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lunes, 15 de enero de 2024

Yo vigilo el camino

 

El sheriff Tawes (Gregory Peck, impuesto por Columbia Pictures ya que el director prefería a Gene Hackman), protagonista de la magistral Yo vigilo el camino (I walk the line, 1970), de John Frankenheimer, no lo vigila, está ausente, es un fantasma en vida, como aquellos que creía oír con sus hermanas cuando eran niños en esa casa que ahora es una casa en ruinas, como en ruinas está su vida. Nos es presentado de espaldas, mirando hacia lo lejos. La voz de la radio pregunta ¿Dónde está?. No está, no habíta su vida, de la que se siente distante, insatisfecho. El espacio en el que se encuentra es una presa, que contiene el agua, como él tiene contenidas, o más bien, retenidas, sus emociones, vagando cual espectro por la vida. Contención: es la estrategia narrativa de esta excepcional obra, que hace de esa presa emocional su aliento narrativo, pautado a través de gestos, miradas, acciones, aposentando una atmósfera emocional, la que nos refleja ese exilio emocional del sheriff Tawes (el guión de Alvin Sargent adapta una novela que así se llama, Un exilio, de Madison Jones). La fisura en la presa que se corporeiza como posibilidad de huida y liberación es la irrupción en su vida, cual aparición, de la veinteañera Alma (Tuesday Weld). Esa ruptura con una vida cautiva en la que se sigue ya como inercia la línea está bien ejemplificada en su presentación, como copiloto de su hermano pequeño que conduce, haciendo eses, por la carretera (motivo por el que los parará Tawes, aunque no les penalice ni detenga). Una travesura, inconsciente e irresponsable, pero a la vez no deja de ser una jubilosa despreocupación por salirse de las normas que ha suscitado la simpatía de Tawes, y que se manifiesta, en excelso detalle de gran cineasta, en la posterior secuencia de la cena de Tawes junto a su esposa, Ellen (Estelle Parsons), su hija pequeña, y su anciano padre, cuando tras mostrar cuán ausente está de su propia familia, desinteresado de los comentarios de su hija y su esposa, en su expresión, en el plano dilatado (precedido de un ligero movimiento de cámara) que cierra la secuencia, se esboza una sonrisa de divertimento evocando el encuentro con Alma (se añade, además, la sensación de que su rostro se anima, como si su alma hubiera estado embalsamada, y por ello hace tiempo que no hubiera sonreído).


Esa alegría, como si recobrara de nuevo su infancia, de recobrar la sensación de querer jugar con la vida, se conjuga, de modo admirable, con las sombras y dolores de quien ha perdido la costumbre de sentirse presente, y no quiere perder esa sensación de despertar. No quiere volver a caer en la entumecedora inercia del hábito y sentirse varado (falta de dinámica de vida tan bien reflejada en los títulos de crédito en los rostros de los lugareños de este pueblo perdido de la América profunda). Queda patente en la extraordinaria secuencia en la que Tawes enseña (comparte con) a Alma la casa en ruinas en donde vivió en su infancia, en donde juegan a los fantasmas entre los pasillos y recovecos, hasta que ella le sorprende sentado en lo alto de la escalera mirándola con una expresión de desesperación y temor, como un niño extraviado, que le dice vente conmigo. Ella se toma como una broma su propuesta de que se escapen, de que se marchen de esa trampa de vida a otro lugar, otra ciudad, porque realmente para ella él representa algo muy distinto de lo que ella representa para él. Ella sólo juega con él siguiendo las ordenes de su padre, para que de este modo el sheriff no tome medida alguna con la destilería clandestina de whisky. Es una manera de tenerle atrapado en una red. Pero huir del pueblo implicaría romper la red, y evidenciar la representación. El saber cuál es el planteamiento en la relación de Alma hace más dolorosos momentos como el citado de la secuencia en la casa, cuando Alma se enfrenta a ese desamparo vital de Tawes con el que a ella le cuesta lidiar ( empezando porque no logra ni entrever, ni comprender, un ápice de ese desgarro emocional de Tawes; más bien es algo que puede asustarla). Esa separación o distancia de Tawes con el resto queda bien reflejado en esa disonancia extrema con su mezquino ayudante, Hunnicut (Charles Durning), siempre a través de gestos y miradas, o en la secuencia del cine al aire libre, en la que Tawes con su familia y Alma con la suya ven una película de Jerry Lewis (todos ríen, excepto Tawes). Hay secuencias de un portentoso sentido de la condensación dramática, y el empleo de los movimientos de cámara: el travelling hacia el rostro de Ellen, incorporándose en la cama con un gemido desesperado, que ya sabe que la mirada (mente) de Tawes se ha alejado definitivamente de ella, cuando le oye salir en la noche, y el posterior, este de retroceso sobre los cuerpos desnudos de Tawes y Alma, con los brazos de él agarrándose al cuerpo de ella como si le fuera la vida en ello, como si fuera una boya que le salvara de ahogarse.


