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jueves, 4 de noviembre de 2010

Diario de un cura rural

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El pequeño pueblo de Ambricourt de 'Diarío de un cura rural' (1950), no difiere mucho del espacio de la prisión de otra obra magna de Robert Bresson, 'Un condenado a muerte ha escapado' (1956). Lo que diferencia a uno y otro protagonista, es que para el primero, el cura (Claude Peytou) será la muerte la liberación. ¡Qué más da, la gracia está en todo!' son sus últimas palabras. Pero esa gracia no ha podido encontrarla en ese ambiente de mezquindades y emociones retorcidas o frustradas. Es un personaje que duda, que se interroga y desespera, al que la pesadumbre domina porque no sólo no es amado, sino hasta rechazado y despreciado. Su sencillez perturba, incluso, se defienden de ella. Su voz en off, la voz que escribe su diario, que acompasa las imágenes, propulsan el aliento narrativo de la introspección, el trance que nos empapa de una emoción en permanente intemperie (como si a sus nervios les faltara una capa protectora: sus ojos son una húmeda luz triste), y a la vez evidencia su distancia, su separación, de ese mundo prosaico, de emociones grisaceas, invernales, como el hosco paisaje, en el que su anhelo de transcendencia, de gracia, colisiona una y otra vez con esa realidad ( o forma de habitar la realidad) que parece una condena, un purgatorio de emociones esquivas, indiferentes o despechadas.En la primera secuencia mira al otro lado de la verja a dos de los que habitan ese pueblo, dos de los que mantienen una relación 'agazapada', entre marañas, que urden, y de las que están cautivos. Ambos le vuelven la espalda, porque viven en los recovecos, como le volverán la espalda por mirar demasiado de frente. Además, prisionero de la tristeza, parece padecer una atracción mórbida por la agonía, como anhela sentirse querido, sentir que le expresan cariño: una noche se asoma a su ventana (esa que se encuadra como si fuera un encuadre dentro de un encuadre, una celda, como es su vida) porque cree escuchar una voz que le llama. Pero alrededor nadie le 'llama'. Encuentra alguna figura afín que le sorprende porque no la imaginaba como reflejo, como el doctor, ateo y que para él transmite fortaleza, a diferencia de él, y que le dice que ambos son resistentes. Ambos siempre están enfrentandos con el afuera, el entorno, la realidad, algo que va más allá de un sentimiento de búsqueda de justicia. La discontinuidad narrativa, en ocasiones de abruptas transiciones (como los fundidos en negro, que parecieran los arañazos que erosionan su alma, y van minando su salud), más recurrentes en los primeros pasajes, reflejan esa escisión, ese desencuentro, una sensación de vida interrimpida, entrecortada, una sinuosidad en la que la armonía parece desterrada.
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Hay planos que hacen cuerpo de estados emocionales, y de una mirada que rastrea y encuentra la esencia, como ese encuadre de sombras quemadas de retorcidas ramas de árboles bajo los que camina la figura ya deteriorada en sombra del protagonista.
O ese bello plano que le encuadra a través de la ventana, mientras escribe, y en primer plano caen los copos de nieve. Es una obra que oscila en el forcejeo entre lo abstracto y lo concreto, como el cura encuentra una sensación de liberación cuando monta en la moto, en esa sensación de riesgo con la que, por un instante, no se preocupa de la finitud, Por un instante, no siente que tenga detrás un vacío y delante un muro. Las elevaciones, que parecen esquivas, suelen tornarse, en demasiadoas ocasiones, barro, pero en esa paradoja se alumbra el complejo relieve de la vida: sueña con la imagen de la niña virgen María mientras se tambalea en la noche, y se recupera del desmayo en el barro para encontrarse que la atiende, con un candil, la niña que, intencionalmente, reconoce que ha querido hacerle daño con sus actitudes y palabras. No es una niña con brillo, sino luz conjugada con barro. La mirada templada de Bresson se conjuga, de este modo, con la desgarrada, vulnerada, mirada del protagonista, la serenidad con la desolación. La narración se convierte en epifanía de instantes, así como del anhelo de quien busca la armonía, perplejo porque quienes le rodean se angosten en la violencia de relaciones ponzoñosas, porque transcenderse es liberarse de ese peso de ensimismamiento. La cámara a veces se agita, y realiza algún impetuoso travelling hacia el protagonista, como si se acompasara a sus temblores, a su sensación de orfandad. No es de extrañar que fuera la película favorita de Tarkovski. Este conmovedor personaje pertenece a la estirpe de los de sus películas, príncipes del exilio que se esfuerzan por dotar de gracia a la vida, aunque su vida se vaya en ello.

‎'Diario de un cura rural' (Journal d’un curé de campagne, 1950), es una extraordinaria obra de Robert Bresson,y hasta diría que una de las cimas de la historia del cine. Una obra de exquisita sensibilidad, que refleja el dominio del realizador para plasmar lo concreto,lo físico, como para plasmar la abstracta esencia de emociones y actitudes vitales, y en concreto la relación entre un yo con aspiraciones elevadas, y afán de superación, y un contexto prosaico que convierte la realidad en prisión con sus miserias y mezquindades emocionales, la realidad y sus contrastes, contradicciones y paradojas. Su Gracia, según la mirada dotada de poesía.

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