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martes, 23 de febrero de 2010

Sólo el cielo lo sabe

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Un amor que lucha contra los estigmas de la 'corrección', el sentimiento enfrentado a la imagen. Cary (Jane Wyman), viuda y madre de dos hijos que superan ya la adolescencia, entrada en la cuarentena, y poseedora de un modélico status social, con un hogar en uno de esos prototípicos suburbios de clase media alta, característicos de los 50, signo de bonanza material, se enamora de un hombre, Ron (Rock Hudson) primero, bastante más joven que ella, y, segundo, de menos categoría social, ya que es un ‘simple’ jardinero. Añádase que es una especie de eremita, poco amigo de las convenciones sociales, que vive en una casa junto al bosque. Los vivaces colores, como una sinfonía cromática, refulgen desde el inicio de ‘Solo el cielo lo sabe’ (1955), de Douglas Sirk, con esa grúa que desciende sobre la ciudad, con la tupida frondosidad de los radiantes árboles como paradójico atrezzo (naturaleza que es vitrina), no son más que la cautivadora envoltura que señaliza una ausencia, ya que revela cómo ese espacio de imagen impoluta esconde una siniestra entraña. Esa sensorialidad pregnante y hechizante de la representación no es más que un artero ardid para ubicar en un espacio familiar, para socavar nuestra mirada y revelar la condición emponzoñda de ese modo de vida, o de forma no ‘habitar’ lo real y verdadero. Su condición de vida de simulacro, de cristales de conveniencias e hipocresía, de preponderancia de la imagen social y la atrofia emocional. Los hijos, sobre todo el chico, no aceptan que su madre pueda vivir esa pasión. Les parece imagen de vergüenza. Los vecinos o (presuntos) amigos oscilan entre la disimulada envidia, el rechazo manifiesto y hostil, o la inconsecuente mezquindad (hay quien cree que ella, por demostrar que es más abierta de mente, puede ser más receptiva a sus insinuaciones sexuales). Cary está atrapada en esa jaula de cristal de colores exuberantes.
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No hay secuencia más elocuente, y desoladora, que aquella en la que Cary, que ha cedido a la presión de su familia y amistades, conformándose con el regalo, por parte de su hijo, de un televisor (simulacro sustitutivo de unas carencias), se ve reflejada en la pantalla apagada de éste. Resuena la voz del vendedor: ‘Comedia, drama…¡la aventura de la vida al alcance de la mano!. Es una más, o así quieren que sea quienes la rodean, atrapada en ese ámbar de vida de delegación, de simulacro. No se puede pretender salirse de las directrices de los componentes de la manada, porque sino hará sentir a estos conscientes de su falsedad y de sus carencias. Sirk encuadra desde el exterior de la casa a Cary, a través del vidrio de la ventana. En contraposición a los encuadres que realiza de ella con Ron en la casa de éste en el bosque, que son desde el interior. Unos cuerpos en sombras invocan con su abrazo, con su gesto de entregada intimidad, fusión y alianza, al resquebrajamiento de un simulacro de vida, cristal y hielo, que les impide el realizar su amor, la celebración de la emoción verdadera Y, además, los ventanales, aquí, son ámplios, lindantes con la naturaleza. Ventanal al que se acerca un venado, una figura emblemática de la ausencia de doblez, de lo natural y sencillo, de la inocencia. Para reaccionar, Cary necesitará el fustigazo de la amenaza de la muerte. Ron sufrirá un accidente que pone en peligro su vida. Eso hará tomar consciencia a Cary de que debe abandonar su simulacro, su muerte en vida, para apostar por abrazar al sentimiento verdadero. Verse reflejada, a través del ventanal, en aquel venado, mientras Ron yace convaleciente, le hace sentir, por fin, la fortaleza de la luminosa naturalidad. Ya no hay sombras en el interior. Porque ya se ha encontrado el pacífico espacio de la conciliación con la emoción genuina. O la ingenuidad que no sabe de convenciones y conveniencias.
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‘Solo el cielo lo sabe’ (1955) es uno de los más hermosos melodramas de Douglas Sirk. En el retrato de estos modos de vida, de estos espacios, podemos encontrar eco en obras recientes como ‘Revolutionary road’ (2008) de Sam Mendes, o ‘Juegos secretos’ (2005), de Todd Fields, y aún más claramente, en ‘Lejos del cielo’ (2003), de Todd Haynes, por cuanto es una variación de ‘Solo el cielo lo sabe’ (amplia el espectro de atributos estigmatizados al hecho que el jardinero sea negro, y que el marido de la protagonista se debata dolorosamente con su homosexualidad no liberada). No por nada, son obras que componen lo más granado del cine reciente estadounidense. En los mismos 50 podemos evocar obras como ‘Bigger than life’ (1955) o ‘Un extraño en mi vida’ (1960), de Richard Quine, o en obras del mismo Sirk, más despojadas y ásperas (no por nada en blanco y negro), como ‘Angeles sin brillo’ (1957), o ‘Siempre hay un mañana’ (1956), o camuflado bajo los ropajes de la exuberancia de un artificio sublimado, de colores exultantes, que ponía en evidencia las carencias de esa sociedad de la abundancia, como en ‘Obsesión (1954) y ‘Escrito en el viento’ (1956).

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