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lunes, 22 de noviembre de 2010
La venganza de Frankenstein
El antológico comienzo de 'La venganza de Frankenstein' (1958), de Terence Fisher, prosigue donde terminaba 'La maldición de Frankenstein', el barón (Peter Cushing) siendo conducido a la guillotina para ser ajusticiado por los crímenes cometidos por su 'criatura'. Con pocos trazos crea una densa atmósfera opresiva y sombría, una tétrica procesión en un desacogedor escenario, tras cuyos muros se entreven unas retorcidas ramas, y puntuada por las miradas, del barón hacia la guillotina, y entre el contrachecho Karl (Oscar Quitak) y el verdugo, mientras el sacerdote entona las oraciones, que culminan con la caída de la guillotina y un grito desgarrado. La transición sonora nos lleva al bullicio de un bar donde dos personajes, que parecen emulos de los desenterradores Burke y Hare, dilucidan si desentierran un cadáver para ganar un dinero. Claro que lo que se encontrarán en el ataúd es el cadáver del sacerdote y no el del barón, cuya voz se escucha a la espalda del enterrador que no ha salido huyendo y que provoca el infarto del mismo. Todo un ejemplar modo de introducir una narración.
Esta secuela amplía y diversifica aspectos ya desarrollados en la obra anterior, y explorando otros ángulos con perversa ironía. Si el barón representaba, unido a su ansia de progreso científico, corrupción e hipocresía implícita en los abusos de poder de una clase privilegiada, ahora estigmatizado, marginado, es objeto de la repulsa del hipócrita consejo de médicos de la ciudad en la que ha creado una consulta, bajo el nombre de doctor Stein, porque su éxito ha propiciado que los otros médicos se hayan quedado casi sin clientes. Aunque, como remarca mordaz el barón, ellos hicieron todo lo posible cuando él llegó a la ciudad para impedir que progresara y ahora quieren que se una al comité porque tiene éxito. Por otro lado, a través de la clientela ya se apunta también esa doblez de las clases privilegiadas. El barón atiende a una joven, Margaret (Eunice Gayson), cuya tía no deja de cuestionar a las otras pacientes como enfermas imaginarias, a lo que el barón, poco dado a la diplomacia, replica que como la hija. Cuando la ausculta el pecho con una trompetilla cuyo tacto resulta frío a la hija, la madre le exhorta a que utilice el oído posando la cabeza sobre el pecho. Si el barón logró huir de la prisión gracias a la ayuda del contrahecho Karl, éste anhela huir de la 'prisión' de su malformado cuerpo, por lo que aceptó ser participe de los experimentos del barón, y que extirpara su cerebro para injertárselo a otro cuerpo.
Si en la anterior obra, la piel macilenta y descarnada de la criatura, en la que parecían entreverse los nervios, y los ojos acuosos, eran el reflejo o reverso monstruoso de la hipocresía de la sociedad hipócrita (cual retrato de Dorian Gray), en esta ocasión se incide en la animalidad más primaria (reflejo de esa competitividad citada en los otros médicos): el éxito de la operación, como el caso del mono al que se injertó el cerebro de un orangután, no impide una terrible secuela, un voraz instinto carnívoro, o canibal (la naturaleza depredadora del hombre, aunque se camufle en modales 'civilizados'). Es la amenaza que pende tras la éxitosa operación con Karl, ahora bajo los rasgos de Michael Gwynn. El azar, o la injerencia de los otros, también había sido crucial en el fracaso del experimento en la anterior obra (el daño del cerebro ocasionado dos veces por la acción del tutor del barón). Ahora es la falta de tacto del ayudante del barón, el doctor Kleves (Francis Matthews), quien, con escasa sensibilidad, le dice que se convertirá en atracción médica, acompañado de su anterior cuerpo ( sin darse cuenta de que Karl quiere olvidar lo que fue); un aspecto que enlaza con la actitud de los médicos, de la misma época, de 'El hombre elefante' (1980), de David Lynch, como también la injerencia de un mezquino guardián, en este caso Kurt (Michael Ripper) que, sabedor de que tienen a Karl en otra estancia aparte, se lo comunica a Margaret, ahora enfermera contratada por conveniencia (su tía es una auspiciadora monetaria), quien visita a Karl y, con toda su buena fe samaritana, le desata, sin saber que esa inmovilidad es necesaria durante los primeros días para que no sufra esa regresión por algún percance.
Hecho que ocurre en la brillante y cruda secuencia posterior en la que es sorprendido, en el laboratorio echando al fuego a su anterior identidad, por otro guardián, el cuál le golpea con saña provocando su 'transformación'; Karl se revuelve y lo mata. En la antología del género siempre merecerá constar la secuencia en la que Karl, ya en regresión irreversible ( su rostro se ha desencajado, y vuelve a padecer la parcial imovilidad en brazo y pierna derechos) entra, rompiendo la cristalera de la sala de la tía de Margaret, en la que tiene lugar una 'reunión social', acercándose hacia el barón mientras le lanza una desgarrada suplica; 'Ayúdeme, doctor Frankenstein'. El espacio de la corrección, de la hipocresía y las conveniencias, ve desgarrado sus velos. Esa doblez, monstruosa, presente en el mismo barón, que mantiene unas consultas cara a la galería con gente adinerada mientras atiende en salas hacinadas y deslustradas a los pobres ( que utiliza, y mutila, a conveniencia para sus experimentos) tendrá su culminación o cierre de círculo con el creador convertido él mismo en criatura. Tras que haya sido golpeado salvajemente por los pacientes pobres, su ayudante tendrá que injertar su cerebro en el cuerpo cuyos rasgos que el mismo barón había perfilado semejantes a los suyos ( y cuyo brazo es el de un carterista que había mutilado por la especial habilidad de sus dedos; al fin y al cabo ladrón como él). La coda final, en el brumoso Londres, es excelso colofón, con el barón con su nueva identidad, doctor Franck, presto a seguir realizando sus consultas de conveniencia que camuflan sus experimentos; el último plano es la puerta que se cierra tras él, al entrar en el salón para recibir clientes: el espacio de la doblez monstruosa continuará.
'La venganza de Frankestein' (The revenge of Frankenstein, 1958) es tan magnífica, sino incluso superior,a su predecesora 'La maldición de Frankenstein' (1957). Un dechado de precisión narrativa, en el que no hay nada accesorio, y que refrenda por qué se calificó el exquisito arte de Terence Fisher como 'materialismo fantástico', una distanciada mirada reflexiva, de sutil atmósfera turbadora, y mordaces incisiones. Una condensación y depuración esencializadora narrativa semejante a la de cineastas como Lang o MaKendrick. De nuevo, admirables la fotografía de Jack Asher y la dirección artística de Bernard Robinson. Se rodó en escenarios donde acababa de rodarse 'Dracula' del mismo Fisher, convirtiendo la cripta en el laboratorio del barón. Y fabuloso el guión de Jimmy Sangster combinando corrosivo retrato social con la reflexión sobre las raíces primitivas del ser humano.
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