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sábado, 6 de septiembre de 2014
El visitante (The plumber)
En 'La última ola' (1977), de Peter Weir, el agua se desborda en el interior de la casa de David (Richard Chamberlain), el abogado protagonista, como si tuviera vida, como si estuviera señalando que ya nada es cierto ni estable. El agua desciende del piso de arriba, como en la mente del protagonista comienzan a abrirse fisuras en forma de interrogantes que desestabilizan su percepción y relación con la realidad. La primera vez se produce porque se ha taponado la bañera, aunque ¿quién ha dejado los grifos abiertos? Resulta particularmente turbador ese plano de la mano de David sobre la espiral del desague que ha destaponado, acorde a su mirada interrogante que empieza a 'destaponarse'. La segunda vez que se desborda (y a la vez, propaga) el agua, ya es manifestación, extensión, de una tormenta, de un otredad o afuera, que hunde el techo de su casa, como sus certezas ya se han hundido irreversiblemente. Ya no mirará nunca del mismo modo. Esa otra mirada ya se ha sedimentado en él, y ha alterado su relación con la realidad. La obra posterior, 'El visitante' (The plumber, 1979), comienza, durante los títulos de crédito, con planos de Brian (Robert Coleby) duchándose, de su cuerpo perfilado de modo difuso tras la cortina, o de fragmentos de su cuerpo, hasta que su rostro se concreta reflejado en el espejo después de despejar el vaho. También hay un par de planos de desagues. Hendiduras y reflejos difusos. En la siguiente secuencia, reflejos que descolocan, reflejos de lo extraño, de lo otro, de lo que desconcierta, como fascina, pero no se comprende, sino que se intenta descifrar. Como en 'La última ola': un aborigen de otra cultura. Jill (Judy Morris), antropóloga, relata a Brian, que acaba de leer lo que tiene escrito de su tesis, una anécdota que le sucedió una noche en Nueva Guinea. Un hechicero entró en su tienda de campaña y entró en trance durante horas. Ella se quedó fascinada ante aquella subyugante irrupción. Pero su reacción fue torpe. Cogió un cuenco de leche y lo lanzó al rostro del hechicero, quien se marchó llorando. Aún no sabe comprender lo otro, y quizá, como se irá desvelando durante el desarrollo de la narración, lo propio. No sabe desenvolverse ante lo diferente. Su mirada no logra perfilar, enfocar, lo que le resulta borroso, indefinido aún tras el vaho que emana de su propia torpe mirada. El relato será la narración de otra desestabilización de un orden, la progresiva revelación de las hendiduras o fisuras de una realidad ( o de relacionarse con la realidad, con los otros), de un orden que desvelará o evidenciará sus inconsistencias, con la intrusión de un 'cuerpo extraño', un fontanero, Max (Ivan Kants), no proveniente de otra cultura, pero sí con otros planteamientos que no deja de remarcar (relacionados con la diferente posición social, de clase).
Esa desestabilización afectará particularmente a Jill. El cuarto de baño se convertirá en el núcleo de un seismo, un agujero negro, que vulnerará y tambaleará el compartimento de realidad (el espacio exterior y el interior), aparentemente estable, de Jill, a través del desconcertante comportamiento del fontanero. Su relación se convertirá en un particular duelo, difuminándose la certeza de quién reacciona ante quien (hay en Max el talante, aun con la rudimentariedad visceral, de la sublevación ante alguien que detenta una posición de privilegio, o enquistado en su protegida burbuja acomodada). Aunque quizá también sea manifestación de una transferencia. La presentación de Max, también como la de Brian, no se da a través de su rostro. Cuando Brian deja la casa esa primera mañana, baja en el ascensor, en el que subirá precisamente Max, de quien sólo vemos sus piernas, como si fuera su sustituto. Como si aquel fontanero fuera una especie de réplica, reflejo difuso, de Brian. Durante el relato se evidenciarán ciertas tensiones o distancias, en letargo, entre la pareja. La reacción de Brian ante la perturbación o molestia que suponen para Jill las acciones del fontanero será más bien será más bien de despreocupación. A Brian le importa más cierta visita de miembros de la Organización mundial de la salud que puede suponer un decisivo impulso para sus investigaciones científicas. En ocasiones, recibe las llamadas de Jill como intrusiones, del mismo modo que para Jill es una exasperante intrusión el fontanero y su locuacidad y su comportamiento extraño, desconcertante (incluso se toma una ducha la primera visita), por no hablar de la progresiva desfiguración del cuarto de baño, en el que se desentrañan todas sus tripas, una maraña entramado de tuberías y conductos (antecedente del 'desentrañamiento' de los conductos eléctricos que desfiguran el piso del protagonista de 'Brazil', 1974, de Terry Gilliam). Se acrecienta el trastorno, en el espacio físico del piso y en Jill, en paralelo a la acentuación de la desvinculación de Brian de las preocupaciones y los agobios de Jill, que le hacen a esta sentirse subordinada, secundaria en sus intereses. Como si estuviera fuera de foco en su vida, y minusvalorara sus padecimientos.
Irónicamente, uno de esos invitados de Brian sufrirá un percance en el baño, como si este fuera una traslación de la mente de Jill, castigara a Brian. En ese proceso de derrame y demolición Jill pugnará entre la desesperación de perder todo cimiento firme en su vida, de quebrarse ante una realidad que siente que le desborda y supera, ante la que se siente impotente, tanto por no lograr comprender, en concreto el comportamiento de ese hombre, como por demolición de su espacio propio, de su 'habitación de realidad', y, por otro lado, la necesidad de revolverse, de responder, como hizo con aquel hechicero, aunque lo que quizá fuera entonces inconsciente, ahora de modo consciente, sin arrepentimientos. Ante la intrusión la respuesta es la acción tajante, la defensa del territorio implica recurrir a acciones que neutralicen de un modo u otro la acción destructora, agresora, del fontanero, cual marabunta en forma de un solo humano. Si su piso se convierte en una selva con un enramado de tuberías, ella desenfundará su particular bestia. No deja de ser significativo que la ciudad a la que se trasladarían si aceptaran el proyecto de Brian (idea con la que se muestra, en principio, un poco reticente Jill) sería Ginebra, capital de un país emblema de la neutralidad, del espacio no vulnerable, un compartimento o territorio al que no parecen afectar hendiduras y fisuras, ni cuestionamientos y asedios de algún representante de una posición social menos favorecida que quizás decida convertir su cuarto de baño, el espacio emblemático de la higiene, en un caos. Jill, en su torre de privilegiada, contemplará, desde las alturas, en el último plano, como reducen y detienen al molesto intruso que le puso en el trance de poner a prueba sus límites.
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