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lunes, 2 de marzo de 2015

The whisperers

La trama de la realidad puede resultar difusa, y hay quienes viven en una zona de realidad difusa. Figuras de las que quizá nadie se percata, como si habitaran la vida tras un cristal esmerilado. Su tránsito por la vida quizá no sea apreciado, quizá porque la realidad rebosa de márgenes en los que se apilan figuras difusas como la señora Ross (magnífica Edith Evans), en la producción británica 'The whisperers' (1967), de Bryan Forbes. Tiene 76 años, vive sola, y sobrevive en su precariedad gracias a la asistencia de los servicios sociales. En su desvencijado hogar escucha voces, quizá susurros. A veces, abre la puerta y pregunta si está ahí. Pero nunca hay nadie. No sólo escucha voces que provienen de dentro sino también de fuera, voces que le llegan del piso de arriba, voces que parecen que discuten (la realidad parece que no deja de enzarzarse ahí afuera). Son voces más hostiles que las de su vacío interior. No necesitan de intrusiones, por mucho que sean hechas con buena voluntad, porque la señora Ross teme que el marido quizá maltrate a la esposa, aunque su buena voluntad está tiznada de cierto racismo, ya que su desconfianza se apoya también en que él sea hindú. En el mundo de afuera, un mundo que parece no dejar de descascarillarse, como si fuera el desteñido reflejo de la prosperidad que se vivió en esa zona de Manchester, cuando la industria textil vivía momentos álgidos, no parece haber muchos que se preocupen de la señora Ross. Más bien, todo lo contrario, sobre todo si hay dinero de por medio. El dinero parece la única nota de distinción en un paisaje humano miserable. Distinción porque es la contraseña de acceso para salir del sumidero de vida en los márgenes de la realidad donde no dejan de ser figuras difusas. Su hijo, Charlie (Ronald Fraser), la visita no porque le importe sino porque su casa le puede servir para ocultar el dinero de un robo. Una mujer que también vive de la ayuda de los servicios sociales la emborracha y la lleva a su casa cuando cree que puede robarle algunos billetes.
La señora Ross es un deshecho, otra ruina de ese paisaje que parece derrumbarse, y hay un momento en que literalmente lo es, un bulto arrojado en una zona de paso porque la que nunca parece pasar nadie, un bulto que antes parecía confundir los tiempos y las realidades, en los márgenes de los márgenes, y que necesitará asistencia sanitaria para recuperar el escaso lazo que le quedaba de conexión con la realidad. Hay una secuencia extraordinaria que condensa el aliento de esta notable obra que dispara con silenciador. El marido, Archie (Eric Portman), al que hace años que no ve, acude al hospital donde está ingresada cuando le avisan de su estado. En primer término del encuadre, a la izquierda, se ve el perfil de Archie, de espaldas a la puerta, y al fondo a la derecha, tras una puerta con cristal esmerilado se aprecia como un enfermero trae a la señora Ross. Ambos se miran, y en sus miradas se sienten las sacudidas de la consciencia del paso del tiempo, cuando contemplan en el otro los estragos del tiempo, como si fueran el desteñido reflejo de lo que fueron. Archie vivía en los márgenes, otra figura difusa que no ha logrado conducir su vida, sino que le ha conducido a él a los espacios destartalados, a los lugares donde ya no hay ni nombres, sino sólo escombros, sombras que se arrastran, sombras que recurren a lo que sea para seguir sobreviviendo, conducir a los que disponen del dinero o trafican con lo que genera dinero, pero también muerte. Por un momento fugaz, dos figuras difusas que se van desvaneciendo, vuelven a reencontrarse, pasajeros de una realidad ruinosa en la que se busca como sea la huida. A veces la proporciona un excepcional golpe de suerte que sirva para sentir que vuelve a conducirse la vida. En otras, simplemente, se sigue escuchando voces ahí dentro, aunque nunca conteste nadie cuando se pregunte si hay alguien ahí.
John Barry compuso una espléndida banda sonora

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