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miércoles, 10 de marzo de 2010

Vértigo

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¿Qué se puede decir que no se haya dicho ya sobre 'Vértigo' (1956) de Alfred Hitchcock, una de sus obras mayores, y uno de los cúlmenes del arte cinematográfico? Pocas obras, creo, han suscitado tantos estudios que han intentando abordar las complejas resonancias y los múltiples vericuetos de una obra rebosante de inventiva y gudeza en el desentrañamiento del vértigo de una mirada que proyecta y modela, y se sugestiona ( y es sugestionada y manipulada), o cómo el sentimiento amoroso modela y es modelado, desde ese memorable plano inicial (¿Ha habido un primer plano más potente?) del peldaño de una escalera en el que irrumpe mano, para ascender a lo alto de un edificio, hasta ese plano final en el que el protagonista, Scottie (James Stewart), a la inversa, contempla el vacío desde las alturas. Si el cine es proyección y montaje, mirada y manipulación, Hitchcock lo eleva y pone de manifiesto en su más depurada esencia, en su construcción y musicalización narrativa, y lo entrevera equiparándolo con el sentimiento amoroso, o cómo éste también puede definirse como 'construcción, proyección o montaje de una película'. El asombroso primer tramo de la obra es pura música: el seguimiento que realiza Scottie por las calles, museo o cementerio de las intrigantes acciones de Madeleine (Kim Novak) es como una espiral que trenza la maraña de un proceso de gestación, el de la fascinación cautiva ante un misterio, un fuera de campo (la posibilidad de que esté poseida por el desgraciado fantasma de una mujer que sufrió los reveses de la vida décadas atrás): El caballero se ve seducido por la dama desamparada (la posibilidad que se suicide). Cuando el librero le relata a Scottie la desoladora historia de aquella mujer del pasado, Carlota, en los últimos compases de su relato la luz de la libreria se va ensombreciendo (como empieza a ocurrir en la propia mirada de Scottie, que empieza a desenfocarse por las sombras de la sugestión).
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El tiempo mismo parece diluirse, como si se hubiera cruzado otro umbral, como revela la prodigiosa secuencia en el bosque de las sequoias: la atmósfera dramática de la fascinación romántica ya ha atrapado la mente y las emociones de Scottie: el siguiente 'peldaño' es el beso ante el mar, con sus oleajes batiendo como escenario, la imagen del acantilado romántico, cuyo siguiente paso es el abismo ( la espiral de la muerte en el espacio sacro de una iglesia, la muerte del sueño, la caida de la desesperada dama que no pudo ser rescatada). Pero esa sugestión, ese montaje de película que se crea Scottie tiene una mediación exterior, una manipulación intencional que ha creado el escenario adecuado para incentivar su proyección desde una proyección exterior: Al respecto es revelador cómo Hitchcock utiliza de modo significativo el espacio en la secuencia inicial, antes de empezar con sus seguimientos, en que el marido de Madeleine, Galvin, le cuenta y encarga el caso: Tras los ventanales de su oficina se aprecia el movimiento de gruas; y una vez que comienza a contarle la historia del problema de su esposa, se dirige a una sala colindante, que asemeja a un escenario, desde el que intepreta un papel ( el relato de una invención que prepara el escenario que sugestionara y engañará a Scottie). Pero queda un último tramo, aquel que pondrá a prueba la autenticidad de los sentimientos de Scottie, o el discernimiento de la mirada de su sentimiento amoroso ( en qué medida la veía y en qué medida proyectaba). En su 'errancia' ya por la vida como espectro pesaroso 'avista' en la calle a una mujer que le recuerda a Madeleine, parece su trasunta. Para él es 'otra', sin saber que es la misma: representó el papel de la esposa de su amigo, y la que realmente murió fue ésta, pero, por otra parte, sus sentimientos no eran parte de la representación, sí se había enamorado también de Scottie. Este no sabe ver que es la misma, y la 'modela' una vez más, ahora la mediación la realiza él, hasta que, en vestuario y peinado, sea la recreación de aquella mujer que creía amar. Es el sumum de la paradoja, modela a otra mujer con los rasgos de la que evoca cuando esa 'pantalla' es la misma mujer. El abismo es su propia mirada, la mirada que no sabe ver, que proyecta, mediatizada por otros o por un ideal abstracto o por un recuerdo, incapaz de advertir la mirada real de aquella a quien ama, y la aboca al vacío.
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No se puede hablar de 'Vértigo' (1958) sin mencionar la sublime prestación creativa de Robert Burks en la dirección de fotografía que incide en esa atmósfera de ensueño, en ese juego con los colores verdes y rojos, y la antológica partitura de Bernard Herrman que da como fruto una de las interrelaciones entre música y narración más cautivadoras y ricas, sino la más, que ha dado el cine. Cada plano y secuencia es un portento, plagado de detalles (desde esos corsés que diseña la amiga de Scottie al plano en sombras de Judy con el verde de fondo, antes de ser 'diseñada' por Scottie para verla como la Madeleine que recuerda, pasando por el plano que funde espacios en el beso de ambos, la habitación con las caballerizas junto a la mansión). La inventiva de Hitchcock que abría senderos la encontramos también en ese retrozoom ( combinación de zoom y movimiento de cámara inversos) que materializa el vértigo de Scottie cuando sube las escaleras en espiral de la iglesia.

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