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domingo, 9 de marzo de 2014

El camino a casa

Se conjuga a la vez en pasado, presente, futuro. Es residencia, consagración, celebración del instante e ilusión de eternidad. Es el camino a casa. Es la espera que no sabe de tiempo, porque en los ojos que miran hacia ese horizonte, en el que espera el retorno del hombre que anhela, el futuro está trenzado con su presente, y dos años son su mañana siguiente. El presente se dilata en esa espera, espera que es consagración, porque él es su horizonte, es su pantalla. Su rostro, su voz, presente de nuevo, hará de ese mañana un nuevo día, otro hoy. Zhang Yimou logra materializar en 'El camino a casa' (Wo de fu qin mu qin, 11999), lo que pocos han conseguido, plasmar la música y la materia de ese termino tan impreciso sobre el que se han proyectado tantas definiciones y representaciones, esa cosa llamada amor. Yimou traza, a través de la relación de Zhao y Luo, su singularidad, cuando se da el prodigio de una conexión excepcional, y por ello se hace duración, ilusión que hace palpable al tiempo y a la vez lo desafía, como si el acto de realización pudiera superar a la finitud. 'El camino a casa', adaptación de Bao Shi de su propia novela ('Evocación'), por ello, se trama sobre esos tres tiempos que reflejan y condensan esa unión y unidad, pero también el contraste entre la ilusión que sueña con lo que puede ser, con la materialización de una ilusión, cuando el tiempo parece una inmensidad de posibles, la conquista del tiempo a través del instante habitado con plenitud, y la consciencia y asunción de la conclusión y caducidad.
El pasado: la perspectiva desde su conclusión, la separación provocada por la muerte. Cuando el color deja paso al blanco y negro. El dolor de la perdida, el sentimiento de naufragio, de entrañas amputadas. La grisura de una realidad despojada. Luo, el hijo, retorna al pueblo para las celebraciones del funeral de su padre. Es una perspectiva que desconoce en esa ausencia lo que latió con intensidad. Y su falta de perspectiva es la nuestra. Es como irrumpir al final de una representación, cuando el decorado se está desalojando. Los gestos de dolor de la madre, Zhao (Zhao Yulian) nos resultan ajenos, meras contorsiones. Como una terminación nerviosa rota. La evocación es la inyección de color, la conexión de las terminaciones nerviosas. Nos proyecta a la gestación, a la creación de expectativas, a vivir cada instante sobre la proyección de una ilusión, cuando el tiempo parece elástico, e incluso exasperante en su suspensión, cuando atenaza y embriaga esa espera de lo anhelado. Es la ceremonia, hecha de vibraciones eléctricas, de la creación de un cuerpo, el que se gesta y teje entre las miradas de ambos, entre Zhao (Zhang Yiyi) y Luo (Zheng Hao), en la que la voz es la simiente que preña un vínculo. Y así comprenderemos los sollozos de Zhao, ya viuda, cómo desesperada se preguntaba, ante la derruida escuela, cómo podrá vivir sin la voz de Luo. Yimou musicaliza todo el proceso de gestación y sedimentación de un sentimiento a través de la mirada de Zhao, cómo se queda cautivada por la voz del nuevo profesor, Luo.
Su vida gira alrededor de esa presencia que ha irrumpido en ella para transfigurarla y convertir esa presencia en su vida, en su horizonte y residencia. Pero para hacerla duración, tiene que correr, tiene que perseguirla, evitar la fuga, hacerla firme realización. Su vida se convierte en una carrera, impulsos que buscan que sus miradas coincidan, y el presente se convierta en celebración, ascensión, como cuando dos cables eléctricos se conectan y brota la corriente como fuegos de artificio que funden y conjugan a ambos. Zhao corre en los prados para buscar cómo coincidir con Luo que acompaña a los niños a sus casas recorriendo los caminos. Zhao corre hasta que sus miradas coinciden, y la vida se convierte en estallidos de colores, danza, su cuerpo corre como si el camino fuera el que recorriera su cuerpo, como si la realidad misma se hiciera danza. Yimou musicaliza esa conquista del presente, su búsqueda, su captura, una carrera para cazar el instante, la mirada, el gesto, el cuerpo de quien se ama, confluencia, convergencia, miradas y voces entrelazadas y la vida se hace presente.
Pero a veces se corre y no se llega, y las distancias superan los gestos perseverantes, las carreras y las esperas inasequibles al desaliento. Cuando sabe que se marcha a la ciudad, corre entre los bosques y los prados, con su cuenco de comida, pero no llega, el cuenco se rompe, y el coche, el cuerpo de su amado, se aleja en la distancia. Las esperas se dilatan, y dos años se fugan contemplando en la nieve el horizonte, esperando el momento en que la ilusión de eternidad vuelva a hacerse presente. El futuro duele, porque hay incertidumbre, el pasado duele, porque hay finitud,. No sabes si el cuerpo retornará, reaparecerá, como, en el otro caso, sabes que el cuerpo ya no reaparecerá. Ansias la realización, y asumes que la duración tiene límites. Pero la consagración no deja de homenajear esa excepcional conexión, cuando se corre en busca de esa mirada que se celebra como si el mundo acabara de crearse, o cuando acompañas su cadáver, su ausencia irremisible, en la nieve, en las exequias fúnebre, recorriendo una vez más el camino a casa, ese camino que has edificado con tus carreras, las carreras que han sido a la vez residencia, la residencia que ha sido camino, el del cuerpo de un amor firme que sus miradas y sus voces no dejaron de dar a luz e hicieron música duradera.

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