilidad es más acusada. Tal vez esa desvinculación sea una metáfora de la manera en que viví todos aquellos años: la mente consciente intentaba pasar página, pero el cuerpo se resistía. Durante décadas Natasha vivió con el asesinato de su madre como un tumor larvado que debía extirpar con la confrontación directa, y la exposición, a la par que reflexión, a través de la creación literaria, que ejerció de inmersión alquimica en las profundas oscuridades de una herida no cicatrizada, aún palpitante como infección.

La inmersión contextualiza con suma precisión, con la coreografía de los círculos concéntricos que amplía la perspectiva al conjunto para enfocar con más concreción el fenómeno específico (una herida que se hace eco de otras heridas, como si estuviera constituida por distintas capas de heridas, tanto individuales como colectivas). El primer circulo concéntrico nos sitúa en el contexto de una sociedad como la estadounidense que, aún en 1965, cuando la madre de Natasha, que había sido una niña negra en el sur profundo, acorralada y atada a un mundo limitado por leyes segregacionistas, cumplía 21 años. Un año después, nacería Natasha, quien durante su infancia pronto comprendería las diversas realidades con que me encontraría: los hechos dolorosos y opresivos de un territorio que aceptaría con enorme lentitud la integración racial, por mucho que ahora fuese lo que dictara la ley. Las leyes no modifican ni las mentalidades ni la percepción. Las actitudes de muchos blancos seguían siendo igual de despectivas u hostiles. Y en su caso se acrecentaba por el hecho de que su padre era blanco. Las reacciones no eran las mismas cuando estaba sola con su padre que cuando estaba con su madre, o con ambos juntos. Y Natasha empezó a sentir una profunda sensación de no encajar, de no pertenecer a ningún lugar. ¿Qué era ella si el trato de los demás era diferente según con quién de sus progenitores estuviera?¿Sobre qué criterios inconsistentes se fundan muchos comportamientos humanos? Su padre era escritor. Su educación, por lo tanto, su vida estaba basada en el lenguaje de la alegoría y la metáfora, como una singular ilusión de hogar, o residencia, en cuanto fundamento de concepción de vida. La metáfora y la alegoría como lucidez, ingenio y coherencia. El mundo dibujado con precisión, aunque implica la revelación de sus inconsistencias y desatinos. Aunque tampoco libere de la fragilidad. Natasha se sentía como Casandra, como la llamaba su padre, pero eso implicaba la difícil confrontación con una vida de posibles infortunios. La asunción es un desgarrado tránsito.

La ruptura del matrimonio de sus padres derivó en otro cruce de caminos que condujo a una infausta colisión. La nueva relación que estableció su madre fue con la del tipo de hombre que no acepta que el mundo le contrarie ni frustre, y eso implica que no acepta que su pareja disponga de una circunstancia personal, laboral, más exitosa, y por supuesto, que sea rechazado o abandonado por ella. El mundo debe acoplarse a sus necesidades y demandas. Por lo tanto, la pareja debe ser una figura que complazca su ego. Debe cumplir la réplica adecuada. Sino surgen los celos o el despecho. Y en su caso la enajenación se convirtió en un tumor de tal calibre, en un virus tan irreductible, que supuró en muerte anunciada y ejecución cumplida. La violencia, física y emocional, era tónica de una relación que impedía toda posible forcejeo por liberarse de esa opresión constrictiva. Durante ocho años la relación se dilató como una resistencia. Pero la pasajera reclusión en la cárcel no fue suficiente. La intervención de la ley no fue suficiente (aunque también fuera negligente). La enajenación fue implacable. O vivía, muerta en vida, como su prisionera en una relación o moría. Ella se rebeló y murió. Los fragmentos de lo real, las dos últimas conversaciones telefónicas (grabadas para que sirvieran de prueba para su nueva detención) son demoledoras. La desnudez de lo irresoluble, la desnudez de la obcecada enajenación, con la que el diálogo y razonamiento es posible, porque su sentido de la empatía es nulo. Es la enajenación de quien se siente más víctima que dañino porque su concepción de la realidad es la hipertrofia de tanta actitud humana que concibe el mundo o los demás en función de su yo. Su desquiciamiento había alcanzado ese grado en que si la realidad, o la voluntad de los otros, no le concedía lo que demandaba o necesitaba simplemente lo eliminaba. Aquel hombre vivía en la fantasía de su enajenación, y con otra concepción de la realidad que habita su propia dimensión no hay posible contacto ni entendimiento. Entremedias, la mirada desesperada de la hija que, durante décadas, se sintió culpable de la muerte de su madre, porque un gesto suyo, cuando él acudió a uno de sus partidos de baloncesto, la salvó de que, en ese momento, él la matara (para hacer de ese modo daño a su madre). La hija, durante décadas, larvó como un lamento o grito mudo, la desolación por la pérdida de su madre, como si se hubiera quedado atrapada en el ámbar del pasado, en la habitación donde la línea de tiza dibujaba el contorno del cadáver de su madre ya irremisiblemente ausente en su vida. Quedó cautiva en un pasado que se infectó con la culpa, como si aquel gesto que evitó su propia muerte hubiera supuesto la condena de su madre. Entonces no sabía hasta qué punto esa escena me perseguiría a lo largo de los años, pensando que mi actitud hacia él había sido una especie de traición a mi madre. ¿Había notado, en ese momento, había notado primero con el cuerpo, que lo que yo había hecho iba a cambiar el curso de los acontecimientos? La enajenación que necesita que la realidad sea como él la dicta, la culpabilidad que forcejea con la impotencia de que la realidad no haya podido ser como hubiera deseado.

jueves, 24 de febrero de 2022

Nubes dispersas

 

