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lunes, 31 de mayo de 2021

Cruella

                           

Cruella y la chica real podría haber sido el título de Cruella (2021), si se asociara con la segunda obra de Craig Gillespie, Lars y la chica real (2011). O Yo, Cruella si se la relacionara con la obra previa, Yo, Tonya (2017). Se ha reconvertido, con agudeza, una figura siniestra, sin contexto ni matiz, ya que la Cruella de 101 dalmatas era pura (o mera) perfidia (cuyo propósito era desollar criaturas caninas para disfrutar de un lustroso abrigo), en la encarnación de la figura coraza con la que las mujeres protegen su vulnerabilidad y se envisten de la fuerza que proyecta una contundente y expeditiva imagen (pérfida). La decepción o las heridas emocionales se tornan afiladas púas y garras, o latex de domina. De alguna manera, es una variación de la transformación de Selina en Catwoman, en Batman vuelve (Batman returns, 1992), de Tim Burton. A ambas les une una caída, que es literal, en un caso propia, en otra de un ser querido. El agravio, la herida infligida, se torna coraza y lanza, actitud inclemente y garra. Cruella tampoco se restringe al autorreferencial territorio del fetiche y se interna en el del arquetipo. Incluso se despega menos de la realidad inmediata (de nuestro contexto, aunque la acción transcurra en los setenta). Y fundamenta su equilibrio, entre la abstracción y lo real, en la constitución emocional de Estella/Cruella (Emma Stone) y en su relación con su circunstancia. Invierte el proceso de Lars y la chica real, en la que lo anómalo irrumpía en lo cotidiano (como un fuera de campo que se hace contraplano, y reflejo cuestionador, con desarmante naturalidad). En Cruella, en el territorio abstracto de la imaginería fantástica, que representa Cruella de Vil, se introduce el conflicto emocional de sentirse una misma en forcejeo y colisión con la adaptación a un modelo (social) que emular para sentirse aceptada y valorada. La muñeca hinchable en aquella, reflejo de las faltas o dificultades de conexión emocional, es el personaje de Cruella que Estella se crea como reacción, tanto inconsciente como consciente, con respecto a la decepción y las heridas emocionales infligidas. Ese personaje, Cruella, domina el escenario de lo real en cuanto toma consciencia de la revelación de cuál es la causa, o quién es la responsable de su desgracia, la muerte de su madre, cuando ella era una niña, diez años atrás. Esta vertiente conecta con Yo, Tonya, en la que la madre, que encarnaba Allison Janney, parecía una versión ajada de Cruella. De hecho, la describí en su momento como una especie de Cruella de Vil que rezuma ponzoña en cada gesto de retorcida indiferencia o deleite en hacer daño. El conflicto, o la colisión maternofilial, también vertebra Cruella, con una resonancia simbólica más amplia, ya que la baronesa (Emma Thompson) representa la mentalidad empresarial (de nuestra dictadura corporativa). O dicho de otro modo, de qué materiales corruptos está constituida esta sociedad que nos gesta y modela. ¿Dónde queda nuestro yo real entre tantos yoes virtuales con los que nos configuran y nos relacionamos?

En Yo Tonya se decíaNo existe tal cosa como la verdad. Cada uno tiene su propia verdad, y la vida sólo hace lo que quiere contigo”. En Cruella la verdad parece que se escurre en una sucesión de muñecas rusas. Cruella se estructura desde la evocación (que resulta ser desde la muerte, en un sentido figurativo, es decir, la transformación o muda vital que constituye, definitivamente, y ya sin descompensaciones, el Yo, Cruella). Esas descompensaciones, al fin y al cabo, derivaban de la enajenación, o de la ofuscación de la furia. Estella, que siempre se había sentido diferente o rara (y por ella, despreciada, o apalizada, ya desde niña, en el colegio) desaparece cuando entra en escena Cruella, es decir, cuando se revela que la mujer que admira, profesionalmente, la baronesa (Emma Thompson) es la responsable de la caída, y muerte, de su madre (para lo que utilizó a sus dálmatas amaestrados). Su vida se revela como infierno: en Batman vuelve se jugaba con la rotura de unos rótulos de neón que, de ese modo, convertían la palabra Hello en Hell; una rotura parecida se ejecuta en Cruella; aunque en una es inicio o cruce de umbral cuando Selina se convierte en Catwoman, y en otra irónica afirmación de un reemplazo o derrocamiento). Por tanto, el trayecto de Cruella, se inicia con el rechazo de los otros, que la califican de rara, deriva en la indefinición de la marginación (como mera mujer de la limpieza en una tienda de ropa), en la que camufla su singularidad (cubre su pelo blanquinegro con una peluca roja), se reconfigura, como empleada creativa, con la adaptación vía un modelo admirado, y concluye con la sublevación con respecto al mismo, que pasa primero, por reacción enajenada, por la anulación de su yo vulnerable, para ya, finalmente, afirmarse en un yo singular con un voz diferenciada, con firmeza y asunción de la vulnerabilidad (un yo real que constituye su propio personaje, sin ser ya una figura modelada, o diluida, por entorno ni ser una mera respuesta divergente fundamentada en la negación).

La descompensación de su actitud, en la fase de enajenación, la sufren particularmente Jasper (Joel Fry) y Horace (Paul Walter Hauser), sus dos amigos y cómplices desde que, huérfana, perdida en Londres, coincidieron en un parque. Para ellos, en un principio, Cruella no es Estella. Para ellos Cruella no es el resultado de una transformación evolutiva sino casi una suplantación en suspenso estado de enajenación. No hay término medio, no hay sentimiento de complicidad, ni de familia (disfuncional), sino mera distancia que puede ser incluso cruel, como si ellos ya solo fueran herramientas de sus propósitos. Cruella es la tentación del abismo del desquiciamiento. Su ciega ansia de venganza implica su conversión en la figura que odia, quien, por añadidura, no es solo la responsable de la muerte de su madre, sino que se revela como su madre biológica. Desear su muerte, desear que sufra lo que hizo a la que sentía como su madre (aunque no fuera biológica) supondría no ser ella misma sino ser una réplica de la baronesa. Por ello, su trayecto de autoconocimiento, o afinamiento de emociones, implica el  reemplazo de la abusiva madre mediante modos que, más bien, la dejen expuesta en su crueldad sustancial, y así logrará afirmarse en su condición de identidad singular que no se desprende de la capa primera, la capa de su vulnerabilidad consciente, que se subleva pero no se deja dominar por la furia. Gesta su familia disfuncional, que se desmarca de patrones instituidos, su singular territorio de identidad que difumina límites, como en su cabello se conjuga el blanco y el negro, o incluye en la misma otra especie animal, los perros.


