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martes, 11 de marzo de 2014
The selfish giant
'The selfish giant' (2013), de Clio Barnard se inspira en el relato homónimo de Oscar Wilde. Aunque el castillo se troca en la barriada pobre de Bradford, zona industrial en el norte de inglaterra, surcada por los humos de las grandes chimeneas, como en otra obra en la que la chatarra cobra protagonismo, material y metafórico, 'La mujer del chatarrero' (2013), de Danis Tanovic. 'The selfish giant' conjuga admirable la inmediatez, la fisicidad de lo concreto, el influjo de un paisaje, de un entorno, el pálpito de la realidad a ras de suelo, con la sutil precisión de la fábula, de la metáfora que clama, pero cuyo grito no se desboca. El gigante (egoísta) es aquí Arbor (Connor Chapman), un adolescente, más bien menudo, que padece un desorden de hiperactividad, y que está en lid con el mundo (se le presenta debajo de la cama, golpeándola, y lanzando imprecaciones). El muro del cuento, el que construye el gigante para evitar que entren los niños a su jardín, lo representa la chatarra, esa chatarra que puede proporcionarle dinero. El jardín y los niños los representa aquí los caballos. La obra comienza con la rabia de Arbor, en su encierro (entre el de la opresión que siente y el que él mismo elige como cámara de aislamiento), y finaliza con la mirada de un caballo.
'The selfish giant' narra el tránsito de la transformación de una mirada. Arbor deja de mirar a través de la chatarra, y comenzará a mirar a través de los ojos de un caballo. Arbor es hijo de una familia rota, de padres separados, de una familia pobre. No quiere sentirse chatarra, margen en los mismos márgenes, no quiere ser como un caballo que se utiliza para transportar la chatarra o para realizar competiciones en la carretera. Arbor rechaza una sociedad que le condena a su posición de chatarra social, no quiere saber nada de una institución como el colegio que siente como encierro, así que cierra compuertas al mundo, y sólo enfoca su mirada en un propósito, hacerse su lugar en el sol haciendo de la chatarra, de los desperdicios, de la miseria, oro, dinero. Los caballos son meros instrumentos. Por eso, no sabe comunicarse con ellos. Como si logra su amigo, Swifty (Shaun Thomas), alguien que sabe tranquilizarlos, que sabe mantener las bridas en circunstancias delicadas, sin que se le desboque el juicio, la mente, como a Arbor.
Swifty es mucho más alto, y corpulento, que Arbor. En comparación, es un gigante, pero no es nada egoísta. Sus lágrimas, por la muerte de un caballo, parece que despejan el humo que domina ese paisaje encostrado, de chatarras fuera y dentro de sus habitantes, chatarra de precariedad, de asfixia de vida, en la que se tiene que vender un sofá para rascar unas pocas libras, de entumecimiento sensible, coraza para sobrevivir en una jungla de chatarra con barrotes en forma de chimeneas de humo. Arbor cree que toma las riendas, y no se anda en componendas para lograr sus propósitos. Es inconsciente, su rabia le ciega, su mirada de dientes apretados, su mirada de chatarra que anhela ser fulgor. No sabe que los caballos sufren, son figuras que pueden ser prescindibles, útiles, como no quiere sentirse él. En las magníficas secuencias finales, de una desgarradora emotividad, vuelve a encerrarse bajo la cama, aunque ya no sea por la rabia ciega, sino por la lucidez del dolor, la consciencia que le ha enfrentado a las consecuencias de su desbocamiento. A partir de ahora mirará con los ojos del caballo.
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