¿Se puede amar a un hombre que ha atropellado, aun accidentalmente, al hombre que amabas? Es con lo que se confronta Yumiko (Yôko Tsukasa) con respecto a Mishima (Yûzô Kayama), en la hermosísima Nubes dispersas (Midaregumo, 1967),de Mikio Naruse, una de las más sublimes cotas del melodrama. El talento de este poco (re)conocido cineasta japonés se ejemplifica en el siguiente plano: Yumiko abre las puertas correderas de su habitación, pero se queda vacilante en el umbral, en el amago de un gesto indefinido que no finaliza, sin entrar ni volver a salir, convirtiendo el plano en una interrogante que pone en cuestión su misma interrogante, y que además corporeiza el forcejeo que ha palpitado (como brasa contenida) en su interior durante buena parte de la narración. Y, elocuentemente, en la siguiente secuencia, su relación con Mishima dará un giro (significativamente, en un entorno natural, de esplendoroso verde) que parecerá radical, porque quedará en amago, ya que sus forcejeos interiores, el peso de sus fantasmas (de dolor) seguirán interfierendo en la realización. Hasta ese momento, ya superado el ecuador de la narración, el azar parecía desafiar continuamente a su dolor, a su ansía de olvido (que realmente implicaba el empecinado intento de mantener hibernada o embalsmada en su interior una pena que no se sabía superar o afrontar o de la que no se esforzaba en desprenderse, obcecación que imposibilitaba que se rehiciera). El azar parecía retar su inclinación a esconder la cabeza (mente) en un hoyo, al no dejar de sucederse encuentros casuales con Mishima, el hombre al que culpaba de la muerte de su marido, en vez de afrontar que quizá meramente era una cuestión de nefasto azar. El desquiciamiento de esa obcecada negación queda evidenciado en cómo no sólo le pide que deje de suministrarle dinero cada mes para romper cualquier vínculo, sino en que se traslade a otro lugar para evitar que coincidan en ningún lugar. Vano intento (el azar sigue trastocando su voluntad y pondrá en cuestión sus mismos sentimientos).

Resulta admirable cómo Naruse introduce la película a través de movimientos de personajes: Yumiko saliendo de casa, y del hospital al que ha acudido a la consulta ginelogógica (solo se ve cómo sale del despacho), o su marido saliendo del edificio donde trabaja dirigiéndose a su encuentro; ambos personajes, que se encuentran en un restaurante, planean irse al extranjero, asentarse en Estados Unidos: el montaje secuencial elípitico, y las específicas elipsis; son elocuentes, como anticipo de una sustracción vital, o cómo Yumiko no logrará quebrar (salirse de la) la cerrazón de su dolor, aunque intente fugazmente superarlo. En esas primeras secuencias, un niño pequeño, su sobrino, dice a Yumiko una expresion televisiva de despedida, premonición de la muerte de su esposo, y de una mujer que no sabrá despedirse de su pena (que permanecerá en irresoluble estado de despedida y de no saber decir hola a la vida); un tren cruza el encuadre, en el que viaja Yumiko jugando sonriente con un bebé (ella está embarazada); en las secuencias finales, en una magistral secuencia, con el cruce de otro tren, mientras espera el coche detenido en el que viajan Yumiko y Mishima, se hace sentir cómo lo posible se detiene en la realización de su relación, ya que parecían decididos a materializar su amor, pero a través de gestos, miradas, asociaciones, ya se sugiere cómo su impulso volverá a retraerse.

Esa es la sutilidad y la delicadeza de Naruse, como cineasta. Su estilo me recuerda a las pinceladas de un pintor impresionista; así es cada plano (con proverbial sentido de la composición), que conjuga un conjunto de conmovedora y esplendorosa armonía, como sus mismos intersticios (cómo respira lo no dicho, lo no asumido, lo suspenso, lo anhelado). Su narración es sintética, elíptica, alternando las evoluciones de ambos personajes con precisos planos en escuetas secuencias, haciendo sentir el transcurrir del tiempo entre planos, como la parálisis o detención emocional, anclada en el pasado, de Yumiko, y la agitación y desesperación de Mishima, que quiere lo mejor para ella, a la vez que se va enamorando, y quiere dotar de sonrisa a un rostro, de gesto paralizado, enmudecido que ya no sonríe. Durante un corto periodo de tiempo parece que ella vive la necesaria muda y transformación vital. La mujer que achacaba a Mishima la responsabilidad de la muerte de su marido, le cuida durante una noche cuando él sufre un episodio de elevada fiebra; elocuente que él se sienta indispuesto cuando están paseando en un bote en el lago, como si cargara con la congestión emocional de ella; anticipo también parece otro detalle relacionado con la materia líquida, la metáfora de las emociones: cuando le comunican que le trasladarán a otra empresa, en Pakistán (porque ella previamente le había dicho que se alejará lo más posible de ella), él observa a una polilla forcejear en el agua. Los fantasmas emocionales serán más poderosos, como refleja, para Yumiko, la visión, primero, en el hotel, de la recuperación de los cuerpos de una pareja suicida en el lago, y después, desde el coche en el que viaja con Mishima, de otro accidente de coche (y posteriormente, al hombre herido transportado en una camilla, seguido por su llorosa pareja). Yumiko no sabe zarpar de nuevo en su vida, como indica el bellísimo plano final, un plano general de ella ante un muelle, perdida en la misma distancia que no logra superar en su interior

miércoles, 23 de febrero de 2022

Tokio, estación de Ueno (Impedimenta), de Yu Miri

 

