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jueves, 11 de marzo de 2010
Dioses y monstruos
Hay películas que refulgen especialmente por la memorable interpretación de suprotagonista, como es el caso de la de Ian McKellen en 'Dioses y monstruos' (1998), encarnando al cineasta James Whale, pródiga en múltiples matices y variados registros, tanto que puede eclipsar la percepción de conjunto de la obra. Porque aunque se pueda disfrutar ya meramente como un formidable 'one man's show' deleitándose en cada detalle de la gestualidad y en cada inflexión de la voz de este brillante actor, la película destaca por su equilibrada y delicada armonía, por su melancólico pulso, acorde al talante fatigado de un personaje ya en el crepúsculo de su vida. No es propiamente un 'biopic', sino una fábula especulativa centrada en los últimos meses de su vida, en la que sí es cierto cómo en 1957 se descubrió su cuerpo sin vida en su piscina.
La relación, un sutil juego de espejos, que centra la narración es la que establece con su jardinero, Clay (Boone), a través de la cual se establece un sutil juego de espejos, como si se entreveran pantallas, en la que se confluyen evocaciones, o fantasmas, del pasado de Whale, personajes de sus obras cinematográficas, en especial, las que realizó centradas en la criatura de Frankenstein, tanto 'Frankenstein' (1932) como 'La novia de Frankenstein' (1935), a veces de modo explicito ( las secuencias del rodaje o las imágenes de la emisión televisiva de la segunda, y en otras de modo implicito: Clay puede representar a la criatura de Frankenstein como Whale al barón, pero también éste a la criatura ( la secuencia en la que comparte soledad con el ciego en 'La novia de Frankenstein), o ser la propia novia que se crea en esta película.
No se reduce a que Whale modele a Clay (como excusa, le dice que pose para él, pero como revela al final ya es incapaz hasta de dibujar); de alguna manera ambos se reviven: Clay deja de ser, como muestran las últimas imágenes, ese niño grande irresponsable (como refleja la relación con la dueña del bar), con escasas inquietudes, y ciertas inflexibilidades viriles ( su rechazo o incomidad inicial cuando descubre que Whale es homosexual) que, tamizadas por la comprensión, derivan en ese ofrecimiento último de posar desnudo para él.
Pero también Whale revive con él, o hace que su presencia, su vital influencia ( tan distante por otra parte de la banal artificiosidad del mundo del cine dela que huyó en este exilio que es su vida ahora) haga su último tránsito hacia la muerte un exultante tránsito que recupere las sensaciones más jubilosas del pasado ( de hecho, logra, incluso, que comparta con él, lo que no había hecho ni con su última pareja, David, el productor, sus recuerdos más dolorosos, la evocación del amor de su vida muerto en las trincheras: sobrecogedora la secuencia en la que lo relata). Ambos se convierten en catalizador del otro, catártico para Whale, transformador para Clay. Whale s un bon vivant que no ha coartado su epicureismo, y combativo sin reparos a sabiendas de los recelos y prejuicios sobre sus preferencias sexuales. Los monstruos más bien brotan de la desgarradura resultante del desencuentro entre muerte y deseo, el horror vivido en la guerra, en la que, especialmente, perdió al hombre que más había amado ( y de qué modo: ver su cuerpo muertos colgado de unas alambradas durante días y días mientras los compañeros de trincheras hacían chanzas). Este amor es su más dolorosa notalgia, lo que le corroe bajo su hedonismo desapegado, y que resurge en su relación con Clay ( esa máscara antigas que quiere que se ponga cuando va a posar desnudo para él) y de alguna manera logra conciliarse con ello. Por eso esa despedida definitiva de ambos, separación soñada, tiene lugar en esas trincheras, entre sombras, como soi la propia criatura, que representa Clay, hubiera transmitido vida a las últimas semanas de Whale. Como homenaje, y agradecimiento, Whale deja a Clay el primer esbozo del rostro de la criatura, ese icono que ha permanecido perdurable, aunque no fuera fiel su diseño a la descripción de Mary Shelley en su libro ( y que sí se plasmó en la excelente obra de 1957 de Terence Fisher, 'La maldición de Frankenstein'). Como no importa que estos hechos narrados sean reales, porque es una mágica fábula y todo un canto de amor y de exaltación vital. La desnudez de sus emociones dolorosas, de las fisuras y heridas tras el proyector, dan a luz uno de los más bellos homenajes a la creación. la imaginación y al propio cine.
El propio director Bill Condon adapta con brillantez la novela de Christopher Bram.'El padre de Frankenstein'. Además de Ian McKellen, está protagonizada por Brendan Fraser y Lynn Redgrave. Y a destacar la exquisita y emotiva banda sonora de Carter Burwell, delicadamente ingrávida y de un punzante lirismo, perfectamente armonizada con la medida modulación narrativa.
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