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sábado, 14 de marzo de 2015

Hermano y hermana

Agua, piedra. Fragmentos de una piedra quebrada, fragmentos de una familía disgregada, nexos que fueron agua y ahora son piedra, piezas a la deriva. Las narraciones en el cine de Mikio Naruse se despliegan como pétalos de una flor que se van cohesionando progresivamente a medida que se perfilan los nexos. En 'Hermano mayor, hermana menor' (Ani imoto, 1953), parece más bien el de las esquirlas de una explosión que perfila su raíz a la vez que se fractura de modo irremisible. El agua y las piedras abren la narración. Un presente que no fluye. Un hombre, Akaza (Reizaburo Yamamoto) mira a su pasado, mira lo que fue, un hombre de negocios próspero que era, y sigue siendo, respetado por los que le conocieron. En el presente, un presente ya deshilachado, mira al río, mira a lo que fue, a lo que fluía entonces. Camina por los senderos y las carreteras con determinación, con el gesto digno, aunque ya no haya direcciones en su vida. Pero en su gesto sigue persistiendo una línea recta. Inokichi (Masayuki Mori), su hijo, se mueve sin dirección, como una de esas bolas que siguen un recorrido sinuoso en un juego recreativo, o una bola del pachinko que siempre cae en el fondo de la máquina. Es el reverso de su padre, y su vergüenza. Si Inokichi le avista procura sortearle, realizar un movimiento sinuoso que pueda pasar inadvertido, pero la mirada recta de su padre no deja de abofetear su desprecio a la realidad. Mon (Machiko Kyo), la hija mediana, entra en el hogar, pero sus penumbras no transpiran hogar, parecen las de la pesadumbre, como la que emana de la expresión de Mon. San (Yoshiko Kuga), la hermana menor, vuelve de Tokio, donde está estudiando enfermería. Visita al chico que ama, Taiichi (Yuji Hori), pero entre ambos no sólo se interponen vendas visibles (como parecen los tallarines tendidos), sino otras que ciegan a los padres adoptivos de Taiichi, las que rechazan otras manchas (aunque más bien habiten sus turbias miradas presuntamente rectas), las que afectan a la familia de San por la caída en desgracia de su hermana Mon.
La deriva de Inokichi no deja de ser el reflejo embrutecido de un patriarcado que hace incluso de la piedra violencia. No quiere tampoco reencontrarse con su hermana Mon, porque implica colisionarse con un pasado que no se convirtió en el presente que deseaba Las dos hermanas se convertirán en figuras astilladas que no dejarán de sublevarse. Mon quedó embarazada mientras trabajaba en Tokio para ganar dinero para la familia. San se verá afectada por una rigidez social que prioriza los matrimonios de conveniencia sobre el sentimiento. Tres visitas de San estructuran la narración. En la primera se define la circunstancia de Mon, y el rechazo virulento de su hermano. En la segunda, el hombre que la dejó embarazada les visita y habla con el padre. Conversan dos hombres a los que domina la pesadumbre, a uno le pesa el remordimiento, y al otro un paso del tiempo que le ha despojado de espolones. Ya no hay reproches ni furia en su mirada, porque su mirada ya sólo mira hacia el pasado. Mon ha perdido a su hijo, e Inokichi se pierde en su progresiva ofuscación. Inokichi sigue a ese hombre porque persigue un pasado que se convirtió en dirección truncada, porque nunca fue aquel hombre. El afecto que sentía por su hermana, de la que no se separaba en su infancia y adolescencia, se ha tornado en repulsa quizá porque sus sentimientos se han enturbiado, colisionando consigo mismo. Lo que ya no fluye se atasca en un pedregal, y ya su mano es una piedra que golpea. En las secuencias finales San y su madre participan en un rito tradicional en el que dejan unas linternas encendidas flotar a la deriva. San se mira con el pasado que no se convirtió en presente, con Taiichi acompañado de su actual novia. San hace un gesto de despedida, pero el contraplano ya es el de la propia madre. San y Mon vuelven de nuevo a Tokio, aunque ya su gesto es una despedida de un modo de vida del que ya se desligan, ese que representa la piedra en la mirada de su hermano, ese que representan los matrimonios concertados, ese en el que las mujeres son meras luces flotantes que se dejan a la deriva sin importar su voluntad o sentimientos, porque se supeditan al capricho del hombre. San y Mon, juntas, toman su propia dirección, incierta, pero es la propia, la que apuesta por un futuro que fluya sin subordinar ni su voluntad ni sus sentimientos.

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