A diferencia del célebre dibujo animado, Cruella, en este caso, no es la personificación de la perfidia, o carencia alguna de empatía, sino que lo es quien se revela como la madre biológica que la negó y abandonó, la mujer que representa la política empresarial que no se preocupa un ápice de los subordinados (o esbirros). Cruella representa la sublevación del que se niega a convertirse en una emulación de quien le somete como empleado o quiere destruirle a cualquier precio, y con cualquier mezquino medio, como rival competidor. Lars y la chica real se revelaba como una sutil llamada de atención sobre cómo estamos llegando a virtualizar nuestras relaciones, perdiendo la capacidad de entrar en contacto con los demás. Yo, Tonya sobre cómo configuramos nuestra realidad según  el relato que hacemos de nuestra vida, y cómo puede corresponder, a la conveniencia que linda con el autoengaño. Cruella reconvierte un dibujo animado, un cuento, para recordarnos que nuestra pérdida de sentido de la realidad pasa por la aceptación de un modelo social económico y laboral que aceptamos con resignación o concepción pragmática (de superviviente) y que incluso aspiramos a emular. Y su sustancia no es sino la de la indiferencia (cruel). Por eso, no dejamos de caer (y con nosotros la misma naturaleza que degradamos como si fuera meramente un vestido a medida).

sábado, 29 de mayo de 2021

Despierta la furia

                             

Despierta la furia (Man of wrath), de Guy Ritchie, no es solo una obra sobre las tenebrosas sombras de la furia desatada (por el dolor), sino también sobre la corrupción, la doblez, las falsas apariencias y la mezquindad, que caracteriza a casi todos los personajes, sean representantes de la ley, delincuentes habituales (organizados como una empresa) o ex militares en Afganistan que optan por el robo del dinero que trasladan furgones blindados. Los límites se difuminan. No hay diferencia entre quienes trabajan dentro o fuera de la ley. Una única certeza: el mandato del instinto. Sea por reacción, por dolor o sentimiento de agravio, o por carencia de escrúpulos o codicia. La bestia que nos define. La primera secuencia es un plano secuencia desde el interior de un furgón blindado que es asaltado. Esta sociedad: un furgón blindado, nuestra cerrazón blindada, nuestro ombligo blindado. Al mantenerse la cámara dentro del furgón, los sucesos exteriores se insinúan, por imagen o sonido, de modo insuficiente y parcial. Disparos. Los dos guardias son abatidos. Pero por lo que después se dice, hubo una tercera víctima, un civil. El relato se construye mediante una sucesión de capas que son a su vez distintos ángulos que revelarán lo que ocurrió en ese suceso, pero también la implicación de los personajes en ese hecho, sea como víctima o como infractor, por tanto las consecuencias derivadas o su ausencia por la carencia de sentimiento de responsabilidad. El esclarecimiento deriva en un ángulo, más que ciego, muerto. La película concluye con un coche que se aleja mientras la cámara asciende y encuadra la ciudad. De modo indirecto se ha reflejado la entraña de la ciudad, de nuestra sociedad, construida sobre la corrupción, la doblez, las falsas apariencias y la mezquindad (ombliguista).


La narración de Despierta la furia es un impecable engranaje narrativo modulado por la excepcional banda sonora de Christopher Benstead (en una fusión modélica de montaje y música: es una narración que es pura composición de edición) de cariz tenebroso (con un violonchelo que parece provenir de una composición de Gorecki). Es también la ratificación de la progresiva depuración cualitativa del cine de Guy Ritchie. La autoindulgencia de los juegos formales, con la perspectiva y construcción del relato, o los malabarismos con los recursos visuales y sonoros, de sus primeras obras, se ha tornado rigor y precisión, como ya era patente en la pasada década, con obras tan notables o excelentes como Operación U.N.C.L.E (2015), El rey Arturo: la leyenda de la espada (2017) o The gentlemen: los señores de la mafia (2019). Es su obra más sombría y grave, ya sin la afectación recargada de Revolver (2005), su obra más indigesta (y pretenciosa), aunque desconozco Barridos por la marea (2002) o Aladino (2019). En Despierta la furia, más que nunca, transmite la sensación de que no hay plano accesorio. La construcción narrativa es tan sintética como cortante. Tras ese plano inicial desde un interior (del furgón), un plano desde un exterior (una figura que entra en la empresa de furgones blindados). Esa figura es Hill (Jason Statham), quien aspira a conseguir empleo como guardián. Nos lo presentan ante una fachada. Ya se sugiere que la identidad con la que se presenta puede que sea también una fachada (conveniente: una identidad de camuflaje). Los compañeros advierten pronto la lacónica cáustica distancia que interpone. No le preocupa no hacer amigos. También les sorprende su fulminante reacción, sin vacilación ni temblor alguno, cuando su furgón es asaltado. Para quienes rigen la compañía es un lujo, solo les preocupa su eficiencia (que quizá contagie a sus compañeros), pero el gerente, Terry (Eddie Marsan) piensa que su frialdad es más bien la del psicópata. Pero ¿Por qué alguien que se comporta como si fuera un androide se preocupa de la corrupción de una de sus compañeras, Dana (Niam Alhgar), cuando descubre la cantidad de dinero de la que se apropió de modo solapado? ¿Quién es realmente? ¿Cuál es su propósito? ¿Por qué parece que, al respecto de su propósito, muestran cierto interés agentes del FBI?


La narración, como suele ser recurrente en el cine de Ritchie, se construye sobre la variación y sucesión de ángulos, retrocesos en el tiempo, o alternancias de tiempos como montaje secuencial. La narración retrocede para ofrecernos el ángulo de Hill, cuyo nombre era otro, y su dedicación no desde luego la que había notificado cuando fue contratado (ya que era completamente falsa). Se revela de qué manera estuvo implicado en aquel robo inicial, cuáles fueran las consecuencias que sufrió como daño colateral, y cómo se convirtió en una masa corporal que retiene su infección emocional (cómo encaja, sin decir nada, los reproches de su esposa sobre su responsabilidad en la muerte de su hijo; cómo habla con sus subalternos sobre la búsqueda de los responsables dándoles la espalda). La ironía: la causa de su desgracia fue provocada por la acción de quienes realizaban el mismo tipo de acción que él, pero mientras que él es un profesional (un empresario al margen de la ley) los infractores habían sido previamente representantes de una institución legal, el ejército. A esta capa o ángulo le sucede el de la perspectiva de los infractores. La narración se sucede como un cuerpo secuencial de círculos concéntricos que a la vez amplían perspectiva de conjunto. Por tanto, la acción inicial, sucesivamente, es narrada, contemplada, ampliada, desde las diferentes perspectivas, y de ese modo dispondremos de toda la información, qué sucedió y cómo estaban implicados unos y otros, o qué implicaciones tuvieron para unos y otros. Solo queda un último ángulo pendiente, que es la figura del topo dentro de la empresa de furgones blindados, que se revelará cuando se realice el atraco que ocupa todo el tercer acto, modulado con un magisterio de montaje raro de apreciar en el cine actual de acción (con la excepción de Christopher Nolan, David Fincher o Sam Mendes). Su conclusión, seca y cortante. No hay congratulación en la venganza, a diferencia de la autoindulgencia que supura el cine de Quentin Tarantino este siglo, cineasta con el que se le asoció a Ritchie, como emulo británico en los noventa, sino la constatación de una infección (vital y ética) que define a unos y otros. La bestia que somos.