No es verdad que la luz ilumine. La luz simplemente encuentra algo que iluminar. Y a mí nunca me va a encontrar. El protagonista de Tokio, estación de Ueno (Impedimenta), de la escritora japonesa Yu Miri (1968), se siente como si siempre hubiera sido una mera sombra. Imperceptible, casi inexistente. ¿Importó alguna vez... quién fui?. O la vida le perseguía o la vida le eludía. Durante décadas su vida, como obrero de la construcción, fue como el ladrillo que resulta inadvertido porque se asemeja a otros muchos más. Vivió lejos de su familia, vivió para suministrarles lo que necesitaban. No vivió, fue distancia y suministro. Fue casi como un muerto en vida. Su trabajo, anónimo e intercambiable, en las obras de las edificaciones para los juegos de Olímpicos expone su irrelevancia, como también posteriormente su condición de figura a borrar, como otro de los indigentes que son imagen inconveniente para la visita de la familia imperial que realizan a un museo. ¿Qué es con respecto a acontecimientos como unas Olimpiadas o una figura como un emperador? ¿Qué es para el país una figura como él?. Los indigentes no son figuras siquiera en un museo, son meros borrones que se ignoran. La escritora se inspiró en el incremento de las personas indigentes, sin techo, sin hogar, tras estallar la burbuja financiera en el 2008. Personas que se convierten en figuras al margen, olvidadas, borradas. Personas que ya no tienen, por lo que, según los valores de nuestra sociedad, ya no son. Pero, por añadidura, también pensó en otras vidas desposeídas, por otro tipo de catástrofes, como un tsunami, un terremoto, o la perdida de un ser querido, como un hijo. Personas a las que la luz no encuentra, o de las que simplemente se olvida. La narración parte de un no lugar, que puede ser la muerte, y se despliega en una estructura fractal que evidencia una vida fracturada que nunca pudo recomponerse, fuera útil, para otros, o inútil, improductivo. Simplemente, sus añicos fueron desintegrándose en el anonimato.

Mientras miraba a ese hijo que había muerto mientras dormía (…) no pude evitar preguntarme qué clase de vida había tenido yo, qué vida tan vacía. La vida es como una sucesión de estaciones, pero no sabes cuándo puede ser la última. Y a la vez, puedes preguntarte, tras advertir que tu vida era como un tren con piloto automático que se detenía en las estaciones predeterminadas, qué era tu vida. El protagonista ya no quiere mirar el futuro, y si retrocede con su mirada al pasado es porque el presente son meros añicos. Una vida dedicada a los demás, una vida entregada a los constantes esfuerzos que se revela como un decorado en el que era uno de tantos extras indistinguibles en último termino, como otro mero charco que quizá se pisa. ¿Y cuantos hay como él? Cada persona es distinta. Cada persona tiene una cabeza, una cara, un cuerpo y un corazón distintos. Eso ya lo sé. Pero si las miro con distancia me parecen todas parecidas, sino iguales. Sus caras no son más que pequeños charcos. ¿Dónde reside nuestra distinción?¿En qué nos diferenciamos si tan fácilmente nos hemos convertido en funcionales extensiones de otras vidas (o dinámicas laborales, empresariales), incluso extensiones de pantallas?

Tokio, estación de Ueno se despliega como una serena narración que mira directamente a una vida que se desbroza entre tiempos, como si ya no se distinguiera la vida de la muerte, porque lo que denominaba vida quizá había sido arrebatada por la ola de un tsunami sin que él se hubiera percatado. Es uno de tantos que quedó dañado por la explosión de aquella burbuja económica que ponía en evidencia la falacia de un sistema social y económico que sigue barriendo a los arcenes a otras tantas figuras que fueron funcionales y útiles pero ya son prescindibles, porque habrá otras que las reemplacen. Y es uno de tantos que, quizá a la vez, mientras siguen con el piloto automático de su función de peón o esbirro en un sistema piramidal, sufrió la herida de una pérdida, súbita y repentina, por una catástrofe natural, que parecía surgir de la nada, indiferente a sus esfuerzos y desvelos, como también puede ser la pérdida de un hijo para el que se había sacrificado la vida, para que dispusiera de sus correspondientes estudios universitarios. Pero la vida puede truncarse, repentinamente, y dejar el oclusivo sonido del pedazo de un cartel roto que anunciaba, falsamente, un futuro posible.

viernes, 18 de febrero de 2022

Muerte en el Nilo

 

El prólogo con el que comienza Muerte en el Nilo (2022), de Kenneth Branagh, no solo se desmarca tanto de la anterior adaptación cinematográfica dirigida por John Guillermin, en 1978 (hay además otra televisiva), como de la propia novela, sino que ya anticipa cuál es el hilo conductor fundamental de una narración que respeta la columna vertebral de la trama de la pesquisa detectivesca, con pequeñas variantes. Ese prólogo nos sitúa en 1914, veintitrés años antes de los sucesos criminales en Egipto, y acontecen en las trincheras. Es el escenario de la guerra, en el que una feliz ocurrencia de un joven Hércules Poirot (Kenneth Branagh) posibilitará un exitoso ataque a las trincheras alemanas. O casi. En este prólogo también se presenta a quien era el amor de Poirot (quien durante todas las novelas que protagonizó parecía haber relegado los sentimientos amorosos al baúl de los recuerdos o de lo inconcebible). Las trincheras, los combates y las heridas del amor. Esa es la columna vertebral de la construcción dramática de esta nueva adaptación. Qué se es capaz de realizar por el amor, qué circunstancias o interferencias pueden dificultar su progreso, qué se es capaz de aceptar por amor. Ya la anterior adaptación partía de una fricción y un despecho, la rivalidad amorosa entre dos amigas, o la hostilidad manifiesta de una de ellas, Jacqueline (Emma McKay), quien siente que la amiga, Linnet (Gal Gadot), le ha robado al hombre que ama, y que era su pareja, Simon (Armie Hammer), por lo que decide, aparentemente, amargar su luna de miel en Egipto dada su imprevista irrupción.

Más allá de algunas variaciones argumentales (alguno de los tres asesinatos difiere, en cuanto víctima, con respecto a novela y anterior adaptación), y otras que tienen que ver con la ampliación de la diversidad étnica, como convertir al abogado de la rica Linnet, Andrew (Ali Fazal), en armenio, y a Salome Otterboune (Sophie Okonedo) y su hija Rosalie (Laetitia Wright), en negras, el guion de Michael Green incide, sobremanera, en una serie de variaciones, a través de diferentes circunstancias o relaciones concurrentes (en distinta fase de proceso), sobre el amor, con la misma agudeza con la que desentrañaba las virtualizaciones y sublimaciones, en la magistral Blade runner 2049 (2017), de Denis Villeneuve. Las modificaciones fundamentales se realizan en función del entramado sentimental, porque al fin y al cabo, para quien ya conozca la novela o la anterior adaptación, la motivación prioritaria de los asesinatos no es sino el amor. Salome se convierte en una cantante de blues, como la película aspira a ser un blues triste. Las tenebrosidades atmosféricas, pese a la luminosidad del entorno y la dirección de fotografía de la obra de Guillermin, se tornan, en este caso, en tristeza que emerge, con crudeza, en la conclusión, o exposición del esclarecimiento del caso. La banda de sonido, de hecho, se torna silencio amortiguado. De nuevo, como en la anterior adaptación de Asesinato en el Orient Express (2017), también dirigida por Brannagh, y escrita por Green, la paradoja define la conclusión. No hay blancos y negros sino grises. Quienes matan también son víctimas de sí mismos, de lo que sienten.

