Es tentador el calificar El pastor de las colinas (The shepperd of the hills, 1941) como un western gótico en el que la luz tiene una presencia y un papel fundamental. Hay una secuencia especialmente bella, aquella que nos presenta a un personaje que tiene un cierto retardo psicológico: en el interior de una cabaña intenta capturar las motas de polvo dentro de un haz de luz que entra por la ventana. Se puede ver a este personaje como la encarnación de una inocencia lesionada que busca poder encontrar la luz en un entorno crispado por una ponzoña de odio y resentimientos y culpas que se han acumulado durante cinco lustros (cuya confrontación se elude al implantar una maldición como causa; lo irracional se impone sobre la reflexión). No es un western convencional El pastor de las colinas (como tampoco lo era otra obra de Hathaway, de 1936, ubicada en parecido boscoso y montañoso entorno rural, la también estupenda El camino del pino solitario). Es un relato gótico que trasplanta los páramos o las mansiones que son características del paisaje británico a los bosques y las cabañas deslustradas en un poblado en las montañas en Misuri, una comunidad cerrada en el que la familia de los Matthews, comandados por la madre, Mollie (Beulah Bondi), trafican con whisky. Un lugar apartado del mundanal ruido (del resto del poblado), como una mansión aislada, y en la que hay unas tierras, una casa, sobre la que pesa una maldición, relacionada con la muerte de la hermana de Mollie cinco lustros atrás, que ha emponzoñado a su hijo, Matt (John Wayne), ya que la muerte de su madre se achaca al padre que les abandonó. Matt espera el momento, aunque no lo anhele, de matarle algún día ( más que por deseo, porque es un destino asumido, es lo que se supone tiene que hacer: es la ley de lo primitivo). Esa se supone que es la maldición que debe arrastrar como condena ineluctable. La llegada de un misterioso extraño, Howitt (Harry Carey), el corazón y protagonista real, ausente o presente en los planos, de esta excelente obra, ejercerá de catalizador de esas emociones enquistadas.
Howitt es un hombre de mirada serena que nada más llegar salva, con sus conocimientos médicos, a dos habitantes del pueblo (por herida de bala y atragantamiento), lo que determina que le califiquen con el apodo de el pastor. En primer lugar, salva al padre de Sammy (Betty Field), sacándole una bala que había recibido mientras vigilaba la posible llegada de representantes de la ley que pudieran sorprender el tráfico de alcohol. El segundo caso, cuando cura a la niña atragantada, condensa otra de las ideas sobre las que se sostiene la película (y varias obras de Hathaway): el contraste entre conocimiento y superstición, la importancia de la educación; mientras Howitt la cura, la abuela, ciega, se lamenta del peso de maldiciones. Hay otra secuencia con Sammy, brillante, en clave de comedia, que incide en ese contraste de mundos, de progreso y tradición ( primitiva), de apertura e inmovilismo (recordar la obra maestra de Hathaway en ambiente marino, de 1949, El demonio del mar): cuando Howitt le explica qué es un cheque, y acuden al almacén del pueblo; admirable cómo conjuga los planos de una asombrada Sammy siguiendo todo el proceso de escritura del cheque, mientras el dueño del almacén busca por toda la tienda, entre botas y cacerolas, billetes de dolar para completar los cien que le ha pedido.
Evidentemente, se intuye pronto, antes de que se explicite, que Howitt es el padre de Matt. Soberbia es la secuencia en la que vuelve a esa casa sobre la que pesa la maldición, tras comprarla (y asistir divertido en la entrada de las tierras a los conjuros supersticiosos de Sammy): Bellísimo es el plano, tras que recorra la casa observando cada rincón y objeto (que se va llenando de luz como si los recuerdos habitaran el presente, o los fueran dando cuerpo), en la que contempla la mecedora y el pequeño palanquín de bebé que ocupó su hijo Matt. Howitt es la templanza, la sabiduría; su manera de desenvolverse se transmite al mismo tempo de la obra, pausada, tomándose su tiempo la narración en la descripción de circunstancias y personajes, en las que se palpa la presencia de ese pasado. Howitt es consciente de que no es fácil el revelar a su hijo quién es cuando a éste le pesa esa ceguera de visceralidad tramada entre maldiciones y oscurantismo primitivo. No deja de ser significativo que sea en la secuencia en la que la ciega recupere la vista (gracias a la ayuda médica posibilitada por el apoyo económico de Howitt), y ve por primera vez a todos sus vecinos, cuando se revele lo no enunciado: ella advierte que Matt se parece poco a los Matthews y en cambio cuánto se parece a Howitt; y desencadena un accidental tragedia que tiene algo de pago simbólico de esa ponzoña de mezquindad acumulada: el chico con retardo quiere romper la escopeta contra una roca ( sabe que Matt puede emplearla contra Howitt) y Mollie quiere quitársela, disparándose accidentalmente hiriendo gravemente al chico (a esa inocencia que no tiene que ver con primitivismo, sino con consciencia del dolor ajeno; al fin y al cabo Mollie ha alentado una versión de la historia que encubre su responsabilidad; la génesis que convirtió a la mujer dulce que era en una mujer amargada de expresión permanentemente crispada). A su vez, Howitt deberá herir a su hijo, de modo intencional, para evitar que este le mate y condene su vida así como imposibilite su amor con Sammy. A través de las sombras tras una sabana Matt conocerá el por qué de la larga ausencia de su padre, cómo no fue abandonado intencionalmente, y cómo un acto violento pretérito condujo a su padre a una desgracia que podría haberle conducido a él si hubiera decidido matarle. Su padre le salva de sufrir la vida que él perdió por actuar guiado por impulsos viscerales.
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