jueves, 27 de mayo de 2021

Luna azul (Blatt & Ríos), de Lee Child

                            

Este es un universo arbitrario. Una vez por cada luna azul las cosas salen bien. Como ahora. Alguien inició una guerra y ustedes son el opuesto exacto de daño colateral. La aleatoriedad, el impredecible curso de los acontecimientos, la imprevista intrusión de un factor desconocido en la ecuación (familiar). Con Luna azul (Blatt & Rios), su veinticuatro novela protagonizada por Jack Reacher, Lee Child se aproxima, más que nunca, al mundo de los hermanos Coen, en particular Sangre fácil (1985), Quemar después de leer (2008) o Muerte entre las flores (1990). Equívocos, engañosas apariencias, cruces imprevisibles, percepciones y deducciones erróneas. La luna azul es la segunda luna llena que acontece durante uno o dos meses durante el año, o la cuarta en un trimestre. Una anomalía. El término proviene de la palabra blue, azul en inglés, que se estableció en la década de los cuarenta, pero es una distorsión de su término original, belewe, asociada con la concepción de traición, por desajustar el orden o la ecuación de la cuaresma. Reacher es una luna azul en cualquier escenario fijado sobre una ecuación de costumbres o rutinas. Es un comodín, una figura errante sin lugar preciso, una figura escurridiza. Una anomalía en esta sociedad definida por una circulación definida por el programa y el control. Reacher se mueve en los resquicios. Ni trabajo ni hogar, siempre inquieto. Siempre en movimiento. Sola la ropa que llevaba puesta. Ningún lugar particular al que ir, y todo el tiempo del mundo para llegar allí. A algunas personas les resultaba difícil de entender. Reacher irrumpe, como un viajero más en un autobús, en una ciudad que puede ser una de muchas otras en cierta zona de Estados Unidos. Reacher había visto todo tipo de ciudades, por todo Estados Unidos, este, oeste, norte, sur, todo tipo de dimensiones y épocas y condiciones actuales. Conocía sus ritmos y gramáticas. Conocía la historia horneada en esos ladrillos. La manzana en la que estaba era uno de otros cien mil lugares como ese al oeste del Mississippi. Se produce un cruce. Casualidad. Pero la voluntad entra en juego. O según la actitud y perspectiva de Reacher, la amabilidad de los desconocidos hace girar el mundo. Y decide ayudar a quien no conoce, una pareja de ancianos atrapados en una maraña de préstamos y deudas con la mafia albanesa, los cuáles se disputan el poder de la zona con la mafia ucraniana. Un escenario de rivalidades delineado con precisión para quienes actúan en ese escenario establecido de acuerdo a una trama de negociaciones, engaños y estrategias. Una constante en el ser humano, se funcione de acuerdo a la ley o en sus márgenes. Reacher entra en escena para desmontar un escenario. Catalizador de la oscuridad del ser humano, es una paradoja, se inspira en la amabilidad pero despliega, como herramienta, la misma fuerza oscura de la violencia. Se consideraba un hombre moderno, nacido en el siglo XX, viviendo en el XXI, pero sabía también que tenía en la cabeza una especie de portal abierto, un agujero de gusano al pasado primitivo de la humanidad, donde durante millones de años cualquier cosa viviente podía ser un depredador, o un rival, y por lo tanto tenía que ser evaluado y juzgado, de manera instantánea, y precisa. ¿Quién era el animal superior? ¿Quién se iba a someter? La ecuación inmutable desde el principio de los tiempos. Es lo que somos.

Su irrupción no es contemplada como factor, por lo tanto el encadenamiento de hechos suscita deducciones erróneas tanto en los albaneses como los ucranianos. Ni en Sangre fácil ni en Quemar después de leer, los personajes lograban disponer de una visión precisa de conjunto. En ningún momento sabía qué estaba pasando, cada uno haciéndose una falsa idea de lo que ocurría, todos con una perspectiva errónea sobre los demás o sobre los hechos. Albaneses y ucranianos creen estar inmersos en una partida de ajedrez, en la que sí se juega de modo atolondrado las piezas, se puede convertir en una guerra a cámara lenta. No saben que los dos primeros muertos son obra de Reacher, con lo cual comienza una contabilización, a medida que aumentan las víctimas, que presupone intencionalidad por parte de su rival. Piensan que el otro quiere quedar por encima (con menos víctimas), pero también que quizá, a la inversa, como gesto sacrificial quiera quedarse por abajo. Cuando comienzan a considerar que la película que tienen en mente no se ajusta a la realidad, y todo no parte de una estrategia intencional de su contrincante, especulan sobre si serán los rusos, o quizá alguna de las agencias gubernamentales, quienes estén detrás de los hechos cuyo propósito no comprenden. Reacher, en cierto grado, actúa como Tom Regan en Muerte entre las flores, entre dos bandas rivales. Pero aún más, dada su condición de factor desconocido, Reacher, para ellos, es una sombra escurridiza que convierten en pantalla de especulaciones.


