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jueves, 25 de febrero de 2010

Revolutionary road

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Frank y April se conocen en una fiesta. Un plano general recoge su conversación al fondo del plano, con figuras interpuestas de otros asistentes a la fiesta. April anhela poder ser actriz, pero él no sabe lo que quiere hacer con su vida. Una serie de planos medios y cortos en movimiento captan el hechizo de su primer baile. Fin de la magia. Elipsis en el tiempo. Primer plano de Frank como espectador de una función en la que actúa April. Su expresión es de manifiesto disgusto. La función es un fracaso. En el camerino, donde destaca la presencia de un espejo dominando los encuadres, tienen su primer roce porque Frank quiere cumplir con la etiqueta social, los planes previstos con otros asistentes, y April no está con ganas de socialización. Un largo plano general les encuadra caminando, en silencio, que es crispación contenida, por un pasillo (de nuevo, las resonancias de un túnel). Posteriormente, ya en el coche, ese primer roce derivará en violenta discusión de mutuos reproches que casi termina con una agresión física de Frank. Distancias. Lo que el plano general oculta. Lo que el primer plano revela. Aquel plano general compartido delimita la distancia real que hay entre ambos, y que se irá evidenciando a lo largo del relato, así como su mediatización por el entorno. Son uno más en la multitud aunque les hayan calificado de especiales y diferentes, pero no lo son, puesto que las decisiones sobre su vida han sido las que el entorno determinaba. El primer plano avisa de cuál será el elemento conflictivo que desintegre la relación, la crispación de alguien, Frank, tan indeciso como insatisfecho. Un hombre sin atributos, como revela la secuencia en la que se dirige al trabajo, en la que es uno más con el mismo atuendo, traje y sombrero. Es un hombre subordinado, adaptado. Y frustrado: como reconoce a su amante, cuando era niño lo último que deseaba era acabar siendo como su padre, y resulta que a sus treinta años realiza el mismo trabajo que él y en la misma empresa. Es un vendedor de maquinas, del mismo modo que vendió la imagen propicia cuando cortejó a April simulando quien no era, porque sabía lo que ella quería oír. La relación, por tanto, se construyó sobre una falacia. Y esa es una ironía contenida en ese primer plano de su rostro, porque es su reacción ante un escenario.
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Y es que, paradoja, April ansía poder ser actriz, pero el actor en la vida cotidiana es él, como voluntad adaptable y fluctuante, supeditado a lo conveniente, mientras que ella pugna firme por la emoción y vivencia genuina. Frank prefiere la comodidad de la mentira al riesgo de la verdad que confronte con el fracaso. El primer plano tras el título del film nos permite entrever a Frank a través de un retrovisor. Ya nos señala cómo vive mediatizado por los espejos (presencia recurrente en la obra) de unas normas y valores de vida que subordinan la autenticidad al ajustarse a las cuadriculas (como las de las ventanas de su casa) de lo predeterminado como necesario y deseable (trabajo remunerado, aunque no te guste, familia y casa). Un esquinado mundo tramado por imágenes.La forma de reaccionar ante la agria discusión inicial también les define. Frank conjura su frustración ligándose a una de las secretarias de su empresa, mientras April busca una solución constructiva y conciliadora. Prepara una fiesta de cumpleaños, y plantea una completa y revolucionaria ruptura con su modo de vida, un reinicio en Paris, donde ella sea la que le mantenga, mientras él se dedica a definir lo que quiere hacer realmente con su vida. Frank se resiste en principio pero cede, porque tampoco puede evidenciar el engaño, cuando la cortejaba, de su declaración de ambición vital de sentir las cosas de verdad y asociado con Paris porque allí la gente sí parece viva. Pero alguien sin voluntad propia es fácil que sea presa fácil de la presión social. Primero, de las perplejas reacciones de los vecinos por esa decisión radical, que en algún caso camufla la envidia por su coraje dada su frustración