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miércoles, 7 de abril de 2010
El otoño de la familia Kohayagawa
A estas alturas de mi vida, pocas obras me deparan tal placer como las del cine de Yasujiro Ozu. Transpiran el sereno equilibrio del funambulista que te hace sentir la firmeza de la cuerda que le sostiene, a la vez que el vacío que la circunda, pero más que como amenaza, como la irremisible fragilidad o finitud que complementa a la plenitud del disfrute vital, el aliento de permanencia conjugado con la inevitable transitoriedad. O, planteado de otro modo, en las decisiones vitales, la apuesta por aquello acorde a lo que uno siente,aquello que reporta realización emocional, frente a los 'debería' (la presión de la espada de Damocles de las reglas de la corrección social, que empuja a actuar de acuerdo al papel inferido). En una secuencia de esta bellísima 'El otoño de la familia Kohayagawa' (1961), unos personajes ven una exposición de pinturas cuyo tema son las flores. Narrativamente, se corporeiza en una estructura de 'petalos'. Durante el primer tramo de la narración, la hilazón entre secuencias y personajes parece difusa, sustentadas sobre la incógnita,la falta y lo no dicho (citas a ciegas para casar a una viuda; amores secretos entre compañeros de trabajo, uno de los cuales marcha a otra ciudad; un anciano al que siguen para saber a dónde puede ir; visita a una antiguo amor de juventud), hasta que vamos apreciando el conjunto de petalos, que lo componen:los petalos son la familia Kohayagawa: Akiko es una viuda que no tiene mucho interés en volver a casarse aunque, por inercias de costumbres sociales, le busquen pretendientes; su hermana Noriko ama en silencio a ese compañero de trabajo que se va a traladar a Sapporo (éste le dice que espera que le visite); la tercera hermana, Fumiko, no logra aceptar el, para ella, libertino comportamiento de su padre, Manbei, que pareciera haber vuelto a la infancia, retomando ese amor de juventud.
Ozu alterna el registro burlón, distendido, (el seguimiento a Manbei, hasta que éste sorprende a quien le sigue; la relación cómplice entre Akiko y Moniko:tienen un trato, cada vez que la primera diga la expresión 'señora mayor' asociada con ella misma le dará cien yenes a la segunda; hay una secuencia especialmente hermosa:ambas hablan de sus aspiraciones vitales junto al río; se levantan como en una coreografía acompasada, dando los mismos pasos) con el dramático, sobre todo a partir del primer desmayo, o ataque del padre, que hará replantearse a todos sus decisiones vitales: A Fumiko no ser tan dura con su padre, éste, pese a los riesgos para su salud, seguir apostando por lo epicureo, Moniko asumir que debe trasladarse a Sapporo para estar cerca de quien ama, y Akiko aceptar con serenidad su decisión de que realmente no necesita a un hombre en su vida. Hay momentos de una emoción contenida de un belleza sin par que rasga tierna (las lágrimas de las hijas al ver a su padre recuperarse tras el primer ataque; las bellas imágenes de la naturaleza al final, con los personajes caminando sobre un puente, dejando atrás el crematorio donde han convertido a su padre en cenizas, y tomando sus decisiones; las reflexiones de los campesinos que observan el humo, acerca de la sabiduría de la naturaleza que sustituye siempre a los que mueren). Puentes y humos, vida y muerte. Y la belleza inmensa del cine de Ozu.
Hay un plano, en particular, que condensa la sutil belleza y emoción de 'El otoño de la familía Kohoyagawa' (1961), y del cine de Yasujiro Ozu en general. Manbei ha ido con su amante a las carreras de kanbei en el circuito ciclista; Manbei rompe sus papeletas; en el siguiente plano, de transición, vemos caer trozos de papeletas fuera del circuito; en la siguiente secuencia informan a sus hijas de que Manbei ha recaido fatalmente. Tampoco hay que dejar de mencionar la gran labor de los actores, en especial de las actrices que interpretan a las tres hijas: Setsuko Hara, Yoko Tsukasa y Michiyo Haratama, las tres extaordinarias.
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