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viernes, 9 de julio de 2010

American beauty

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La primera imagen del espacio donde transcurre la acción es un plano aéreo de su homogéneo diseño suburbano. Los personajes son representantes de ese modelo al que se han plegado y que aceptan como el deseable. Una fachada ilusoria sobre la que se crean las imágenes convenientes de uno mismo. Esa es la belleza americana. Eso es lo que vende Carolyn (Anette Benning), agente inmobiliaria, apariencias de hogar. Vende imagen y vive de ella. Pero está frustrada por no ser la número uno, como manifiesta, tras un montaje sintético que encadena sus infructuosos intentos por vender una casa a distintos potenciales clientes, ese lacerante largo primer plano en sombras que recoge su ataque final de exasperada rabia. En cambio, el esposo, Lester (Kevin Spacey), publicista, es un hombre postrado, entre la inercia de cumplir su función social y la desmotivación, como un muerto en vida, distanciado de sí mismo, como reflejan esos planos cenitales que nos lo presentan. Unos planos de fotografías de la familia preceden al primer plano general en el que los vemos comiendo juntos. Es una familia que vive en la distancia aunque compartan un espacio. Su hogar es un simulacro, como si se viviera en un spot publicitario. No hay ya comunicación ni cercanía auténtica. Tras que Lester haya intentado un acercamiento con su hija, la cual le reprocha su escasa falta de atención hacia ella, mira una fotografía en la que se les ve juntos a los tres, lo que fue y se desvaneció ( fotografía que precisamente está mirando cuando es asesinado).
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El proceso de transformación de Lester, tras su despertar vital, está definido por la conversión en un rebelde adolescente. El valor de imagen es el principal objetivo de su subversión. Se enfrenta a las dobleces del entorno laboral aprovechándose precisamente de su subordinación al mismo. O a lo que Carolyn considera los virtuales cimientos de su vida: la posición (no tiene reparos en ponerse a trabajar en un burger), la conducta políticamente correcta (fumarse un porro o masturbarse junto a ella en la cama), el fingimiento por conveniencia (ya no se calla lo que piensa) o la sacralizada valoración de las posesiones, cuidadas inmaculadamente como si fueran objetos de una vitrina de museo (cfr. La secuencia de Lester y Carolyn con el sofá). Pero esa conversión es, a la vez, regresión, y aquí se evidencian sus contradicciones. Porque se siente atraído, o sugestionado, por una imagen sin fisuras que no deja de ser otro símbolo de ese sistema contra el que se rebela: La amiga de su hija, Angela (Mena Suvari). Esa contradicción, el haber quedado cautivado por unas apariencias, queda manifiesta en el detalle de que esas rosas con las que imagina a Angela son las que definen a Carolyn, ya que en la primera secuencia que nos la presenta la vemos cuidando meticulosamente su jardín de rosas. Tanto Carolyn como Angela venden imagen como viven de ella. Las ensoñaciones de Lester no son más que el reflejo de una enajenación, la promesa de un sueño sublime, aquello que predica Carolyn.
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Si las sombras dominan el encuadre cuando Fitts, espiando a su hijo y Lester, se ciega con el pensamiento de que sean amantes, también las sombras delatan la propia ceguera de Lester cuando se decide a hacer el amor con Angela. Pero se ve incapaz de hacerlo al descubrir a la mujer real, o a la niña, vulnerable e insegura, que no se corresponde con la imagen que ésta proyecta de sí misma para sentirse importante y no alguien corriente (como el desprecio de Jane hacia su padre por su flirteo con Angela esconde su frustración por no sentirse ya importante para él). No era más que un sueño sustitutorio, otra representación de lo que estaba rechazando. Adultos y adolescentes, salvo las excepciones a la regla, se afirman sobre una imagen que se desea proyectar a los demás (como intentaba él con sus cuidados físicos, para construir la imagen adecuada con la que venderse para conseguir la atención de Angela). La consciencia pasa por erradicar toda proyección y despreocuparse de la propia imagen. Simplemente observar lo real, unos papeles zarandeados por el viento, porque quizá, en buena medida, así seamos fuera de nuestras presunciones, efímeros y volátiles, criaturas zarandeadas por un mundo virtual de rígidos modelos y triviales anhelos. El alter ego de Lester es Ricky (Wes Bentley), aquel que mira más allá de las superficies, y que es, en primera instancia, calificado como mirada y figura perversa o perturbadora (antes de verle ya se ha hecho visible su mirada intrusa, grabando con su cámara a Lester y Jane). Lester y Ricky están fuera del conjunto, como corporeiza ese plano general de ambos fumándose un porro en la parte de atrás del restaurante donde tiene lugar una fiesta.
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Son los cuerpos extraños por sus decisiones a contracorriente, pero a la vez empequeñecidos en un encuadre dominado por amenazantes sombras, que anuncia, en el caso de Lester, su trágico desenlace, por hacer demasiado visible su disidencia. Y en el de Lester, la huida de un congestionado cautiverio, reflejado en ese largo plano general fijo en el que está sentado junto a sus padres ante el televisor. Un estatismo entre penumbras que define un vida esclerotizada. Hay una figura que no se suele destacar y que me parece uno de los personajes más sugestivos, de los que mejor transciende su condición representativa. Me refiero a la madre de Ricky, que parece extraviada en su mente, como si hubiera perdido pie en el paso del hábito, y no recordara lo que come su hijo como, de repente, tras un largo silencio, pregunta si alguien ha dicho algo. Las apariciones de este personaje son como el recordatorio de las heridas que crea un sistema enajenado. Por el contrario, resulta artificioso el jugar con la incertidumbre de cuál de los variados personajes es el que va a asesinar a Lester, puesto que a esas alturas del relato nos habíamos olvidado de la innecesaria y equívoca introducción (Jane declarando que quiere ver a su padre muerto) (6). Pero se ve contrarrestado por el bello final, con esos travellings laterales que funden tiempos y alientan a acechar los pequeños instantes de la vida, al fin y al cabo, donde reside su autenticidad.

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