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lunes, 15 de noviembre de 2010

La maldición de Frankenstein

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No deja de ser significativo que 'La maldición de Frankentein' (1957), de Terence Fisher, se abra con una secuencia en la que el barón Frankenstein (extraordinario Peter Cushing), en la celda de una prisión, a la espera de ser guillotinado, busca el apoyo y perdón de un sacerdote, al que relatará a modo de confesión los avatares que le han llevado a tal circunstancia. O la causa que no otra sino su obcecación en constituirse en dios, en dotar de vida a materia muerta, en crear a un ser excepcional a imagen y semejanza suya. Pero lo que creó fue un monstruo que no dejaba de ser un reflejo de sí mismo. No sólo de su enajenación, pues el personaje está dotado de matices que abundan en su complejo retrato (grita desesperado que el autor de los crímenes que él realizó fue su 'criatura': una inconsciente forma de decir que fue su empecinada misión de desafiar a la vida y sentirse dios), sino de un contexto, definido por la separación y privilegios de clases, del que es representante. Un contexto también definido por la doblez y la hipocresía, y por al abuso de poder por la posición social que se detenta. En la primera secuencia queda bien definido esa combinación de sinuosidad de carácter y altivo orgullo del protagonista, cuando, adolescente, recibe a su tutor, el doctor Krempe (Rober Urquart), reconociendo que en su intercambio de cartas se había hecho pasar por su padre, fallecido diez años atrás. Krempe adquirirá, en el desarrollo del relato, la simbólica condición de voz de la conciencia, el afán de conocimiento que reniega de la vanidad y la sensibilidad que no se ofusca en su conveniente egoismo sino en la consideración de la vida ajena.
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Ya adulto, Frankenstein acoge a Elizabeth (Hazel Court), con la que desde tiempo atrás tiene establecido un matrimonio de conveniencia. Cuando ella llega Frankenstein muestra cuáles son sus prioridades; casi no la hace caso y directamente se va a su laboratorio. Es krempe con quien cena esa noche, quien la atiende (en él se irá creando un muy sutil atracción siempre sugerida). Fisher realiza una cáustica transición tras que ella le narre su compromiso. En la siguiente secuencia vemos a Frankenstein besando a su amante, la sirvienta, Justine (Valerie Gaunt). Cuando ésta, más tarde, se rebele (tampoco es casual que se llame Justine), Frankenstein reaccionará con una carcajada de arrogante desprecio ante sus demandas de que se case con ella. La forma de evitar que ella trastorne su estructurada vida de conveniencia (su altivo dominio) es entregarla al 'monstruo' :una secuencia de proverbial modulación, cuando ella entra en el espacio 'prohibido', el coto que simboliza su poder (de no acceso), su laboratorio; magnífico el plano en el que tras ella se perfila la sombra del 'monstruo' en la pared. El 'monstruo' encerrado no es más que el símbolo de ese fuera de campo que Frankenstein oculta de sí mismo, tramando su vida y relaciones sobre las ocultaciones convenientes (de hecho en la secuencia climax es Katharine la que clandestinamente entra en ese espacio deseado, vedado hasta ahora, la voluntad escurridiza de Frankenstein que no sabe ni quiere entregarse; el 'monstruo' en este caso se reflejará a su espalda, tras el ventanuco (si Justine era su 'sombra', Katherine estaba 'separada' de él por la distancia que había interpuesto). De ahí que tengan tal fuerza expresiva las secuencias de la fuga del 'monstruo', un exterior que es naturaleza rebosante de colorido, un exuberante bosque (naturaleza versus simulación).
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Admirable es la secuencia en que Krempe dispara sobre el 'monstruo', éste cae, y se levanta una breve ráfaga de viento que desplaza las hojas caídas. Tampoco es casual que sea un disparo en un ojo. En una secuencia previa, Frankenstein se despide de Katharine diciéndole que viaja en busca de unas telas para su laboratorio; la cámara encuadra su maletín;los siguientes planos, él caminando por las calles, o ya con el que le va a vender lo que busca realmente, unos ojos,son siempre encuadrando ese maletín (un uso del fuera de campo que revela esa actitud sustentada sobre la ocultación y el engaño). Son muchos los matices y logros de esta compleja obra, de puesta en escena distante y reflexiva a la vez que creadora de una sinuosa atmósfera. Un detalle más de sutilidad: Tras que hayan enterrado al 'monstruo', después del citado disparo, Krempe visita al barón en su laboratorio, el cuál se muestra elusivo ante sus proyectos ( o dando a entender que han terminado en relación a su afán de dar vida al monstruo); entra en otra estancia de su laboratorio, y la cámara se desplaza a su derecha, donde vemos al 'monstruo' colgando de una cuerda.A la inversa, en la secuencia final, el barón, conducido por los pasillos de la prisión, mira con expresión desesperada hacia otro fuera de campo, la cámara se desplaza hacia la izquierda para mostrarnos su destino, la guillotina. Una admirable forma de asociar hechos, y de revelar que, al fin y al cabo, su arrogancia, individual y de clase, ejercía una 'guillotina' con los que le rodeaban.

‎'La maldición de Frankenstein' (The curse of Frankenstein, 1957) es la primera de las cinco excelentes obras que Terence Fisher realizó para la Hammer sobre el personaje del barón, siempre interpretado por el gran Peter Cushing. Junto a 'Drácula' también de Fisher fue el aldabonazo de la productora, un éxito inesperado. Quizá no calara en el imaginario como la versión de James Whale, pero se revela más compleja, de acerado sentido crítico, y una lección de puesta en escena en su uso de la profundidad y fuera de campo, las transiciones y movimientos de cámara. Prodigioso es su trabajo del color, de Jack Asher, y el uso de decorados, de Bernard Robinson.

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