Los tiempos se pueden vivir de modo distinto. Cuando la vida urge te encuentras con el desajuste de los plazos. La inconsistencia de la organización social. En cuanto necesitamos que las instituciones gestionen con presteza algo, más bien quedamos atrapados en el lodazal de las dilatadas demoras de trámites (de meses o años). Es como si una película estuviera avanzando a cámara lenta, y la otra estuviera pasando a toda velocidad. La pareja de ancianos dispone de un escaso plazo de tiempo para poder pagar sus deudas, pero todos los procedimientos legítimos para poder solucionar su circunstancia se convierten en trámites de dilatados meses de incierta duración. Reacher es el fantasma errante que cauteriza esos despropósitos, una figura flotante, como una ficción con un cuerpo de más de 1´90 y más de cien kilos, que irrumpe en la realidad para reajustar su despropósito, aunque sea en una escala individual. Su dominio del tiempo es el de la resolución instantánea, que Child materializa en escritura, una escritura percutante que desgrana con detalle minucioso los movimientos, las maniobras, los gestos de toda acción que realiza. Una escritura de frases cortas que progresa como una metralla que, en cierto sentido, puede evocar a la de Raymond Chandler, como la agudeza de Reacher a la de Marlowe, con la diferencia de que esa capacidad de descifrar la circunstancia en peligro en la que está envuelto, Reacher la convierte en una arrolladora y fulminante masa de acción. Un cálculo instintivo, basado en el tiempo y el espacio y la velocidad, las cuatro dimensiones, sin duda teniendo en cuenta con precisión sus abundantes capacidades, y sin duda estimando las capacidades de su oponente cautelosamente, basándose en promedios calculados para el peor escenario, más un margen de seguridad, para fines de aritmética, que pese a todo daba mucho margen de tiempo para alguien tan veloz como él.

martes, 25 de mayo de 2021

La reina Cristina de Suecia

                            
En los primeros compases de La reina Cristina de Suecia (Queen Christina, 1933), de Rouben Mamoulian, queda definida con precisión la actitud y el singular talante de la reina Cristina (Greta Garbo), y el marcado contraste con su entorno, con una mentalidad predominante y unas tradiciones y unas prioridades políticas o palaciegas. Su singularidad se caracteriza por su condición de mujer ilustrada: dado que su día está secuestrado por sus obligaciones de reina, madruga mucho para poder encontrar un hueco en el que poder saciar su sed de lectura y conocimiento, por ejemplo, la obra Moliere, de quien le gusta su cuestionamiento de las pretenciosidad femenina, y de quien ríe con un fragmento en el que ironiza sobre el matrimonio y el hecho poco grato de tener que despertar cada mañana con un hombre al lado); su naturaleza expansiva, nada encorsetada ( cómo al levantarse sale a la terraza con escaso atavío para refrescarse felizmente con la nieve; de hecho, nos es presentada cabalgando por el bosque, como un cuerpo que es impulso vivaz); su mente abierta, flexible ( cómo cuestiona la cerril cerrazón del sacerdote luterano que no quiere permitir la contratación de extranjeros para impartir clases en la universidad de Upsala: para ella lo peligroso no es dejarse contaminar por lo extranjero, lo otro, sino la ranciedad de lo mentalidad cerrada). Y, por supuesto, la colisión entre las emociones, su condición de mujer, y el deber, su condición de reina. Todos sus consejeros quieren que sea aquello que representa, aunque eso implique sacrificar sus emociones. En primer lugar, ajustarse a normas establecidas como casarse, para tener un heredero, y además tiene que ser con un hombre sueco, en el que lo importante, también, es lo que representa, por eso es presionada para que se case con su primo, Carl Gustav, que es héroe de guerra.  Precisamente, la guerra es otro de los puntos de fricción. Los aristócratas, es decir, la clase privilegiada, quiere seguir con la guerra, dado además los últimos éxitos, y quiere que el presupuesto público se invierta en la misma. La reina, por un lado, sí tiene en consideración otras voluntades, las de los campesinos, aquellos a los que obligan a participar en la guerra (incluso, se lo pregunta directamente: su respuesta es la resignada de quien está acostumbrado a subordinarse a la imposición de otra voluntad), y por otro, se muestra remisa a que prosiga la guerra. Aboga por un tratado de paz. Botines, gloria, banderas y trompetas! ¿Qué hay tras esas altisonantes palabras? Muerte y destrucción, triunfos de hombres lisiados, una Suecia victoriosa en una devastada Europa, una isla en un mar muerto. Os digo, no quiero más de eso. Quiero seguridad y felicidad para mi gente. Quiero cultivar las artes de la paz, las artes de la vida. Cristina es una voz disonante, una voz singular que se desmarca de su entorno, con respecto al cual se resiste a ser sometida. Es una mujer ávida de conocimiento, de ampliar las fronteras de su mente, o que no existan.

Su disonancia con su entorno o circunstancia queda también sugerida en esa presentación cabalgando por el bosque. Quiere salirse de esa rígida, cuadriculada y restringida perspectiva de la realidad. Su misma apariencia masculina es otro detalle que la desmarca de su desajuste con una actitud o mentalidad preponderante. Por la alternancia de vestuario es hombre y es mujer, no se pliega a una identidad instituida. En esa secuencia inicial, es un cuerpo contemplado en la distancia que parece el de un hombre, hasta que un primer plano, que la encuadra de espaldas, revela, tras que se quite el sombrero y se vuelva, que es una mujer. Esa ansia de fuga volverá a dominarla tras su desencuentro con los representantes de la clase privilegiada, quienes solo quieren guerra y que cumpla su función reproductora de un heredero. Decide de nuevo vestirse como un hombre y cabalgar por los bosques, ya nevados, como quien disfruta de un pasajera sensación de liberación. Será cuando acontezca el encuentro con el embajador de España, Antonio (John Gilbert). En una posada, compartirán conversación y bebida. La sintonía es manifiesta. Antonio queda sorprendido con su conocimiento de Calderón de la Barca o Velázquez, pero en todo momento piensa que ella es un muchacho, hasta que, tras que el dueño de la fonda sugiera que compartan dormitorio dado que no hay disponible habitación para el embajador, se cree una situación desconcertante digna de la mejor screwball comedy: una musical coreografía de gestos y miradas dubitativas y desconcertadas mientras se van desnudando, hasta que él advierte las formas de mujer de Cristina bajo la camisa, y se acerque a ella, mientras las sonrisas de ambos se fusionan como la constatación de lo que ambos ya intuían, la atracción que estaba floreciendo entre ambos.

El despertar propicia una de las secuencias más hermosas, sino la más, de la película. Un momento particularmente mágico, memorable, que es pura musicalidad, o coreografía acompasada a las emociones y sentimientos. Cristina recorre la habitación tocando, palpando, abrazando y asiendo los objetos y muebles, como si quisiera registrar su huella en (la habitación de) sus entrañas, mientras es observada amorosamente por Antonio. Éste  le pregunta qué es lo que hace, y ella responde que guardar en su memoria lo que ha sido parte de los dos días más hermosos de su vida, los que ha vivido más plenamente, tras hallar ese amor, que ella, escéptica, no creía posible (como en la conversación previa había compartido con él). Esta relación desatará el rechazo de la clase privilegiada. Es español y católico. Inconcebible que pueda ser el consorte real. De hecho, la guerra se fundaba, en buena medida, en la divergencia religiosa entre protestantes y católicos. Se había iniciado en 1618, y fue en 1630 cuando Suecia se unió a la facción protestante, apoyada por Francia, para luchar contra el católico emperador Fernando II. En 1632 murió el rey sueco en el campo de batalla, lo que determinó que, con seis años, Cristina fuera nombrada reina, aunque no fue hasta que cumplió 18 cuando ejerció como regente, y pronto mostró su divergencia sobre la continuidad de tal conflicto bélico. Conseguiría su propósito, ya que se firmó la paz de Westfalia en 1648. Pero abdicaría en 1652, porque no aceptaba que su deber era casarse (para cumplir su función reproductora). Incluso, se convirtió al catolicismo, lo que quizá fuera otro gesto de sublevación ya que el papa Alejandro VII la describió como una regente sin reino, una cristiana sin fe y una mujer sin vergüenza. Era ante todo una mujer ilustrada que se resistió a cualquier imposición de lo que debía ser. En el escenario religioso, se convirtió en símbolo de la Contrarreforma. De alguna forma, ejerció esa función reformadora en cualquier escenario que pretendiera imponer un dogma, una tradición, una norma, o la afirmación de lo propio frente a lo otro (que por otra parte incentivaba el impulso conquistador: la apropiación de lo otro).