También hay otros devenires que luchan por materializar su amor compartido. El coronel Race (que en la novela realizaba su particular investigación, eliminada en la versión de Guillermin) se convierte en el joven Bouc (Tom Bateman), amigo de Poirot, e hijo de la pintora Euphemia (Annette Benning), quien se opone al matrimonio al que aspira Bouc con Rosalie. Bouc no dispone de las necesarias condiciones económicas para materializarlo. Será su perdición, como la del asesino no ser capaz de asumir las condiciones precarias como entorno ambiental que haga factible el amor. En un caso, las interferencias imposibilitan, y en el otro, en el caso de él (no de ella), enmaraña la materialización del amor la incapacidad de conjugar amor y precariedad circunstancial (justeza económica). Esa doble trayectoria trágica sentimental pareciera el sueño sombrío de Poirot, aunque, a su vez, ejerce de catarsis ya que posibilita en él un radical cambio de actitud que conecta el epílogo con el prólogo (y que se desmarca del trazo caracterizador de Poirot). Se revela a sí mismo, como se expone la relación lésbica (otro aspecto que se desmarca de novela y anterior adaptación) de la madrina de Linnet, Marie (Jennifer Saunders) con su dama de compañía, Mrs Bowers (Dawn French), relación que debía mantenerse en las sombras para evitar el estigma social. En esta adaptación Poirot es alguien que supera la sombra que había neutralizado su condición de hombre que ama, convertido solo en mente que descifra. Su bigote, seña de identidad física, era la cicatriz con la que se ocultaba a sí mismo. El hombre que parecía un maniquí andante, petulante y vanidoso, y que es cuestionado por ello abiertamente, en concreto por Rosalie (aunque la caracterización de Branagh, aún más que la previa de Peter Ustinov, lo convierte más bien en un personaje amable y generoso, incluso capaz de soltar unas lágrimas al evocar a la mujer que amó), se transforma en un hombre que se desprende de una máscara para exponerse de nuevo a las incertidumbres del amor que pueden incluir nuevas heridas. El esclarecimiento de un caso se convierte en la confrontación especular con las sombras enquistadas de quien lo descifra.

jueves, 17 de febrero de 2022

Primavera en Beechwood

 

El domingo de las madres es la traducción del título original, The mothering sunday, de Primavera en Beechwood (2022), tercera película de la cineasta francesa Eva Hesson, y con ese título fue publicada por Anagrama la novela adaptada de Graham Swift, autor de la extraordinaria El país del agua, otra obra que combina tiempos, y que adaptada al cine, en 1992, supuso la obra más notable de Stephen Gyllenhaal. Durante ese domingo, un 30 de marzo de 1924, transcurre el pasaje más extenso. El hilo que une esos acontecimientos con el otro pasaje más relevante, ya en la década posterior, es Jane Fairchild (Odessa Young), doncella en el primer pasaje, al servicio de Godfrey Niven (Colin Firth) y Clarrie (Olivia Colman), y ya escritora afianzada en el segundo. Hay un tercera, aunque es más presencia, o constancia de un logro, la consecución de la superación de las adversidades o imprevistos del tiempo, la consecución de la ancianidad (con los rasgos de Glenda Jacson). Es relevante en cuanto que esta es una obra sobre la pérdida, o lo impredecible de la vida, ya que la vida puede ser truncada del modo más imprevisto, sea en un campo de batalla, por un accidente o por una enfermedad crónica (incluso en la flor de la vida). El primer pasaje contrasta la sombra de la muerte por las pérdidas que cuesta asumir y el aliento e impulso de vida, a través de la relación sexual que mantiene Jane con Paul (Josh O'Connor), hijo de otra familia adinerada que vive en una lujosa mansión rural, y de modo particular, y elocuente, por el paseo desnuda de Jane por las estancias de esa mansión, tras que Paul haya marchado hacia una reunión de su familia con la de su prometida, Emma (Emma D'Arcy).

La sombra de la pesadumbre se percibe, y palpa, ya de entrada, en los semblantes del matrimonio Niven. Parecen dos figuras a punto de descascarillarse por la pena. Más adelante se revelará que se debe a la muerte de su hijo en la guerra. Pero no es el único matrimonio que los ha perdido entre sus amistades. De hecho, Paul es el único superviviente de cinco, en tres familias. Su prometida ya lo fue de uno de los fallecidos. El semblante de Emma parece también surcado por el pesar combinado con el hartazgo, como la condenada que sabe que deberá casarse con alguien del entorno (de la misma clase), sea quien sea, aunque en su caso sea, de modo ineluctable, con el superviviente (su semblante también expresa la consciencia de lo que, por tanto, puede significar para quien será su marido). Una unión, por tanto, marital que se asemeja más a un entierro. En segundo pasaje, centrado en la relación entre Jane y el filósofo Donald (Sope Dirisu) también queda atravesado, o truncado, por la muerte imprevista. Ese es el hilo conductor. No sabes cuánto se quebrará el hilo que aparentemente guía o trenza el curso de cada vida, o de cada relación. Las expectativas pueden convertirse de un día a otro en recuerdo.

