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viernes, 19 de noviembre de 2010

El rey Lear

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Grigori Kozintsev, con la admirable 'El rey Lear' (1971), logra lo que otros más afamados adaptadores de William Shakespeare no han conseguido ( o cuando menos no en este grado, que alcanza lo sublime) , hacer cuerpo de la poética implicita en sus textos gracias a convertir a los elementos, a la naturaleza, en un personaje más, y crucial (lo que implica que el verbo no domine sino que se haga tiempo, que la narración fluya, lejos de ese envaramiento que atenaza a otras adaptaciones. Tres ejemplos: El encuadre desde el interior de la chimenea, con las llamas en primer plano, tras las que vemos a Lear (Juri Jarvet), y al fondo del encuadre a sus tres hijas entre las que va a repartir su reino, previa muestra verbal de su amor hacia él. Con ese encuadre ya se anuncia las llamas que propiciarán sus decisiones, y cuál es su trampa, su propio ego o vanidad, pues no sabrá discernir que las dos hijas que saben hacer uso de las lisonjas (la falsedad del verbo) posteriormente le sumirán en el dolor y la desgracia por sus conductas inclementes ( no residía el real afecto en sus palabras, que encubrían la ambición y la codicia), mientras que reaccionará con furia ante quien no hace uso de la lisonja y en cambio es franca, Cordelia (Valentina Shendrikova). Renegará de ella, como también expulsará a Kent porque cuestiona sus decisiones. Esa ceguera o falta de discernimiento se ampliará a la del conde de Glouscester que no es capaz de advertir la falsedad de las palabras injuriosas contra él que Edmond (Regimantas Adomaitis) adjudicará a su hermano Edgar, como estrategia para quedarse con el poder (Edmond se aliará con las dos hijas de Lear).
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El segundo ejemplo es la excepcional secuencia en el que Lear erra desesperado por unos desnudos y áridos páramos azotados por el viento junto al bufón (Oleg Dal), el único al que permite la franqueza, desolado y extraviado por la decepción, por los vientos de furia de sus dos hijas que le han rechazado y despreciado. Ese despojamiento del espacio, como su cuerpo zarandeado por el fuerte viento, evidencia cómo ahora se descascarilla su vanidad, sintiéndose nada, un cuerpo a la deriva, una sombra errante que a partir de este momento, secuencia umbral, vagará con otros desposeidos (entre ellos, el propio Edgar: éste se había unido a esos mendigos errantes, tras refugiarse entre unas rocas, y rasgar sus ropas para unirse a ellos; Lear ya unido también a esa desolada procesión, más tarde, cruza ese mismo espacio, esas aisladas rocas en el páramo). Y en tercer lugar: cuando la tragedía se ha materializado, la muerte de Cordelia, Lear clama su desgarro, que es a la vez consciencia de su responsabildad (su ceguera ha posibilitado el caos y la desgracia), puntuado por un encuadre, en travelling, hacia una oquedad entre rocas a través de la que se ve el mar. Como si su desesperación se perdiera en el infinito del horizonte, y a la vez la huella material de lo que sus acciones, o erradas decisiones, han 'labrado', un agujero de desolación.Algo que ya estaba anunciado en la primera secuencia, en la que la cámara sigue unos pies en un terreno yermo, alzándose para que podamos ver a esa procesión de desposeidos, que culmina con ese bello plano, en grua ascendente, de esos desheredado contemplando en el horizonte el castillo de Lear (hay otra hermosa rima posterior; en el inicio de la batalla final la cámara sigue también en travelling a Lear llevado en una parihuela; la cámara asciende y vemos el amplio panorama de la batalla).
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Esta capacidad para hacer de la idea cuerpo y emoción a través de la fisicidad encuentra otro logro en el tratamiento del espacio, del encuadre, siempre amplios, relacionando figuras en un exquisito trabajo de composición, y haciendo de la profundidad de campo figura crucial, pero sin los efectismos de Welles. Los personajes están inscritos en el decorado de la naturaleza, son parte de ella, en relación, y a la vez amplitud que revela su pequeñez, la de sus miserias y mezquindades. Espacios,además, tan áridos como despojados, que les evidencia, o desnuda como contrapunto, en su aridez interior (sus cegueras y turbias ambiciones); paradoja que en un espacio de tal desnudez la franqueza sea la despreciada. La palpable inmediatez se conjuga de modo prodigioso con la estilizada abstracción. Hay otro gran plano que demuestra el talento de Kotzinsev, y que le desmarca del engolamiento artificioso y forzado de Welles, aquel en el que Lear, desolado, tras ser rechazado por sus dos hijas, se apoya en una columna, y perfilado el cielo nublado a la izquierda del encuadre. Sin forzar el encuadre logra hacer cuerpo, entre la piedra, el vano sostén de su ego, y la amplitud del cielo, su extravío, de una exquisita poética.
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La portentosa 'El rey Lear' (Korol Lir, 1971), de Grigori Kotzinsev, que adapta la versión al ruso que Boris Pasternak hizo de la obra de Shakespeare, es una muestra más de que los la historia oficial del cine se asienta o instituye sobre lugares comunes que parecen repetirse como ecos de loros, caso de considerar a Welles el mejor adaptador de Shakespeare, con su fútil engolamiento. Pero también esta obra supera a otra versión más ensalzada, y que me parece muy discutible, 'Ran' (1985) de Akira Kurosawa. Si otras obras parecen perderse en la afectación que es pleitesía subyugada al verbo de Shakespeare, o en limitadas ilustraciones, Kotzintsev lo transciende con un portentoso dominio de la poética, desprovista de lastres escénicos. Una obra inmensa. No hay que dejar de mencionar la magistral colaboración de Dimitri Shostakovich en la música ( esos lacerantes coros en las batallas finales, por cierto, tan escuetas como efectivas), Jonas Gricius en la fotografía ( un portento de trabajo compositivo) y la medida dirección artísitica de E. Yenei, V. Ulitko y S. Virsaladze

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