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viernes, 26 de marzo de 2010

Carta de una desconocida

Pasajeros de una ficción. El anverso y reverso de la ilusión. No es un tren real el que comparten Lisa (Joan Fontaine) y Stefan (Louis Jordan), sino el de una atracción de feria, en el cual varía el horizonte o paisaje según el país por el que soliciten viajar. El paisaje es una pantalla, un escenario, o telón de fondo, que cambia, como los de las representaciones teatrales, cuando el dueño de la atracción pulsa la palanca correspondiente. Es la única noche de amor que comparten ambos, y es la secuencia núcleo de esta prodigiosa obra maestra que es Carta de una desconocida (1948), de Max Ophuls, adaptación de la obra homónima de Stefan Zweig. Ambas vidas habitan una ficción sin saberla, ella alimentada por una ilusión, el amor que siente por Stefan desde que tiene 14 años, él la de un vacío sin dirección. Ninguno sabe ver al otro. Para Lisa él es la representación del amor sublime que la habita toda su vida, hasta su muerte. Proyecta sobre él un sentimiento que no tiene real correspondencia con cómo es él. Stefan, en los sucesivos encuentros, nunca la reconocerá como aquella mujer con la que compartió aquella noche. Para Lisa esa noche representó todo, mientras que para Stefan fue una noche más difuminada en el olvido. Y cada vez que se reencuentran siempre le dice lo mismo, cómo sigue buscando ese algo especial que nunca ha encontrado. Es un hombre deshabitado, Y Lisa habitada por un sueño que no encuentra correspondencia con la realidad.
Correspondencia. En otro sentido del término, es el elemento que propulsa el relato, y una confrontación. Stefan es músico, y un seductor irredento. Acaba de recibir el reto a un duelo, y no tiene otra intención sino eludirlo, y huir. Es lo que ha hecho toda su vida, incluso de sí mismo. Antes de partir comienza a leer la carta de una desconocida. ‘Cuando leas esta carta, quizás haya muerto’. Y comenzamos a ser espectadores del relato de esa carta, un relato subjetivo, el de Lisa, el del amor que ha sentido por Stefan durante tantos años, y que él ha ignorado. Stefan será el espectador interpuesto, y el epitome del espectador influenciado por una obra artística, aunque sea en forma de misiva, pues es el relato de una emoción extraordinaria (Esa emoción o amor más grande que la vida). ‘Si hubieses reconocido lo que era tuyo, lo que nadie podía quitarte’, leerá al final, tras acabar la extensa carta que ha modificado su visión sobre sí mismo, ahora consciente de que su vida ha sido la de un espectro que no ha sabido vivirla, siempre huyendo, siempre en la periferia de las emociones verdaderas. Es músico, pero su vida ha carecido de música. Ironías, el creador, en este caso, es una pantalla opaca, deshabitada, una falaz apariencia, una creación de una mirada ajena, la de Lisa, la auténtica (pro)creadora de ilusiones.
Si hay algo que distinga sobremanera a Max Ophuls es su refinada puesta en escena. Quintaesencia del cine moderno. Aquel que aún confía, en su primera capa, en la construcción de un relato con sentido, de definida trama y psicología de personajes sobre los que el espectador se puede sostener, y que, en una segunda capa, en su misma puesta en escena, plantea una reflexión sobre la misma ficción, sobre las cuestiones o conflictos que viven los personajes, en este caso, la representación y habitación del sentimiento amoroso. En Carta a una desconocida nos encontramos con innumerables ejemplos.En primer lugar, el uso de los movimientos de cámara. Pocos cineastas han hecho de ellos figura de estilo, fluencia y atmósfera musical, además de cargados de significados según la dirección de sus movimientos, y la interrelación contrastada entre distintos travellings o panorámicas (en ocasiones, no sucesivos), así como entre los elementos sobre los que se inicia o finaliza un movimiento. Como ejemplo, aquella panorámica de izquierda derecha, que tiene algo de espiral, que se repite desde lo alto de la escalera del piso de Lisa. En el primero, cuando tiene 14 años, observa cómo Stefan llega con una de sus conquistas. En el segundo, vemos cómo quien llega, entra y sube las escaleras con él, es la propia Lisa, como culminación de esa única noche de amor. En ese caso, corta a otro travelling frontal en el interior de la casa, en el que vemos como se dan su primer beso, aunque estén en sombras. Sombras premonitorias del destino de su relación.
De hecho, nos encontramos después con una demoledora elipsis, introducida por una siniestra imagen. La de una monja avanzando, hacia cámara, por un pasillo dominado por una ominosa oscuridad. La cámara realiza un desplazamiento hacia la izquierda, mostrándonos una sala de camas rodeadas de cortinas, hasta llegar a una donde se aprecia en un cartel cómo Lisa ha tenido un hijo de un padre desconocido. A partir de entonces la iluminación está dominada de modo más acusado por los negros y las sombras, por la más pura tenebrosidad (portentoso trabajo de iluminación por Franz Planner). Como el mismo nuevo encuentro, años después, ya Lisa casada, en la entrada de la Opera, con un ya decididamente espectral, de aire consumido, Stefan. Otro elemento recurrente es el uso de espacios interpuestos en el encuadre, cristaleras (como el primer cruce de miradas entre ambos), vidrios esmerilados con dibujos de fantasía (como aquel a través del cuál vemos cómo suben juntos a un carruaje en su primera cita). Cortinas que señalizan cómo ella vive su amor como si viviera en un escenario, la condición de fantasía de su sentimiento (como en la primera cena juntos, donde la cámara retrocede o se acerca según si son interrumpidos por un camarero que pide un autógrafo para otra mujer, o si se sienten en su nebulosa de intimidad, como las orlas de fantasía que coronan el reservado en el que se encuentran). O la presencia de rejas (como las de la estación, donde se despide de Stefan, tras su noche de amor, o de su hijo antes de que éste caiga fatalmente enfermo).