El estilo narrativo de Primavera en Beechwood es impresionista. La emoción conduce la narración. Su evolución es más la de una atmósfera emocional. Los planos de espacios vacíos condensan las ausencias. Un cuerpo desnudo recorriendo estancias vacías condensa el irreductible impulso curioso de vida, que se verá afianzado por la superación de las estancias de la vida al alcanzar la vejez con el sonriente semblante de quien disfruta de cada instante de su vida presente. El cuerpo es tiempo, por eso la secuencia de ese desplazamiento se dilata, porque el tiempo es presencia desnuda. La tristeza contenida estalla, en ocasiones, como la porcelana que se quiebra por un repentino golpe de viento, como los sollozos de Clarrie cuando no puede contener, en público, la pesadumbre que aún la desgarra por la muerte de su hijo. El gesto de su marido es, de modo constante, el de quien acarrea sobre sí un peso que asume como misión, pero que aún así no puede evitar transparentar. Los cuerpos desnudos, expuestos, de Jane y Paul son el contraste con esa contención, como la brecha que se abre en un paisaje que camufla un telón. Es una obra de gestos, miradas, cuerpos, presencias y ausencias. La mirada de escritora, que desnuda y revela, se condensa en su mirada sobre las mujeres que esperan en la estación; transfiguradas a través de su mirada, reflexiva, reveladora, visten todas su vestimenta de sirvienta. Jane desplaza su mirada desnuda de escritora sobre la realidad en busca de esa sensación verdadera que dota de singularidad cada instante, alguno de los cuáles quizá sea pletórico, ya que no sabes cuándo, tras disfrutar de un momento único, como contemplar asombrada a un buho, que te devuelve la mirada, sobre una farola, la vida a tu lado se derrumbe en ese mismo instante. Entre el momento pleno y la desaparición irremisible puede pasar un instante que no dura siquiera lo que una respiración.

miércoles, 16 de febrero de 2022

Memoria del amor (Errata natura), de Kirsten Thorup

 

El curso de la vida se compartimenta en diversas fases. No es una cuestión solo de cambio biológico, crecimiento y deterioro. Es una cuestión de sucesiva adopción de roles. El niño no solo se convierte en adulto, sino que dispone de una imagen de cómo actúa un adulto o qué representa el adulto. La identidad es un cambio de relevos con la adopción de sucesivos roles. Quien ha sido hija se puede convertir en madre. No es solo cuestión de parir sino de cómo ejercer de madre. Tener un hijo implica educar, una transmisión de valores, de formas de relacionarse con el entorno y los demás, eres (o eso se supone) autoridad, modelo, guía instructora. Crecemos y nos ponemos distintos sombreros interiores según modelos transmitidos, a los que se supone que debemos ajustarnos. Se cambia de papel, y pareciera que muchos olvidaran lo que fueron (quien quizá sufrió como hija ahora es una madre que quizá sufre con su hija; quizá somos más autómatas que seres capaces de ponernos en la piel de otros, incluso en la de quien fuimos en el pasado). Personajes de una ficción que sentimos como la realidad (que debe ser). En la primera parte de Memoria del amor (Errata natura), de la escritora danesa Kirsten Thorup (1942), Tara es moldeada, o es influida, por su entorno, por su familia, por la institución educativa. La vida se hila con la fe y la representación. La religión o el nacionalismo son otros escenarios que se pueden ajustar, o que pueden influir, como sombrero interior. Nos convertimos en actores que se creen ese guion como realidad, o como fundamento inspirador. Si abundan las interrogantes, la confusión reina. La realidad no solo se convierte en una inestable dimensión de modelos (que pudieran haber sido otros), sino que el yo se pregunta por qué es como es y por qué es percibido de un modo tan distinto a como una misma se ve. ¿Cómo era posible, entonces, que viese en mí a una persona altiva que yo no encontraba por ninguna parte? Me invadió la vertiginosa sensación de no ser quien yo no creía (…) me había mostrado quién era, una joven sin pulir que se encontraba a sí misma en las personalidades de los otros (…) mucho más tarde, cuando aprendí a contemplarme con los ojos de los demás y verme en tercera persona, todo lo que quedaba de mí era lo que mis profesores favoritos habían visto: una actriz.

Si te sientes fundamentalmente actriz en la realidad desnuda como escenario de ficciones, que otros adoptan en cambio como certeza, y por tanto costumbre con un código de circulación que denominan realidad, te conviertes en una figura desplazada, vacilante, que ejerce torpemente los sucesivos roles a los que nos acoplamos en el curso de la vida. Tara se siente una criatura ansiosa de distinguir entre su ser y el mundo circundante, y con un ego infinito que lo ocupaba todo (…) en su impotencia había seguido siendo una persona a medias que había tenido una hija, pero no era madre. La segunda parte, más extensa, ya que ocupa cuatro cinco partes de la novela, alterna las perspectivas de madre e hija, Tara y Siri. Una relación que más bien parece colisión. Las relaciones se establecen en buena medida por las ideas que nos hacemos de los otros, y por lo que representan para nosotros. Por lo tanto, pueden, incluso durante bastante tiempo, ser más lo que proyectamos que lo que son. La idea que tenía de Siri era y sería una proyección de sus propias emociones y complejos. Pese a todo, aún no había perdido la esperanza de que un día llegaran a tratarse de un modo natural, no forzado. Siri, artista, que usa su cuerpo como fundamental pieza expresiva, se rebela contra quien considera que es más bien un influjo perjudicial, una representación de un caos frente al que se crea su particular escenario de ficción, su mismo arte, como una burbuja en la que se protege de las perturbaciones de lo real, ya que para ella, la realidad no es ese escenario o esa pantalla (de costumbres y concepciones consensuadas con las que funcionamos como autómatas) sino una serie de añicos con los que el arte, cuerpo desnudo que es proceso de formación, se convierte en herramienta de reconstitución (un reajuste de relación con la realidad, que ni se subordina, por cuanto es propia y singular, y además con la coherencia de la naturaleza sustancial, no impostada como los escenarios de costumbres que asumimos dócilmente como realidad).

