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viernes, 7 de mayo de 2010

Una invención diabólica

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En la primera imagen de 'Una invención diabólica' (1958), la voz del protagonista, Roch, nos invita a acercarnos para escuchar la historia que nos va a relatar, a la vez que la cámara se 'acerca' a unos libros en los que destaca el nombre de Julio Verne. Es una invitación a 'sumergirse' en las páginas de este autor que tanto admiraba Zeman. La estética, combinación de animación con actores, jugando con las sobreimpresiones, recupera, o anima, aquellas ilustraciones que acompañaban las páginas de las obras de Verne ( grabados diseñados por Eduard Rieu, discípulo de Gustave Doré), como si no sólo las habitaran los personajes sino los propios espectadores ( o lectores). En estos tiempos en que parece buscarse en el efecto visual una impresión de realidad, acrecentado por la tecnología 3 D, es un goce el recuperar una obra como la de Zeman que hacen recuperar el asombro por el manifiesto artificio, por la orfebrería del trucaje, como si recuperara, además, esa sensación de descubrimiento del primer espectador ante las fantasías de Melies, como si viviera un mundo insólito, de cuyo extrañamiento brota una cautivadora vena poética. Inspirado en la obra de Verne, sobre todo en '20000 leguas de viaje submarino' , hace cuerpo de lo maravilloso, como con otros planteamientos lograba Richard Fleischer en su esplendida obra de 1954.
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El viaje en sí, las fascinación por cada plano o momento, se convierte en un deslizamiento en el asombro, en un rapto de los sentidos. Como ese globo que lanza Roch desde su cautiverio en la isla, y alcanza el puerto, entre cables y gaviotas. las imágenes acuáticas en las que los 'recortables' de peces parecen ser testigos atónitos de los acontecimientos; esas motos acuáticas que surcan las profundidades ( con el sonido del timbre de una bicicleta; admirable también el uso que hace del sonido); la persecución entre los dos submarinos, y su colisión; la configuración del interior de la isla de volcán apagado ( los humos que se ven desde la distancia son los de las fábricas en su interior), en la que en un extremos destaca una magnificente mansión y al otro lado de las aguas la arrumbada choza donde está cautivo Roch; los marineros en el estrecho submarino como en una galera en contraste con los amplios interiores del gran submarino con el que Artigas, emulo de Nemo, pretende dominar el mundo, motivo por el que secuestra al profesor del que es ayudante Roch, para crear esa 'invención diabólica'; los detalles de excéntrico humor, como los dos buzos que se ponen a realizar un duelo a espada, hasta que el timbre de una moto acuática les llama al orden, o como cuando, dentro del tren, un pasajero pretende disparar desde el vagón a un pájaro, no funcionando su percutor varias veces, hasta que se le dispara impactando sobre el periódico de otro pasajero, que, impávido, no hace alusión al hecho sino a la noticia sobre el submarino; la intensidad que extrae de la dilatación del tiempo cuando Roch se desmaya por la falta de oxigeno en la profundidad del mar o, en un vivaz montaje dinámico, la secuencia en la que los marineros de otro navío inspeccionan el interior del barco de Artigas en busca del profesor y Roch. En suma, una viaje asombroso que recupera, en su entrañable e inspiradora ingenuidad, el asombro ante las primeras lecturas y la sensación que aún uno puede ser un espectador sin mirada contaminada que puede sentir que está descubriendo el cine.

Cuando contemplaba 'Una invención diabólica' (1958) del cineasta checo Karel Zeman, evocaba las primeras palabras de 'Cielo sobre Berlín': 'Cuando el niño era niño'. Esa fascinante mezcla de personajes reales con animación hace sentir que se puede aún ver las cosas, no sólo el cine, como si fuera la primera vez.

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