
En 'Mademoiselle' (1966), de Tony Richardson, con argumento de Jean Genet guionizado por Marguerite Duras, se menciona a Gilles de Rais, encarnación y representación de la crueldad y de la abyección, opuesto a lo que representaba Juana de Arco. La Mademoiselle que da título a la obra, y de la que no se sabe el nombre, encarnada por Jeanne Moreau (aunque Genet lo había escrito pensando en Anouk Aimee), tiene poco de Juana De Arco, aunque sepa muy bien como aparentarlo cuando sea conveniente, y sí mucho de Gilles de Rais. Nos es presentada liberando una esclusa que provoca una inundación en el pueblo, mientras casi todos sus habitantes atienden a una procesión religiosa. Mademoiselle es una inundación de iniquidad, es naturaleza desatada, pero la de sus turbulencias, no la de la naturalidad o espontaneidad, sino la el instinto que disfruta infligiendo daño. Se podría decir que prima su lado reptiliano, pero su forma de actuar refleja un elaborado retorcimiento, un regusto perverso, así como un astuto dominio de las apariencias.

En los planos de apertura, los de su presentación, se resaltan detalles de su vestuario, sus guantes, sus tacones. Refleja una sofisticación que la sitúa como un 'cuerpo extraño' en ese villorrio en el que nada parece pasar. Sus acciones agitarán sus aguas, como quien agita las entrañas para despertar a la bestia que habita en cada uno y cada una. Si la abyección de Gilles de Rais alcanzó su más tortuosa manifestación en las torturas que infligía a los niños, a los bebes, asesinando a decenas, Mademoiselle lo refleja en su brutalidad con los animales, con su entorno. Mademoiselle disfruta destruyendo los huevos de una perdiz, incendiando los graneros, envenenando a los animales del pueblo. Incita, además, a la violencia en los otros, como refleja en el niño que castiga sólo por no llevar las prendas adecuadas al colegio, provocando que el niño realice un desorbitado acto de crueldad, también con un animal, un conejo que golpea hasta la muerte. Si actúa así con él es por un motivo.

Con él satisface, por transferencia, su voraz pulsión de dominio, la que frustra y desestabiliza alguien que le suscita otras emociones, o que incentiva de otro modo sus instintos, como si hubiera abierto una esclusa en su interior, y que no domina, sino que la domina, lo que la perturba e incendia. Un extraño, alguien que proviene de otras tierras, asentado provisionalmente en el pueblo, un italiano, Manou (Ettore Manou), precisamente el padre de ese niño. Alguien que lleva anudada en su vientre, bajo la camisa, una serpiente, que invita a acariciar a Mademoiselle. Alguien cuyo cuerpo, mientras duerme junto a un tronco, ella observa con intenso deseo, oculta tras otro tronco. Primeros planos que parecen reflejar el tacto que quisiera sentir la mirada de Mademoiselle. Esa cualidad, táctil, inmediata, de vibrante fisicidad, transpira toda la narración, incluso sonoramente, en una banda sonora dominada por los cantos de los pájaros, o el sonido de los insectos, o cualquier otro sonido, que se singulariza, como la predominancia de los primeros planos lo concreto. Una sensorialidad, una sensualidad, que inunda la narración, aunque a la vez, sea sofocante, como un puño apretado.

El caudal del montaje orquestado a través de abundantes primeros planos incide, a través de las exquisitas composiciones, de un blanco y negro que parece una espesura (obra de David Watkin), en una atmósfera enturbiada, aún más elaboradas que las conseguidas en obras previas de Richardson, 'Mirando hacia atrás con ira' (1959), 'El animador' (1960) o 'Un sabor de miel' (1962). Esa inmediatez,que no deja de ser retorcida, linda con la abstracción. Como si habitáramos un sueño, que se va desfigurando, revelándose como una torva pesadilla. Como en la obra de Duras, es fundamental el gesto, la frase, la metáfora que palpita, la contorsión de una frase, la música que respira entre las comas, la relación de los cuerpos con el espacio, una mano que surca el aire, el agua que serpentea entre las sombras, un cuerpo que se estira lentamente en una sofá, con su vestido de satén y sus tacones.

Una serpiente que sabe aparentar ser una Juana de Arco, con un pétalo de la flor de un almendro adherido a la mejilla, como si fuera una lágrima, en un rostro que no sabe de lágrimas, sino que sonríe cuando destruye, aunque sea lo que más desea, pero el despecho puede más que una memorable noche de exuberancia sensual. Una imagen equívoca ya que aparenta lo que no es. Como no duda en aparentar ser víctima de quien ya padecía el estigma del extraño, el italiano, Manou, aquel en quien todos pensaban como responsable de los actos violentos que habían trastornado al pueblo. Simula una lágrima que no existe, y desencadena a las bestias que ya pugnaban por brotar en los habitantes del pueblo, y su furia destruye al extraño, entre otras flores. Y las aguas vuelven a su cauce, y los cadáveres se descomponen.