Dado que en 1933, aunque aún no se aplicara el código de censura, resultaba difícil que se expusiera en la pantalla ciertas relaciones, es decir, las relaciones homosexuales, aun no aceptadas en las coordenadas de lo decible y lo visible, se introdujo en la ecuación la figura ficticia del embajador español como recurso dramático que diera concreción y remarcara su oposición, y rechazo, a su entorno, a la presión para que se casara con su primo, para ejercer su función de reproductora de heredero. Con quien realmente mantenía relaciones era con su  dama de honor, Ebba (a quien, en cierto momento, da un beso en la boca), la cual quiere casarse con un conde (con quien realmente se casó aunque su matrimonio fuera infeliz). Si era figura real el militar y consejero Magnus Gabriel de Gardie (Ian Keith), pero dramáticamente será un amante despechado que, por ser rechazado, o reemplazado por un extranjero, será el que propague el fuego del rechazo social hacia la decisión de Cristina de amar a un extranjero en vez de casarse con un héroe nacional. La fácil naturaleza sugestionable y moldeable de la naturaleza humana queda expuesta con precisión en la secuencia en la que, azuzados por los que agitan sus mentes en la calle (enviados por Magnus), se lanzan como una masa ciega, con sus teas, contra el palacio. La templanza y ecuanimidad de la reina logra, con escasas palabras, que mengue su furia y cambien de parecer. La reina abdicará, no solo por el amor que quieren negarle (Magnus incluso, tras secuestrar a Antonio, amenaza con matarle si no firma su extradición del país) sino porque no acepta la imposición de una voluntad (de los consejeros pero también de los ciudadanos) que la obliga a casarse con quienes ellos quieren, por lo que representa. Su insurrección va más allá del amor que siente por Antonio. Por eso, aunque él muera, en duelo con Magnus, Cristina proseguirá con su propósito de sublevación y ruptura. Cristina se desprende de lo que representa para afirmarse en su condición de mujer, en lo que ella siente, quiere y ama, como bien reafirma ese celebrado magnífico travelling final, en el navío en el que abandona el país, hasta un primer plano de su rostro en el que brilla el viento de la insurrecta determinación.

domingo, 23 de mayo de 2021

El invencible (Impedimenta), de Stanislaw Lem

 

Beau Geste, de Percival C Wren, publicada en 1924, y adaptada al cine en 1939, dirigida por William A Wellman, dispone de uno de los más intrigantes inicios: un destacamento militar de la legión extranjera francesa, en el desierto africano, se encuentra con un siniestro decorado, un fortín en el que los cadáveres de los soldados están colocados en cada parapeto en posición de defender un ataque, a lo que se añade el desconcertante hecho de que dos cadáveres estén dispuestos de otra forma, uno de ellos, incluso, en una posición yacente como si se le hubiera dedicado una respetuosas exequias fúnebres. En Horizonte final (1997), de Paul W Anderson, la tripulación de la nave estelar Lewis & Clark se encuentra en el interior de la Event horizont, desparecida siete años antes en un agujero negro (que había creado artificialmente para realizar un salto en el tiempo), con un solo cadáver mutilado, sin ojos, flotando en el puente de mando. En ambos casos, ¿qué ha ocurrido? En El invencible (Impedimenta), de Stanislaw Lem, publicada originariamente en 1964, tres años después de Solaris, la nave estelar de guerra Invencible llega al planeta recién descubierto Regis III, con la intención de descubrir qué ha sido de otra nave de guerra con sus mismas características, El condor. Primero se encuentran con una configuración que no saben si son las ruinas de una ciudad o si son residuos de una maquinaria. Se enfrentan con lo ignoto, con aquello que resulta complicado identificar, o comparar con algo conocido. Lo que habían denominado ciudad en realidad no se parecía en lo más mínimo a los asentamientos de la Tierra. Oscuras moles de superficies erizadas como las púas de un cepillo, no semejantes a nada que hubieran visto ojos humanos, se erguían hundidas a una profundidad desconocida en las dunas móviles. Sus formas, que resultaban imposibles nombrar, alcanzaban varias plantas de alturas. No tenían ventanas ni puertas, ni siquiera paredes; unas parecían entretejidas redes onduladas en un sinfín de direcciones, muy tupidas, con nudosidades gruesas en lugar de junturas (…) la regularidad ajena a las formas vivas revelaba su presencia a través del caos de la destrucción.
Posteriormente, se encuentran con la nave Condor, o con una circunstancia tan desconcertante como enigmática y turbadora. El caos de los camarotes, las provisiones intactas, la posición y la distribución de los cadáveres, las instalaciones dañadas, todo eso significa algo, Pero ¿Por qué un cadáver, a diferencia del resto, está congelado? Las pesquisas no encuentran rastros que puedan determinar una explicación precisa, o indicar cuál pudo ser la causa que generó su destrucción. Ni siquiera resulta efectivo el <<auscultador de tumbas>>. Cuando alguien llevaba muerto poco tiempo o cuando el cuerpo no había llegado a descomponerse, debido a la baja temperatura, era posible <<escuchar el cerebro>>, o más bien la última manifestación de la conciencia. Pero no se puede escuchar nada en los cerebros de los muertos, como si hubiera sido incluso vaciado el rastro de su vivencia o experiencia. Solo piensan, o sienten, una certeza. Tiene que haber una amenaza al acecho. Algo o alguien provocó la muerte de todos ellos. Pero cuando comienzan a percibir su presencia, resulta complicado discernir o comprender qué es, cuál es su constitución o naturaleza, y cuál su propósito (¿funcionan por intención o reacción? Y otra cuestión. ¿Sienten que hay una amenaza porque no entienden qué ha pasado? Por tanto, ¿esa manifestación que les resulta incomprensible es realmente una amenaza?
En La investigación Lem se interrogaba sobre la causalidad. O planteaba cómo puede haber fenómenos cuya causa quizá no logremos comprender. Su misterio será irresoluble por nuestros propios límites. En La fiebre del heno se interrogaba sobre la aleatoriedad o azar, o cómo la más sorprendente combinación de hechos o elementos puede dar como resultado una serie de hechos con respecto a los que quizá, por esa repetición, pensábamos que debían responder al plan o propósito de alguien. En Solaris indagaba en los espacios que no exploramos en nosotros mismos, espacios emocionales con los que nos confrontamos, los espacios de los remordimientos, arrepentimientos o la no asunción de la pérdida o de los sueños truncados, agujeros negros en nuestro firmamento interior que preferimos no explorar y en cambio mantener arrinconados como estrellas muertas por miedo, vergüenza u orgullo. En El invencible explora la dirección opuesta, la relación con el exterior, con los territorios desconocidos, con la Otredad o lo diferente, o cómo el afán de conquista o apropiación y dominio se superpone sobre la comprensión, la interrogante y la asunción de lo que no es como nosotros, sino diferente, y quizá de una manera que no logremos siquiera comprender (y que por esa diferencia quizá consideremos una amenaza). Establecemos límites (incluso en nosotros mismos, como cercados o sombreados emocionales convenientes) o no asumimos nuestros propios límites (de conocimiento) o queremos imponer nuestros límites a otros.  ¿Cuántos fenómenos así, extraordinarios y ajenos al entendimiento humano, puede ocultar el Universo?¿Acaso tenemos que llegar a todas partes con una gran potencia destructora a bordo de nuestras naves para aplastar todo lo que contradice nuestra forma de ver las cosas?. Por algo la nave se llama invencible. Pero un personaje se pregunta si su actitud es la adecuada, si ese planeta no es más bien un territorio desconocido que a lo largo de millones de años ha creado su propio equilibrio, no dependiente de nadie ni de nada, más allá de las fuerzas radioactivas y de las fuerzas materiales, una existencia activa y dinámica que no es ni mejor ni peor que la de los compuestos proteicos llamadas animales o seres humanos. Y lo que haya ocurrido, más allá de que se sepa cómo o por qué, quizá sea el reflejo de que es otra realidad con otras coordenadas o dinámicas. No algo que contradice ni amenaza, ni algo que haya que someter o neutralizar. El universo dispone de múltiples realidades, algunas de las cuales nunca conoceremos ni lograremos comprender. No somos el centro del universo. << No todo, ni en todas partes, es para nosotros>>