Pero, como en el caso de su madre, a su vez, Siri se pregunta cómo es ella, cómo es percibida por los demás. Porque somos tanto como nos sentimos como cómo somos percibidos por los demás. Y en ocasiones, el desajuste puede ser radical. No nos vemos en la percepción de los otros, o nos hace interrogarnos sobre cómo somos realmente. ¿Es que ya ni ella misma sabía quién era?¿O el efecto que producía en los demás?¿No había coincidencia alguna entre su percepción de sí misma y la manera en que la veían otras personas? Por eso, para ella, su logro en el escenario artístico es la consecución de esa conexión esclarecedora, desnuda, con ella misma. De repente, era lo que era, con todo lo incomprensible que llevaba dentro y a su alrededor. Pero, a la vez se pregunta ¿Acaso era incapaz de poner sus sentimientos en palabras y obras que llegasen a los demás?¿Es que no conseguía expresarlos más que en su arte? Interrogantes que no difieren de las de su madre, quien, como tantos, no logra expresar, articular, con claridad y precisión cómo siente. Un desajuste, una dificultad, que condiciona tantas relaciones, por cuanto propicia los malentendidos, las interpretaciones insuficientes, mediatizadas tanto por la imprecisión a la hora de expresarnos como de percibir a los otros. Una y otra son seres en busca de esa conexión, que implica actitud consecuente, con uno mismo, los otros y la realidad circundante, y con la que nos exponemos de modo directo, sin buscar la autoindulgente protección de la doblez y los subterfugios, de la confortable amargura del nihilismo (que legitima la impotencia y la frustración) y la satisfacción de los caprichos. Por eso, cobra tanta relevancia la extraordinaria Stalker (1979), de Andrei Tarkovski. Stalker era un largometraje extrañamente árido que llevó a Tara a pensar que se había extraviado en el camino de la vida y no había llegado a su destino. No había sabido sacarse partido, desarrollar sus cualidades. Se había quedado estancada. La película de Tarkovski, o su cine en general, es una de las más excelsas manifestaciones, a través del arte, de lo que podríamos ser, si no nos conformáramos con la vida rudimentaria de costumbres transmitidas, como resortes que adoptamos, y que tan fácilmente, en una escala u otro, se convierten en daño o destrucción, o si no nos enfangáramos en tantas justificaciones con respecto a nuestra supuesta incapacidad para superarnos, negando la posibilidad del esfuerzo para ser más consecuentes o ser capaces de crear una relación más armónica, generosa, con uno mismo, los demás y nuestro entorno. Por eso, en el desarrollo de Memoria del amor, Tara colisiona con esa insolidaridad de tantos especímenes humanos que solo piensa en su particular parcela de vida, que la aboca (por preocuparse de un hombre sin hogar), incluso, a convertirse en indigente. Y Siri se ve inmersa, como daño colateral, en las luchas contra los poderes fácticos por parte quienes claman por la modificación de medidas con respecto al medio ambiente, y que sufren la violencia de los representantes de la ley. En una escala u otra, el virus de la actitud humana que nos ha llevado a esta realidad que hemos generado, o más bien deteriorado, y que nada tiene que ver con la Zona, metáfora de lo que podríamos ser si habitáramos la realidad, o nos relacionáramos con ella, con la mirada y actitud que faculta armónicamente lo posible.

lunes, 14 de febrero de 2022

Tormento

 

Desapariciones, transformaciones. Los cambios implican eliminar lo que queda obsoleto, desprenderse de lo que interfiere, prescindir de lo que se convierte en lastre. Hay modificaciones que se realizan fluidamente, con leves forcejeos, aunque impliquen heridas y sufrimientos. Hay otras que resultan más complicadas, y quizá deriven en un atasco que impida la realización. En la extraordinaria Tormento (Midareru, 1964), de Mikio Naruse (autor del argumento guionizado por Zenzo Matsuyama), hay dos procesos de transformación manifiestos desde las primeras secuencias, y otro que se desarrolla de modo subterráneo, porque su forcejeo deriva en tormento, en vacilación e indeterminación. El primer cambio afecta al contexto social. La construcción de un supermercado perjudica a los pequeños comercios de la zona, entre ellos el que gestiona Reiko (Hideko Takamine), viuda del hijo mayor de la familia que le acoge desde que murió en la guerra dieciocho años atrás. Al ser más bajos sus precios está propiciando que los pequeños establecimientos pierdan clientela, determinando incluso que haya quien decida suicidarse por su apreturas económicas. Koji (Yuzo Kayama), el hijo menor, está determinado a convertir su terreno en supermercado, como decidido a que sea Reiko la directora, pese a la oposición de sus dos hermanas, que presionan a la madre para que, desde su hipócrita conveniencia, libere a Reiko de su larga dedicación a la familia y el negocio, eufemismo que encubre el hecho de que quieren desprenderse de ella, pese a que haya sido Reiko quien consolidara y mantuviera la tienda. Las viudas se convierten en elemento periférico, son pero no son de la familia, y Reiko ya ha cumplido su función. Del mismo modo que los grandes comercios no se preocupan del desastre en que pueden sumir a los pequeños comercios, abocados a las periferias de la economía, y las tragedias que pueden propiciar, las hermanas carecen también de todo escrúpulo con respecto a la suerte de la viuda.

Naruse forja su narración pausadamente, dando cuerpo a la interrelación entre las diversas líneas, hasta el momento en que se produce una transformación radical del relato, cuando se manifiesta lo que se mantenía subyacente. En los primeros pasajes de la narración el joven Koji, de veinticinco años, parece un personaje poco responsable, al que la misma Rieko, doce años mayor que él, cuestiona que tienda tanto a gandulear, que abandonara su trabajo en Tokio, o que no deje de meterse en trifulcas como la de la secuencia inicial cuando se pelea en un bar al cuestionar a un grupo que se dedica como entretenimiento a competir por quién como más huevos en menos tiempo, antecedente de la célebre secuencia de Paul Newman en La leyenda del indomable (1967), de Stuart Rosenberg. Pero esa actitud errática y esas decisiones inconsecuentes tenían una razón que había mantenido oculta desde hace años: Su amor por Reiko. Necesitaba estar cerca de ella, por eso había dejado aquel trabajo en Tokio. Pero, por otra parte, a la vez la cercanía le ofuscaba, de ahí esos comportamientos agresivos en estado ebrio.

