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viernes, 7 de marzo de 2014

This is Martin Bonner

'This is Martin Bonner' (2013), la segunda obra de Chad Hartigan ganó el premio John Cassavetes (concedido a producciones con coste menor de 500000 dolares) en la edición del 2014 de los Spirit, los premios del cine independiente estadounidense. Hartigan declaró que no hubiera hecho la obra sin la inspiración de 'Hunger' (2008), de Steve McQueen. Como si hubiera cogido unas notas musicales y hubiera compuesto su propia melodía. Ambas se trazan sobre una corriente narrativa sinuosa que no sabes hacia donde te conduce. En 'Hunger' es más radical. La singladura comienza con el guardián de una cárcel, prosigue con algunos de los encarcelados, en las condiciones más miserables, y acaba centrándose , singularizándose, en uno de los presos que realiza una huelga de hombre. Es la historia de una desaparición, de un cuerpo que se desvanece, de una identidad que se resiste en un entorno hostil. 'This is Martin Bonner' es la historia de una reaparición, de un cuerpo que encuentra su lugar, de una identidad, o unas identidades, que se afirman, que encuentran la fuerza para resistir en un entorno hostil Ambas obras transpiran intemperie, aunque la de McQueen sea más convulsa, más manifiesta en las turbulencias sobre las que se erige. En 'This is Martin Bonner' permanece agazapada en las aguas calmas de su narrativa, hasta que se perfila, como una figura en la arena, entrevista, tenue, hasta que te has dado cuenta de que bajo la arena algo te ha pinchado la planta de los pies, y sangras.
'Hunger' es pura ebullición desde el primer momento, desgarro que grita, 'This is Martin Bonner, se cuece a fuego lento, su grito es temperado, como un susurro que se afila lentamente. Quizá también su serenidad sea la de la mirada que ha sabido erigir una orilla firme donde el paisaje era arrasado por un voraz caudal de agua. De ahí el título, 'This is Martin Bonner' (Soy Martin Bonner), una declaración enunciada con firmeza, porque hace sentir firmeza bajo los pies y en las mismas entrañas que saben lo que es vivir presa de los temblores. Aunque el título, en principio, pueda desconcertar, porque son dos las figuras en las que se centra la narración, también con la prisión como vínculo. Martin (Paul Eenhorn) trabaja como coordinador en un programa creado por una organización, de orientación cristiana, para reintegrar en la sociedad a los presos que son liberados. Travis (Richmond Arquette), es uno de estos. La narración parece deslizarse entre lo que se podría calificar pinceladas impresionistas, como vidas en las que las tramas se deshilacharon e intentaran de nuevo hilvanarse. Pinceladas sutiles, tanto que no adviertes hasta bien avanzada la narración lo que se va perfilando con vigoroso rigor. Martin habla por teléfono con sus hijos, arbitra partidos de fútbol femenino, baila en su casa al son de una canción rockera, asiste a una reunión grupal de primeras citas. Hay distancias en su vida, una relación rota, un cambio de escenario, de ciudad. Travis consigue un trabajo como guarda en un estacionamiento, contempla su habitación del motel, la televisión.
Pareciera incluso que no hay centro de gravedad: Travis mira en el exterior del motel su entorno, y la cámara realiza un giro de 360 grados. Busca en un asesor una guía para de nuevo integrarse en la realidad, recuperar el paso, sentir que no está atrapado en un círculo que le puede asfixiar, ese que te impide arrancar a la vida. Se siente estacionado, como si no hubiera dejado su celda. Pero no es una orientación religiosa la que necesita, no necesita el apoyo de instancias transcendentales, no le sirven para encontrar de nuevo el paso en la vida. Y la encuentra en alguien que precisamente perdió esa fe, alguien como Martin que en su anterior trabajo era asesor empresarial de una iglesia y estudió teología, alguien que un día se despertó y se dijo que no tenía sentido seguir los rituales religiosos, ir a misa cada domingo. Perdió la fe. Porque se enfrentó a la gravedad de la realidad que magulla cuando te arrastras por ella, o has sentido en tus entrañas la desesperación de sentirte derrotado, a merced del abismo de la precariedad. Martin también se liberó de su particular prisión. Es alguien que experimentó la quiebra, alguien que llevaba tres años sin encontrar empleo. Alguien que sabe de qué están hechas las sombras, donde sientes que te difuminas. Porque la realidad, ahí afuera, se ha convertido en una intemperie en la que cada vez es más difícil sentirse protegido.
Y todas esas aguas subterráneas que fluyen como si nada ocurriera en la superficie brotan, se condensan, se definen, en la dilatada y magnífica secuencia del reencuentro entre Travis y su hija, a la que no ve en doce años. Un reencuentro de miradas torpes, de miradas que tienen miedo de encontrarse, de cuerpos que se sientan juntos pero parece que fueran a salir despedidos por una onda expansiva, cuerpos que quisieran salir huyendo, pero necesitan darse una oportunidad, es el padre que no ha podido vivir en su infancia, es la hija que no ha sabido cuidar, proteger. Ahora, son dos figuras en la intemperie que no saben qué hacer con sus miedos y sus anhelos, y la colisión inminente puede alejarles para siempre si no fuera por la oportuna intervención de alguien como Martin Bonner, una presencia firme que sabe arbitrar los lances del partido. Quizá todo sea como las pinceladas de un cuadro abstracto, como el que le regala el hijo a Martin, en el que es difícil discernir las pautas, los significados, como si aparentemente no hubiera una armonía. Pero la hay, como refleja la serena mirada de esta sutil obra con apariencia de delicado manantial, o la mirada justa de alguien como Martin que sabe asistir porque ha conocido de primera mano cuál es la materia de la que está hecha la precariedad y de la intemperie. Y no tiene que ver con transcendencias.

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