La música siempre está presente en la vida de Lisa, como evocación de su sentimiento. En la primera secuencia de su evocación, cuando Stefan se asienta como vecino, la cámara inicia su travelling desde un arpa (secuencias después ella se balancea en su columpio escuchando su música, y la cámara hace lo mismo desde su punto de vista encuadrando la ventana del piso de Stefan). Cuando un joven oficial la pretende, la cámara comienza su movimiento desde una banda musical. Cuando ella le ha rechazado, caminan hacia los padres de ambos, y la banda se desplaza al mismo tiempo, como si se interpusiera (como así lo hace el recuerdo de Stefan). El segundo encuentro, como he citado, es en la Opera, ambos espectadores de otra representación (Ophuls realiza un primerísimo plano de Stefan en otro palco, cuyo rostro parece surcado por la pesadumbre y la ruina emocional, plano que actúa como lacerante corte de montaje, de nuevo interrupción o interposición en la inercia cotidiana de Lisa, aquello que le hace perder el paso e integrarse en otra vida, u otra relación, normalizada, en este caso, su matrimonio).
No pueden dos personas vivir el amor de modo más disímil. Lisa vive una fantasía, pero está enamorada de un espectro. Ella lo vive como el Todo que la hace sentir viva, y él añora, o eso dice cada vez que la ve, ese Todo pero vive en la Nada. Ambos habitan una distinta, u opuesta, ceguera. Habitan un tren que es ficción. Stefan ha hecho de ella su vida, una actuación, para seducir mujeres. Lisa ha hecho de ella la ilusión, que no es sino espejismo de fantasía, que es el motor de su vida. La diferencia es esa plenitud que siente Lisa, aunque lo haya proyectado sobre alguien que no tiene que ver con lo que proyecta en él (como esas flores que ella lleva en su último encuentro, y que él ni siquiera recuerda como aquellas parecidas que le dio en su noche de amor-y sobre ellas la cámara realiza un movimiento mientras ella abandona la casa de Stefan sin decirle que se va, porque ella se siente nadie para él). Esa plenitud, aun no realizada, es la que propicia que Stefan sienta al final que su vida ha sido un desperdicio, porque ni siquiera ha llegado a sentir, ni de lejos, lo que Lisa. Y decide ir al duelo, quizás su primer compromiso con la realidad, confrontándose consigo mismo, como si el duelo fuera con aquel que ha sido. Como la de Lisa, su vida, estaba atrapada en un proyector. El de ella rebosante de figuras de fantasías, y la efervescente temperatura del placer por el amor como padecimiento, sacrificial masoquismo (como refleja el decorado de la cama rodeada de velas donde morirá), mientras que el de Stefan sólo poseía el mero ruido de un proyector sobre una pantalla en blanco.
Franz Planer es el compositor de esta sinfonía de sombras y luz, pocas obras tiene un trabajo fotográfico de tal calibre expresivo, en cuanto deslumbre estético y complejidad de significados. La adaptación de la novela es obra de Howard Koch (quien había adaptado La guerra de los mundos para su luego celebre emisión radiofónica de Orson Welles, y participó en los guiones de El halcón del mar, El sargento York o Casablanca, para ser después uno de los que sufrió la infame Caza de brujas.Pocos cineastas como Ophuls han explorado la cartografía del sentimiento amoroso, la materia de sus resortes, procesos y proyecciones mentales, la inferencia de la fantasía o modelo sobre el que la realidad debe plegarse o ajustarse. O sobre las diversas conductas, costumbres, reglas y sanciones sociales alrededor de la expresión de ese sentimiento. El concepto de honor se convertía en perturbación para la realización del genuino amor en Liebelei (1933). La protagonista que daba nombre a Lola Montes (1955) se convertía, por la singularidad de su poco convencional vida amorosa, en objeto central de una representación circense. En Atrapados (1949) diseccionaba el reverso del cuento de Cenicienta, enfrentando a la fantasía con la realidad, a través de un millonario trastornado y egocéntrico y un médico comprometido en su vocación con las clases humildes. Y en Madame De… (1951) las terribles consecuencias de una conducta sostenida sobre el capricho, la irresponsabilidad de una forma de habitar los sentimientos sobre la puesta en escena, y al que el azar, siempre incontrolable, le devolvía una funesta imagen en el espejo. La signora di tutti (1934), Almas desnudas (1949), Le plaisir (1952) y La ronda (1953) son otras memorables exploraciones de las complejas, y hasta paradójicas, entrañas o corrientes de ese sentimiento llamado amor, que puede habitarse desde la sugestionada proyección de un anhelo abstracto a la complicidad de una conversación afín, cuando no contradictoria o complicadas por los propios seres humanos, quienes llegan a hacerlas intrincadas con la maraña de sus representaciones, convirtiéndolo en un laberinto donde colisionan perspectivas, actitudes y condicionamientos sociales.

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