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martes, 25 de marzo de 2014
Muerte en el set (Dead set)
El set de grabación del programa de Gran Hermano se convierte en uno de los últimos bastiones defensivos contra una plaga de zombies. Puede parecer una ironía cuando podrían confundirse como reflejos, pero efectivamente lo es, o es uno de los mordaces sarcasmos sobre los que se vertebra la miniserie (o una película troceadas en cinco capítulos que suman dos horas y media) 'Muerte en el set (Dead set, 2008), creada y escrita por Charlie Brooker, y dirigida por Yann Demange, cuya última obra, '71' (2014), ha causado muy buena impresión en la reciente edición del Festival de Berlín. Desde luego, 'Muerte en el set' se define por una vibrante pulso narrativo, como participa de las características de los episodios de los que constaba la posterior serie creada por Charlie Brooker, 'Black mirror' (2011-). Su humor, que no se preocupa mucho de las sutilezas, y tiene más bien la condición de escupitajo abrasivo. Sátiras, un tanto nihilista, sobre las inconsecuencias de una criatura como el ser humano que no parece haberse desarrollado (es decir, madurado) psicológicamente al mismo ritmo que las tecnologías. Los medios o instrumentos que ha creado parecen superar límites no imaginados, y como refleja en sus obras, en algunos casos, ubicados en un futuro cercano, probablemente lo seguirá haciendo. En sus emociones, en cambio, sigue usando el hueso. Hay un considerable contraste en el desarrollo tecnológico audiovisual, en la elaborada, e intricada, red de los medios de comunicación, pero su alcance emocional, sus proyecciones y reflejos son bastante limitados, primarios, un tanto emborronados.
En la primera temporada quedaba manifiesto en cómo reflejaba a los espectadores, ávidos de solazarse con la humillación televisada de un alto mandatario político copulando con un cerdo. La piara de espectadores quedaba evidenciada en su mezquindad y miseria. El capítulo se titulaba 'The national anthem', el himno nacional. Con trazos gruesos se reflejaba una visión del trazo grueso que parece definir a una sociedad. En los otros dos capítulos, a través de otro concurso televisivo (uno de esos programas centrados en la competición de jóvenes con aspiraciones artísticas), en un futuro cercano, y de la posibilidad de que queden grabadas en imágenes nuestros recuerdos, fantasía ideal para el lodazal de los celosos posesivos marcadores, incidía en las carencias de la sustancia humana, como una infección residual en un espectacular marco. Ese nihilismo quedaba ya evidenciado en 'Muerte en el set'. El marco de un programa de Gran hermano es el reflejo distorsionado, o quizá preciso de una sociedad tramada sobre la producción de imagen, los simulacros, esa realidad instituida, predominante, extendida o propagada como una infección, de zombies que no se consideran zombies sino aspirantes a centros de la pantalla, del escenario de la vida postiza. Ese mundo paralelo, esa fantasía, reflejo de la virtualización crónica a la que se ha abocado la relación con la realidad se ve trastornada por la irrupción de la carne en descomposición, el canibalismo de las neuronas por el canibalismo de la carne, la voracidad del éxito, de sentirse centro de pantalla, por la voracidad por desgarrar y devorar la carne.
El principal foco de los dardos van dirigidos a un prototipo del canibal competitivo de estos tiempos, arrogante, soberbio, sin una pizca de consideración hacia los otros, a los que meramente considera subordinados, y por tanto peones, y por supuesto carente de escrúpulo alguno. Patrick (Andy Nynan), el productor del programa, uno de los escasos supervivientes tras la primera irrupción e infección masiva (a mordisco limpio), carece de cualquier atisbo de rasgo positivo. Es infecto en todos sus aspectos, y se redunda en su excrecencial sensibilidad cuando, primero, se oculta en el compartimento de los aseos, y, más adelante, no se corta en orinar o defecar en la pequeña sala en la que está encerrado junto a la participante que acababa de ser eliminada del programa, mientras están asediados por una zombie (no otra que la que fue la presentadora). Precisamente, esa participante si por algo brilla es por su escaso desarrollo intelectual, como en general el del resto. Aunque tampoco se es clemente con el concursante más crítico con el programa, el del más edad, el que declara al inicio que aceptó entrar para dejar en evidencia la mediocridad del programa y despertar la sensibilidad de los espectadores. Durante el relato queda en evidencia que no carece de problemas de autoestima, y que en situaciones extremas, la palabrería se convierte en gestos temerosos. No hay distinción para las miserias, sea cual sea el coeficiente intelectual o la erudición.
La narración se modula con arrolladora intensidad, alternando situaciones dentro de la casa, y fuera. Esas dos acciones están vinculadas a través de una pareja. Por un lado, una de las ayudantes de producción, Kelly (Jaime Winstone), que en su huida se refugia en el set de los concursantes, y por otro lado, Riq (Riz Ahmed), su novio. Su relación pasa por un momento delicado, ya que ella acaba de tener, la noche pasada, una relación pasajera con uno de sus compañeros de trabajo. Su mundo íntimo está un tanto desestabilizado, confuso, sin saber qué hacer con lo que desea y siente, en lo que la insatisfacción con su trabajo, por las tareas que le encomiendan, por el trato que recibe (Patrick nunca se acuerda de su nombre nunca) quizá sea determinante. Curioso es que el primer componente del equipo que sea infectado sea ese chico con el que acaba de tener esa relación, y justo tras saber que en otro programa ya había hecho algo parecido con otra compañera. No deja de ser también significativo que sea el personaje más resolutivo (y en paralelo, otro personaje femenino, que acompaña provisionalmente a Riq en su peripecia por reunirse con Kelly). Hay furias que quizá se corporeizan, ciertas ansias de rebelión que derivan en una infección, o una infección que se manifiesta arrasadora, como un gesto autodestructivo. El ansia de un mordisco a una realidad virtualizada regida por excrecencias con forma humana. Ese mordisco que tanto se desea dar, pero que tanto se contiene mientras se siguen aguantando humillaciones, y se pierde el rumbo en actos que realmente no se quiere realizar porque son meramente fugas de una insatisfacción. Pierdes la sensibilidad, te aturdes, ya no sabes a quién quieres deseas o quieres, y de repente quizás ya seas una zombie más.
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