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jueves, 22 de octubre de 2009

Indiana Jones y el reino de la calavera, Outlander y el cine de aventuras

¿Qué fue del género de aventuras? ¿Se extravió en algún limbo, y dejó a su sombra extraviada cual Peter Pan? Algo ocurrió a este género que, desde los años 60, concretamente desde 1964, cuando se estrenó ‘Viento en las velas’, de Alexander Mackendrick, no ha dado más que un solo hito, ‘Master and Commander’ (2003), de Peter Weir. Una sola obra maestra en más de 40 años. Y contadas con las manos, incluso, las obras que alcanzan un nivel medio cuando menos aceptable. ‘Outlander’ (2008), de Howard McCain, e ‘Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal’ (2008), de Steven Spielberg, responden a dos variantes, una la que linda con la ciencia ficción o el terror, y la otra con la comedia, y, a la vez, son dos muestras de ese nivel medio. No dejan huella, ni entrarán en los anales del género, pero se revelan como dos amenas obras que recuperan, en un cierto grado, un hálito del género de aventuras. Aunque, poco más que la evocación de su sombra.


Paradójico puede parecer el considerar así la cuarta parte de la serie de Indiana Jones cuando la originaria, en 1981, supuso el punto crítico de la mutación del género, y, de alguna medida, su enterramiento. O su conversión en mero sucedáneo. Sí, fue todo un acontecimiento y éxito popular, inspiración de las obras que han transitado este género desde entonces. Desde ‘Tras el corazón verde’ (1985) hasta las sagas o series de ‘La momia’, ‘La búsqueda’ o ‘Piratas del caribe’. Sí, por un lado se alimentan de convenciones y tipos de obras pretéritas, en parte por nostalgia de un cine del que los autores fueron espectadores en su infancia, y de ahí esa condición diferida o de retransmisión distanciada, que ha instaurado y generado un cierto tipo de cine, o vagoneta de celuloide, de ‘parque temático’. El reino de la calavera del simulacro.

La aventura se vive externamente. El espectador asiste a ‘un fenómeno de feria’ en el que no vive los avatares sino que es transportado como en una montaña rusa de la que es consciente que es mera atracción. Y, por otra parte, porque saben que el espectador medio que asiste a estas obras carece de memoria, o dicho de otro modo, ignora esas películas pretéritas. Y, por otro, sostienen estas obras en un proceso de ‘actualización’, que no es sino el servirse de los diversos adelantos de la tecnología, disimulando sus viejos ropajes con el lacado de las apariencias, veáse efectos especiales y diseño de producción. De ahí que muchas de las obras citadas, las más exitosas, han buscado la mixtura de los géneros, con el fantástico sobre todo, caso de las sagas de ‘La momia’ o ‘piratas del caribe’.

En un artículo sobre ‘Indiana Jones’, de Antonio Weinrichter (uno de los más interesantes críticos que ha dado este país), se hablaba del efecto de descrestación. Esto es, quítese el color y suprímase los efectos de sonido del Dolby stereo y se apreciará con meridiana claridad su condición de remedo de aquellas obras seriales de los años 30 en las que se inspiraba. Como pocos advirtieron que el vestuario característico de Indiana se tomaba del que portaba el personaje Charlton Heston en una de las obras menos señeras del género ‘El secreto de los íncas’ (1953), de Jerry Hopper. Esto adobado con la apabullante sintaxis de montaje que no da respiro (o que atropella, según los casos) que se ha asentado en el cine predominante en las salas comerciales. Ritmo en precipitación que rapta al espectador, dejándolo en permanente suspenso en la sucesión de atracciones en las que se convierte la narración de estas obras. Poco tiempo le da para pensar en lo que está viendo, pero eso no importa. Es la caverna platónica de la anestesia.

Como tampoco importan demasiado los personajes. Clichés o versiones de otros pretéritos, aunque desvirtualizados (o virtuales, valga de nuevo la paradoja), en los lindes del dibujo animado, y dependientes del carisma del actor. Cierto que Lawrence Kasdan, para 'En busca del arca perdida', se inspiró en las comedias que admiraba de Preston Sturges, allá por los años cuarenta ( sí, aquellos tiempos antediluvianos). Y que Spielberg declaraba que su modelo era el epitome de los cineastas artesanos de aquellos años, Michael Curtiz. (prototipo de cumplidor hombre de Estudio al que se le deben notables obras como ‘El capitán Blood’ (1935), ‘El halcón del mal’ (1940) o ‘El lobo del mar’ (1941). Pero pese a su habilidosa confección, cual aplicados alumnos emuladores, y efectivos técnicos de mecanos de citas con velocidad acrecentada, no pasan, todo hay que decirlo, de pálidos o discretos reflejos, o versiones actualizadas desprovistas del genuino sentido de la aventura, o del brillo creativo. Incluso en la mixtura con la comedia, era más afortunada, o ejemplar, ‘El temible burlón’ (1952), de Robert Siodmak

Es verdad que la creación que Johnny Depp realiza del capitán Sparrow, idea del actor que en principio asustó a los productores, dota de cierta aura de distinción a la serie de ‘Piratas del caribe’, pero si lo eliminamos de la ecuación, el resto no sobrepasa la mera fotocopia, por momentos desvitalizada. Más allá de su escasa novedad, quitando algún brillo relacionado con los piratas espectrales de la primera parte, no es hasta la tercera parte cuando se consigue un apreciable equilibrio entre los diversos componentes de la narración. La segunda incurría en los excesos de parque temático, de humor ya desorbitado además, en los que naufragaba la deplorable segunda parte de ‘La momia’. Virús que también erosionaba a la deficientes segunda y tercera parte de ‘Indiana Jones’, ésta ya el colmo del despropósito. Cual arenas movedizas que convertía al género en un paisaje infográfico de un complaciente parque temático en el que 'todo vale'.

