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viernes, 5 de septiembre de 2014
Eight o'clock walk
Una sombra se perfila sobre una niña que alimenta patos en un estanque, y se escucha el pitido creciente de un tren. Una elipsis. Un policía hace su ronda nocturna entre la maleza y descubre el cadáver de la niña. Otra elipsis. El sonido de su silbato se encadena con el sonido de una trompeta. La música tendrá su relevancia. La niña cantaba una canción, 'Orange and lemons', antes de que la sombra se cerniera sobre ella. Será la canción que el abogado defensor, Peter Tanner (Derek Farr) haga interpretar a un músico callejero, mientras interroga a un testigo, para conseguir que el culpable confiese. Porque su defendido, inocente, lo ha tenido bastante complicado hasta ese momento. La opinión generalizada, incluidos los componentes del jurado, es que Manning (Richard Attenborough) es culpable de la muerte de esa niña de ocho años. Tiene todos los boletos para realizar el paseo de las ocho en punto, la hora en la que se ajusticia a los condenados a muerte. Ese es el título original de esta estimable producción británica, 'Eight o'clock walk'/el paseo de las ocho en punto (1954), de Lance Comfort. Los azares pueden ser desafortunados: El día de los inocentes (April's fool) se convierte en el día de una broma nada graciosa para Manning. Y las apariencias equívocas: Una mujer pensó que el gesto de Manning enarbolando su puño parecía más bien un gesto violento, un gesto de amenaza, sin imaginar que era un gesto cómplice dentro de un juego por la inocentada que le había hecho la niña. Manning asiste a la niña porque parece que ha perdido su perro sin imaginar que es una broma, y le deja su pañuelo para limpiar sus lágrimas. Ese pañuelo se encontrará bajo su cadáver. Ayudas, y los giros del azar te retuercen para devolverte la amabilidad con una acusación.
Nadie duda de que haya sido capaz de hacerlo, aunque no haya rasgos en él que puedan indicar comportamientos violentos. Quizás porque no se sabe ver, se mira al otro en un plano general, a veces desenfocado por la tendencia a mirar de modo retorcido, suspicaz, por lo que se cree que es literal cuando no lo es. Enarbolar un puño puede ser un gesto de despedida. Sólo su esposa, Jill (Cathy O'Donnell), con quien se acaba de casar, le apoya y además se esfuerza en buscar alguien que se implique en la defensa, y no será su abogado defensor titular, sino un ayudante, Peter, quien sí creerá, tras entrevistar a Manning, tras observar su rostro, de cerca, y con la voluntad que se desprende de preconcepciones, que es inocente. Ironías: Peter se enfrentará a su padre en el juicio, ya que Geoffrey Tanner (Ian Hunter) es el fiscal. Como si enfrentara a la autoridad que permite que exista aún pena de muerte, esa autoridad que no se esfuerza mucho en ver más allá de las apariencias. En una narración con peculiares fugas laterales (las madres que esperan para testificar intentan contener a sus traviesos hijos) o fisuras como contrapunto expuestas con laconismo (la enfermedad de la esposa del juez, reflejada de modo indirecto; el lado vulnerable de quien representa la ley, el dolor y la fragilidad que nadie puede imaginar tras su imponente apariencia de autoridad), alguien que sí se preocupa de mirar más allá de las superficies o apariencias, Peter Tanner, logrará revelar a todos lo que nadie se parecía en esforzarse en discernir, porque las miradas tienden a distraerse, o no saben mirar, se pierden en fugas sin saber captar las fisuras.
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