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domingo, 19 de abril de 2015

La primera noche de la quietud

La primera noche de la quietud, la muerte. La primera noche en que ya no sueñas. Pero Dominici (Alain Delon) no quiere dejar de soñar. No quiere convertirse en un espectro en vida, aunque a veces lo parezca, con su mirada sombría, cansada, el gesto de quien ya ha olvidado demasiado, el desaliño de su barba incipiente, ese gabán que parece el atavío de un monje, quizá en procesión, que es errancia. Dominici quiere resucitar. Quiere encontrar una dirección. Las primeras imágenes de 'La primera noche de la quietud' (La prima notte di quiete, 1972), de Valerio Zurlini, parecen desligadas de la narración porque es otra perspectiva. Un velero que surca las aguas, y llega a un puerto, donde sus ocupantes preguntan, precisamente a Dominici, que pasea como figura errante por el espigón, en qué ciudad se encuentran. Así se siente Dominici, una figura que no sabe dónde se encuentra, a dònde llega, si llega a algún sitio nuevo, o es el mismo, si vuelve a una ciudad que conoció o es otra ciudad. Su perspectiva es otra, la de alguien que llega, la de alguien que no está, la de alguien que parece desligado de su entorno. Ha llegado a Rimini para realizar una sustitución como profesor en una universidad. Su materia, las lenguas clásicas, su propósito, como remarca, explicar por qué es hermosa una línea escrita por Petrarca, quien exaltaba, en 'De vita solitaria', la soledad, en cuanto aislamiento del estudioso que propiciaba la concentración, esa sensación que transpira Dominici. Petrarca también escribió que el mal no existe, sino que es una insuficiente voluntad de bien, anegada por las pasiones. La insuficiencia de saber navegar con las emociones, las ofuscaciones, torpezas e intemperancias que desarbolan la singladura. Dominici parece habitar en el pasado, allá detenido, además de una figura entre tiempos y entre espacios. Vive una relación que no es una relación sino una transición que es consuelo. Con Mónica (Lea Masari) mantiene una relación parece, como la relación de la pareja protagonista de 'El buscavidas' (1961), de Robert Rossen, un contrato de mutua tristeza. Dos desesperados, dos cuerpos que se confortan tras sus naufragios, dos emociones heridas que ya sólo quieren recuperarse de sus colisiones y hundimientos, y encuentran en el otro esa boya en la que sostenerse en esa provisionalidad de no sentirse ya en ninguna parte.
Y el sueño aparece en el horizonte de Dominici, el rostro de una alumna, Vanina (Sonia Petrova), con nombre de libro de Stendhal, relato de un amor entre una princesa y un revolucionario (como él es un inconformista que no se pliega a las directrices de la dirección en la universidad), otra ensoñación fuera de tiempo, de resonancias del pasado, de sueños de la literatura, de juventud que quiso encontrar puerto, pero no ha encontrado sino marejadas y galernas y una deriva que parece al pairo. Y con ese rostro sueña, y se esfuerza en hacerlo duración, cuerpo, posibilidad de singladura. Y se convierte en espectro, en figura discordante, que hablara otra lengua, entre los veinteañeros que que se mueven todavía a golpes de impetus, movimiento de desorden, de sacudidas, de noches derramadas en la embriaguez, en bailes, en cuerpos que se confunden, juventud que aún ensaya y se derrocha. Entre esa turgencia de tumulto desaforado Dominici pasea, como contrapunto, su gesto de sombra circunspecta, de mirada desolada, que, en silencio parece replicar qué absurdas e ilusorias son esas contorsiones de juventud, a las que les esperan los puertos vacíos y las aguas estancadas, a la vez que no oculta la súplica que tantea el rostro que ha iluminado su errancia porque aún en los recovecos de sus cansadas y desesperadas sombras aún sueña, aunque aspira a hacerse verso.
Junto a Vanina, ante el retrato de 'La madona del parto', de Piero Della Francesca, en la iglesia, Dominici toma consciencia de una sintonía con consistencia, con cimientos. No es una fantasía, una ilusión de la juventud que no cumplió sus promesas, un mero fantasma en el que aún agarrarse a los restos del naufragio de los sueños, las sombras de la luz de las velas de la pureza, de lo sagrado. En las palabras de aquel cuerpo que no es mera imagen se manifiesta la consciencia de la soledad, de la crueldad del entorno que se convierte en mueca cuando los días se convierten en extravío sin dirección pero sí con rutina. Ya hay en aquella mirada una sensación de término, desprendida de la inconsciencia de quien cree que aún empieza todo. Vibra la consciencia de la pesadumbre, la incomodidad de sentirse aislada, separada de quienes le rodean. Entre aquellos dos cuerpos las miradas y las palabras se conjugan. Hay una posible dirección. Por eso, Dominici no ceja, aunque su figura de márgenes que colindan con la vida de precariedad, desperdicio y dolor sordo, no parezca que pueda competir con la arrogancia y ostentación de coches deportivos y pisos de lujo y viajes a Venecia de quien es la pareja de Vanina, Gerardo (Adalberto Maria Merli). La narración se desliza entre la melancolía y un aliento fúnebre, acompasado al gesto de Delon (en una de sus más matizadas interpretaciones), como si la realidad padeciera una enfermedad que consumiera su respiración, y la convirtiera en cerco para los que aún sueñan.
Mario Nascimbene compone una gran banda sonora, entre la melancolía y desesperación, entre el saxofón y la trompeta.

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