Curiosamente, la tercera parte de ‘La momia’ y la cuarta de ‘indiana Jones’ coinciden en cierto aspecto sin perder las señas de identidad (o carencias) de las anteriores obras de sus series. Parece que se toman el sentido de la aventura algo más en serio (algo que tambien se ha aplicado a la serie Bond con atinada fortuna). Es como si la infantilización que había sufrido el género diera un paso a su adolescencia. La sensación de pastiche no es tan acusada. Ni son tan exageradas las situaciones increíbles que superan los protagonistas, cual invulnerables héroes de video juego. Algo de eso aún se rastrea en la última de Indiana Jones, como esos momentos en los que el protagonista es ametrallado, ya sea en la primera persecución en el hangar o en la de la selva, sin que ninguna bala atine en su cuerpo. Es lo mismo que ocurría con aquellas obras de acción de los 80, con ‘La jungla de cristal’, a la cabeza. Mecanos virtuales en los que acababas deseando que algún villano no sufriera astigmatismo y acabara con aquellos robóticos héroes de testosterona.

Aunque haya sido recibida con poco entusiasmo, como devaluada recreación de una saga ‘mítica’, desde mi punto de vista, es, por un lado, la menos irritante por sus despropósitos, y la menos mecánica de la serie. Se percibe la progresión, o maduración, que se ha producido en la obra de Spielberg desde ‘inteligencia artificial’ (2001), su obra maestra. Además de afinar un equilibrio narrativo, su puesta en escena se ha hecho más precisa, y hasta ingeniosa. Ya no es aquel cineasta que apabullaba con sus alardes de montaje desde ‘El diablo sobre ruedas’ (y que menguaba el alcance de las perturbadores resonancias de ésta). Su cine se ha equilibrado y densificado. Aunque esta última obra de la saga nos retrotrae a aquellas obras desiguales, de brillos puntuales. Quizá debido a la influencia de George Lucas (que desestimó el guión que Spielberg prefería, la versión que había escrito Frank Darabont), y así la obra acaba convirtiéndose en otro inocuo pasatiempo, no tan mecánica como las otras de la saga, pero que no supera la mera discreción, por mucha firmeza narrativa que aplique Spielberg.

Y es que el género no es lo que era. Carece del relieve, del ingenio y de las honduras de aquellas grandes obras que, en los cincuenta y principios de los 60, como en el western, alcanzó su cenit creativo. Obras, a las que dedicaré próxima cumplida atención, como ‘El prisionero de Zenda’ (1951), de Richard Thorpe, ‘Los contrabandistas de Moonfleet (1955), de Fritz Lang, ‘20000 Leguas de viaje submarino’ (1954), de Richard Fleischer, ‘El halcón y la flecha’(1950) y ‘La mujer pirata (1951), ambas de Jacques Tourneur, la citada obra de Mackendrick, o algunas a las que ya he dedicado atención, u homenaje, como ‘Cuando ruge la marabunta’ (1953), de Byron Haskin, ‘Scaramouche’ (1952), de George Sidney, o ‘Lawrence de Arabia’ (1962), de David Lean, son la tabla rasa y aristocracia de un genuino género de aventuras. Como ‘Los Vikingos’ (1958), de Richard Fleischer, cumbre del género, y modelo e influencia, precisamente, de ‘Outlander’.

Aunque su referencia o influencia más inmediata en el tiempo, incluso en estilo, son dos obras de John McTiernan, ‘El guerrero número 13’ (1999) y ‘Depredador’ (1987). O como dice la publicidad en su estreno norteamericano Beowulf versus Depredador. Si en la primera, un elemento extraño, el árabe interpretado por Antonio Banderas (probablemente, su mejor interpretación), era el elemento extraño entre vikingos, ahora lo es un extraterrestre, Kainan (Jim Caviezel). Ambos acabarán integrándose en la comunidad vikinga como componente además admirado. Allí se enfrentaban a unas hordas, de las cuáles, durante buena parte de la narración, no se sabe con certeza cuál es su condición o naturaleza. Esa ambigüedad de percepción era una de las virtudes de este notable film. Eran la representación de la barbarie en estado puro, de tal calibre, que, desde la perspectiva supersticiosa vikinga, parecían dotados de una condición sobrenatural o mágica.

De la condición de la criatura a la que se enfrentan Kainan y los vikingos en ‘Outlander’ no cabe duda desde un principio. Es una criatura monstruosa que proviene de un planeta que arrasaron los congéneres de Kainan para habitarlo. Dos aspectos dotan de interés a la obra, salvándola de la medianía, además de un eficaz pulso narrativo, desprovisto de inanes efectismos, algo de lo que carecía una obra semejante, ‘El guía del desfiladero (2007), de Marcus Nispel. Uno, la torturada condición de Kainan, el cuál se arrepiente de aquella masacre que realizaron por conquistar aquel planeta, y que él comandó, y que tuvo como consecuencia que una criatura superviviente de las expoliadas matara a su esposa e hijo.

Y dos, las resonancias metafóricas del relato apoyadas en el mito de San Jorge y el dragón. Enfrentarse al dragón, para Kainan, es enfrentarse a su culpa, a ese 'peso' que arrastra, a la propia destrucción que él generó y de la quiere redimirse, liberando a otra comunidad, como restitución del pasado. Es por ello, precisamente, que, como buen trayecto alquímico, el enfrentamiento final tenga lugar en la entrada de una cueva que da una cascada, el agua liberadora. Así, vence a su ‘sombra’. Algo a lo que debe enfrentarse el mismo género de aventuras, para recobrar el fulgor de antaño.

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