Y esa dinámica narrativa sostenida sobre la atmósfera emocional, sobre la sugerencia, y por ello, sobre la dosificación de información, queda bien reflejada en, primero, esa secuencia de conversación, en el porche, de Tawes con su padre, quien hace mención a que le han quitado el árbol a un anciano vecino, a lo que Tawes responde que no era suyo; el padre hace mención a cómo sigue esperando que ellas (sus hijas) vuelvan. En la posterior secuencia en la casa en ruinas, Tawes comparte con Alma cómo su madre y sus dos hermanas murieron en un accidente de coche cuando él era niño, pérdida que el padre aún no ha logrado asimilar; es por ello por lo que destacaba esa pérdida de un árbol bajo cuya sombra cobijarse, como si fuera algo transcendente, porque él no encontró un árbol bajo cuya sombra cobijarse tras que su esposa e hijas murieran. Como tampoco lo ha encontrado Tawes. Y por eso son tan desoladoras las secuencias finales, hecha grito, cuando, tras lanzar el cadáver de un asesinato que encubre por amor justo en las aguas junto a la presa, descubra, tras recorrer corriendo kilómetros, la ausencia de Alma y la posterior revelación de un (auto)engaño. Definitivamente queda atrapado, engarfiado (con un garfio le hiere ella cuando él pelea con su padre y hermanos) en aquel deshabitado entorno de expresiones entumecidas, contemplando, con expresión perpleja, cómo se aleja lo que pensó era la liberación de su presa vital.

PD. Esa sensación de pérdida la había sentido Frankenheimer tras la muerte de Robert Kennedy dos años antes, a quien había acompañado en su campaña durante el último año, y a quien el mismo día de su asesinato, había llevado en coche desde su casa hasta el lugar donde sufriría el atentado mortal, en The Ambassador Hotel. Ya es una sensación que transmitía su igual de magnífica obra anterior, Los temerarios del aire (1969). Frankenheimer se exiliaría los cinco años siguientes a Francia. 'Si quieres situar el momento en que las cosas comenzaron a ponerse peor fue después de aquella noche. Fue un abrupto cambio de dirección hacia el infierno. Me marché a Europa y perdí por completo el interés. Estaba quemado. Completamente desilusionado y caí en un largo periodo de depresión. Llevó un largo tiempo el conseguir retornar'. Un periodo, curiosamente, que le sumió en el periodo de más excelsa inspiración como demuestran que realizará algunas de las obras más excepcionales del cine estadounidense en aquel periodo, Los temerarios del aire (1969), Yo vigilo el camino (1970), Estirpe de orgullo (1971) o El repartidor de hielo (1973). En ocasiones los extravíos o la sensación de intemperie propician la lumbre de la inspiración y la agudeza.

1 comentario:

  1. El grisáceo purgatorio de la resignación a medias, del vacío y el hastío, del fracaso cotidiano, es momentáneamente iluminado por la tardía e inesperada llegada de un último tranvía al que el protagonista de esta historia, el sheriff Tawes, un hombre bueno, se aferra con desesperación en un patético esfuerzo por subirse y escapar de la mediocridad acogotante, de la vida sin sentido. Las poderosas imágenes del film, cargadas de emoción y enriquecidas con las baladas de Johnny Cash punteando la historia, saben transmitir con noqueante fuerza esa sensación angustiosa y terrible.
    Estamos seguramente ante la mejor, la más inspirada realización de John Frankenheimer (para mí, lo es) en la que cabe destacar, además, la estremecedora composición llevada a cabo por un Gregory Peck inusualmente implicado y sincero, llegando, por momentos, a colocarnos un nudo en la garganta (el rostro congestionado y anhelante, un grito agónico llamando a Alma y una desesperada y arrasadora carrera tras el espejismo irremediablemente perdido). Finalmente, en un cierre desolador de la película, la cámara se detiene ante rostros vaciados, congelados, de los que esperan la muerte biológica sentados en el porche.

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