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viernes, 19 de marzo de 2010

Cloverfield


 Es manifiesto que el género de terror, en la cinematografía norteamericana, da muestras de una alarmante falta de ideas. Véase, por un lado, su saqueo, en forma de versiones de éxitos de obras del género orientales (ya que pocos estadounidenses habrán visto las películas originales, dado que allí no existe el doblaje, listos que son ellos protegiendo su producción) con la cualidad compartida de ser desvaídas recreaciones o variaciones de los originales orientales, y, por otro, iniciaron, casi a la par, como política de producción, el revisar los éxitos del terror de los años setenta y ochenta, con no muy meritorios resultados, como fue, por ejemplo, el caso de Llama un extraño o Terror en la niebla. Pero, grata sorpresa, hay signos del vida en el género, recobrando las perturbadoras texturas del género, y no careciendo de una afilada subterránea corriente alegórica. Un estimulante ejemplo fue la excelente y sobrecogedora La niebla (2007) de Frank Darabont, de tensa dramaturgia y ominosa atmósfera. Otro Cloverfield (2008), de Matt Reeves, incide en la misma senda, y también con sugerentes resultados. En primer lugar, el efectivo partido que saca a su elección estilista, planteando toda la narración desde el punto de vista de la grabación de la cámara de video de uno de los protagonistas. Un riesgo, porque podría haber supeditado la intensidad dramática al corsé de la singularidad del ocurrente juego formal, pero, todo lo contrario, extrae un eficaz resultado de tal recurso, incidiendo en la más fructífera veta del fantástico, que es el jugar con lo entrevisto, dado que el encuadre depende de lo que el personaje logra enfocar con su cámara, y dada la agitación de la situación que vive, está sujeto a lo imprevisto. Es una aguda utilización del punto de vista, de su relatividad y límites, y así el mismo espectador se sumerge en esa emoción condicionada por lo incierto, por lo que no sabe, y por lo que va entreviendo y descubriendo. Pero ¿Cuál es esa situación?.  
El primer acto, o sus primeros minutos, no preveen para nada lo que luego va a suceder. Estamos en el territorio de la más trivial y ordinaria cotidianeidad, con la preparación y fiesta de despedida de uno de los personajes protagonistas (Rob), en donde su hermano, Jason, le encasqueta la grabación de tal fiesta al mejor amigo del primero, Hud. Todo parece de lo más corriente, Hud quiere ligarse a Marlene, de quién esta prendado, y Rob tiene sus más y sus menos con Beth, con la que parece que ha tenido una fugaz relación, aunque parece que le gusta más de lo que quiere reconocer, pero claro, se marcha a Japón por cuestión de trabajo, y está escindido entre su pragmatismo y lo que siente por ella, y más cuando le ve con otro. Y su orgullo despechado salta. Y es justo cuando entra en escena el giro narrativo. Algo sucede en la ciudad, parece que se produce como un movimiento sísmico, y acto seguido ven cómo se producen diversas explosiones en la ciudad, y algunos edificios saltan por los aires. ¿Qué es lo que ocurre? La gente corre presa del pánico, las explosiones persisten, la cabeza de la estatua de la libertad cae en mitad de la calle, y algo extraño, anómalo, y terrible se entrevé. Una criatura, también, como las de La niebla, de naturaleza lovecraftiana, arrasa la ciudad, cual Godzilla, a la que se añaden otras pequeñas criaturas monstruosas, que surgen de su cuerpo, como si fueran parásitos que llevara incorporados, y que se convierten en otra mortal amenaza (ejemplar la secuencia en la que se ve acosado el grupo protagonista por estos pequeños monstruos en el túnel del metro, jugando con lo entrevisto gracias a lo poco que enfoca la luz de la cámara). El ritmo es febril, la inquietud desasosegante, siempre presos de la incertidumbre de qué está pasando, y qué puede pasar (magnífico el juego de las sombras en el fugaz plano donde no saben a ciencia cierta qué hacen los soldados con la amiga contaminada por la mordedura de uno de esos bichos). 

Y hay un segundo aspecto interesante, más allá de la conseguida textura perturbadora, y es que, como apuntaba líneas arriba, la criatura monstruosa aparece (o sentimos sus primeros signos, con los movimientos sísmicos) justo cuando Rob está deliberando, acompañado de Jason y Hud, sobre sus sentimientos con respecto a Beth, y qué hacer, incapaz de superar su orgullo, tras que ella se haya marchado de la fiesta después de ambos haber discutido aceradamente. Buena parte de la trama se centra en la odisea que realiza Rob, acompañado de sus amigos, para rescatar a Beth, que ha quedado atrapada en su edificio (como le deja constancia en un mensaje en su móvil). Como si así pudiera restituir la situación que él ha enmarañado, al generar, con su actitud, un monstruo hecho de soberbia, despecho e inconsecuencia (y no son casuales las interferencias de imágenes grabadas anteriormente en la cámara, huella de sus primeros encuentros cuando todo fluía armónico, un gran recurso expresivo con el que, además, elocuentemente, se cierra la película). Así que, más allá de las resonancias con respecto al 11S, el monstruo bien pudiera ser una transposición (un fantasma de su mente) de su enquistada emoción (o incapacidad emocionalidad), y, por ende, de un colectivo social (con respecto a la demonización de la amenaza externa en vez de afrontar los propios desajustes). Una sugestiva parábola que, de nuevo, incide en los monstruos que hay en nosotros. Son el reflejo de nuestras inconsistencias y enmarañados conflictos, o qué torpemente complicamos las cosas, dando paso a la absurda violencia cotidiana de los desencuentros.

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