viernes, 21 de mayo de 2021

Mademoiselle

                           

Mademoiselle (Id, 1966) se distingue por su singular atmósfera turbia, aún más elaborada que las conseguidas en notables obras previas de Tony Richardson, Mirando hacia atrás con ira (1959), El animador (1960) o Un sabor de miel (1962). La crispación de la primera o la sordidez de las otras dos, emanación de la colisión o desajuste de sus protagonistas con respecto a su entorno (o realidad), se torna crudeza por la hostilidad y falta de empatía de la protagonista, caracterizada por un egoísmo que se deleita en la crueldad, por lo que resulta desazonadora. Es una obra que se centra en un yo que considera que el mundo, el entorno o realidad, debe plegarse a su voluntad, necesidad o capricho. Si no complace, reacciona con el filo del despecho. Su relación con la realidad se restringe a ese contrato implícito (según sus propios términos, como un yo que no considera lo que afecta a los demás o al entorno sino solo lo que le afecta a ella). La realidad es una pantalla que debe responder a su deseo. Pocas veces el corazón de las tinieblas que habita en el ser humano ha sido reflejado con tal rotundidad y precisión en una pantalla. El año anterior, su versión masculina, el personaje de Stuart Whitman en la también magnífica Las arenas del Kalahari (1965), de Cy Enfield. La crueldad, la suficiencia, la mezquindad y la pulsión de control y dominio no tiene género.

El argumento de Jean Genet fue convertido en guion por Marguerite Duras. Como en la obra literaria de la escritora, más que en su obra cinematográfica, es fundamental el gesto, la frase, la metáfora que palpita, la contorsión de una frase, la música que respira entre las comas, la relación de los cuerpos con el espacio, una mano que surca el aire, el agua que serpentea entre las sombras, un cuerpo que se estira lentamente con su vestido de satén y sus tacones en un sofá. La narración se caracteriza por su excepcional cualidad, táctil, inmediata, de vibrante fisicidad, incluso a través de una banda sonora dominada por los cantos de los pájaros, o el sonido de los insectos, o cualquier otro sonido que se singulariza, como la predominancia de los primeros planos propulsa lo concreto. Una sensorialidad, una sensualidad, que inunda la narración, aunque a la vez, sea sofocante, como un puño apretado. El caudal del montaje orquestado a través de abundantes primeros planos transpira una corrompida concreción (emanación de la infección vital de la protagonista), a través de las exquisitas composiciones, de un blanco y negro que parece una espesura, obra de David Watkin. Esa inmediatez, que no deja de ser retorcida, linda con la abstracción. Como si habitáramos un sueño que se va desfigurando, revelándose como una torva pesadilla.

La protagonista, encarnada por Jeanne Moreau (aunque Genet había escrito el personaje pensando en Anouk Aimee), nos es presentada liberando una esclusa que provoca una inundación en el pueblo, mientras casi todos sus habitantes atienden a una procesión religiosa. Mademoiselle es una inundación de iniquidad; es naturaleza desatada, no la de la naturalidad o espontaneidad, sino la de sus turbulencias, la del despecho más virulento, el instinto que disfruta infligiendo daño. Su forma de actuar refleja un elaborado retorcimiento, un regusto perverso, así como un astuto dominio de las apariencias. En una de las clases que imparte a los niños menciona a Gilles de Rais, encarnación y representación de la crueldad y de la abyección, opuesto a lo que representaba Juana de Arco. Aunque ella se sienta más como ella, y sepa muy bien como aparentarlo cuando sea conveniente.  Al fin y al cabo, ella se siente víctima por no ver correspondido y satisfecho su deseo. En los planos de apertura, o de su presentación, se resaltan detalles de su vestuario: sus guantes, sus tacones. Refleja una sofisticación que la sitúa como un cuerpo extraño en ese villorrio en el que nada parece pasar. Sus acciones  agitarán sus aguas, como quien agita las entrañas para despertar también a la bestia que habita en cada uno y cada una. Si la abyección de Gilles de Rais alcanzó su más retorcida manifestación en las torturas que infligía a los niños, a los bebes, asesinando a decenas, Mademoiselle lo refleja en su brutalidad con los animales, con su entorno. Mademoiselle disfruta destruyendo los huevos de una perdiz, incendiando los graneros, envenenando a los animales del pueblo. Su retorcimiento infecta a otros. Provoca la conducta violenta incluso en los más desvalidos: el niño al que desprecia constantemente delante de los otros alumnos, sea por no llevar las prendas adecuadas al colegio o no asearse apropiadamente, realiza un desorbitado acto de crueldad, también con un animal, un conejo que golpea hasta la muerte. Desahoga con una criatura más débil su rabia y frustración por él sentirse como el conejo con su profesora.

