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jueves, 2 de abril de 2015

El sexto héroe

Ira Hayes fue uno de los seis hombres que levantó la segunda bandera en la cima del monte Suribachi durante la batalla de Iwo Jima. Aquella imagen se convirtió en todo un símbolo patrio. Eso convirtió a Hayes en un símbolo. Ira Hayes era un indio pima, eso también le convertía en una representación que dificultaba el acceso a esa normalidad regida por los hombres blancos. Entre el centro de la fotografía y los márgenes de su condición de indio en una realidad dominada por los de otra condición, entre el héroe y el marginal, Hayes (excelente Tony Curtis) sufrió un proceso de integración y desintegración en el que nunca dejó de ser lo que remarca el título original de 'El sexto héroe' (The outsider, 1961), de Delbert Mann, desde luego no lo que destaca el título en español. Hayes siempre se sintió fuera, siempre se quedó fuera, como el gesto de su mano en la fotografía que se convirtió en icono, y en la estatua que se erigiría diez años después, la mano que empuja el asta de la bandera, pero se queda fuera, participa en el impulso, pero queda fuera, como si nunca llegara. Clint Eastwood en su excelente 'Banderas de nuestros padres' (2008), remarca su condición de cuerpo extraño en una ceremonia circense de celebración de un triunfo patrio, sustentado además en una imprecisión: no había sido la primera bandera levantada por los marines que alcanzaron aquella cima, sino la segunda, una recreación planteada para ser retratada como imagen: los segundos seis participantes posan. Hayes no quería ser imagen, no quería ser famoso. No quería convertir su realidad en una pose, cuando había visto en primer plano cómo la realidad estalla y revienta. No creía en aquella farsa, no se creía digno de ser ensalzado como héroe cuando tantos otros habían perecido en aquella batalla. Incluso, intentó que se rectificara el error de adjudicar la participación de un soldado en vez de otro que sí había estado (observación que fue rechazada por no ser conveniente la revelación de esa torpeza: Hayes, en cambio, decidió recorrer cientos de klómetros para notificar la realidad a la madre de aquel soldado). Aquella sensación de degradación se corporeizó en la creciente ingesta de alcohol, cuando hasta entonces rehuía su consumo. Se convirtió en un cuerpo que se fue desvaneciendo, en alguien que no soportaba la realidad alrededor ni a sí mismo.
En la obra de Eastwood, era una figura que desaparecía en la inmensidad del desierto, en aquella carretera sin fondo, una figura mínima aplastada por la falacia de un aparato de estado que convierte lo falso en imagen verdadera. Hayes murió diez años después de levantar la bandera, con 32 años, arrasado por el alcohol y el dolor. En la obra de Eastwood esto acontece en fuera de campo. En el presente, en el relato en flashback, lo que prima son las negras sombras que marcan la evocación, la mancha de una verguenza (este es el cineasta que algunos desorientados han calificado de probelicista y propatriótico en la excelente 'El francotirador', enésima demostración de las incapacidades de observación y discernimiento de las que adolecen incluso algunos que se califican de expertos). En las secuencias iniciales de 'El sexto héroe', Hayes es un joven de diecisiete años que sueña con ser protagonista de un escenario, por eso se alista para participar en la guerra, para ser alguien relevante como Morago (Edmund Hashim) a quien recoge en la estación en la primera secuencia. Es alguien que porta uniforme, es alguien que viene de ese mundo afuera. Hayes sufrirá en los primeros pasajes, los de la instrucción, la colisión de sentirse diferente, de sentirse 'el otro', entre los que se sienten iguales (puntuada por las cartas que escribe a su hogar, la ilusión de vinculo entre la extrañeza y el desamparo). Y vivirá un proceso de integración que le hará sentirse junto a alguien como nunca se ha sentido, más allá de condiciones de identidad. Esa conexión la tendrá con alguien que parece su opuesto, Sorenson (James Franciscus), prototipo de físico ario, rubio y apuesto.
La guerra no será precisamente un escenario en el que sentirse protagonista, sino hoyos y trincheras en los que buscar refugio, como el pequeño cangrejo que oculta en la arena, de las balas y bombas enemigas. La güerra son gritos de muerte, incluso de aquel que apodaban 'el sonriente', porque la guerra no está constituida por sonrisas, y lo único que quizá te sostenga sea el brazo de alguien que sientes como un amigo. En una trinchera Sorenson piensa en cómo los dos momentos fundamentales de la vida son la vida y la muerte. En la primera surges de tu madre, estás con ella cuando sales al mundo, pero no sabes cuándo morirás y si no estarás solo. Sorenson apunta que la última palabra de muchos hombres antes de morir es la de 'madre', aunque incluso hayan transcurrido décadas desde que la vieran por última vez. La cámara, que se ha mantenido fija durante la conversación, se aleja de Hayes y Sorenson tras que Sorenson se disponga a dormir después de apoyar su brazo en la espalda de Hayes, mientras la voz en off de Hayes confiesa que nunca se ha sentido más cerca de nadie. En un espacio de desolación, se sintió próximo.
Mann no incide en la cuestión de que fue la segunda bandera alzada, sino que se sumerge, sin vaselina, en el proceso de desintegración de Hayes, como si la explosión de una bomba arrasara de modo gradual su interior. La irrupción de unos opresivos acordes musicales en un plano de leve contrapicado, y un desenfoque, señalizan el inicio de la caída en picado en el consumo de alcohol. Un montaje frenético, sincopado, de Hayes bailando en una pista señaliza cómo se ha ido convirtiendo en muñeco mecánico en una representación. Se ha ido perdiendo a sí mismo incapaz de lidiar con su condición de imagen dentro de una representación que le parece una obscenidad. Ironías, cuando se sale de ese escenario, o cuando lo expulsan para que deje de desentonar entre las sonrisas de las tarimas de ese circo mediático, los integrantes de su tribu también quieren apoyarse en su condición de símbolo, de héroe, para realizar unas reivindicaciones. Pero Hayes sólo quiere desaparecer, dedicado a la limpieza en alguna anónima letrina, cual símbolo que revela la verdadera cara de una realidad que erige estatuas sobre el dolor y el horror. La conclusión de 'El sexto héroe' puede ser una de las más demoledoras y desoladoras vistas en una pantalla: Hayes se arrastra, ebrio, por una colina del desierto, pero no hay banderas que alzar: Su cuerpo se contrae, y amanece helado, muerto, con la mano contraída en el mismo gesto que quedó inmortalizado en aquella imagen que se convirtió en todo un icono patrio. Leonard Rosenman compone una espléndida banda sonora para esta excelente obra.

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