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viernes, 13 de marzo de 2015
Strangers in the night
En 'Cartas a mi amada' (1945), de William Dieterle, un soldado en el frente, encarnado por Joseph Cotten, escribe unas cartas de amor en nombre de un compañero. Esas cartas serán fundamentales para consolidar un amor que derivará en matrimonio y posteriormente en perplejidad (¿qué tiene qué ver el que escribía las cartas con este hombre que tengo a mi lado?) y por último en asesinato. En 'Strangers in the night' (1944), sexta obra de Anthony Mann, un soldado en el frente, Meadows (William Terry) mantiene una relación epistolar con una chica de nombre Rosemary. Las cartas son fundamentales para germinar una atracción sentimental que deriva en interés en conocer a esa mujer y posteriormente en perplejidad cuando los acontecimientos comiencen a ser desconcertantes (¿existe esa mujer con la que me estuve escribiendo?) y por último no faltarán los asesinatos por intentar preservar una ficción. O cómo la ficción acaba destruyendo a quien la había creado (no deja de ser irónico el retórico detalle de la conclusión). En el viaje de Meadows hacia esa mansión de raigambre gótica al borde un acantilado (como mandan los cánones abisales góticos), en la que parece que las maderas crujen de la oscuridad que rebosa en su interior, pero oscuridad de aire vital viciado retenido, se pueden advertir indicios de que el viaje hacia la ilusión (el encuentro con una fantasía amorosa) más bien será accidentado con ribetes tenebrosos y trágicos: El tren en el que viaja Meadows descarrila. Al menos, ha conocido a una mujer, Leslie (Virginia Grey), que sufrirá otro tipo de colisión con peligros de descarrilamiento: es doctora, y que una mujer sea doctora todavía suscita muchos pestañeos de desconcierto que fruncen entrecejos de mentes recelosas con mucho aire viciado retenido en su mentalidad rígida.
Meadows encuentra dos direcciones sentimentales, una parece que es un tanto abstracta, en las espesuras de la abstracción, y como en 'Laura' (1944), de Otto Preminger, ese mismo año, una pintura adquirirá condición de relevante personaje, y condición de pantalla, de reflejo de las proyecciones de los personajes. La otra, es una mujer real, que se enfrenta a otras enajenaciones, el peso de unas ficciones, las de unas tradiciones patriarcales que relegaban a las mujeres a unas funciones sobre todo domésticas, subordinadas (las circunstancias de la guerra, por el alistamiento de los hombres, determinó que la mujer ampliara su presencia en el mercado laboral, lo que suscitó toda una serie de trastornos en el imaginario colectivo y en la misma realidad: ¿cómo se encajaba la ampliación de rivales competitivos? Miedo reflejado en el incremento de la presencia de mujeres fatales en los films noir).La enajenación con la que se enfrenta Meadows no tardará en desvelarse. No hay nadie que se llame Rosemary, es un personaje inventado por la presunta madre, Hilda (Helen Thimig), una mujer desequilibrada que parece enclaustrada en otro tiempo, entre un pasado que nunca se convirtió en presente y una realidad paralela enturbiada. Lo que ha parido realmente Hilda es una invención. Meadows se ha escrito con alguien que no es quien decía ser.
Pero Hilda se resiste a desvelar la ficción, para perplejidad de su dama de compañía, Ivy (Edith Barrett), quien se convertirá en un incordio que se hará necesario eliminar. Y aún más, Hilda persiste en ser quien mantenía una correspondencia que germinó una atracción amorosa. Por eso, no puede aceptar la creciente atracción entre Meadows y Leslie. La mujer ficticia quiere eliminar a la mujer real. Mann consigue concentrar en poco más de una hora un relato con múltiples ángulos, que parte de un argumento de Philip McDonald (autor de las novelas que inspiraron las excelentes 'Círculo de peligro', 1950, de Jacques Tourneur y 'A 23 pasos de Baker street', 1956, de Henry Hathaway, o adaptador de la obra de Daphne Du Marier en 'Rebeca', 1940), y trazar una atmósfera enrarecida, entre el gesto trastornado, como una fisura, de Hilda, y la presencia de una pintura en la que se palpa enseguida cómo la fascinación puede lindar con los abismos.
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