Pero si ella actúa así con el niño, y realiza tantas acciones destructivas en el pueblo, es por un (muy retorcido) motivo. Satisface, por transferencia, su voraz pulsión de dominio, la que frustra y desestabiliza alguien que le suscita otras emociones, o que incentiva de otro modo sus instintos, como si hubiera abierto, desencajado más bien, una esclusa en su interior, una pulsión o emoción que no domina, sino que la domina a ella, lo que la perturba e incendia y desborda. Alguien a quien lamerá sus zapatos cuando por fin hagan el amor. Él es otro cuerpo extraño, alguien que proviene de otras tierras, asentado provisionalmente en el pueblo, un italiano, Manou (Ettore Manni). Es el padre de ese niño, motivo por el que ella es tan cruel, por despecho, con su alumno. Manou es alguien que lleva anudada en su vientre, bajo la camisa, una serpiente, que invita a Mademoiselle a que la acaricie. Mademoiselle observa con intenso deseo su cuerpo mientras duerme junto a un tronco, oculta tras otro tronco, en una sucesión de primeros planos que parecen reflejar el tacto que quisiera sentir su mirada. Es el hombre deseado por todas las mujeres, y ha hecho el amor con casi todas ellas, excepto con Mademoiselle, y es el hombre que no tiene miedo a lanzarse al fuego o al agua para salvar alguna vida. Es la virilidad resolutiva en su quintaesencia, por eso es despreciado por los hombres del pueblo.

Mademoiselle, hábil y artera, es una serpiente que sabe aparentar ser una Juana de Arco, con un pétalo de la flor de un almendro adherido a la mejilla, como si fuera una lágrima en un rostro que no sabe de lágrimas sino que sonríe cuando destruye, aunque sea a quien (o lo que) más desea. Pero el despecho puede más que una memorable noche de exuberancia sensual. Esa imagen de la flor de almendro en su mejilla es una imagen equívoca ya que aparenta lo que no es. Como no duda en aparentar ser víctima de quien ya padecía el estigma del extraño, el italiano, Manou, aquel en quien todos pensaban como más probable responsable de los actos violentos que habían trastornado al pueblo. Simula una lágrima que no existe, y desencadena a las bestias que ya pugnaban por brotar en los habitantes del pueblo. Su furia destruye al extraño, entre otras flores. Y las aguas vuelven a su cauce, los cadáveres se descomponen, y ella permanece impune, satisfecha la ceremonia cruel de su despecho.

miércoles, 19 de mayo de 2021

Corazón de las tinieblas (Eterna cadencia), de Joseph Conrad

                           

Para él, el significado de un episodio no estaba adentro, en el interior, sino afuera, envolviendo el relato, del mismo modo que el resplandor circunda la luz, como esos halos neblinosos que a veces se hacen visibles por la iluminación espectral de la luz de la luna. Ese él, Marlow, un marino, pero a diferencia de lo que suelen ser la mayoría de los marinos, también un vagabundo, es el narrador dentro de la narración, un relato de una excepcional experiencia que comparte con unos concretos oyentes. Es significativa la excepcionalidad del narrador, lo es el propio contexto, o de modo más específico, desde qué lugar narra o evoca, y a quiénes les narra su experiencia umbral (de conocimiento). Los subtextos, o capas del texto, sutiles como halos neblinosos, pueden ser múltiples, como es el caso de esta singular obra, aventura y ceremonia del conocimiento, que transciende todo molde, Corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, de la que Eterna Cadencia ofrece una nueva traducción (con numerosas y reveladoras notas). Corazón de tinieblas, publicada originariamente en 1899, es un relato tan concreto como alegórico, un viaje específico, en el interior del África colonizada, a través del río Congo, a finales del siglo XIX, y un viaje abstracto, el viaje hacia el núcleo de la vida. Ese yo que narra, que un narrador indefinido nos presenta en Londres, junto al río Tamesis, es alguien que se desmarca de una corriente humana predominante, y colonizadora, esos Individuos comunes y corrientes que se ocupaban de sus asuntos con la certeza de su perfecta seguridad, me resultaba ofensivo como los escandalosos alardeos de locura ante un peligro que no se puede comprender. Hombres que colonizan, hombres que no quieren comprender, hombres que alardean con suficiencia de su control de la realidad aparente, los hombres de la Compañía (esa que ha derivado en nuestro siglo en esta dictadura económica que aceptamos dóciles, sea por resignación o conveniencia, según la posición que se detente). El viaje que realizó Marlow fue hacia alguien que era su antimateria, Kurtz, el responsable de la Estación Interior de la Compañía. El relato se narra desde Londres, donde ya se encuentra el corazón de tinieblas. Los ríos Tamesis y Congo son los mismos, o están conectados. La ubicación de una ciudad monstruosa, una sombra amenazadora que brillaba bajo la luz del sol, un resplandor horripilante bajo las estrellas (…) Y eso también ha sido uno de los lugares más oscuros de la tierra.

