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domingo, 14 de noviembre de 2010

Onibaba

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‎'Onibaba' (1964), de Kaneto Shindo comienza con unas frases que son una implacable afirmación: la humanidad sigue regida por el negro agujero de lo primitivo pese a que lo encubra calificándose de civilización. Esas palabras están superpuestas sobre las imágenes de un tupido mar de oscilantes plantas cortaderas (que son un personaje más, en relación a los personajes y como transiciones), junto a un río, entre las cuáles hay un negro y profundo agujero. En la secuencias iniciales dos soldados malheridos huyen del acoso de otros a caballo entre esas hierbas. Agotados caen al suelo. De entre esa tupida marea de hieraba surgen, súbitas, dos puntas de lanzas que acaban con su vida. Las autoras son una madre (Nobuko Otowa) y su nuera (Jitsuko Yoshimura), que sobreviven con el dinero que ganan con las pertenencias de los soldados que matan, y cuyos cuerpos arrojan a ese oscuro agujero. Son aves de rapiña en un tiempo en el que sólo habla la violencia, en un periodo (Nanboku-cho, 1336-1992) en el que el país estuvo inmerso en una guerra civil durante 50 años, aunque a los participantes en la misma les diera igual quien ganar de los contendientes. Como dice Hachi (Kei Sato), que ha desertado, hay hasta dos emperadores en liza. También les notifica que el hijo y marido de ambas ha muerto, hecho que replantea las relaciones y expectativas de los tres personajes.
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Honda crea una atmósfera tensa, que se va cargando de turbulencias (los personajes parecen incrustados en el mismo paisaje, son otro brote de ese entorno que rezuma cerrazón, hostilidad y deseo tumescente; los personajes son como esas plantas oscilantes al son de su deseo), haciendo sentir el calor que sufren estos personajes que viven en pequeñas chozas de madera, y el deseo naciente: los cuerpos semidesnudos de ambas mujeres durmiendo en la noche juntas; las carreras agitadas, aceleradas incluso por la velocidad de la imagen, de la nuera en busca de Hachi; la amonestadora reacción de la madre que encubre su propio deseo. Esta dualidad en la madre será lo que suscite el sombrío giro en el último tramo, cuando aparezca un guerrero que porta una terrorífica máscara, la cuál, según él, es para que su belleza no se vea afectada. La madre creará una representación para sugestionar a su nuera, para impedir sus encuentros con Hachi: Tras lanzar en el agujero al guerrero (alguien que pudo ser quien matara a su hijo) actuará como eso que rechaza, usurpando esa máscara para aterrorizar en la noche a la nuera, como si fuera la encarnación de un demonio. Los instintos, ese fiero agujero que absorbe y aniquila a todos, se apoderan de los personajes, como esa máscara que se prende en la piel, y que desfigura el rostro cuando se quiere separarla de la carne (que, a su vez, es una metáfora de los efectos de las bomba de hidrógeno lanzadas sobre Japón durante la guerra; los residuos de un horror, el de lo que es capaz el ser humano en su vileza primitiva, que aún afectaba a la sociedad japonesa). Sobre ese agujero aún penden los humanos, como refleja el último plano, el de una de las protagonistas saltando sobre él con un grito de desesperación.
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Onibaba, en el folklore japonés es una especie de anciana bruja demonio que se alimentaba de humanos. 'Onibaba' (1964), la formidable obra de Kaneto Shindo, es como 'La mujer en la arena' de Teshigahara, de ese mismo año, otra punzante alegoría, en forma de tenso relato, que surca las aguas del genero fantástico o del terror (muy lejos de lo convencional en el mismo), sobre la tendencia a la crueldad y la destrucción del ser humano. Como ésta tiene otra e sus grandes virtudes en cómo retrata la naturaleza, y la hace parte el relato con pregnante fisicidad, y en su su modélica fluencia narrativa, entre lo armónico y lo crispado.

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