A partir de esa revelación el relato se convierte en una cuerda que no deja de estirarse sangrando una piel que no quiere revelar lo que siente. Se encadenan una serie de secuencias orquestadas a través de gestos y miradas que, como una mecha que arde, refleja la progresiva conmoción de Reiko tras esa revelación, como si su forma de habitar la duración del momento, de la realidad, ya fuera otro. Conmoción que se torna en tormento, porque colisionan emociones encontradas. Reiko rechaza a Koji por la diferencia de edad y porque ella aún ama a su marido muerto, aunque quizá sus palabras sean más un intento de lanzar una cuerda a una oscuridad en la que prefiere sumirse, como no quiere asumir que ha desperdiciado dieciocho años dedicada a otros, como le dice Koji (aunque no sea así si no se sintiera herida por la miserable actitud de las dos hijas; ella siente que vivió esos dieciocho años). Reiko ante todo lucha con su propio reflejo, el monstruo que ha creado una sociedad que se ha servido de ella, relegándola y anulándola, como prescindiendo de ella cuando ya no resulta funcional.

El incomparable arte de Naruse se despliega en toda su soberanía: La narración se trenza en una colisión, entre lo que las palabras expresan y los gestos evidencian. Las corrientes subterráneas de las emociones no expuestas comienzan a realizar su implacable erosión. Reiko opta por el sacrificio, la renuncia y la huida, pero del mismo modo que Koji había preferido trabajar con ella, como recadero, en vez de construir el supermercado, ahora opta por acompañarla a su pueblo natal, en una sublime e indescriptible orquestación de secuencias que narran un desplazamiento físico, en diversos trenes que es a la vez el desplazamiento interior en Reiko que no cesa de luchar en su interior con sus inhibiciones y vacilaciones, a la par que crece un sentimiento de correspondencia, incapaz de transformarse, o completar la muda, y de hacer desaparecer lo que no deja de ser un lastre, un impedimento, para que su amor se realice. Una roca en su interior que la atormenta, y que imposibilita que un amor se haga cuerpo. El plano final es un hachazo en las entrañas.

viernes, 11 de febrero de 2022

Heat

 

Resulta difícil consolidar una relación sentimental si eres lo que persigues. No eres una presencia, eres una figura en permanente fuga. Es lo que le sucede a Hannah (Al Pacino), de profesión policía, en Heat (1995), de Michael Mann. Aquel a quien ahora persigue, McCauley (Robert De Niro), de profesión atracador, es alguien que predica como forma de vida, o de supervivencia, que sólo puedes vincularte con alguien a quien puedas abandonar de improviso. Su casa, de hecho no tiene casi muebles. McCauley es una figura en permanente tránsito. Hannah es alguien que casi no pasa por casa. Es lo que le reprocha su actual esposa, la tercera, Justine (Diane Venora). Su presencia es como una estela que deja un coche en carrera. Una figura entrevista, que hace un segundo estaba junto a ella, y ahora ya no está, como si nunca pudiera con él acabar las frases. El enfrentamiento final entre ambos, entre Hannah y McCayley, consecuentemente, tendrá lugar en un espacio de transición, un aeropuerto. Su previo, y primer y único encuentro, ha tenido lugar en un bar de carretera, un espacio en tránsito, entre medias. Están en opuestos lados de la ley, pero se parecen, como si fueran el reflejo o la sombra del otro. De hecho, es la sombra de McCauley la que propicia que Hannah advierta su presencia a su espalda, y pueda abatirle. No deja de ser irónico que sea su empecinamiento en una persecución, en su caso la venganza de quien les traicionó, lo que mate a McCauley. En vez de fugarse con la mujer que ama, no puede evitar demorar la huida para finalizar una persecución que no puede dejar irresuelta. Ambos hombres son, ante todo, lo que persiguen. Más allá resta el vacío. 

Heat, calor, es energía, transferida de un cuerpo a otro por interacciones de temperatura. Heat, narración, es un estado, una temperatura, que se transfiere de una secuencia a otro. Los cuerpos, los personajes, casi son conductores. Son ambos protagonistas los que están dotados de cierto perfil. Las otras figuras masculinas casi se puede decir que son complementos, hasta funciones, en oposición o afines. Lo que no obsta para lograr extraer, con estas figuras secundarias, o de fondo, emoción de ciertos instantes, como la despedida a través de miradas entre Chris (Val Kilmer) y su esposa, Charlene (Ashley Judd), dotada de una intensa emoción que hace sentir la vida compartida, y el sentimiento que aún palpita entre ambos, pese a las discusiones que agrietaban su relación; o la desolación de Trejo (Danny Trejo), durante su agonía, por la muerte de la mujer que amaba. Le importa más su muerte que la propia, porque sin ella su vida no sería vida. En este sentido, uno de los momentos más poderosamente emotivos será la despedida, a través de miradas, entre McCauley la mujer que ama, Eady (Amy Brenneman). Es un cine que brilla sobremanera en las acciones, en gestos y miradas. También define con una reacción, o una indecisión, cómo alguien casi es una (fiel y sumisa) extensión de la voluntad de un amigo, McCauley, como es el caso de Chettico (Tom Sizemore) cuando tiene que decidir por sí mismo si quiere realizar un último atraco o no.