Este es el relato del viaje hacia el reverso de esa magnificencia colonizadora, su sombra oscura y pútrida. No es un viaje hacia la oscuridad, sino hacia el reflejo de su oscuridad disimulada bajo sus racionalizaciones y justificaciones, bajo su devoción por la eficiencia, bajo su suficiencia y sus instrumentales certezas. O como escribiría, diez años después, GK Chesterton, en La esfera y la cruz: No pensé que salieran huellas de la oscura caverna de le eficiencia. Conrad explora esa caverna, como la piel que se vuelve del revés. África es esa piel vuelta del revés de Londres, o de lo que este representa. El territorio en el que se extiende el virus de la Compañía, su depredadora voracidad. El territorio de un desquiciamiento: En la vacía inmensidad de la tierra, el cielo y el agua, allí estaba la nave, disparando al continente (…) Había algo de insano en el procedimiento, una sensación de lúgubre payasada en el espectáculo. Ese absurdo terrible que, en Apocalipsis now (1979), de Francis Coppola, su magnífica traslación al cine, aunque en otra época y lugar, la década de los sesenta del siglo XX y en Vietnam, encuentra su equivalente en aquel coronel de nombre Kilgore (Robert Duvall), que portaba un sombrero de la caballería estadounidense, mientras arrasan un poblado vietnamita con napalm (un olor que adora), y obliga a unos soldados a practicar el surf. Es el territorio del abuso, del empleo abusivo de la mano de obra: Medio borradas por la penumbra, en todas las actitudes de dolor, el abandono y la desesperación (…) no eran enemigos, no eran criminales, en ese momento no eran nada terrenal, salvo sombras negras de la enfermedad y el hambre, que yacían confusamente en la penumbra verdosa. Traídos desde todos los rincones de la cosa, con toda la legalidad de los trabajos temporarios. Es el territorio de las intrigas y maniobras mezquinas competitivas entre seres que son meras máscaras vacías (de porcentajes). Mataban el tiempo murmurando e intrigando unos contra otros de manera estúpida. En esa Estación había clima de conspiración, pero, claro, no pasaba de eso. Era tan irreal como todo lo demás, como la pretensión filantrópica de toda la empresa,  como su cháchara, como su gobierno, como su programa de trabajo. El único sentimiento real era el deseo de ser nombrado en un puesto comercial donde hubiera marfil, como para ganar un porcentaje. Programas, porcentajes, irrealidad, conspiraciones: el proceloso escenario empresarial. Kurtz es la supuración y el grito de horror que brota del interior de esa infección que representa un sistema económico que se ha ido propagando, con el afianzamiento de la sociedad industrial, durante ya más de un siglo, hasta convertir esa supuración en nuestro medio ambiente (el de nuestra enajenación e inconsciencia depredadora).

Corazón de las tinieblas es también un viaje hacia el núcleo de la vida, que podría haberse titulado como otra magistral y única obra, Viaje al fin de la noche, de Louis Ferdinand Celine. Se inicia en los espacios en blanco en los que damos los primeros pasos en la vida. Había dejado de ser un espacio en blanco de encantador misterio, un parche blanco que hacía soñar a un niño. Se había convertido en un lugar de tinieblas. Prosigue en una espesura de incógnitas e interrogantes. Observar una costa mientras el barco se desliza es como pensar en un enigma. Y se va internando en una espesura cada vez más difusa, quizá procelosa, quizá escurridiza, desde luego no nítida como una línea recta, sino retorcida como una maraña, o una espiral. Durante un tiempo, sentí que todavía pertenecía a un mundo de hechos claros: pero esa sensación no iba a durar. Surgía algo que la alejaba (…) Penetrábamos cada vez más adentro del corazón de las tinieblas (…) estábamos imposibilitados de comprender lo que nos rodeaba; nos deslizábamos como fantasmas, asombrados y secretamente horrorizados, como lo estarían los hombres cuerdos ante un brote de entusiasmo en un manicomio. No podíamos comprender por qué estábamos demasiado lejos, ni recordar por qué estábamos viajando en la noche de los primeros tiempos, de aquellas épocas que había pasado, dejando una señal….pero ningún recuerdo. Hay un momento en que ya resulta difícil precisar la misma circunstancia. ¿Qué yo percibe, cuál es mi propia consistencia, cuál es mi mirada?  Yo no sabía si estaba parado sobre el suelo o si flotaba en el aire (…) Me preguntaba si la quietud en la faz de la inmensidad que nos contemplaba a ambos significaba una llamada o una amenaza ¿Qué éramos nosotros o qué nos habíamos perdido allí? ¿Podríamos manejar esa cosa muda, o era ella la que iba a dominarnos? La mirada se perfila, precisa, a la vez que, paradójicamente, se pone en cuestión y los contornos parecen difuminarse al evidenciarse la inconsistencia o falacia de los límites.

El viaje en sí (de la vida) se pone en interrogantes. ¿Para qué nuestros forcejeos? ¿Son los propósitos predeterminados, como quien ejerce de resorte en una aplicación predeterminada, meras funciones en un engranaje? ¿Nos percibimos con precisión o somos lo que creemos que somos, una pantalla que se interpone como filtro? ¿Actuamos de acuerdo a lo que queremos, hemos sido capaces de ser consecuentes al respecto? La vida es un chiste: una misteriosa disposición de lógica despiadada para un propósito inútil. Lo más que se puede esperar de ella es algún conocimiento de uno mismo – que llega demasiado tarde – y una cosecha de remordimientos inextinguibles. Pero si desmontas esos límites con los que simplemente colonizamos, cuando los convertirnos en funciones convenientes, o meros espejismos de certezas y costumbres y rutinas sobre las que edificamos las coordenadas de la vida roturada cotidiana, nos confrontamos con el miedo, porque los márgenes son también brechas hacia el abismo, territorios inestables en los que, al desprendernos de la pulsión de control, miramos de frente a la vida y a lo que somos, y eso implica luchar contra las propias inconsistencias y contradicciones, no ser autoindulgente, así como batallar contra los impulsos oscuros del instinto que también somos (que pueden brotar de la retención, el resentimiento, la frustración, como meramente de la posibilidad de tener: la voracidad de la codicia que fácilmente puede desbocarse). La singladura de la vida pugna con su posibilidad de convertirse en deriva. Y los límites pueden ser camuflaje de arenas movedizas. Por eso, Marlow no es solo marino, sino vagabundo. El viaje hacia la Estación Interior, o Espacio interior, es la inmersión en la mirada, o mente, que representa Kurtz, las alumbradoras oscuras turbulencias paradójicas. Vi el inconcebible misterio de un alma que no supo de control, ni de fe, ni de miedo, luchando sin embargo ciegamente contra sí misma (…) Era un hombre extraordinario. Al fin y al cabo, ésa era la expresión de algún tipo de creencia: había en ella candor, convicción, una nota vibrante de rebeldía en su susurro, el rostro horrorizado de una verdad atisbada(…) había dado esa última zancada, había traspasado el límite, mientras que a mí se me había permitido retirar mi pie vacilante. Y tal vez en eso esté toda la diferencia; tal vez toda la sabiduría, toda la verdad y toda la sinceridad estén comprimidas en ese inapreciable momento del tiempo en que atravesamos el umbral de lo invisible. ¿En qué medida somos capaces de atravesar ese umbral de lo invisible? ¿En qué medida consideramos dar esa zancada que supone transgredir contornos y límites, como quien se reinicia en los espacios en blanco antes de los nombres (y los porcentajes y los programas)? El curso de la vida está constituido por materia escurridiza. Las mareas pueden ser remolinos. Es imposible transmitir la sensación de vida de cualquier época de la existencia, de su esencia sutil y penetrante. Vivimos como soñamos: solos. Corazón de las tinieblas lo logra transmitir mediante el excepcional dominio del arte de la sutil insinuación de los halos neblinosos.