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lunes, 9 de agosto de 2010

El fin de la inocencia

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‎'El fin de la inocencia' (2005), de Michael Cuesta, es otro ejemplo de película que pasó injustamente desapercibida. Quizá porque establece una mirada poco convencional, sino más bien áspera, desafiando los límites de esa 'corrección política' que atenaza y lastra nuestra cultura, pero tampoco fuerza la cuerda provocadora, esa delectación en lo 'bizarro' (término de moda), que convierte lo 'raro' en atracción de feria snob. Puede servir de orientación sobre la naturalidad con que afronta la historia de estos tres niños de doce años, que sienten el malestar de la 'diferencia' y se sienten desbordados por la convulsa agitación de emociones y deseos y tumultuosos y turbios, si señalamos que Cuesta es director del piloto y de cuatro episodios más de la magnífica serie 'Dexter' ( de la que también fue productor ejecutivo). Cuesta lo explicó con claridad: “lo que nos gusta de “Dexter” es que puede ser real. Te puede resultar repulsiva su conducta, pero eso no evita que de alguna manera también te sientas atraído hacia él”.
Esa ambivalencia es una de las grandes virtudes de esta serie. De repente, el 'otro', el 'monstruo' es alguien cercano a nosotros, alguien con el que hasta podemos identificarnos, cuando se interroga sobre cómo ajustarse a los rituales de socialización, como un niño que diera sus primeros pasos, y contemplara la normalidad como otro mundo extraño del que tiene que aprender sus pautas (o su código de circulación). Y, a la vez, de un modo tan revulsivo como transgresor, materializa en su figura el sentimiento exiliado del 'diferente', el que se siente extraño en un mundo pautado sobre los estigmas de lo diferente. Lo 'monstruoso' también condiciona o se agita en las acciones o deseos de los tres niños de 'EL fin de la inocencia'.
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Jacob (Conor Donovan), de entrada se ve condicionado por el tener en su rostro una extensa mancha de nacimiento (que le hace portar en las primeras secuencias una máscara como la del Jason de 'Viernes 13': se siente un monstruo). La vida parece haberle jugado una mala pasada con su aleatoria loteria ya que su hermano gemelo, Rudy, es el modelo de chico admirado y atlético, de carácter decidido ( casi la imagen integrada del factible triunfo social). Cuando su hermano, accidentalmente, muera abrasado en la cabaña que tienen construida sobre unos árboles en el bosque ( a causa de la irresponsable acción de dos compañeros de colegio que se la tienen atravesada al lanzar dos cocteles molotovs ignorante de que estaba durmiendo ahí) en Jacob se agitan los sentimientos viscerales de venganza. No es en su hogar donde encuentra el modelo de conducta ( o de sentimiento) ejemplar: su madre reacciona con furia cuando sólo les han condenado a un año en un correccional e incluso declara con rabia que desea la muerte de esos dos chicos. Jacob se encuentra en un fuego cruzado de emociones, aunque visite a los chicos en el correccional buscando una comprensión que mengue su ciego afán de venganza no logra atemperarlo, y no ayuda que sus padres adopten a un chico ( siente que quieren reemplazar a su hermano; y el hecho de que sea negro es como un reflejo doliente de cómo se siente poco querido, o menos querido que su hermano muerto).
Leonard (Jesse Camacho), por su parte, que se salvó del incendio, sufre el estigma de su desproporcionada obesidad. Cuando su entrenador en el colegio le señala que no ha conocido a un chico en tan baja forma, se determina a bajar peso como sea (estupendo ese plano cuando sale el primer día a correr; la cámara se queda encuadrando la casa; realiza una panorámica a la izquierda y vemos que Leonard ya se ha detenido exhausto; la cámara panoramiza de nuevo hacia la derecha a la casa). Y es que la responsabilidad de su situación está, de nuevo, en la actitud de su familia, y en concreto, como en el caso de Jacob, en su madre, una mujer obesa que no deja de incitar a deglutir con voracidad (hay que ver su expresión de pánico cuando los médicos le dicen que su hijo ha perdido, por la conmoción de la caida al salvarse del incendio, el sentido del gusto). Leonard va perdiendo peso, y en ello es crucial el asumir una estricta dieta, que intenta transmitir a su familia ( llegando hasta a recluir en el sótano a su madre, para que se habitúe a comer comida saludable; como le dice, es para salvarle su vida).
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Por último, Malee (Zoe Weinenbaum), es hija de padres separados. Vive con su madre, que es psicóloga, y no acaba de lograr comprender o asimilar esa ruptura, como el hecho de que no pueda ver a su padre cuando y cuanto quiera (y, obre todo, la dolorosa revelación de que su padre no quiere verla en la medida que ella le echa de menos). Además, ha tenido su primer periodo. En esa agitación de emociones y deseos nacientes, se produce una relación de transferencia con un paciente de su madre, Gus (magnifico Jeremy Renner, el protagonista de 'En tierra hostil'), que trabaja en la construcción. Se crea una relación de complicidad entra ambos, en el que entra el factor del deseo (tras haber entrado en su casa varias veces, en su ausencia, como aquel personaje de 'Chunking express' de Wong Kar Wai, en una ocasión la recibe desnuda, en ofrenda, expresándole que desea que la toque ( en la que subyace ante todo un anhelo de cariño, de proximidad, de sentirse querida, presente); Gus, con el rostro traspuesto, la abraza con ternura. Una de las más hermosas secuencias, y más líricas, de esta película, es la posterior en que Gus (prodigioso Renner en esta secuencia) explica a su psicóloga, y madre de Malee, el porqué ha sido la conducta de Malee curativa para él: y narra cómo, cuando era bombero, al acudir a un incendio, se encontró con una niña con la mitad del rostro quemado, y cómo le pidió que la matara; y él lo hizo; y aunque piense que hizo lo correcto, siempre le ha corroido la duda; y la expresión que vio en el rostro de Malee, ofreciéndose desnuda, anhelando su cariño, fue la misma que la de aquella niña quemada. El rostro de la madre se anega de lágrimas porque comprende a qué se refiere. Desamparo, intemperie emocional, aquello que trasiega y condiciona la vida de estos tres niños de doce años, frutos dolientes de una sociedad enquistada en la inconsecuencia y la irresponsabilidad ( a no ser aquellos conscientes del dolor, del exilio emocional, como Gus). La monstruosidad está en la propia sociedad, en esa 'normalidad' emponzoñada en la violencia de las relaciones ( el bullying, los sentimientos viscerales de venganza, las relaciones asentadas en la crispación), la dejadez apática (la voracidad del consumo) y la incapacidad de comunicación, la distancia sobre la que se edifican las relaciones en la que tan poco se comparte. Como Dexter, estos tres chicos, se convierten en la encarnación de una interrogante sobre las carencias y purulencias de nuestra sociedad.

‎'El fin de la inocencia' (Twelve and holding, 2005), es una muy sugerente y estimulante obra de Michael Cuesta, su segunda obra tras 'L.I.E (2001), además de director de cuatro episodios de 'A dos metros bajo tierra' y del piloto y cuatro episodios más de la excepcional serie 'Dexter', con la que coincide en su natural mirada sobre lo 'otro', 'lo monstruoso', en este caso una ejemplar mirada sobre las turbulencias de emociones de tres chicos de doce años, reflejo de que la monstruosidad más bien es la de esta sociedad anegada en la 'corrección política' que camufla las turbiedades de sus carencias, de su falta de inteligencia emocional.

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