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lunes, 26 de julio de 2010

Montgomery Clift, el actor en carne viva

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El extraordinario Montgomery Clift supuso todo un punto y aparte, como Brando poco despúes, en el universo actoral norteamericano, por sus modos interpretativos y por ser otro tipo de presencia, un singular carisma que provenía de una combinación de proximidad y de extrañeza, con quien sentirse reconocible, y a la vez como si abriera una fisura, a emociones raramente entrevistas, que rasgaran la pantalla. Esta ya no era otro mundo, distante, aquel en el que viajar a otro mundo paralelo al cotidiano; con Clift uno sentía que era real, no era una 'estrella' fascinante que provenía de otro mundo, sino que provenía del propio, pero, a la vez, dotado de una excepcional sensibilidad, que nos enfrentaba a las propias fragilidades y vulnerabilidades. Una especie de argonauta en el que se palpaba la melancolía de una percepción aguda, de una sensibilidad a flor de piel, que se desplaza por el mundo como si se asombrara de sus propios pasos en él. Clift fue un punto y aparte en todos los sentidos, ya que, aunque creara 'escuela', como Brando ( la irrupción tan prontamente exitosa de ambos llevó a calificarles como los 'gemelos de oro'; curiosamente ambos eran naturales de Omaha) nunca ha habido un actor como él. En su mirada palpitaban las emociones de un modo epidérmico, los conflictos internos,el debate de pensamientos y sentimientos. Da igual que en las últimas obras ( sobre todo tras su grave accidente que determinó una radical cirujía de su rostro para reconstruirlo), su precario estado dificultara su memoria, y le costara recordar sus textos, convirtiendo los rodajes en confictivos.
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Ahí está su breve y prodigiosa intervención en 'Vencedores y vencidos' (1961), de Stanley Kramer, que crea un instante de dolorosa autenticidad, como si el celuloide se convirtiera en espasmo. Kramer lo expresó con claridad: Al final le dije ‘Mira, Monty, olvídate de las líneas. Tú estás en el estrado. El fiscal te dice algo, y luego el abogado de la defensa te ataca con dureza, y tú echas un vistazo al guión y sueltas una palabra. Eso estará bien. Di lo que sea, en realidad no importa. Simplemente vuélvete hacia Tracy cuando quieras e improvisa algo. Estará bien porque eso mostrará la confusión de tu personaje.’ Él pareció calmarse. Nunca seguía el guión al pie de la letra, lo que dijera siempre encajaba perfectamente, y finalmente lo hizo tan bien como yo esperaba». Su mayor éxito fue 'De aquí a la eternidad' (1953), de Fred Zinneman, tras la cual prefirió centrarse en el teatro, rechazando papeles protagonistas como los de 'La ley del silencio' o 'Al este del Edén' ( como antes el de 'El crepúsculo del los dioses'), y retornando con 'El árbol de la vida' (1957), de Edward Dmytryk, durante cuyo rodaje tuvo el accidente. Ya desde sus comienzos había preferido no constreñirse a contratos de larga duración con ningún Estudio, prefiriendo participar en los proyectos que le estimularan. El primero fue la magnífica 'Rio Rojo' (1948), de Howard Hawks, aunque se estrenara antes su segunda obra, 'The search' (1948), de Fred Zinneman.
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Mi interpretación favorita, y por lo tanto una de las que más admiro en la historia del cine, es la que realiza en la admirable 'Yo confieso' (1953), de Alfred Hitchcock. Puede representar, además, la quintaesencia de su cualidades como actor. Un personaje, un sacerdote, que no puede explicitar, por sujección al sacramento de la confesión, pero en cuyo rostro, en cuya mirada, se percibe la agitación de todas esas emociones que se debaten en su interior. No es una máscara, es un rostro palpitante, como la expresividad, tan única, con su cuerpo. Las emociones hablaban a través de su cuerpo y rostro, como carne y nervios. Y su precisión, a su vez, era modélica, no había afectación, amaneramiento (como sí le pudiera pasar a Brando en algún momento,o a James Dean,actor en su misma línea). Era una punta de iceberg que quema, un prodigioso arte que alcanzó sublimes alturas en sus papeles en la hermosa 'Rio salvaje' (1960), de Elia Kazan o en 'Un lugar en el sol' (1951), de George Stevens. Su papel secundario en la discreta 'Vidas rebeldes' (1961), de John Huston lograba plasmar la intemperie vital que no logró materializar Huston en su descosida obra, y dejaba en evidencia a sus compañeros de reparto, Monroe y Gable, como presencias entumecidas, como la misma obra. Aunque Huston se quejara de lo dificil que su estado determinó que fuera el rodaje de 'Freud' (1962), algo más inspirada que la anterior obra, Clift es lo más brillante de la misma. Como también, su presencia contenida, en segundo plano, refulge más que los excesos de Elizabeth Taylor y hasta Katharine Hepburn en 'De repente, el último verano' (1959), de Joseph L Manckiewicz. Los otros actores, a su lado, parecían esforzarse, o quedaban en evidencia, aunque lo hicieran con brillantez, como artificiosos. Algo que no pasaba con otro actor inmenso, 'natural', de intepretación de menos es más, como el gran Robert Ryan en 'Corazones solitarios' (1958). Y lograba que su magnética presencia, tan única, no eclipsara a los personajes, como ejemplifican dos personajes tan distintos como los de 'La heredera' (1949) de William Wyler o el de la notable 'El baile de los malditos' (1958), de Edward Dmytryk. Clift era el Principe herido que sabe lo que es errar por las intemperies y arrastrarse a ras de suelo por las dolorosos e inciertos senderos de la vida, sin lograr sentirse parte de ellas y a la vez habitándolas con una percepción aguda inusual.

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