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jueves, 6 de marzo de 2014

L'age atomique

El sabor de una película como L'Age atomique (2012), de Helene Klotz, será apreciado por los que conocieron en su juventud el extravío de noches malgastadas, que parecían abrasarse en su condición de bucle, y los cadáveres de los versos en sus almohadas. Las noches comenzaban con el ímpetu de las canciones, con el aliento de promesas de viajes a otras realidades, aquellas en las que te sumergías en los brazos y labios de alguien que te revelaba que existen otros mundos más allá de los muros que parecen acotar tu vida, proseguía con el estruendo de la música en los locales donde los cuerpos y las palabras, y las miradas exploraban, tanteaban, mientras se desfiguraban, y la embriaguez se convertía en aturdimiento, en gesto audaz quizá arrastrado al vacío, o en rechazo de quien buscaba en ti música para su silencio, y finalizaba con senderos donde se estrujaban los brillos, y quedaba solo la entraña, el ruido del silencio, el bosque oscuro que es perpetuo borrador, pantalla blanca de los instintos que quedan cuando se escombran las fantasías y los versos, las figuras inmóviles a la espera de que el decorado móvil de nuevo se pusiera en funcionamiento, para que las ilusiones propulsaran de nuevo el bucle, sin pensar que tengas que tomar un desvío hacia las orillas donde tus palabras, abofeteadas por las negaciones y rechazos, se hunden en sus lágrimas.
Es la edad atómica, esa edad donde todo se engrandece, el anhelo que brama, la pirotecnia de las sublimaciones, los efectos devastadores de las negativas, las colisiones con otras miradas aturdidas que tienen que liberar su frustración lanzándote desprecios como puñetazos que quizá en un momento dado si los proyecten torpemente con sus nudillos. Es un interludio, como apartarte para llorar en un rincón. 'L'age atomique', es una película de texturas, de sombras, de estados de ánimo y sensaciones, de viajes e inmovilidades. Víctor (Elliot Pacquet) y Rainer (Dominik Wojcik) viajan en la noche, se dirigen en tren hacia otra zona que quizá sea distinta a la que vivan, aunque quizá sólo porque hay un local en el que intentarán pulsar sus sueños. El decorado inmóvil es el de esos edificios silenciosos, piedra muda, más allá de la pantalla de su ventana en el tren, esa que colorea Víctor con su animosa canción. Es el inicio, la pista de despegue, cuando todo parece posible, cuando el sueño parece que se enciende, que la vida sí puede arrancar.
'L'age atomique es una historia de fantasmas, de oscuridades. Figuras en sombras, femeninas, con las que se sueña o proyecta. Fantasmas, los de los versos que se quieren convertir en cuerpo, o los versos cuyo cuerpo quiere encontrarse en una mujer. Ideales que intentan hacerse trazo de piel. Hasta que quedan sólo los fantasmas, te quedas con el fantasma de tu viaje inmóvil, la aparición de una chica en una estación de tren vacía cuando quieres retornar a tu casa. Un fantasma, los residuos de los sueños que cantabas cuando iniciaste el viaje. No hay cuerpos, te desprendiste de ellos con tus lágrimas, las lágrimas hechas con las palabras que te mordieron cuando te llamaron perdedor, o con las bofetadas de quien sintió que tus halagos eran una trampa de arena que ocultaban los garfios de una aviesa seducción.
'L'age atomique' es una película cuyo sabor será degustado por quienes piensan que los versos son un acto de resistencia contra la grisura y la decepción. Los personajes no se encallan en palabras de pavimento sucio, el del lenguaje coloquial, el del argot o las expresiones ordinarias que se repiten como quien enarbola un uniforme, como si el realismo portara un uniforme, el que nos convierte a todos en un mismo cuerpo sin singularidad y con los mismos adocenados resortes verbales. Su lenguaje es el que aún horada la realidad con la poesía, como figuras de otro tiempo, no necesariamente pasado, quizá paralelo, aquel en el que el lenguaje se siembra con lo posible, con la transfiguración, el aliento que busca la magia, antes de descubrir que todo era un truco, que todo era un decorado móvil creado por sus ilusiones. Porque, realmente, se vaga en un bosque oscuro, en el que sólo se escucha el ruido del silencio. Una sombra errante que volverá a reiniciar su viaje una próxima noche, en otro tren, con otra canción, y proseguirá, entre el estruendo, con su búsqueda de un verso en forma de mujer.

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