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martes, 11 de mayo de 2010

Lawrence de Arabia

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Quizá una de las elipsis más deslumbrantes y hermosas de la historia del cine. Un instante mágico, que arroba el ánimo, y que te hace sentir que cruzas un umbral. Ese momento, en la prodigiosa 'Lawrence de Arabia' (1962), de David Lean, en el que Lawrence (Peter O'Toole), tras saber que ha logrado que le transfieran de la anódina vida burocrática de El Cairo al centro de la experiencia en Arabia, sopla la cerilla que ha encendido, y en el siguiente plano vemos cómo asciende lentamente el sol en el desierto. Incluso, podríamos verlo cómo una quintaesenciada metáfora del mismo cine. Hagáse la luz, y hemos traspasado la pantalla, ya estamos en ella. Lawrence se sentía un espectador de la vida, burócrata militar, ávido de experiencias plenas, y extraño como se siente en su propio mundo, conocer ese otro mundo desconocido, la cultura y costumbres arabes. Sentir como siente el otro, aquel en el que no se siente reconocido en el espejo.
Hay un momento, inmediatamente posterior, que parece una continuación de esa elipsis, o una rima de correspondencia. Tras haber cabalgado por el desierto con su guía durante varios días, fascinado y entusiasmado cual niño, y aún no consciente de que no está viviendo en una 'fantasía' ( en una película) tal es su eufórica emoción, se da un encuentro crucial en un pozo en mitad del desierto.Lawrence y el guía están sentados junto al citado pozo. Y en el difuso horizonte de lineas en fuga donde la cálima crea una patina que difumina los contornos y la percepción de las distancias y de lo que se ve, parece insinuarse una pequeña y oscura figura.
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Lentamente, como aquel sol que veíamos antes cómo asciende al cielo, se va perfilando esa 'aparición'. Es un jinete. Y cuando se va acercando, subitamente, dispara, matando al guía. Es Ali Ben el Kharish (Omar Shariff), uno de los lugartenientes del Principe arabe que está en lucha con los turcos. Pocas apariciones de un personaje en el cine han sido tan poderosas y contundentes. Ali Ben se convertirá en el principal introductor, e intermediario, en ese mundo que fascinaba a Lawrence desde la 'distancia' de sus sueños y proyecciones. Una sombra, como el sol, que le hará 'visible' su condición real, porque de esa paradója estará constituida su experiencia, de sombras y luz, a veces no convergentes.
La misma violencia ejecutada en esa 'aparición', porque estuvieran aprovechándose de un pozo 'propiedad privada', ya señaliza el reverso de primitivas y viscerales conductas con las que se va a enfrentar. No por ello menos brutales que la de los ingleses, por mucho que vayan representado a la civilización. El extrañamiento de Lawrence es permanente. No se siente ingles, quisiera sentirse arabe, pero no 'es' arabe. Es un personaje en tierra intermedia. Comprende, y se aproxima al modo de sentir arabe, como ningún ingles siquiera lo intenta. Para los diplomáticos o superiores militares son sólo un instrumento, o una pieza de ajedrez, en el tablero táctico de la guerra. Los arabes aceptan a Lawrence, incluso siguiéndole cual caudillo u oficial militar, pero, como bien sabe Ali Ben, nunca podrá ser uno de ellos, porque no podrá sentir como ellos, y el extrañamiento se convertirá en desgarradura.
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Hasta convertirse en una sombra, poseído por su ánimo visionario, o mesiánico, cual adalid de la revolución justa. Su identidad, o su imagen, se emborrona, casi como si sólo le sostuviera su 'papel' en una representación, su rol protagonista en una película, que no lograra 'habitar' plenamente. Sobre todo, cuando vea que como cualquier pueblo o cultura, no se sabe materializar la armonía entre las diversas facciones o tribus. Cambian posiciones de dominio, cambia el mapa geopolítico, pero esencialmente nada cambia. Las identidades siempre serán rígidas, enquistadas en su autoafirmada e inflexible posición, en la imagen en cuya representación se sostienen. Tan inmutable como el mismo desierto. El anhelo de cambio o de transformar se convertirá en una mera ilusión, otro espejismo, como los de los inciertos horizontes del desierto, en el que la mirada no sabe lo que realmente percibe, porque igual sólo existe lo que quisiera ver. Cuando se percibe que es sólo una pantalla, se evidencia nuestra condición de meras sombras.

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