Son las mujeres las que dotan de densidad y gravedad emocional al relato, como fisuras en la superficie, en la estructura férrea de hombres que parecen funcionar por un circuito eléctrico: Eady, la mujer que irrumpe y rompe el esquema vital de McCauley, Justine, o sobre todo, Charlene ( su expresión tras que no haya traicionado a su esposo, y se haya despedido de él, casi vale por toda la película). Aunque, sobre todo, la temperatura en estado de ardor la dotan las brillantemente moduladas set pieces que puntúan la acción, el robo con el que se inicia la película, el atraco suspendido porque McCauley escucha el ruido que hace un policía al acecho dentro de un tráiler, el atraco al banco y el posterior tiroteo en las calles, o las secuencias finales en el hotel y aledaños del aeropuerto. Sombras en tránsito cuya energía se diluye cuando dejan de perseguir algo, cuando dejan de tener un objetivo, un atraco o alguien a quien detener. Sombras que en su propia vida aún no lograron aprender a estacionar, a habitar el tiempo como presencias. El plano final les encuadra como anverso y reverso. Hannah sostiene, de espaldas a cámara, la mano de McCauley, ya muerto.

martes, 8 de febrero de 2022

Vestido negro y collar de perlas (Muñeca infinita), de Helen Weinzweig

 

El viaje de un confín del mundo a otro ha sido silencioso e imperceptible. Mi viaje no ha significado para nadie (…) En la línea prevista para indicar la ocupación, solía escribir <<voluntaria>>; luego, con el tiempo, empecé a poner la verdad: <<Ver a Coenraad>>. Es extremadamente difícil dejar en blanco ese espacio cuyo objetivo es albergar la confesión de una existencia gris. Vestido negro y collar de perlas (Muñeca infinita), de la escritora polaca Helen Weinzweig (1915-2010), es una singular novela paradójica. Es una novela con trama, pero sin trama. La trama es el sueño. La trama es el acontecimiento que se persigue con la imaginación. Shirley es a la vez Lola Montez, aquella mujer que, en el siglo XVIII, triunfó como bailarina española aunque fuera irlandesa, y fue calificada como mujer fatal por sus diversos amoríos, cuando simplemente no actuaba de acuerdo a los corsés establecidos, o las concepciones enquistadas, sobre la conducta femenina. Era un espíritu y un cuerpo libre que no se amoldaba a un código de circulación social. De alguna manera, eso simboliza ese vestido negro y collar de perlas. Shirley viaja por diversos países y en cada uno de ellos busca reconocer al hombre del ama, Coenraad, quien siempre se presentará bajo un disfraz. A veces recorro medio mundo para descifrar un mensaje que me ordena partir al día siguiente hacia otro destino lejano. La realidad es una pantalla a descifrar. La realidad parece una materia escurridiza, como lo es el propio Coenraad, alguien que se resiste a convertirse en una figura estable, un horizonte definido. Como si el tiempo y el espacio para él fueran una trampa. No puede ser previsible, sino un truco de magia que no se sabe cuándo surgirá del sombrero de la realidad. Va en contra del amor romántico conferirle los atributos del matrimonio. Cuando estamos juntos no hay medias tendidas ni gotean las camisas; no hierve el agua ni se unta el pan con mantequilla

A medida que progresa Vestido negro y collar de perlas se va entreviendo la compleja constitución de una novela en la que las capas, de subtexto y texto, metáfora y acontecimiento, se conjugan y funden. Es un viaje que quizá transcurra en una mente. Una mente que reflexiona sobre las diferentes sombras del amor. En la narración cobra relevancia una hermosa película, Los niños del paraíso (1945), de Marcel Carné, un cineasta no suficientemente apreciado, mientras se sobredimensinaba a otros como Jean Renoir o Jean Vigo. El amor romántico es un sueño, quizá la ficción en la que nos desplazamos también lo sea. El sueño de la espera. La dictadura de la espera. Shirley siente que no ha significado nada para nadie, pero sobre todo siente que se le ha escurrido la vida en las orillas de los contornos (de la existencia gris). Amores que se desperdiciaron por intromisiones ajenas y adversidades trágicas fueron reemplazados por la fotocopia de una mera imagen, ya que los rasgos de quien se convirtió en marido eran casi una réplica de quien amó en el pasado. Pero, de todas maneras, ¿Si las circunstancias no hubieran sido adversas hubiera fructificado aquel amor? ¿La sublimación no imposta con los relatos de érase una vez y continuará y comieron felices perdices los recovecos y las fisuras de lo real? Me desperté con pensamientos vagos y felices. Que yo existía. Que Coenraad existía. Que todo era necesario. Tal certeza se evaporó cuando me disponía a marcharme de la habitación. Shirley comienza a entrever que la necesidad del sueño puede convertirse en una trampa que oculta la percepción de otra trampa, la de la rutina de una relación que se convirtió en un hueco movedizo.

¿Acaso soy una niña que siempre anda confundiendo las esperanzas con la realidad?, se pregunta en cierto momento Shirley que, en sus viajes, es esa mujer que quisiera ser, Lola Montez. Viajes que son suspensión, erótica de la suspensión, pues las expectativas son semillero de posibilidades. Sea una real posibilidad o un mero sueño. Especula si ese o aquel hombre encajaría con ella. Me probaba una posible pareja del mismo modo que especulaba con un vestido caro en un escaparate. Shirley abre los ojos, porque la apertura de la mirada es el inicio sustancial del viaje. Es la imaginación que no solo sueña sino que explora la realidad, sobre la que se interroga. Se pregunta sobre lo que no revelan los semblantes de los hombres alrededor. Máscaras o paredes de granito en las que resulta complicado penetrar. Se pregunta sobre lo que piensan o sienten jóvenes a su alrededor, qué sentirán en cada circunstancia. No son solo pantallas en las que proyectar sueños, sino también, a su vez, proyectores, mentes que quizá también sueñan, mentes que perciben de un modo u otro. Mentes que son cuerpos que decepcionan, y abandonan, o no se corresponden, simplemente, con la expectativa creada. ¿No abandonó Teseo a Ariadna tras que esta le ayudara con su hilo a internarse en el laberinto, para matar al minotauro, con la seguridad de volveria a salir? Shirley sueño con el hilo de su imaginación, pero la Lola que sueña ser no encuentra sino figuras que abandonan el escenario, o simplemente las que gesta su imaginación. Por eso, su logro, su victoria, es desprenderse de su principal lastre. Entonces sentí que brotaba en mí algo semejante a una resolución: una resolución contra la espera