vital, (anótese la magnífica presentación del vecino a través de gestos y miradas, que nos hacen sentir cómo se siente, ajeno a su propia vida, y cómo mira la casa de los Wheeler como si fuera la pantalla de lo que quisiera ser, el marido de April) como por el hecho de que transgredan los roles sociales ya que ella le mantendría a él económicamente en Paris. Y segundo, aún más determinante, la propuesta de un ascenso en el trabajo que no es sino la promesa de poder interpretar un papel estelar en una vida que es escenario. Hay un momento que define sus dudas y vacilaciones. En la oficina, solo, graba en el micrófono unas palabras que condensan su pensamiento: Sabemos lo que es necesario, sabemos lo que tenemos, sabemos lo que es prescindible: es lo que se llama Control de existencias. A retener la aparición, desenfocada al fondo, de la secretaria que fue su amante tras la discusión inicial, lo que ya anuncia cómo va a optar por la decisión más fácil y cómoda. El embarazo no previsto de April se convertirá en perfecta excusa para resistirse al cambio, y para establecer el control de existencia que realmente desea. Entre las figuras secundarias destaca, sobremanera, John (Michael Shannon). Representa el alter ego de su revolucionario propósito (o como se irá evidenciando, sólo el de April). Es la única persona que aplaude y apoya su determinación. Es un matemático con el discurso del loco, aquel que es directo y dice siempre lo que piensa, la verdad, en contraste con una sociedad donde las conductas están tramadas sobre el cálculo. Esa verdad que es necesario recuperar, como le recuerda April a Frank, porque nadie la olvida, sólo nos volvemos más diestros mintiendo (en una secuencia en que las sombras dominan el rostro de Frank). Cuando éste reconoce que su decisión es también una huida de un irremediable vacío (no casualmente, en un paisaje natural, mientras pasean los tres por el bosque), John se detiene y asiente admirativo: Todos son conscientes de que viven un vacío, pero pocos tienen el coraje de reconocer que es irremediable. La última secuencia que comparten culmina con un afinado uso del desenfoque y enfoque. Tras el violento enfrentamiento con Frank, al comprender que es el causante de que hayan decidido no romper con la comodidad de la vida que llevaban, la cámara encuadra en primer término a April, de perfil, lo que delata su condición ya escindida, con el rostro demudado, y al fondo, John, desenfocado, marchándose tan indignado como dolido, hasta que cambia el foco en el momento en que John se vuelve y le señala que de si algo está contento es por no ser el hijo que porta en sus entrañas. April ya ha quedado irreversiblemente desenfocada.
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Mendes musicaliza el fluir del relato sostenido sobre unas corrientes subterráneas que se van aposentando progresivamente hasta aflorar de modo desgarrador en un climax en el que grito se hace cuerpo de narración, rasgando el telón de colores dorados, cuando las imágenes se descascarillan tras su última discusión. En esos planos, adueñados por las sombras, ya sólo habitan las miradas mudas, los cuerpos descoyuntados que se sostienen como figuras sonámbulas. Un dolor sordo que se extiende en las siguientes secuencias como una patina que hiciera evidente, ya definitivamente, que no son cuerpos sino máscaras, y hay quien lo puede aceptar, Frank, y quien no, April, y de ahí la drástica decisión de ésta. El aborto es la negación de un modelo de vida enajenador que se sostiene sobre una imagen que no se corresponde con el sentir de verdad. El último desayuno que comparten evidencia la incapacidad de Frank de ver a April (o de no querer verla) como su empecinado deseo de que siga reproduciéndose la confortable mascarada. Si una fotografía del pasado, la de Frank ante la torre Eiffel, aparte de ser el cuerpo del delito de una mentira, era la imagen de lo que podría ser, el dibujo de una computadora en una servilleta es la imagen de lo que están condenados a ser. Pero la carne ya se ha desgarrado. La ficción no puede continuar para quien desea vivir su propia vida, para quien desea ser real.

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