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jueves, 12 de marzo de 2015

Negociador

¿Por qué 'Negociador' (2014), de Borja Cobeaga, amaga pero no sabe rematar y acaba incluso estrellándose contra uno de los postes? O quizás sea contra el larguero porque ambiciones no le faltan y salta pero se estrella porque se pilla la pernera con ciertos ancestros cómicos de la rancia tradición del cine español de la que aún cuesta desprenderse? En su primer tercio la narración en su indefinición resulta sugerente. Amaga direcciones, la de los espacios vacíos, los huecos, los gestos elusivos, el peso de los fueras de campos, los trayectos líquidos que exploran estados de ánimos, atmósferas emocionales, esa tendencia de cierto cine español en los dos últimos lustros que se atreve con senderos más escurridizos, esos en los que los cuerpos más densos de la dramaturgía se desarrollan fuera del encuadre o entre planos. Un cine que busca hacer presente la duración en planos que se alargan sin saber hacia qué acción o dirección llevan. Un cine que gusta de las perspectivas esquivas, de las narraciones fracturadas, como dentadura rota. Como si se intentara recuperar la voz, como si el cine español por fin comenzara a despertar, pero no sólo con francotiradores aislados que acabaron difuminados en los márgenes. Los encuadres, en estos primeros pasajes, se centran también en los espacios y los objetos, y parecen tener tanta relevancia como el mismo Manu (Ramón Barea), como se alternan pasajes orquestados por las miradas y los gestos con otros por las palabras.
Manu es alguien que parece lo contrario de lo que siente o piensa. Es alguien que representa al gobierno español en unas negociaciones con representantes de la organización ETA. Aunque él mismo, por su aire desaliñado y sus barbas, pueda parecer que se ajusta más al modelo de etarra. Apariencias equívocas de las que tampoco se extrae mucho hilo que desenrollar. Del esbozo no se extraen aristas, sino que se desploma pronto flácido. Quizá porque el enfoque se inclina por los tiempos pretéritos, los de la caduca identidad del cine español mantenida en una eterna transición durante varias décadas. El amago de una narración mutante entre ambas tendencias se enquista en la solidez de una dramaturgia revenida como se queda atrapado un elefante en la tela de una araña. Ese elefante que entra en estampida en una tienda de porcelanas con todo el cargamento de recursos cómicos convencionales y patrones de personajes que hieden apolillados de tanto uso en comedias catódicas o no catódicas, cuando el cine y la televisión de la industria española se enfangaba en la misma mirada banalizadora sustentada en el lenguaje escénico, ese que prima el plano y la palabra, como en aquella comedia madrileña de los setenta y ochenta de verborrea galopante de la que rescata de sus mausoleos la figura ya canosa de Oscar Ladoire.
Aunque intente mantener la compostura, y el gesto de sobria dignidad, no puede evitar licuar las densidades con las gracietas más tópicas porque sabe que es la que hará reír a la platea porque de tópicos y clichés la sociedad está constituida. 'Negociador' llama a escena a Carlos Areces para ponerle en la piel de un dirigente etarra y se cruza el umbral sin retorno al territorio de las oportunidades desaprovechadas. Las de zarandear con la irreverencia a una cuestión que bien merece las sacudidas del sacrílego humor, sobre todo en lo concerniente a esas actitudes severas que por dramatizar tanto acribillan el escenario de un conflicto con las acciones violentas. Esa infección de gravedad que impedía el cuestionamiento, que cercenaba todo diálogo con un gesto crispado como la amenaza de una bomba que puede estallar en cualquier momento si se persiste en contrariarle. Al fin y al cabo el violento se siente cruzado que lucha contra el dragón, aunque los del otro lado sólo le vean a su vez como un dragón, y a ese absurdo de sendas incompetencias aún necesita que se le arroje su correspondiente jarro de agua helada que les evidencie en su irrisoriedad, tanto la del que se siente ultrajado porque no le permiten ser la nación que siente y cree es, como el que se indigna porque otro, que para él es sólo integrante de otra provincia, no se emocione con el himno nacional. Lubitsch demostró que era posible con 'To be or not to be' (1941).
Las emociones ofuscan el discernimiento, por eso el humor se convierte en una molesta perturbación que evidencia las inconsistencias, la condición de escenario que necesita ser desnudado en sus engranajes. Cobeaga amaga, pero parece que le entra el miedo, y a mitad camino empieza a hacer muecas y chuchufletas como quien teme alterar demasiado a la bestia agazapada en el susceptible. Los personajes empiezan a convertirse en tipos, en papel pintado con forma humana de cómico. Y 'Negociador' se zancadillea a sí misma entre tanto amago. En cierto momento, parece ni saber cuál era la portería hacia la que quería rematar. Y el resultado acaba en tablas, o en una aguadilla en un partido de waterpolo entre elefantes que se mecían en la tela de una araña.

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